Yo no me
considero de los más listos, aunque tampoco soy tonto del todo. Lo digo porque
estos días pensaba que si yo supiese jugar al ajedrez, me gustaría ser el rey. Divisar el tablero desde esa altura privilegiada y, por muchas piezas
que tuviese a mi alrededor, ver al
enemigo, con la vista puesta en el
horizonte, en la última hilera, al fondo
del otro lado, y establecer con él a través del abismo de casillas que nos
separa esa complicidad de clase que solo se da entre aristócratas que se
reconocen iguales.
Ser el rey es de
lo más cómodo, aunque hay algún
inconveniente. A no ser que se produzcan tablas, si no ganas mueres y tarde o
temprano te toca caer. Sin embargo, sea
cual sea el final, durante la batalla, la mayor parte de las veces no es
necesario que muevas un dedo, con la
excepción de que gustes o necesites de un buen enroque. En realidad te pasas la vida sin dar
un palo al agua. Solamente reinas, luces
tu palmito de pieza codiciada; observas impasible el suceder de los
acontecimientos; disfrutas de tu protagonismo absoluto, sobre el que gira la
vida en la partida y confías en que cada cual cumpla con su deber para que el otro muera antes que tú. La vida
misma según Darwin. O matas o mueres.
A veces he
pensado que con el auge y asedio del pensamiento políticamente correcto no me
explico cómo todavía no han prohibido el
ajedrez. (O la obra de Darwin, aunque todo se andará). Si uno reflexiona, es
mucho más pernicioso que los toros, el
boxeo, o que los cuentos de Perrault. Porque en realidad de lo que se trata es
de llevar a los más débiles a una muerte cierta; de utilizar la lealtad, las
virtudes y los poderes de las personas
de su entorno -incluso a la propia
esposa, sacrificándola si es preciso- en
aras de perpetuar a toda costa el
poder incuestionable de un tipo
tocado por una cruz, que ostenta el
privilegio de la centralidad en el campo
de batalla y que es quien es por la gracia de Dios.
Todo está
planificado, estratégicamente racionalizado, porque desde el momento en que los
dos contendientes disponen las piezas en el tablero, se produce
instantáneamente la animadversión recíproca; nace en sus mentes la oscura
premeditación, la cruel alevosía, y no hay más motivación entre ellos que el asesinato,
la aniquilación masiva, la utilización perversa de la inteligencia al servicio del cálculo criminal y despiadado, con la única e inalterable finalidad de matar y no ser vencido. Ahora que lo pienso, no hay demasiadas diferencias entre un
videojuego y el ajedrez.
Yo, si fuese rey,
adaptaría el ajedrez a los nuevos tiempos. Por ejemplo, obligaría a mis ocho
peones cursar media docena de sesiones de coaching para que
se olvidasen de su condición de parias, de víctimas propiciatorias que mueren
en la vanguardia, que se intercambian y se sacrifican sin el más mínimo sentido
de la clemencia con el único fin de sacar adelante una estrategia. En esas
sesiones les convencería de que, en realidad, son mejores y más valiosos que un
alfil; que saltan más y mejor que un
caballo, o que su musculatura es más
fuerte y robusta que cualquiera de mis dos torres. Por si les quedaba alguna
duda, o para despejar la susceptibilidad de los más incrédulos, la última
sesión la dedicaría a explicarles la
leyenda del peón que se convirtió en reina.
Todo el mundo
sabe que tal hazaña nunca ha tenido lugar. Jamás existió el peón audaz que
avanzó valiente hacia las líneas enemigas, esquivando y zafándose de mil
peligros, haciendo frente a todo tipo de penalidades y acechanzas, a pecho descubierto, sin más armas que su paso
firme, su intrepidez y gallardía. Nadie ha podido documentar fehacientemente la gesta fantástica de ese
mítico peón que, según cuentan, evolucionó, casilla a casilla, constante, firme
en su determinación, hasta que al llegar
a territorio hostil, ante el pasmo del ejército adversario, cuando ya nada se podía hacer para evitarlo,
conquistó con un último paso legendario
el límite del tablero y se produjo
de ese modo la prodigiosa metamorfosis gracias a la cual el soldado plebeyo adquirió los poderes omnipotentes y omnipresentes de
la reina excelsa.
A pesar de ello,
a pesar de tamaña falsedad, sublimaría
de tal modo la historia del osado héroe
que al final de la sesión, antes incluso de que sonasen los primeros
compases de “Viva la vida” de Cold Play,
me vería obligado a sujetar el ímpetu de
mis ocho peones para dirigir estratégicamente su valentía renovada, su generoso afán de sacrificio. De tal manera
sería la cosa que, a la hora señalada para la contienda,
estaría completamente seguro de
la victoria gracias a un ejército
en el que los peones creen ser alfiles,
torres y caballos; en el que convertirse en
reina es el sueño que hay que cumplir en vida; en el que, si me
descuido, yo mismo, aun siendo el rey, sería capaz de moverme de un lado a otro,
saltar como una yegua desbocada, o desplazarme sobre la diagonal con la
elegancia escurridiza de un alfil.
Toda esta
estrategia adolece de un gran
inconveniente. La realidad. La misma realidad
obstinada que nos reveló el engaño del peón que se transformó en reina golpeará a mis huestes desde el mismo momento
en que se produzca el primer gambito
de dama, porque aunque cada uno de los
soldados de mi infantería salga a la batalla
creyendo ser poco menos que Aquiles, finalmente avanzarán tal y como
dicta la vida, casilla a casilla, y cada uno de mis ocho valientes será
sacrificado cuando convenga. Si tengo que
provocar su muerte para facilitar el
paso o la salvaguarda de cualquiera de mis piezas nobles, no dudaré un instante en
hacerlo. Ya no se trata de mi rey. Se trata de mí mismo.
Ahora bien, en el
momento en que intuya que su majestad no tiene el
más mínimo interés en defender a los suyos, y que no titubeará un instante en inmolar desde el último peón hasta el más
aguerrido de sus caballos por salvar el pellejo, entonces yo mismo negociaré
su final. Con un sencillo golpe de dedo le derribaré y la cruz golpeará contra
la tabla. Observaré desdeñoso su muerte;
le veré girar muerto, sobre el tablero, en lenta agonía, como la última oscilación de la aguja de un
diapasón, hasta que ya no le quede un soplo de vida y se detenga; hasta que mi contrincante me tienda la mano amistosa, recoja las piezas y las disponga frente a frente, en un nuevo desafío que eludiré. ¡Ay, si yo supiese jugar al
ajedrez!