Los estorninos
son unos pájaros fascinantes. Solos, de uno en uno, apenas son visibles -diminutos, anónimos- pero cuando vuelan en bandadas se adueñan del
cielo gracias a una asombrosa capacidad de unanimidad colectiva para la reacción súbita; una necesidad vital, aparentemente arbitraria,
que les induce a dibujar en el
aire las formas más caprichosas,
plásticas y sugerentes que se puedan contemplar.
Los ornitólogos no
han hallado el motivo biológico por el cual estos pequeños seres se ponen de acuerdo
para organizarse en abigarradas nubes danzantes que, por su dimensión y
espectacularidad, en algunos lugares del mundo consiguen arrebatar el
protagonismo a la belleza de la luz crepuscular.
Los físicos, esos
seres extraños que viven entre nosotros
y que ven en una parábola de Messi coordenadas,
asíntotas y tangentes, se han
aproximado al fenómeno con algo más de éxito. Parece ser que la
sincronización perfecta de movimientos repentinos, esa inteligencia
comunal que permite a estos pajarillos moverse de ese modo tan sorprendente sin entorpecerse recíprocamente el vuelo, se debe a la existencia en la bandada de líderes
espontáneos capaces de detectar algún tipo de amenaza. Cuando algún individuo
cree identificar el peligro, cambia
radicalmente el ángulo de vuelo, y esa decisión se propaga como si el eco de su acción provocase una interacción en toda la asamblea. Nadie
sabe cómo y de qué manera interactúa cada congénere con su vecino. Sin embargo,
existe una transmisión de información que el grupo detecta, traduce y
resuelve en milésimas de segundo.
Es decir, que a
lo largo del largo viaje migratorio de
una bandada de estorninos surgen tantos líderes como presuntas alarmas, y
tantos cambios en la dirección de vuelo como caudillos de efímero gobierno. Ante tal estrategia el resultado se antoja desastroso pero, gracias a ello, finalmente la mayor parte de sus
miembros llega a su destino.
Lo realmente sorprendente de este insólito
sistema de organización y defensa colectiva es que
su belleza es deudora de su eficacia, su plasticidad es producto de su anarquía, y el origen de su
valor estético surge de la más pura y
efectiva acracia asamblearia. Aquí no hay líderes que valgan. Todo movimiento
individual es susceptible de ser seguido
por la colectividad y en ese aparente gregarismo reside la supervivencia de la especie , y también el gozo y la admiración que provoca en la
mirada humana.
La verdad es que
me he contagiado del movimiento casi espasmódico y presuntamente
desgobernado de los estorninos, porque
al iniciar la redacción de esta entrada pretendía hablar de otro tema. Pero
ahora veo que las letras se han ido organizando ellas solas, alarmadas quizá
ante el rumbo que yo había previsto, lo cual ha dado como resultado una nube
sobrecargada de signos y frases,
emancipada de todo gobierno, que dentro de unos segundos danzará sobre el
espacio virtual, dirigida paradójicamente por todas y cada una de sus palabras y por ninguna de ellas. Es la panacea de todo escritor. Saber a donde
uno quiere ir. Para llegar no queda más remedio que volar y volar, escribir y escribir, sin más regla que la
confianza en el instinto y en las capacidades de vuelo adquiridas en el
nacimiento, o después de haber padecido
unos cuantos aterrizajes forzosos. Porque... ¿Existe entre la especie humana algún
comportamiento semejante al de los
estorninos? (La CUP no vale. Estamos ante un presupuesto de liderazgo
genérico, espontáneo y fugaz, que lleva a sus congéneres a un destino unánime)
Recuerdo que hace
un par de años asistí a un experimento muy particular. En él participaron trescientos
estudiantes del último curso de la ESO. El científico que lo organizó compró trescientas
pequeñas linternas en un bazar chino, que
repartió a cada uno de los estudiantes. Frente a la platea donde se encontraban
sentados, se instalaron dos cámaras de
circuito cerrado de televisión que registraban todo lo que allí acontecía. A
ambos lados del escenario se instalaron dos grandes pantallas y frente a ellas
dos proyectores, de manera que los asistentes podían observar en todo momento lo
que ellos mismos hacían.
Apareció el
físico en escena. Sorprendentemente, su aspecto era el de un tipo normal; incluso resultaba simpático.
Nos habló de los estorninos, de las luciérnagas, de cómo esos bichos
nocturnos son capaces de sincronizar la frecuencia
de su luz a metros de distancia, sin
decirse ni mu. Nos habló también de los aplausos; de cómo, de manera
espontánea, el aplauso caótico de una muchedumbre enfervorecida de repente
puede llegar a convertirse en una
sonora palmada única, masiva y
colectiva. Y finalmente llegó el momento esperado. A su orden se apagaron las
luces; cada uno de los estudiantes tomó la linterna en sus manos y después de su señal, todos los allí presentes levantaron la mano, encendiéndola y apagándola arbitrariamente.
Unos segundos
después ya podíamos ver en las dos pantallas que un nutrido grupo de
estudiantes se había puesto de acuerdo para
encender y apagar su linterna al mismo tiempo, sin decirse nada entre ellos y, antes de que transcurriese un
minuto, la mayor parte de la sala ya se había convertido en una gran lámpara compuesta por pequeñas bombillas de
linterna, que se encendía y se apagaba
rítmicamente al unísono, de un modo totalmente sincronizado. Nadie supo jamás
qué estudiante de los allí presentes fue aquel
cuya cadencia de encendido y apagado contagió la de todos los demás. Sin
embargo, era un hecho incontrovertible
que la voluntad arbitraria de
trescientas personas había confluido espontánemente hacia una misma solución.
Todo acabó con
una sonora interjección admirativa y el aplauso unánime y desordenado del
respetable que, como por arte de magia, se transformó en una ovación única,
simultánea y cadenciosa. Ante el éxito de su experimento, al físico no le quedó
más remedio que doblar el espinazo para saludar y, aprovechando su momento de gloria, consciente de que tenía al
público rendido a sus pies,
encendió una última y definitiva frase, y dijo: “amigos míos…el caos es el
orden”. Después nos fuimos a comer.
Foto de MarianoFernández. Con su permiso