jueves, 31 de mayo de 2012

Adán y Charles Kettering (un hilván sin vino)

Casi siempre que escribo aquí lo hago de la siguiente manera: primero como opíparamente y mientras como y bebo se me ocurre lo que voy a escribir, y lo hilvano en una libreta de pespuntes. 

Después llego a casa, me echo una buena siesta, y al levantarme conservo en el paladar el  vino porronero y el recuerdo seco de la idea. Así que no me queda más remedio  que ir inmediatamente al cuarto de baño y refrescarme la cara. Caliento agua, me tomo un te y mientras se enfría, conecto el ordenador. Con el primer trago, el pespunte se licua de nuevo, y entonces retomo el hilo y me pongo a teclear un documento de Word.

Cuando creo que ya tengo la entrada lista, corto y pego sobre el editor, cambio de tamaño y de tipografía las letras, busco  una imagen que ilustre la entrada y la cargo. A continuación me peleo con Blogger y con su manía de no respetar las órdenes que le doy. Finalmente, hago click en "publicar" y ya se puede ver, radiante y vestidita de domingo, una nueva entrada. 

Durante tres días corrijo y corrijo cosas que no me han gustado, frases que me chirrían, palabras que se repiten. A veces me dan ganas de suprimir la entrada, pero para entonces ya no es mía, y no tengo ningún derecho. De hecho, conservo a la vista  todas y cada una de las que he escrito, desde la primera, por mucho que al leer algunas me muera de vergüenza. 


Hoy no he respetado todo el ritual. Nada de lo que he explicado hasta ahora se ha realizado. Hoy he tecleado directamente sobre el editor del blog, sin pensar demasiado en lo que escribo, porque hoy quería seguir con "El mito y la furia", pero no encuentro a Adán, y tampoco a Maruja, ni a sus suegros, y quiero que me ayude Alfredo Lorente, un operario jubilado de la vieja y extinta "Hispano Olivetti" metido a detective después de que encontrase en un piso de su propiedad,  alquilado a través de una agencia, un extraño manuscrito. 

Aunque, seguramente, el motivo de esta extraña entrada sea esta frase que acabo de leer de mi libreta de citas. Me ha entrado tanto miedo que no me ha quedado más remedio que transcribirla aquí, como posible remedio o exorcismo. La perpetró Charles Kettering, fundador de "General Motors", dueño de más de 140 patentes: lo que hoy viene en  llamarse un emprendedor, vamos. 

A Kettering, un buen día,  le invadió una necesidad repentina de ser sincero:


"La clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento constante de insatisfacción"


¡Ay! , si lo leyese Adán


viernes, 25 de mayo de 2012

Amos a ver si nos vamos aclaraaando

Los geniales Faemino y Cansado representaban en sus inicios una divertida escena. En ella,  Cansado se dispone a sacar las entradas para el cine en la taquilla. Faemino se acerca por detrás y descaradamente se cuela. A continuación, y sin mediar palabra, pide dos entradas en la fila 11.

La reacción de Cansado no se hace esperar. Le toca con el dedo índice en el hombro a Faemino  e intenta hacerle ver - de manera sumamente  educada- que él  estaba primero en la fila. Entonces Faemino responde “Ya, ya. Yo también estaba en la fila. Ya,  si eso, lo hablamos”, pero no cumple su más que dudoso propósito y continúa su conversación privada con la imaginaria taquillera para comprar  dos entradas en la fila 11, centradas.

Cansado insiste e insiste en su protesta, siempre educada; esgrime para ello, tímida y civilizadamente,  los tópicos más manidos de la solidaridad humana, la bondad y el respeto preceptivo que es necesario  mantener entre las personas para poder convivir en paz. Ante lo cual, Faemino no solo sigue haciendo caso omiso, sino que incluso le recrimina a Cansado que le toque con el dedito en el hombro y le intenta convencer de que en realidad había dos colas y de que la suya es la correcta.

