Casi siempre que escribo aquí lo hago de la siguiente manera: primero como opíparamente y mientras como y bebo se me ocurre lo que voy a escribir, y lo hilvano en una libreta de pespuntes.
Después llego a casa, me echo una buena siesta, y al levantarme conservo en el paladar el vino porronero y el recuerdo seco de la idea. Así que no me queda más remedio que ir inmediatamente al cuarto de baño y refrescarme la cara. Caliento agua, me tomo un te y mientras se enfría, conecto el ordenador. Con el primer trago, el pespunte se licua de nuevo, y entonces retomo el hilo y me pongo a teclear un documento de Word.
Cuando creo que ya tengo la entrada lista, corto y pego sobre el editor, cambio de tamaño y de tipografía las letras, busco una imagen que ilustre la entrada y la cargo. A continuación me peleo con Blogger y con su manía de no respetar las órdenes que le doy. Finalmente, hago click en "publicar" y ya se puede ver, radiante y vestidita de domingo, una nueva entrada.
Durante tres días corrijo y corrijo cosas que no me han gustado, frases que me chirrían, palabras que se repiten. A veces me dan ganas de suprimir la entrada, pero para entonces ya no es mía, y no tengo ningún derecho. De hecho, conservo a la vista todas y cada una de las que he escrito, desde la primera, por mucho que al leer algunas me muera de vergüenza.
Hoy no he respetado todo el ritual. Nada de lo que he explicado hasta ahora se ha realizado. Hoy he tecleado directamente sobre el editor del blog, sin pensar demasiado en lo que escribo, porque hoy quería seguir con "El mito y la furia", pero no encuentro a Adán, y tampoco a Maruja, ni a sus suegros, y quiero que me ayude Alfredo Lorente, un operario jubilado de la vieja y extinta "Hispano Olivetti" metido a detective después de que encontrase en un piso de su propiedad, alquilado a través de una agencia, un extraño manuscrito.
Aunque, seguramente, el motivo de esta extraña entrada sea esta frase que acabo de leer de mi libreta de citas. Me ha entrado tanto miedo que no me ha quedado más remedio que transcribirla aquí, como posible remedio o exorcismo. La perpetró Charles Kettering, fundador de "General Motors", dueño de más de 140 patentes: lo que hoy viene en llamarse un emprendedor, vamos.
A Kettering, un buen día, le invadió una necesidad repentina de ser sincero:
"La clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento constante de insatisfacción"
¡Ay! , si lo leyese Adán
jueves, 31 de mayo de 2012
viernes, 25 de mayo de 2012
Amos a ver si nos vamos aclaraaando
Los geniales Faemino y Cansado
representaban en sus inicios una divertida escena. En ella, Cansado se dispone a sacar las entradas para
el cine en la taquilla. Faemino se acerca por detrás y descaradamente se cuela.
A continuación, y sin mediar palabra, pide dos entradas en la fila 11.
La reacción de Cansado no se hace esperar.
Le toca con el dedo índice en el hombro a Faemino e intenta hacerle ver - de manera sumamente educada- que él estaba primero en la fila. Entonces Faemino
responde “Ya, ya. Yo también estaba en la fila. Ya, si eso, lo hablamos”, pero no cumple su más
que dudoso propósito y continúa su conversación privada con la imaginaria
taquillera para comprar dos entradas en
la fila 11, centradas.
Cansado insiste e insiste en su
protesta, siempre educada; esgrime para ello, tímida y civilizadamente, los tópicos más manidos de la solidaridad
humana, la bondad y el respeto preceptivo que es necesario mantener entre las personas para poder
convivir en paz. Ante lo cual, Faemino no solo sigue haciendo caso omiso, sino
que incluso le recrimina a Cansado que le toque con el dedito en el hombro y le
intenta convencer de que en realidad había dos colas y de que la suya es la
correcta.
Cansado persiste, y argumenta que
vivimos en una sociedad con normas que habría que respetar. Faemino- recordemos que es quien se ha colado- empieza
a mostrarse molesto ante tanta protesta y como si hiciese un gran esfuerzo por no perder
la compostura inicia su famoso “Amos a
veeér, amos a veeér. A ver si nos aclaráaaamos; a ver si nos vamos entendiéeendo”...
El gag tiene una duración de unos 6
minutos y el final se pierde en el infinito porque la situación de ambos
personajes no cambia nunca. En algunas versiones el indignado amenaza al que se
cuela con llevarlo al calabozo, pero ambos acaban declamando su ya célebre “que
va que va, yo leo a Kierkegard”; en otras, la discusión sigue hasta el infinito
absurdo y en todas ellas el que se cuela se sale con la suya.
No es difícil establecer cierto
paralelismo entre esta hilarante representación y el presente económico y
político de medio mundo. Pero a mí me ha venido a la memoria intentado comparar
el estado de miedo, terror, pánico, depresión y crisis permanente en el que nos tienen
sumidos y algunas otras realidades que se cuelan en los informativos, y que me
hacen expresar, igual que Faemino “Amos
a véeeer, amos a veeeér. A ver si nos aclaramos, a ver si nos vamos entendiéeendo”.
No hay liquidez, no hay dinero, pero
a Bankia le hemos dado 10.000 millones de euros hace 15 días y estamos a punto
de darle 20.000 millones más. En los últimos dos años, los ciudadanos europeos,
por orden de sus representantes, les hemos dado a los bancos más de 2 billones
de euros. ¿Dónde está la pasta?
Nuestra prima está por las nubes, pero cada vez que intentamos
colocar deuda para financiarnos los
inversores nos la quitan de las manos y vendemos siempre más de lo que estaba
previsto.
