Conozco el caso
de un tipo al que le gustaban las motos con locura. De hecho, desde que pudo
conducirlas, siempre tuvo una. Sin embargo, ninguna de ellas era la que le hubiese gustado manejar, porque
su economía y el trabajo que desempeñaba no le permitían otra cosa que cubicar 125
centímetros cúbicos. De manera que, para poder sentir la sensación de libertad
que no obtenía con su ciclomotor, modificaba el tubo de escape y trucaba
algunas partes del motor, hasta
conseguir un poco más de potencia. Él siempre argüía que si no podía alcanzar
toda la velocidad soñada, al menos hacía ruido.
Pero un buen un
buen día pensó que si otros conducían una Harley Davison modelo Iron 883tm, ¿por
qué él no? De manera que, a fuerza de entrar una y otra vez en la página web de la
marca y de ver durante días y semanas, a
todas horas, la moto de su vida, se convenció a si mismo de que, a pesar de que
no podía comprarla, tenía el mismo derecho que cualquier otra persona a
experimentar esa sensación de libertad que siempre había anhelado.
Así es que se
convenció a sí mismo de que ya era hora,
de que le tocaba en justicia el disfrute y posesión de una Harley y, sin
encomendarse ni a dios ni al diablo, decidió hacerse, sí o sí, con la moto de
sus sueños, sin escatimar para ello en los medios. Es decir, tomó la decisión
de robarla.
En su círculo próximo nunca nadie había cometido
un delito. Por mucho que todos albergasen sueños y ambicionasen bienes que difícilmente
podrían algún día disfrutar, ninguno de sus amigos o de sus familiares barajó jamás
la posibilidad de hacerse con la
propiedad ajena. De ahí que, consciente de que lo que planeaba no estaba bien, decidió
callar y no compartir su osadía,
probablemente con el fin de que nadie le convenciese de lo contrario, porque sabía que robar era ilegal; sabía que
si le sorprendían al manillar ajeno de una Harley Davison modelo Iron 883tm, la
ley caería sobre él sin posibilidad de remisión.
De hecho, antes
de ponerse manos a la obra, él mismo
consultó el código penal y comprobó que si sustraía la moto con fuerza le podrían
caer hasta tres años de prisión. Si por el contrario la conseguía sin amenazas
ni dolo, en medio de la calle, a plena luz del día, practicando un sencillo
puente o rompiendo el candado de seguridad, la pena era menor porque se trataba de un
hurto.
En cualquier
caso, siempre fue consciente de que iba a cometer un delito, aunque día a día se
cargaba de razón, hasta tal punto que,
finalmente, llegó a persuadirse a sí mismo de que le amparaba el derecho
universal al disfrute de una Harley, y que era necesario ejercer ese derecho privando
de la propiedad a su legítimo dueño.
Así es que,
finalmente, hace un par
de meses halló el momento oportuno. Fue cerca del Parque de la Ciudadela, frente al Parlamento de Cataluña. Allí hay espacios amplios de aparcamiento especialmente reservados para
motocicletas, donde políticos, altos cargos y lobistas dejan sus motocicletas de gran
cilindrada.
Él llegó en
Metro, equipado de todo tipo de utensilios para forzar todo tipo de cierres y seguros, y
se sentó en un banco a esperar. No estaba nervioso. Tenía tan asumido su
derecho a conducir la moto de sus sueños que actuaba con pleno convencimiento
de que lo ejercía. Se había persuadido a si mismo de que si algún agente de la ley
le sorprendía en el momento del hurto, la justicia sería clemente, porque, al
fin y al cabo, no robaba la moto para lucrarse, sino para satisfacer una
necesidad histórica, insistentemente reclamada, pertinazmente imaginada.
Desde primera
hora de la mañana tenía a su alcance una buena muestra de motocicletas de alta
gama, pero quiso ser paciente, porque todavía no veía su modelo. Y por fin allí
llegaba, con su rurun característico. El propietario aparcó confiado y, a los
pocos minutos, la rutilante Harley Davison modelo Iron 883tm circulaba por las
calles de Barcelona, ufana, henchida de gozo, emocionada, casi extasiada ante
la experiencia de una emancipación motorizada, fuente de libertad, meta de una
ensoñación largamente concebida.
Era tal la euforia
ante la consecución de su objetivo que, bien fuese producto de la emoción, bien
de un simple despiste, la cuestión es que en una zona de velocidad reducida
superó con mucho el límite establecido, y una patrulla de la policía municipal
le detuvo. Al no poder acreditar la propiedad de la Harley, acabó en el
calabozo y pasó a disposición judicial. El fiscal solicitó la pena máxima y nuestro
hombre alegó en su defensa que no quería la moto para lucrarse y que solamente
ejercía su derecho a sentirse libre, a sentir bajo sus posaderas el rurun de
una de las motocicletas más bellas y exclusivas del mundo.
Por su parte, el
abogado defensor intentó negociar sin éxito con la acusación particular,
representada por el abogado del diputado propietario de la moto. Éste solicitó del ministerio fiscal y de su Señoría
el cumplimiento íntegro de la pena estipulada en el código penal, aduciendo,
simplemente, que la ley está para cumplirla y que quien la transgrede sabe perfectamente
a lo que se expone, independientemente de las motivaciones más o menos
subjetivas que induzcan a las personas a delinquir.
Y así fue cómo
terminó el sueño de nuestro hombre, entre rejas, y sin moto.