Cansado persiste, y argumenta que vivimos en una sociedad con normas que habría que respetar. Faemino- recordemos que es quien  se ha colado- empieza a mostrarse molesto ante tanta protesta y  como si hiciese un gran esfuerzo por no perder la compostura  inicia su famoso “Amos a veeér, amos a veeér. A ver si nos aclaráaaamos; a ver si nos vamos entendiéeendo”...

El gag tiene una duración de unos 6 minutos y el final se pierde en el infinito porque la situación de ambos personajes no cambia nunca. En algunas versiones el indignado amenaza al que se cuela con llevarlo al calabozo, pero ambos acaban declamando su ya célebre “que va que va, yo leo a Kierkegard”; en otras, la discusión sigue hasta el infinito  absurdo y en todas ellas  el que se cuela se sale con la suya.

No es difícil establecer cierto paralelismo entre esta hilarante representación y el presente económico y político de medio mundo. Pero a mí me ha venido a la memoria intentado comparar el estado de miedo, terror, pánico, depresión  y crisis permanente en el que nos tienen sumidos y algunas otras realidades que se cuelan en los informativos, y que me hacen expresar, igual que Faemino  “Amos a véeeer, amos a veeeér. A ver si nos aclaramos, a ver si nos vamos entendiéeendo”.

No hay liquidez, no hay dinero, pero a Bankia le hemos dado 10.000 millones de euros hace 15 días y estamos a punto de darle 20.000 millones más. En los últimos dos años, los ciudadanos europeos, por orden de sus representantes, les hemos dado a los bancos más de 2 billones de euros. ¿Dónde está la pasta?

Nuestra prima está  por las nubes, pero cada vez que intentamos colocar deuda para financiarnos  los inversores nos la quitan de las manos y vendemos siempre más de lo que estaba previsto.

El paro sube cada mes. Estamos cerca del 25% de la población activa. Sin embargo la cifra de los afiliados a la Seguridad Social sube mes a mes en decenas de miles de personas y la misma Seguridad Social ha cerrado el último semestre con superávit.

Las empresas cierran, no hay trabajo para nadie, aunque esta situación parece no afectar a la industria automovilística -desde siempre, un termómetro más que fiable de la actividad industrial- que está contratando a centenares de trabajadores y preparando en sus cadenas de montaje nuevos modelos.

Y para poner la guinda en este extraño pastel, mitad amargo y mitad dulce, las exportaciones de los productos españoles han crecido más de un 30% en el último trimestre.

Amos a véeer, amos a véeer si nos vamos entendiéeendo.

Lo que sí que es seguro, objetivo, y real es  que hoy en día un convenio colectivo no sirve para una mierda. Que los trabajadores y las trabajadoras estamos dispuestos a aceptar condiciones de esclavitud que han sido propiciadas por un estado de miedo prefabricado por los poderes económicos y que en lugar de reclamar y defender derechos, hemos terminado por reclamar trabajo, al precio y en las condiciones que nos dicten, porque la cosa está muy pero que muy mal.

Esta es una vieja estrategia   que ya funcionó muy bien en los 70, para la que el poder económico utilizó  como detonante la manipulación del precio del petróleo: la modificación  extrema a la baja  de la situación económica mundial con el fin de que los dueños de los medios de producción  recuperasen la iniciativa en las relaciones laborales y en las prestaciones sociales del estado del bienestar.

Y encima nos dicen que no les toquemos con el dedito.

martes, 22 de mayo de 2012

Cómo se informa de una huelga en el sector de la educación


Hoy es día de huelga del sector de la educación  en toda España. Centros de primaria, secundaria y universidades están llamados a parar y a movilizarse  para protestar  por los recortes y la degradación de la enseñanza pública en beneficio de la mafia bancaria, en este caso Bankia, principal destinataria  de un botín  de 10.000 millones de euros procedentes de nuestra bolsa colectiva que estaban destinados, precisamente, a la educación. 