El paro sube cada mes. Estamos cerca
del 25% de la población activa. Sin embargo la cifra de los afiliados a la
Seguridad Social sube mes a mes en decenas de miles de personas y la misma
Seguridad Social ha cerrado el último semestre con superávit.
Las empresas cierran, no hay trabajo
para nadie, aunque esta situación parece no afectar a la industria
automovilística -desde siempre, un termómetro más que fiable de la actividad
industrial- que está contratando a centenares de trabajadores y preparando en
sus cadenas de montaje nuevos modelos.
Y para poner la guinda en este
extraño pastel, mitad amargo y mitad dulce, las exportaciones de los productos
españoles han crecido más de un 30% en el último trimestre.
Amos a véeer, amos a véeer si nos
vamos entendiéeendo.
Lo que sí que es seguro, objetivo, y
real es que hoy en día un convenio colectivo
no sirve para una mierda. Que los trabajadores y las trabajadoras estamos
dispuestos a aceptar condiciones de esclavitud que han sido propiciadas por un
estado de miedo prefabricado por los poderes económicos y que en lugar de
reclamar y defender derechos, hemos terminado por reclamar trabajo, al precio y
en las condiciones que nos dicten, porque la cosa está muy pero que muy mal.
Esta es una vieja estrategia que ya funcionó muy bien en los 70, para la
que el poder económico utilizó como
detonante la manipulación del precio del petróleo: la modificación extrema a la baja de la situación económica mundial con el fin
de que los dueños de los medios de producción recuperasen la iniciativa en las
relaciones laborales y en las prestaciones sociales del estado del bienestar.
Y encima nos dicen que no les toquemos con el dedito.
Y encima nos dicen que no les toquemos con el dedito.
martes, 22 de mayo de 2012
Cómo se informa de una huelga en el sector de la educación
Hoy es día de huelga del sector de la educación en toda España. Centros de primaria,
secundaria y universidades están llamados a parar y a movilizarse para protestar por los recortes y la degradación de la enseñanza
pública en beneficio de la mafia bancaria, en este caso Bankia, principal destinataria de un botín de 10.000 millones de euros procedentes
de nuestra bolsa colectiva que estaban
destinados, precisamente, a la educación.
Yo trabajo en un campus universitario y soy testigo directo de cómo se
informa a la administración autonómica y
a los medios de comunicación del seguimiento
de la huelga. Es la tercera convocatoria en poco más de tres meses, la enésima que yo vivo, y siempre se ha
hecho de la misma manera:
Fase 1:
Los medios de comunicación llaman a las oficinas de comunicación de las universidades para informarse. Los responsables de las oficinas de comunicación de las universidades en servicios mínimos pasean por los aularios y por los laboratorios y miden sobre el terreno la incidencia. Estos mismos responsables informan de lo que han visto a los periodistas. Habitualmente, esta información es objetiva y se corresponde con la realidad: cualquier manual de comunicación explica que el principal precepto que jamás debe traicionar una oficina corporativa de prensa es informar siempre de la verdad, porque en ello les va la credibilidad.
Los medios de comunicación llaman a las oficinas de comunicación de las universidades para informarse. Los responsables de las oficinas de comunicación de las universidades en servicios mínimos pasean por los aularios y por los laboratorios y miden sobre el terreno la incidencia. Estos mismos responsables informan de lo que han visto a los periodistas. Habitualmente, esta información es objetiva y se corresponde con la realidad: cualquier manual de comunicación explica que el principal precepto que jamás debe traicionar una oficina corporativa de prensa es informar siempre de la verdad, porque en ello les va la credibilidad.
Fase 2:
Los cargos directivos de las universidades, siguiendo indicaciones de las respectivas gerencias, informan también a sus superiores del seguimiento de la huelga. Habitualmente, esta información se obtiene desde los despachos, a través de llamadas telefónicas y se corresponde a deseos más que a realidades. A menudo se trata de cifras sesgadas, poco creíbles, que no se corresponden con lo que realmente está ocurriendo ese día en los campus universitarios. Esas cifras son las que finalmente viajan hacia los despachos del Departamento de Universidades de la comunidad autónoma en cuestión, quienes a través de sus gabinetes de prensa, dirigidos por cargos de confianza afines al partido que gobierna, se distribuyen a los medios de comunicación.
Los cargos directivos de las universidades, siguiendo indicaciones de las respectivas gerencias, informan también a sus superiores del seguimiento de la huelga. Habitualmente, esta información se obtiene desde los despachos, a través de llamadas telefónicas y se corresponde a deseos más que a realidades. A menudo se trata de cifras sesgadas, poco creíbles, que no se corresponden con lo que realmente está ocurriendo ese día en los campus universitarios. Esas cifras son las que finalmente viajan hacia los despachos del Departamento de Universidades de la comunidad autónoma en cuestión, quienes a través de sus gabinetes de prensa, dirigidos por cargos de confianza afines al partido que gobierna, se distribuyen a los medios de comunicación.
Fase 3:
El periodista se encuentra en su mesa de trabajo con el comunicado de los sindicatos y organizaciones convocantes de la huelga y con dos informaciones diametralmente opuestas que provienen de dos fuentes que pertencen a la misma institución aunque describen, paradójicamente, diferentes realidades. (El periodista no ha salido de la redacción. No puede. Tiene que cubrir tantos temas ese mismo día que su trabajo se traduce en realizar consultas de Google, en copiar y pegar notas de prensa corporativas y en hacer llamadas telefónicas. Así es como suele conocer, a diario, la realidad que nos cuenta). El redactor explica a su jefe de sección lo que ocurre. A menudo, el jefe de sección no se la juega, y consulta a su vez con el jefe de redacción, quien para esas horas de la mañana ya tiene directrices muy claras desde la dirección del medio en el que trabaja sobre qué fuente es a la que debe dar crédito.
