Por poco más
de cinco euros ayer me compré un año más. Antes, tiré a la papelera todos los
días de éste que todavía no ha acabado. Me deshice de ellos casi sin pensar y solamente
al verlos en la papelera fui consciente de lo que había hecho. Allí, en el pozo
del desprecio, yacían revueltas,
desordenadas, entre mondas de mandarina, despojos de manzana, chicles secos, borradores
arrugados, informes caducados y sobres vacíos
cada una de las cuarenta y cinco semanas
laborales transcurridas con sus citas,
sus nombres, reuniones, avisos, comidas, teléfonos y demás vicisitudes.
Mientras las observaba
y tomaba conciencia de ello me desasosegó
no ser capaz de producir más que un sentimiento de desapego o de indiferencia
porque, al fin y al cabo, allí reposaban, entre los deshechos de una oficina,
la mayor parte de las horas de mi vida en el último año transcurrido. De haber estado
acompañado, una sola expresión hubiese salido de mi boca: a la mierda, que se
vayan a la mierda, y ahora que lo recuerdo mi deseo se acentúa y se amplía y lo
que quiero es que se pudran, que los
trituren, que se conviertan en papel de estraza, en actualidad manipulada, en
cartón para huevos, en envoltorio de menudillos, en tisúes para putas, o en el
mejor de los casos, en confeti blanquinegro
que lanza desganado, por orden del señor alcalde, el tonto del pueblo en un verbena sin jóvenes.
Pero estaba
solo, y no podía compartir mi desazón, ni llorar sobre el hombro de nadie, ni descargar
la ira por el tiempo perdido, por las miles de horas sin recuerdos cuyo destino
se ejecutaba en el mismo acto de arrojarlas
a la basura. El único consuelo posible, la resurrección, el resurgimiento pasaba por comprar un año más y olvidar. Aunque difícilmente
se puede olvidar aquello que no ha dejado huella, aquello que no ha dejado más
que tiempo sobre una duna en el corazón
del desierto. Es imposible el olvido de algo o de alguien si su paso por la vida ha sido incapaz de
fecundar un recuerdo. Se olvida o se recuerda lo que es. Se evoca y se invoca el olvido. Los días felices y tristes,
amargos o dichosos vienen a nosotros por su propia voluntad, autónomos e
independientes; o también cuando los solicitamos
desde la postergación en nuestra existencia porque significaron algo, porque en su momento adquirieron la categoría de
vivencia y nos resultan útiles en el camino, un alivio, la lección práctica que
nos saca de un aprieto, el origen de los que somos y la certeza de lo que
seremos. La cuenta corriente, las facturas, y las rebajas constituyen los restos de la reminiscencia que han producido las jornadas laborales con
las que me he ganado el pan, prescritas, sin pena ni gloria, y que ahora se perderán
para siempre entre detritus.
Por eso me
compré otro año, porque de momento no me han despedido. Compré la prolongación de los días, impolutos y retractilados. La oferta era
irresistible porque junto a los 365 días dispuestos en semana a la vista me
regalaban todo el mes de enero del año siguiente. Que venga Dios y la iguale.
Pagué cinco euros, pedí el ticket a la dependienta y antes de salir de la
papelería me dijo, “¡feliz año nuevo!”.
Al llegar a
la oficina lo primero que hice fue ordenar la mesa. El momento lo requería. Era
una segunda oportunidad y pensé que para reclamar a los buenos
augurios lo preceptivo era disponer un escenario para las grandes ocasiones.
De manera que me dispuse a dejarla limpia, con todo dispuesto en su lugar: los
dosieres bien ordenados sobre las bandejas de plástico; a la derecha las
facturas sin pagar; a la izquierda las
tareas pendientes, la libreta de notas y el cubilete con los bolis. El bloc de
postits amarillos sobre la calculadora y
el retrato de Proust vuelto hacia la pared.
Como los
saltadores de trampolín antes de lanzarse al vació, respiré profundo un par de
veces y, sin más dilación, con gesto decidido, cogí las tijeras y rasgué el
plástico. Me deshice de la portada, de las cuatro semanas correspondientes al mes de
diciembre del este mismo año (que también venía de regalo), y después de
abrir las anillas coloqué cuidadosamente el bloque de mis próximas 52 semanas dentro de la agenda forrada de piel. En un primer momento la dejé
cerrada y pensé lo bien protegido que estaba mi tiempo contra las inclemencias.
Después volví a las andadas y me afloró nuevamente la vena existencial porque también
se me ocurrió que “menudo desperdicio de
piel, destinada al cobijo de un
funcionario”. Sin embargo, me repuse rápidamente y decidí ponerle un poco de
ilusión al asunto, así que abrí al azar mi nuevo año, todavía por empezar, y eché un vistazo a los días que
me esperan.
La primera
semana que vi fue la del primero de mayo,
blanca e inmaculada. Continué hojeando, hacia delante y hacia atrás, y todos y cada unos de los días en los que me
detenía se presentaban iguales, nuevos, limpios, pero exactamente iguales.
Solamente se distinguían porque cada uno de ellos se encuadraba en un mes
diferente. “Qué tontería, qué gran perogrullada”, creo que dije en voz baja. “¡Pues
cómo si no!,¿ Qué es lo que esperabas?”, me respondí a mí mismo. Creo que
esperaba encontrar la excitación ante lo nuevo, una promesa, una mínima señal
esperanzadora con la que vislumbrar alguna diferencia futura con respecto al
año que acababa de arrojar. Y si no, al menos, esa sensación infantil de pulcritud, cuidado e interés que , siendo
adultos, no nos abandona y que surge
cuando empezamos a escribir en una libreta nueva: la voluntad expresa o el
compromiso que adquirimos con nosotros mismos de escribir cada una de las
páginas que nos quedan por delante tan impecablemente como la primera. Pero nada
de todo eso sucedió. Por eso me comporté a continuación de la manera más
prosaica que pude y me dediqué a buscar las fiestas y ver de cuántos puentes
podría disfrutar.
Cerré la
agenda, me enfundé el abrigo y fui a encontrarme con mis compañeros para
celebrar el fin de año. Bebimos unas cuantas cervezas a la salud de la nómina
perdida, aunque no nos hacían falta para
acordamos de los banqueros, de las
señoras de los banqueros y de las honorables familias de los señores ministros y consejeros,
para lo cual utilizamos a menudo la
hache muda y alguna de las más afamadas, socorridas y sonoras consonantes sordas bilabiales.
Al llegar a
casa abrí el grifo y bebí un trago de agua. Miré durante unos segundos el agua caer al fregadero y me ensimismé viendo cómo se colaba por el sumidero en un breve remolino. El reloj que tenemos en la cocina estaba parado y
le di cuerda. Me entretuve en ver la aguja de los segundos dibujar la circunferencia
minuto a minuto y en escuchar el ruido de la maquinaria. Me hubiese fumado un
cigarrillo, pero lo dejé. Me hubiese bebido un whisky, pero no tenía. Miré
hacia la nevera y vi el calendario. Lo
miré dos veces y sonreí. Era el mes de julio del año 2008. Me quité el abrigo,
puse un disco y me senté feliz a leer un libro mientras esperaba a mi amor.
FOTO: Dosarela