Yo trabajo en un campus universitario y soy testigo directo de cómo se informa a la administración  autonómica y a los medios de comunicación  del seguimiento de la huelga. Es la tercera convocatoria en poco más de tres meses, la enésima que yo vivo, y siempre se ha hecho de la misma manera:

Fase 1:
Los medios de comunicación llaman a las oficinas de comunicación de las universidades para informarse. Los responsables de las oficinas de comunicación de las universidades en servicios mínimos pasean por los aularios y por los laboratorios y miden sobre el terreno la incidencia. Estos mismos responsables informan de lo que han visto a los periodistas. Habitualmente, esta información  es objetiva y se corresponde con la realidad: cualquier manual de comunicación explica que el principal precepto que jamás debe traicionar una  oficina corporativa de prensa es informar  siempre de la verdad, porque en ello les  va  la credibilidad.

Fase 2:
Los cargos directivos de las universidades, siguiendo indicaciones de las respectivas  gerencias, informan también a sus superiores del seguimiento de la huelga. Habitualmente, esta información se obtiene desde los despachos, a través de llamadas telefónicas y se corresponde a deseos más que a realidades. A menudo se trata de cifras sesgadas,  poco creíbles, que no se corresponden con lo que realmente está ocurriendo ese día en los campus universitarios. Esas cifras son las que finalmente viajan hacia los despachos del  Departamento de Universidades de la comunidad autónoma en cuestión, quienes a través de sus gabinetes de prensa, dirigidos por cargos de confianza afines al partido que gobierna, se distribuyen a los medios de comunicación.

Fase 3:
El periodista se encuentra en su mesa de trabajo con el comunicado de los sindicatos y organizaciones convocantes de la huelga y  con dos informaciones diametralmente opuestas que provienen de dos fuentes que pertencen a la misma institución aunque describen,
paradójicamente, diferentes realidades. (El periodista no ha salido de la redacción. No puede. Tiene que cubrir tantos temas ese mismo día  que su trabajo se traduce en realizar consultas de Google, en copiar y pegar notas de prensa corporativas y en hacer llamadas telefónicas. Así es como suele conocer, a diario, la realidad que nos cuenta). El redactor explica a su jefe de sección lo que ocurre. A menudo, el jefe de sección no se la juega, y consulta a su vez con el jefe de redacción, quien para esas horas de la mañana  ya tiene directrices muy claras desde la dirección del medio en el que trabaja  sobre qué fuente es a la que debe dar crédito.

Fase 4:
Las personas, el pueblo, la gente, los hombres y las mujeres del país consumen, en los medios  de comunicación nacionales  de referencia,  la información de una jornada de huelga en la educación. Esa es, y no otra,  la única realidad que conocerán. 


CODA - Video
http://www.yoestudieenlapublica.org

 

martes, 15 de mayo de 2012

El mito y la furia (XVIII)




A pesar de que arrastro el sueño de toda una noche me encuentro a gusto aquí, apoyado en la barra lustrada de este bar. Desde que tengo recuerdos -que es tanto como decir desde que existo- siempre me he encontrado cómodo en cualquier lugar donde vendan tabaco, alcohol y café, donde haya gente que se lo beba y se lo fume  y, al mismo tiempo, hable, o mire el techo desconchado, la televisión sin voz, o a su propia alma -que viene a ser lo mismo- o  su corazón destrozado, o ningún sitio en particular; donde hayan personas solas, haciéndose compañía sin necesidad de pedirla; personas bien y mal acompañadas, construyendo futuros inciertos y  derrumbando recuerdos lamentables,  intentando arrojar  un pasado al vertedero que se salva de la quema porque  siempre encuentra una boca invocadora que alienta sus consecuencias. 

Un bar es un territorio protegido por Dios, una Sagrera, un espacio  santificado donde el pecado no existe, donde uno se caga en todo y le invitan a una ronda,  donde se dirime el presente por dentro, por el hígado y del hígado  fluye hacia  sistema circulatorio de la ciudad. El bar es el reducto de los cuerdos, de los mentirosos, de los mansos y de sus enemigos, del depredador y del herbívoro, del pescado frito y de los callos con garbanzos, de la última puta y del galán, de la vieja y de la princesa, del pícaro y del filósofo, del  sacristán y de su querida, del fracasado y del estudiante, del desahuciado y del doctor, hasta del político y también del obispo… Los banqueros, ¡Ay los banqueros: cerdos paradigmáticos.! Los banqueros no entran en los bares. Otro motivo más para sentirse seguro, y a gusto.