El periodista se encuentra en su mesa de trabajo con el comunicado de los sindicatos y organizaciones convocantes de la huelga y con dos informaciones diametralmente opuestas que provienen de dos fuentes que pertencen a la misma institución aunque describen, paradójicamente, diferentes realidades. (El periodista no ha salido de la redacción. No puede. Tiene que cubrir tantos temas ese mismo día que su trabajo se traduce en realizar consultas de Google, en copiar y pegar notas de prensa corporativas y en hacer llamadas telefónicas. Así es como suele conocer, a diario, la realidad que nos cuenta). El redactor explica a su jefe de sección lo que ocurre. A menudo, el jefe de sección no se la juega, y consulta a su vez con el jefe de redacción, quien para esas horas de la mañana ya tiene directrices muy claras desde la dirección del medio en el que trabaja sobre qué fuente es a la que debe dar crédito.
Fase 4:
Las personas, el pueblo, la gente, los hombres y las mujeres del país consumen, en los medios de comunicación nacionales de referencia, la información de una jornada de huelga en la educación. Esa es, y no otra, la única realidad que conocerán.
CODA - Video
http://www.yoestudieenlapublica.org
Las personas, el pueblo, la gente, los hombres y las mujeres del país consumen, en los medios de comunicación nacionales de referencia, la información de una jornada de huelga en la educación. Esa es, y no otra, la única realidad que conocerán.
CODA - Video
http://www.yoestudieenlapublica.org
martes, 15 de mayo de 2012
El mito y la furia (XVIII)
A pesar de que arrastro el sueño de toda una noche me
encuentro a gusto aquí, apoyado en la barra lustrada de este bar. Desde que
tengo recuerdos -que es tanto como decir desde que existo- siempre me he
encontrado cómodo en cualquier lugar donde vendan tabaco, alcohol y café, donde
haya gente que se lo beba y se lo fume y,
al mismo tiempo, hable, o mire el techo desconchado, la televisión sin voz, o a
su propia alma -que viene a ser lo mismo- o
su corazón destrozado, o ningún sitio en particular; donde hayan
personas solas, haciéndose compañía sin necesidad de pedirla; personas bien y
mal acompañadas, construyendo futuros inciertos y derrumbando recuerdos lamentables, intentando arrojar un pasado al vertedero que se salva de la quema porque siempre encuentra una boca invocadora que
alienta sus consecuencias.
Un bar es un territorio protegido por Dios, una Sagrera, un
espacio santificado donde el pecado no
existe, donde uno se caga en todo y le invitan a una ronda, donde se dirime el presente por dentro, por el
hígado y del hígado fluye hacia sistema circulatorio de la ciudad. El bar es
el reducto de los cuerdos, de los mentirosos, de los mansos y de sus enemigos,
del depredador y del herbívoro, del pescado frito y de los callos con
garbanzos, de la última puta y del galán, de la vieja y de la princesa, del
pícaro y del filósofo, del sacristán y
de su querida, del fracasado y del estudiante, del desahuciado y del doctor,
hasta del político y también del obispo…
Los banqueros, ¡Ay los banqueros: cerdos paradigmáticos.! Los banqueros no
entran en los bares. Otro motivo más para sentirse seguro, y a gusto.
Si papá leyese esto diría que me he vuelto un gilipollas.
Diría que a mí me gustan los bares porque hay cerveza, porque hay whisky,
porque hay humo (ahora ya no), porque
gritar está bien visto, y porque nada de
lo que allí ocurre tiene la más mínima importancia; lo que acontece en una bar pocas veces tiene hilo de continuidad. Ese es el secreto de un
bar, que te permite ser quien quieras ser sin comprometerte a nada. No sé si
papá me diría eso precisamente, exactamente,
pero lo que sí que haría sería
invitarme a unas cañas y hablar sobre ello, en un bar, claro.
Así que no me queda más remedio que creer que mi querencia por los bares viene de herencia, o que es una influencia paterna directa. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Ahora el pobre anda un poco sordo, y quizá no entienda lo que le diga, si es que algún día llego a decírselo, porque aunque espero que todo salga como tengo planeado, quizás las cosas se tuerzan y, la verdad, no sé todavía en qué va a acabar todo esto. La cuestión es que siempre que he encontrado a papá en un bar le he visto a gusto y desde pequeñito he pensado que un lugar donde la gente se habla, juega, escribe, se abraza, piensa, lee, no hace nada, se convida, se ríe o se enfada pero al instante -ronda de por medio- ya está otra vez riendo, debe ser un buen lugar. De manera que al crecer y comprobar empíricamente que eso era así, concluí que pasaría mucho tiempo en un bar. A veces he pensado que no son pocas las vidas que se han ido a tomar por el culo gracias a profundas puñaladas, tiros a bocajarro, y golpes certeros dentro de un tugurio, por no contar cirróticos terminales, ludópatas suicidas, maridos despreciables y padres despreciados, a pulso. Pero ante estas evidencias, he liquidado el problema, la contradicción, la vertiente más sangrante, o la arrolladora realidad ignorándola soberanamente.