Si papá leyese esto diría que me he vuelto un gilipollas. Diría que a mí me gustan los bares porque hay cerveza, porque hay whisky, porque hay  humo (ahora ya no), porque gritar está bien visto,  y porque nada de lo que allí ocurre tiene la más mínima importancia;  lo que acontece en una bar  pocas veces tiene  hilo de continuidad. Ese es el secreto de un bar, que te permite ser quien quieras ser sin comprometerte a nada. No sé si papá me diría eso precisamente, exactamente,  pero   lo que sí que haría sería invitarme a unas cañas y hablar sobre ello, en un bar, claro.

Así que no me queda más remedio que creer que mi querencia por los bares  viene de herencia, o que es una influencia paterna directa. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Ahora el pobre anda un poco sordo, y quizá no entienda lo que le diga, si es que algún día llego a decírselo, porque aunque espero que todo salga como tengo planeado, quizás las cosas se tuerzan y, la verdad, no sé todavía en qué va a  acabar todo esto.   La cuestión es que  siempre que he encontrado a papá en un bar le he visto a gusto y desde pequeñito he pensado que un lugar donde la gente  se habla, juega, escribe, se abraza, piensa, lee, no hace nada,  se convida, se ríe o se enfada pero al instante -ronda de por medio-  ya está otra vez riendo, debe ser un buen lugar. De manera que al crecer y comprobar empíricamente  que eso  era así, concluí que pasaría mucho tiempo en un bar.  A veces he pensado que no son pocas las vidas que se han ido a tomar por el culo gracias a profundas puñaladas, tiros a bocajarro, y  golpes certeros dentro de un tugurio, por no contar cirróticos terminales, ludópatas suicidas, maridos despreciables y padres despreciados, a pulso. Pero ante estas evidencias,  he liquidado el problema, la contradicción, la vertiente más sangrante, o la arrolladora realidad ignorándola soberanamente.

He pedido un bocadillo de tortilla francesa de dos huevos, con tomate y aceite en el pan, una cerveza y un platito de aceitunas aliñadas con ajitos en conserva y pepinillos en vinagre. El camarero ha gritado “¡Niña, marcha una francesa de dos!” Me lo acaban de servir. Al dar el primer bocado una gota de aceite ha manchado la libreta donde estaba escribiendo todo esto. La pequeña zona de papel manchado  se ha convertido en  semitransparente, como si debido  al efecto del aceite la hubiese transformado en papel cebolla.

Ahora mismo, dispongo esa misma hoja en el lugar exacto que le pertoca  dentro del orden de la libreta, en su horizontal natural, descansando sobre todas las que la preceden y mirando a través de esa trasparencia aceitosa, puedo ver tres palabras de la página anterior, y casi adivinarlas. Creo que leo “banqueros: cerdos paradigmáticos”. Como la mancha es irregular puedo intuir también en la parte superior a esas tres palabras el grupo “y del doctor, hasta del” y en la parte inferior la expresión “sentirse seguro”. Le doy otro bocado al bocadillo. Está bueno de verdad. Después escancio la cerveza muy despacio en el vaso de cristal, hasta que surgen dos o tres centímetros de espuma blanca, de espesura efímera, y entonces aprovecho para darle un buen trago porque es justo en ese momento cuando se siente de verdad  que la espuma existe, que me moja el bigote y permanece sobre él durante breves instantes.

Lo mejor, entre bocado al bocadillo y trago de cerveza, es comer una aceituna, o dos, o intercalar una aceituna y un pepinillo, y a veces incluso algún trocito anaranjado de zanahoria avinagrada que se cuela en la ración.