Así que no me queda más remedio que creer que mi querencia por los bares viene de herencia, o que es una influencia paterna directa. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Ahora el pobre anda un poco sordo, y quizá no entienda lo que le diga, si es que algún día llego a decírselo, porque aunque espero que todo salga como tengo planeado, quizás las cosas se tuerzan y, la verdad, no sé todavía en qué va a acabar todo esto. La cuestión es que siempre que he encontrado a papá en un bar le he visto a gusto y desde pequeñito he pensado que un lugar donde la gente se habla, juega, escribe, se abraza, piensa, lee, no hace nada, se convida, se ríe o se enfada pero al instante -ronda de por medio- ya está otra vez riendo, debe ser un buen lugar. De manera que al crecer y comprobar empíricamente que eso era así, concluí que pasaría mucho tiempo en un bar. A veces he pensado que no son pocas las vidas que se han ido a tomar por el culo gracias a profundas puñaladas, tiros a bocajarro, y golpes certeros dentro de un tugurio, por no contar cirróticos terminales, ludópatas suicidas, maridos despreciables y padres despreciados, a pulso. Pero ante estas evidencias, he liquidado el problema, la contradicción, la vertiente más sangrante, o la arrolladora realidad ignorándola soberanamente.
He pedido un bocadillo de tortilla francesa de dos huevos,
con tomate y aceite en el pan, una cerveza y un platito de aceitunas aliñadas
con ajitos en conserva y pepinillos en vinagre. El camarero ha gritado “¡Niña,
marcha una francesa de dos!” Me lo acaban de servir. Al dar el primer bocado
una gota de aceite ha manchado la libreta donde estaba escribiendo todo esto.
La pequeña zona de papel manchado se ha
convertido en semitransparente, como si debido al efecto del aceite la hubiese transformado
en papel cebolla.
Ahora mismo, dispongo esa misma hoja en el lugar exacto que
le pertoca dentro del orden de la
libreta, en su horizontal natural, descansando sobre todas las que la preceden
y mirando a través de esa trasparencia aceitosa, puedo ver tres palabras de la
página anterior, y casi adivinarlas. Creo que leo “banqueros: cerdos
paradigmáticos”. Como la mancha es irregular puedo intuir también en la parte
superior a esas tres palabras el grupo “y del doctor, hasta del” y en la parte
inferior la expresión “sentirse seguro”. Le doy otro bocado al bocadillo. Está
bueno de verdad. Después escancio la cerveza muy despacio en el vaso de
cristal, hasta que surgen dos o tres centímetros de espuma blanca, de espesura
efímera, y entonces aprovecho para darle un buen trago porque es justo en ese
momento cuando se siente de verdad que
la espuma existe, que me moja el bigote y permanece sobre él durante breves
instantes.
Lo mejor, entre bocado al bocadillo y trago de cerveza, es
comer una aceituna, o dos, o intercalar una aceituna y un pepinillo, y a veces
incluso algún trocito anaranjado de zanahoria avinagrada que se cuela en la
ración.
La tortilla está en su punto. Para estar rica una tortilla a
la francesa no puede quedar muy hecha.
Más bien debe estar tierna por dentro, conservar cierta blandura mórbida que le
confiere la textura del huevo a medio
hacer y, por supuesto, su punto de sal.
Cuando termino el último bocado, el de la puntita, el del cuscurro, lo acompaño
con el último culín de cerveza. Entonces me invade
una mezcla de satisfacción material y
tristeza existencial. Por eso, para compensar tamaña e irreparable pérdida, pido un carajillo de whisky y un
purito. Y mientras saboreo el café mezclado con el licor y pienso en el humo
del tabaco que en unos minutos, en cuanto salga a la calle, me ocupará el
paladar, vuelvo a la mancha de aceite,
y al mundo que podría construir si ahora
mismo cogiese las vinajeras y me
dedicase a lanzar una pequeña gota de aceite de oliva sobre cada una de las
página escritas de la libreta, al azar, y montase con toda la cadena de
palabras surgidas entre las transparencias oleaginosas una especie de
manifiesto dadaísta, algo que no sirviese absolutamente para nada, que es
precisamente lo más adecuado cuando se está
en un bar.
Tiene sentido, mucho sentido, aunque no por ello habría de
frivolizar ni olvidar mi misión. Me vendrán bien unos gramos de creatividad
nihilista, un poco de juerga antes de la batalla, el baile de los oficiales que
precede a la gran ofensiva. Así es que me
levanto, me acerco a una mesa y cojo una vinajera. Vuelvo a mi asiento y
cuidadosamente, ante la mirada pasmada del camarero, vierto
una gotita, paso la página, me espero unos segundos, vierto otra gotita, paso la página, bebo un
traguito de carajillo, vierto una
tercera gota, observo pausadamente sus efectos, y así hasta que el camarero me
llama la atención y entonces poso las vinajeras sobre la barra, pido
disculpas y ante su mirada inquisidora y
la estupefacción de la parroquia que ya me rodea, empiezo la lectura de palabras a través de las pequeñas áreas
traslúcidas y, tal y como las leo, o las intuyo, las escribo en una servilleta
de papel. El resultado es una frase azul de tinta escurridiza, de trazos gruesos y letras ilegibles debido a la esponjosidad y las
propiedades de la celulosa fabricada para usos hosteleros, que convierte los trazos de mis letras en ramas secas de un seto, en grietas sobre el
asfalto viejo de una calle o en la
expresión recién hallada de una civilización balbuceante. Aun así, más o menos
se puede llegar a leer lo siguiente y,
de hecho, leo en voz alta lo siguiente:
“los vencejos, la humillación imborrable, ha ladrado
largamente en celdas de hormigón abigarrado. La piltrafa humana, Benjamin,
Maruja no sabe descansando también se hace la Historia con cara de niña vieja
gemido, casi miserable la tonta de Eva sobre mí a horcajadas Amén”
Pido la cuenta, pago, y me voy. Con el primer pie en la
calle enciendo el purito. El día ya está en marcha. Las sombras de las cornisas de los edificios
me protegen de la luz del sol. Mañana volveré aquí, me servirán solícitos, y
nadie me preguntará nada. Ahora sí que voy a dormir unas horas.
martes, 8 de mayo de 2012
El mito y la furia (XVII)
Un buen
día, anodino y vulgar,
amanece y descubrimos que nos
gusta el café. A partir de entonces lo bebemos sin preguntar cuándo,
ni cómo ni porqué razones hemos decidido que lo tomaremos varias veces en una
sola jornada, sin hacer ningún esfuerzo
por recordar jamás el extraño
instante fundamental en el que se nos metió en la cabeza que nos
gustaba.