La tortilla está en su punto. Para estar rica una tortilla a la francesa  no puede quedar muy hecha. Más bien debe estar tierna por dentro, conservar cierta blandura mórbida que le confiere la textura del  huevo a medio hacer y, por supuesto, su punto de sal. Cuando termino el último bocado, el de la puntita, el del cuscurro, lo acompaño con el último culín de cerveza. Entonces  me invade   una mezcla de satisfacción material y  tristeza existencial. Por eso, para compensar tamaña e irreparable  pérdida, pido un carajillo de whisky y un purito. Y mientras saboreo el café mezclado con el licor y pienso en el humo del tabaco que en unos minutos, en cuanto salga a la calle, me ocupará el paladar,  vuelvo a la mancha de aceite, y  al mundo que podría construir si ahora mismo cogiese las vinajeras  y me dedicase a lanzar una pequeña gota de aceite de oliva sobre cada una de las página escritas de la libreta, al azar, y montase con toda la cadena de palabras surgidas entre las transparencias oleaginosas una especie de manifiesto dadaísta, algo que no sirviese absolutamente para nada, que es precisamente lo más adecuado cuando se está  en un bar.

Tiene sentido, mucho sentido, aunque no por ello habría de frivolizar ni olvidar  mi misión. Me  vendrán bien unos gramos de creatividad nihilista, un poco de juerga antes de la batalla, el baile de los oficiales que precede a la gran ofensiva. Así  es que me levanto, me acerco a una mesa y cojo una vinajera. Vuelvo a mi asiento y cuidadosamente, ante la mirada pasmada del camarero,   vierto una gotita, paso la página, me espero unos segundos,  vierto otra gotita, paso la página, bebo un traguito de carajillo,  vierto una tercera gota, observo pausadamente sus efectos, y así hasta que el camarero me llama la atención y entonces poso las vinajeras sobre la barra, pido disculpas  y ante su mirada inquisidora y la estupefacción  de la parroquia que ya  me rodea, empiezo la lectura de palabras a través de las pequeñas áreas traslúcidas y,  tal y como las leo, o las intuyo, las escribo en una servilleta de papel. El resultado es una frase azul  de tinta escurridiza, de trazos  gruesos y letras  ilegibles debido a la esponjosidad y las propiedades de la celulosa fabricada para usos hosteleros, que convierte los trazos de mis letras en  ramas secas de un seto, en grietas sobre el asfalto viejo de una calle  o en la expresión recién hallada de una civilización balbuceante. Aun así, más o menos se puede llegar a leer lo siguiente  y, de hecho, leo en voz alta lo siguiente:

los vencejos, la humillación imborrable, ha ladrado largamente en celdas de hormigón abigarrado. La piltrafa humana, Benjamin, Maruja no sabe descansando también se hace la Historia con cara de niña vieja gemido, casi miserable la tonta de Eva sobre mí a horcajadas Amén

Pido la cuenta, pago, y me voy. Con el primer pie en la calle enciendo el purito. El día ya está en marcha.  Las sombras de las cornisas de los edificios me protegen de la luz del sol. Mañana volveré aquí, me servirán solícitos, y nadie me preguntará nada. Ahora sí que  voy a dormir unas horas.

martes, 8 de mayo de 2012

El mito y la furia (XVII)

Un buen día,  anodino y  vulgar,  amanece y descubrimos que nos gusta el café. A partir de entonces lo bebemos sin preguntar cuándo, ni cómo ni porqué razones hemos decidido que lo tomaremos varias veces en una sola jornada, sin hacer ningún esfuerzo por  recordar jamás  el extraño  instante  fundamental  en el que se nos metió en la cabeza que nos gustaba.
A los que fumamos nos ocurre otro tanto con el tabaco, con una salvedad, quizás generacional:  la decisión de fumar es absolutamente consciente y apechugamos con ella  a pesar del sabor a perros muertos  de las primera caladas, a los mareos iniciales, o a  la tensión que vivíamos en nuestra clandestinidad fumadora para librarnos de broncas, reprimendas y la humillación imborrable de aguantar impertérritos  una buena hostia -casi siempre  ante la presencia de  una prima guapa, o ante  la vecina por la que perdíamos los vientos- y las aseveraciones lacerantes, lanzadas igual que cuchillos de circo,  acerca de  los años que  tenían que pasar  hasta ser unos hombres, hombres. Las chicas, nuestras coetáneas, lo tenían aun peor, porque se ganaban la hostia y  les predecían sin ambages, apenas hubiesen menstruado por primera vez,  un futuro de puterío, concubinato, libidinosidad y mala vida, así, en general, para abrir boca.

Aún así, nosotros erre que erre, tozudos con el tabaco, creyendo que con cada chupada ascendíamos un peldaño en la escalera de la vida que nos aproximaba a la libertad soñada, con la que podríamos hacer de nuestra capa un sayo, siempre y en todo momento. Tan solo se trataba de ser hombre, adulto, y ya, todo nos vendría dado.

Pienso en esto, ahora que ya ha amanecido, frente al cenicero rebosante de mierda, mientras muevo tontamente  la taza manchada  con los restos  resecos del café   que he estado tomando sin parar desde un poco antes de que el puto  perro dejase de ladrar. No es éste un pensamiento único, un hallazgo singular de la mente humana, o un recuerdo que genere admiración e incredulidad. Más bien todo lo contrario, y no es de extrañar, porque nunca he sido muy original. Todos los mitos sobre los que se ha ido construyendo mi vida son comunes a los de mis congéneres.

Sin embargo,  en este vulgar rincón  del mundo, mientras me flagelo la conciencia  y  la memoria,  la luz parece hermosa  en esta hora de la mañana. Surge de algún rincón escorado del cielo que toca  el mar y se va introduciendo por el tobogán de calles del barrio, subiéndolas y bajándolas, saltando  sobre los súbitos cambios de rasante, doblando ágil las esquinas, rebotando contra las persianas grises de los supermercados, de las farmacias, de los estancos, de los bancos, del quiosco,  de los contenedores de basura orgánica o inorgánica,  reflejándose en las lunas sucias de los bares que ya han empezado a servir anís, coñac y café , o de las panaderías, donde nadie es lo que parece ser, como si ese haz de luz que surgió de una esquina sin  saber cómo, en realidad   fuese la señal de un ángel exterminador  cuya misión fuese la inversa a la que estaba destinada en la historia bíblica: mantener con vida  al gentil para que arrastre con su existencia la penitencia de su pecado.

Después de la noche que he pasado lo más sensato hubiese sido darme una ducha y meterme en la cama para descansar un poco mientras  el mundo entero  empieza a trabajar. Hubo un tiempo en que trabajaba a turnos. Cuando me tocaba el tercero me incorporaba a la fábrica  a las 10 de la noche y terminaba a la hora del amanecer.  Llegar a casa y ponerme a dormir suponía un placer único que me redimía del ruido y del polipropileno que me había tragado durante ocho horas por 40.000 pesetas.  El hecho de que yo me empiltrase cuando los demás ya habían soltado las primeras maldiciones en sus empleos me producía un placer extremo, me aliviaba. En algún momento, incluso, llegué a percibir esas sensaciones  balsámicas  como una especie de coma inducido al que accedía por mi buen comportamiento, en el que permanecería años y años, durante largo, largo tiempo, sin dolor, sin sentir, sin ver, sin oír, y también sin soñar, hasta despertar justo en el momento en que alguien reparaba  en la lacra que supone para toda la humanidad  la obligación y el derecho al trabajo remunerado, el comercio de la inteligencia o de la manipulación. La repercusión de ese  descubrimiento   provocaba  una reacción social de tal magnitud que los gobernantes no tardaron ni media legislatura en abolir toda actividad de intercambio de habilidades y de fuerza de trabajo a cambio de dinero ; toda  venta o alquiler  de tiempo, habilidad y movimiento  con el fin único del enriquecimiento  o de procuración del sustento por cuenta ajena.

Por eso estoy  aquí. Pero  ahora mismo no me apetece  dormir. Ahora quiero bajar a la calle, y bajo a la calle, y me cercioro de que el ángel exterminador ha cumplido estricta y escrupulosamente su misión porque ya todo es un bullir de gente que viene y va. La luz me daña los ojos, y me mantiene vivo, a mí también. Una cuadrilla de golfetes  se dirige sobre sus monopatines  al instituto a toda velocidad. Aprovechan la gran  pendiente de la calle, causando gran estridencia. Se burlan de los conductores que les llaman la atención y que les tienen que esquivar, y obtienen por respuesta el dedo corazón en alto,  o  insultos procaces de vanguardia  que los viejos ya no entienden.