A los que
fumamos nos ocurre otro tanto con el tabaco, con una salvedad, quizás generacional:
la decisión de fumar es absolutamente consciente y apechugamos con ella a pesar del sabor a perros muertos de las primera caladas, a los mareos iniciales,
o a la tensión que vivíamos en nuestra clandestinidad fumadora para librarnos de broncas, reprimendas y la humillación imborrable de aguantar impertérritos una buena hostia -casi siempre ante la presencia de una prima guapa, o ante la vecina por la que perdíamos los vientos- y las aseveraciones lacerantes, lanzadas igual que cuchillos de circo, acerca de los años que tenían que pasar hasta ser unos hombres, hombres. Las chicas,
nuestras coetáneas, lo tenían aun peor, porque se ganaban la hostia y les predecían sin ambages, apenas hubiesen
menstruado por primera vez, un futuro de
puterío, concubinato, libidinosidad y mala vida, así, en general, para abrir
boca.
Aún así, nosotros erre que erre, tozudos con el tabaco, creyendo que con cada chupada ascendíamos un peldaño en la escalera de la vida que nos aproximaba a la libertad soñada, con la que podríamos hacer de nuestra capa un sayo, siempre y en todo momento. Tan solo se trataba de ser hombre, adulto, y ya, todo nos vendría dado.
Pienso en esto, ahora que ya ha amanecido, frente al cenicero rebosante de mierda, mientras muevo tontamente la taza manchada con los restos resecos del café que he estado tomando sin parar desde un poco antes de que el puto perro dejase de ladrar. No es éste un pensamiento único, un hallazgo singular de la mente humana, o un recuerdo que genere admiración e incredulidad. Más bien todo lo contrario, y no es de extrañar, porque nunca he sido muy original. Todos los mitos sobre los que se ha ido construyendo mi vida son comunes a los de mis congéneres.
Sin embargo, en este vulgar rincón del mundo, mientras me flagelo la conciencia y la memoria, la luz parece hermosa en esta hora de la mañana. Surge de algún rincón escorado del cielo que toca el mar y se va introduciendo por el tobogán de calles del barrio, subiéndolas y bajándolas, saltando sobre los súbitos cambios de rasante, doblando ágil las esquinas, rebotando contra las persianas grises de los supermercados, de las farmacias, de los estancos, de los bancos, del quiosco, de los contenedores de basura orgánica o inorgánica, reflejándose en las lunas sucias de los bares que ya han empezado a servir anís, coñac y café , o de las panaderías, donde nadie es lo que parece ser, como si ese haz de luz que surgió de una esquina sin saber cómo, en realidad fuese la señal de un ángel exterminador cuya misión fuese la inversa a la que estaba destinada en la historia bíblica: mantener con vida al gentil para que arrastre con su existencia la penitencia de su pecado.
Después de la noche que he pasado lo más sensato hubiese sido darme una ducha y meterme en la cama para descansar un poco mientras el mundo entero empieza a trabajar. Hubo un tiempo en que trabajaba a turnos. Cuando me tocaba el tercero me incorporaba a la fábrica a las 10 de la noche y terminaba a la hora del amanecer. Llegar a casa y ponerme a dormir suponía un placer único que me redimía del ruido y del polipropileno que me había tragado durante ocho horas por 40.000 pesetas. El hecho de que yo me empiltrase cuando los demás ya habían soltado las primeras maldiciones en sus empleos me producía un placer extremo, me aliviaba. En algún momento, incluso, llegué a percibir esas sensaciones balsámicas como una especie de coma inducido al que accedía por mi buen comportamiento, en el que permanecería años y años, durante largo, largo tiempo, sin dolor, sin sentir, sin ver, sin oír, y también sin soñar, hasta despertar justo en el momento en que alguien reparaba en la lacra que supone para toda la humanidad la obligación y el derecho al trabajo remunerado, el comercio de la inteligencia o de la manipulación. La repercusión de ese descubrimiento provocaba una reacción social de tal magnitud que los gobernantes no tardaron ni media legislatura en abolir toda actividad de intercambio de habilidades y de fuerza de trabajo a cambio de dinero ; toda venta o alquiler de tiempo, habilidad y movimiento con el fin único del enriquecimiento o de procuración del sustento por cuenta ajena.
Por eso estoy aquí. Pero ahora mismo no me apetece dormir. Ahora quiero bajar a la calle, y bajo a la calle, y me cercioro de que el ángel exterminador ha cumplido estricta y escrupulosamente su misión porque ya todo es un bullir de gente que viene y va. La luz me daña los ojos, y me mantiene vivo, a mí también. Una cuadrilla de golfetes se dirige sobre sus monopatines al instituto a toda velocidad. Aprovechan la gran pendiente de la calle, causando gran estridencia. Se burlan de los conductores que les llaman la atención y que les tienen que esquivar, y obtienen por respuesta el dedo corazón en alto, o insultos procaces de vanguardia que los viejos ya no entienden.