Viéndoles me sonrío. Enciendo el enésimo cigarrillo, estrujo el paquete vacío y lo lanzo al suelo. Camino hacia el bar de siempre  saboreándolo,  pero ya no me sabe a nada,  quizás a papel quemado, o a cuerpo de insecto. Me solazo  observando contra  los rayos del sol incipiente  la densidad del humo salir  de mi boca y al comprobar cómo se disuelve en el aire vislumbro nítidamente un grupo de muchachos de la edad de los que acaban de pasar como una exhalación.

Es verano. Atardece en la sierra. Los vencejos planean y llenan todo  el aire  del pueblo con su bulla. Ellos están sentados contra las paredes de una pequeña ermita. Se refugian del viento del Norte que sopla en la cima del monte donde está construida. Dos de ellos todavía visten pantalones cortos. Otro, el más precoz, saca de los calcetines  un paquete de Jean:   (solamente quedan 6, mañana habrá que comprar de nuevo). Reparte uno a cada uno y mientras se los llevan a la boca, el que tiene las cerillas lucha contra la corriente. Corre el riesgo de gastarlas todas, así que opta por agacharse dentro de la cavidad antropomorfa excavada en la roca de  una de las tres viejas tumbas visigóticas que custodian la vieja capilla, y allí acuclillado, sobre el hueco donde el muerto primitivo  reposó por siempre  sus pies, finalmente enciende el primero, con cuya brasa prenderán todos los demás.  Fuman y se vigilan los unos a los otros, inquiriéndose mutuamente cuando alguien no se traga el humo. Uno de ello no puede más, se levanta, dobla la esquina y vomita delante  de la puerta de la ermita. El aire, que en ese punto arrecia,  ha provocado que se manche las zapatillas. Finalmente, con el rostro lívido de un penitente, vuelve con sus compinches, que se ríen alborozados y le consuelan con unos golpes guasones en la espalda.  Suenan las 10 en el campanario. Se levantan todos como un resorte y se precipitan monte abajo a grandes trompicones,  casi rodando por el sendero que nace en la fuente. Al llegar  a las primeras casas del pueblo, se detienen, se reparten chicles de menta, beben agua como si acabasen de pasar un desierto  y cada cual corre hacia su cubil pensando en qué explicación dar al entrar y ver  a todo el mundo sentado  a la mesa, cenando.

Yo entro ahora al bar. La parroquia desayuna, bebe palomicas, fuma en la puerta  y tira el subsidio a las máquinas cantarinas  de las frutas de colores. Me siento a la barra y  pido un café, el tercer café del día. Soy incapaz de recordar cuándo decidí que me gustaba.  Pero tanto da. Tampoco recuerdo haber tomado otras decisiones.

(Continua aquí)

martes, 1 de mayo de 2012

El mito y la furia (XVI)

(Viene de aquí)