Viéndoles me sonrío. Enciendo el enésimo cigarrillo, estrujo el paquete vacío y lo lanzo al suelo. Camino hacia el bar de siempre saboreándolo, pero ya no me sabe a nada, quizás a papel quemado, o a cuerpo de insecto. Me solazo observando contra los rayos del sol incipiente la densidad del humo salir de mi boca y al comprobar cómo se disuelve en el aire vislumbro nítidamente un grupo de muchachos de la edad de los que acaban de pasar como una exhalación.
Es verano. Atardece en la sierra. Los vencejos planean y llenan todo el aire del pueblo con su bulla. Ellos están sentados contra las paredes de una pequeña ermita. Se refugian del viento del Norte que sopla en la cima del monte donde está construida. Dos de ellos todavía visten pantalones cortos. Otro, el más precoz, saca de los calcetines un paquete de Jean: (solamente quedan 6, mañana habrá que comprar de nuevo). Reparte uno a cada uno y mientras se los llevan a la boca, el que tiene las cerillas lucha contra la corriente. Corre el riesgo de gastarlas todas, así que opta por agacharse dentro de la cavidad antropomorfa excavada en la roca de una de las tres viejas tumbas visigóticas que custodian la vieja capilla, y allí acuclillado, sobre el hueco donde el muerto primitivo reposó por siempre sus pies, finalmente enciende el primero, con cuya brasa prenderán todos los demás. Fuman y se vigilan los unos a los otros, inquiriéndose mutuamente cuando alguien no se traga el humo. Uno de ello no puede más, se levanta, dobla la esquina y vomita delante de la puerta de la ermita. El aire, que en ese punto arrecia, ha provocado que se manche las zapatillas. Finalmente, con el rostro lívido de un penitente, vuelve con sus compinches, que se ríen alborozados y le consuelan con unos golpes guasones en la espalda. Suenan las 10 en el campanario. Se levantan todos como un resorte y se precipitan monte abajo a grandes trompicones, casi rodando por el sendero que nace en la fuente. Al llegar a las primeras casas del pueblo, se detienen, se reparten chicles de menta, beben agua como si acabasen de pasar un desierto y cada cual corre hacia su cubil pensando en qué explicación dar al entrar y ver a todo el mundo sentado a la mesa, cenando.
Yo entro ahora al bar. La parroquia desayuna, bebe palomicas, fuma en la puerta y tira el subsidio a las máquinas cantarinas de las frutas de colores. Me siento a la barra y pido un café, el tercer café del día. Soy incapaz de recordar cuándo decidí que me gustaba. Pero tanto da. Tampoco recuerdo haber tomado otras decisiones.
Aún así, nosotros erre que erre, tozudos con el tabaco, creyendo que con cada chupada ascendíamos un peldaño en la escalera de la vida que nos aproximaba a la libertad soñada, con la que podríamos hacer de nuestra capa un sayo, siempre y en todo momento. Tan solo se trataba de ser hombre, adulto, y ya, todo nos vendría dado.
Pienso en esto, ahora que ya ha amanecido, frente al cenicero rebosante de mierda, mientras muevo tontamente la taza manchada con los restos resecos del café que he estado tomando sin parar desde un poco antes de que el puto perro dejase de ladrar. No es éste un pensamiento único, un hallazgo singular de la mente humana, o un recuerdo que genere admiración e incredulidad. Más bien todo lo contrario, y no es de extrañar, porque nunca he sido muy original. Todos los mitos sobre los que se ha ido construyendo mi vida son comunes a los de mis congéneres.
Sin embargo, en este vulgar rincón del mundo, mientras me flagelo la conciencia y la memoria, la luz parece hermosa en esta hora de la mañana. Surge de algún rincón escorado del cielo que toca el mar y se va introduciendo por el tobogán de calles del barrio, subiéndolas y bajándolas, saltando sobre los súbitos cambios de rasante, doblando ágil las esquinas, rebotando contra las persianas grises de los supermercados, de las farmacias, de los estancos, de los bancos, del quiosco, de los contenedores de basura orgánica o inorgánica, reflejándose en las lunas sucias de los bares que ya han empezado a servir anís, coñac y café , o de las panaderías, donde nadie es lo que parece ser, como si ese haz de luz que surgió de una esquina sin saber cómo, en realidad fuese la señal de un ángel exterminador cuya misión fuese la inversa a la que estaba destinada en la historia bíblica: mantener con vida al gentil para que arrastre con su existencia la penitencia de su pecado.
Después de la noche que he pasado lo más sensato hubiese sido darme una ducha y meterme en la cama para descansar un poco mientras el mundo entero empieza a trabajar. Hubo un tiempo en que trabajaba a turnos. Cuando me tocaba el tercero me incorporaba a la fábrica a las 10 de la noche y terminaba a la hora del amanecer. Llegar a casa y ponerme a dormir suponía un placer único que me redimía del ruido y del polipropileno que me había tragado durante ocho horas por 40.000 pesetas. El hecho de que yo me empiltrase cuando los demás ya habían soltado las primeras maldiciones en sus empleos me producía un placer extremo, me aliviaba. En algún momento, incluso, llegué a percibir esas sensaciones balsámicas como una especie de coma inducido al que accedía por mi buen comportamiento, en el que permanecería años y años, durante largo, largo tiempo, sin dolor, sin sentir, sin ver, sin oír, y también sin soñar, hasta despertar justo en el momento en que alguien reparaba en la lacra que supone para toda la humanidad la obligación y el derecho al trabajo remunerado, el comercio de la inteligencia o de la manipulación. La repercusión de ese descubrimiento provocaba una reacción social de tal magnitud que los gobernantes no tardaron ni media legislatura en abolir toda actividad de intercambio de habilidades y de fuerza de trabajo a cambio de dinero ; toda venta o alquiler de tiempo, habilidad y movimiento con el fin único del enriquecimiento o de procuración del sustento por cuenta ajena.
Por eso estoy aquí. Pero ahora mismo no me apetece dormir. Ahora quiero bajar a la calle, y bajo a la calle, y me cercioro de que el ángel exterminador ha cumplido estricta y escrupulosamente su misión porque ya todo es un bullir de gente que viene y va. La luz me daña los ojos, y me mantiene vivo, a mí también. Una cuadrilla de golfetes se dirige sobre sus monopatines al instituto a toda velocidad. Aprovechan la gran pendiente de la calle, causando gran estridencia. Se burlan de los conductores que les llaman la atención y que les tienen que esquivar, y obtienen por respuesta el dedo corazón en alto, o insultos procaces de vanguardia que los viejos ya no entienden.
Viéndoles me sonrío. Enciendo el enésimo cigarrillo, estrujo el paquete vacío y lo lanzo al suelo. Camino hacia el bar de siempre saboreándolo, pero ya no me sabe a nada, quizás a papel quemado, o a cuerpo de insecto. Me solazo observando contra los rayos del sol incipiente la densidad del humo salir de mi boca y al comprobar cómo se disuelve en el aire vislumbro nítidamente un grupo de muchachos de la edad de los que acaban de pasar como una exhalación.
Es verano. Atardece en la sierra. Los vencejos planean y llenan todo el aire del pueblo con su bulla. Ellos están sentados contra las paredes de una pequeña ermita. Se refugian del viento del Norte que sopla en la cima del monte donde está construida. Dos de ellos todavía visten pantalones cortos. Otro, el más precoz, saca de los calcetines un paquete de Jean: (solamente quedan 6, mañana habrá que comprar de nuevo). Reparte uno a cada uno y mientras se los llevan a la boca, el que tiene las cerillas lucha contra la corriente. Corre el riesgo de gastarlas todas, así que opta por agacharse dentro de la cavidad antropomorfa excavada en la roca de una de las tres viejas tumbas visigóticas que custodian la vieja capilla, y allí acuclillado, sobre el hueco donde el muerto primitivo reposó por siempre sus pies, finalmente enciende el primero, con cuya brasa prenderán todos los demás. Fuman y se vigilan los unos a los otros, inquiriéndose mutuamente cuando alguien no se traga el humo. Uno de ello no puede más, se levanta, dobla la esquina y vomita delante de la puerta de la ermita. El aire, que en ese punto arrecia, ha provocado que se manche las zapatillas. Finalmente, con el rostro lívido de un penitente, vuelve con sus compinches, que se ríen alborozados y le consuelan con unos golpes guasones en la espalda. Suenan las 10 en el campanario. Se levantan todos como un resorte y se precipitan monte abajo a grandes trompicones, casi rodando por el sendero que nace en la fuente. Al llegar a las primeras casas del pueblo, se detienen, se reparten chicles de menta, beben agua como si acabasen de pasar un desierto y cada cual corre hacia su cubil pensando en qué explicación dar al entrar y ver a todo el mundo sentado a la mesa, cenando.
Yo entro ahora al bar. La parroquia desayuna, bebe palomicas, fuma en la puerta y tira el subsidio a las máquinas cantarinas de las frutas de colores. Me siento a la barra y pido un café, el tercer café del día. Soy incapaz de recordar cuándo decidí que me gustaba. Pero tanto da. Tampoco recuerdo haber tomado otras decisiones.
martes, 1 de mayo de 2012
El mito y la furia (XVI)
(Viene de aquí)
Al tomar la decisión de conocer a los padres de Adán, no podía
sospechar que la visita me sirviese de tan poco. Fue Maruja la que me facilitó
la dirección y la que me aseguró que vivían los dos, con buena salud, y en
condiciones razonables. Ella mismo me dijo que “es buena gente, ya lo verá
usted. Quizá un poco reservados, pero a la que les dé alguna señal de
confianza, llegará a entender muchas cosas. Aún así, deberá hacer algunos
esfuerzos. Mi suegro ha perdido mucho oído. Se pasa el día asomado a la
ventana, viendo pasar la vida, en silencio. Dice que no le interesan los
ruidos, que todo es ruido y que ahora entiende mejor el mundo, porque sin sonidos no hay mentiras. En cuanto a mi
mi suegra, pocas veces atiende a nada que no sea la novela que esté leyendo. A
veces él interrumpe su lectura y la invita a asomarse a la ventana para observar alguna
escena que le haya llamado la atención.
Ella musita que es como otro capítulo. Yo creo que observa la escena de la
calle igual que si leyese un paréntesis dentro de la novela, con atención y, al poco, sin decir nada, se sienta y vuelve a encerrarse en el libro, sin darse cuenta
de que él se la queda mirando. Da la sensación de que esa mirada viene
de otro tiempo, desde muy lejos, pero al mismo tiempo es tan cercana como si la
estuviese rozando.”
Gran chica esta Maruja. Hermosa y serena. Una pelirroja con un atractivo
especial, rebosante de vida y de pecas,
alta y voluptuosa. Sin embargo, la
fortaleza de su belleza no se argumenta en sus curvas, y eso que nada más verla me dio
una sensación de fiereza. A la que me alargó la mano, me saludó y me
invitó a pasar, enseguida supe que era todo lo contrario. Y que no se me
entienda mal. La de Maruja no es una humildad recatada, vergonzosa y mucho menos dócil. Es una manera excelsa de
sencillez, de estar en el mundo; una
respiración profunda y tranquila, un sosiego y una calma que transmite en el
mirar glauco, en la sonrisa siempre amable, en
cierta pureza romántica dibujada en las líneas alargadas del rostro conectadas a la esbeltez de su cuello. Al
hablar, el matiz de su voz invita a escucharla con atención, sin necesidad de
elevar el volumen, o de utilizar algún
otro recurso, porque las palabras surgen de su boca naturales, con la esencia
concreta de lo que significan, acompañadas
de una serie de gestos pausados trazados
sobre el vacío por sus manos grandes que mueve como acunando el compás a una
orquesta.
Desde el primer encuentro percibí en su presencia un halo
difuminado de aplomo circundando toda su figura; el
cuerpo harmonioso de una composición humana que irradiaba la conciencia de su presencia plácida a todas las formas rotundas de su fisiología, más apetecibles, más deseables que las que ostentase cualquier otra mujer de sexualidad estridente.
Hay que estar muy tronado, o muy enfermo, o ser un estúpido para encontrarse en la vida una mujer como
Maruja y dejarla sola después de media vida a su lado, vete tú a saber por qué
extrañas razones. Yo me considero fuera
de circulación. Los años, la desgana, una viudez dolorosa y, a qué negarlo, una
sutil recomendación médica, son las causas principales, pero al ver a Maruja caí enamorado, al instante, rendido a sus pies,
de una manera platónica, por supuesto. Lo cual no es equivalente, ni significa,
ni de ningún modo debe dar pie a pensar
que estoy castrado, porque tan solo es
necesario que esa criatura del Olimpo me haga la más mínima señal, para que me
declare para siempre su esclavo y me arrogue el derecho y el placer de ofrecerle lo mejor que pueda ofrecer
el amante más sabio, sensible y
delicado entre los mortales, aunque
fuese lo último que hiciese en la vida.
He tenido la oportunidad de charlar con
Maruja durante largas horas; un tiempo exquisito en el que la he escuchado
atentamente, a veces con auténtico placer, sin dejar de experimentar
todo tipo de sensaciones opuestas. De hecho, empecé a ser consciente de
donde me metía desde que la escuché. Me di cuenta de que un asunto que se
inició como un divertimento, como un pasatiempo, una especie de juego de
detectives con el que acortar la soledad de los días, se había convertido en un compromiso que yo firmaba
íntimamente conmigo mismo para devolver a la vida de Maruja la certidumbre que
se merecía. Por eso, desde nuestro primer minuto de conversación, he intentado ejercer un papel racional; me he propuesto actuar y
pensar fríamente, sin dejarme llevar por
la vehemencia, o por la pasión, o por los afectos y los odios descontrolados,
para así establecer una lógica en el
comportamiento de Adan, algún elemento que me revele sus motivaciones, alguna
pista que me indique su paradero y algún
rastro que me desentrañe el significado
real de ese puñado de hojas escritas que
dejó en mi casa tan bien ordenadas, casi como si estuviesen dispuestas para
encuadernarse, como si abrigase la
certeza de que alguien, muy pronto, las iba a encontrar, y las iba a leer y, al
hallarlas, el descubridor se haría las mismas preguntas que yo me hago, o se las
haría a su mujer, porque sobre la vieja mesa de formica, al
lado del paquete de hojas manuscritas, también dejó escrita en uno de esos
papeles adhesivos tintados de color amarillo, su antigua dirección.
Cada día busco una escusa para verla, pero me reprimo y al final solamente
la visito cuando es estrictamente necesario, cuando me devano la sesera y acabo
peor de lo que empecé porque todavía hay cosas que no he podido llegar a
entender. Este Adán es un caso, un tipo complejo, difícil de imaginar, o de
componer, y de comprender y, por lo que estoy viendo, prácticamente imposible de encontrar. No ha quedado rastro
de él. Por eso tengo que ir trazando su
paso por el mundo a través de unos y de otros, sobre todo a través de la familia que le queda. He hablado con los
padres, y con Maruja. Ángel, el hijo, no ha querido saber nada de mí. Para él, su
padre está muerto. Su madre me facilitó
el teléfono móvil y la dirección de correo electrónico. No ha contestado a mis cinco mensajes y la
única llamada que me atendió no sirvió más que para confirmar lo que Maruja
predijo, que Ángel se considera huérfano y que, de suceder, el encuentro
tendría muchas posibilidades de
acabar en parricidio.
Y claro, también he hablado con su obsesión, con la diana de todos sus
planes, con la figura de sus desvelos,
el hombre percutor, la motivación de sus últimas acciones, la meta de sus
desvelos, de su sueño vengador, o mejor
dicho, de sus últimos anhelos conocidos, porque no he podido averiguar todavía si Adán anda por ahí, en algún lugar
próximo, o si está muerto, o se ha metido a fraile cartujo y se ha sometido religiosamente a los
preceptos de la regla de la clausura, el
silencio y la oración, a perpetuidad, que es lo que yo deseo con todas mis
fuerzas.
Dar y hablar con un hombre de la celebridad y la importancia para los
destinos de este país como Indalecio Bot me ha resultado más arduo que obtener de Ángel una frase con
sujeto y predicado. Lo mismo me ocurrió con su guardia pretoriana: Amparo, su
ama de llaves, y Jaime, su ayuda de cámara, el cancerbero fiel,
secretario todo terreno. También he conseguido
interrogar a Vivian, la solícita, jovencísima y experimentada Vivian, ojos de
aceite y piernas infinitas, inscrita en el registro civil con el exótico nombre
de Juana Castro Ruiz. Ambos, por diferentes razones y en diferentes
circunstancias, tienen noticias de Adán,
no demasiadas, pero quizá las suficientes
como para utilizar la poca información que les sonsaqué y estirar así de la lengua a Amparo y a Jaime, que
no sueltan prenda, aunque yo sé que saben más de lo que dicen saber.
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