Al  tomar la decisión de  conocer a los padres de Adán, no podía sospechar que la visita me sirviese de tan poco. Fue Maruja la que me facilitó la dirección y la que me aseguró que vivían los dos, con buena salud, y en condiciones razonables. Ella mismo me dijo que “es buena gente, ya lo verá usted. Quizá un poco reservados, pero a la que les dé alguna señal de confianza, llegará a entender muchas cosas. Aún así, deberá hacer algunos esfuerzos. Mi suegro ha perdido mucho oído. Se pasa el día asomado a la ventana, viendo pasar la vida, en silencio. Dice que no le interesan los ruidos, que todo es ruido y que ahora entiende mejor el mundo, porque  sin sonidos no hay mentiras. En cuanto a mi mi suegra, pocas veces atiende a nada que no sea la novela que esté leyendo. A veces él interrumpe su lectura y la  invita  a asomarse a la ventana para observar alguna escena que le haya  llamado la atención. Ella musita que es como otro capítulo. Yo creo que observa la escena de la calle  igual que si leyese  un paréntesis dentro de la novela,  con atención  y, al poco, sin decir nada, se sienta y  vuelve a encerrarse en el libro, sin darse cuenta de que él se la queda mirando. Da la sensación de que esa mirada viene de otro tiempo, desde muy lejos, pero al mismo tiempo es tan cercana como si la estuviese rozando.”
Gran chica esta Maruja. Hermosa y serena. Una pelirroja con un atractivo especial, rebosante de  vida y de pecas, alta y voluptuosa. Sin embargo,  la fortaleza de su belleza no se argumenta en  sus curvas, y eso que nada más verla  me dio  una sensación de fiereza. A la que me alargó la mano, me saludó y me invitó a pasar, enseguida supe que era todo lo contrario. Y que no se me entienda mal. La de Maruja no es una humildad recatada, vergonzosa  y mucho menos dócil. Es una manera excelsa de sencillez,  de estar en el mundo; una respiración profunda y tranquila, un sosiego y una calma que transmite en el mirar glauco, en la sonrisa siempre amable, en  cierta pureza romántica dibujada en las líneas alargadas del rostro  conectadas a la esbeltez de su cuello. Al hablar, el matiz de su voz invita a escucharla con atención, sin necesidad de elevar el volumen, o de utilizar  algún otro recurso, porque las palabras surgen de su boca naturales, con la esencia concreta  de lo que significan, acompañadas de una serie de  gestos pausados trazados sobre el vacío por sus manos grandes que mueve como acunando el compás a una orquesta.
Desde el primer encuentro percibí en su presencia  un  halo difuminado  de  aplomo circundando toda su figura; el cuerpo harmonioso de una composición humana que irradiaba  la conciencia de  su presencia plácida  a todas  las formas rotundas de su fisiología, más apetecibles, más deseables que las que ostentase cualquier otra mujer de sexualidad estridente.
Hay que estar muy tronado, o muy enfermo, o ser un estúpido  para encontrarse en la vida una mujer como Maruja y dejarla sola después de media vida a su lado, vete tú a saber por qué extrañas razones. Yo  me considero fuera de circulación. Los años, la desgana, una viudez dolorosa y, a qué negarlo, una sutil recomendación médica, son las causas principales,  pero al ver a Maruja caí  enamorado, al instante, rendido a sus pies, de una manera platónica, por supuesto. Lo cual no es equivalente, ni significa, ni de ningún modo debe dar  pie a pensar que estoy castrado, porque  tan solo es necesario que esa criatura del Olimpo me haga la más mínima señal, para que me declare para siempre su esclavo y me arrogue el derecho y el placer  de ofrecerle lo mejor que pueda ofrecer el  amante más sabio, sensible y delicado  entre los mortales, aunque fuese lo último que hiciese en la vida.
He tenido la oportunidad de  charlar con Maruja durante largas horas; un tiempo exquisito en el que la he escuchado atentamente, a veces con auténtico placer, sin dejar de  experimentar  todo tipo de sensaciones opuestas. De hecho, empecé a ser consciente de donde me metía desde que la escuché. Me di cuenta de que un asunto que se inició como un divertimento, como un pasatiempo, una especie de juego de detectives con el que acortar la soledad de los días,  se había convertido en un compromiso que yo firmaba íntimamente conmigo mismo para devolver a la vida de Maruja la certidumbre que se merecía. Por eso, desde nuestro primer minuto de conversación,  he intentado  ejercer  un papel racional; me he propuesto actuar y pensar  fríamente, sin dejarme llevar por la vehemencia, o por la pasión, o por los afectos y los odios descontrolados, para así  establecer una lógica en el comportamiento de Adan, algún elemento que me revele sus motivaciones, alguna pista que me indique su paradero  y algún rastro  que me desentrañe el significado real  de ese puñado de hojas escritas que dejó en mi casa tan bien ordenadas, casi como si estuviesen dispuestas para encuadernarse, como si  abrigase la certeza de que alguien, muy pronto, las iba a encontrar, y las iba a leer y, al hallarlas, el descubridor  se haría  las mismas preguntas que yo me hago, o  se las haría a  su mujer,  porque sobre la vieja mesa de formica, al lado del paquete de hojas manuscritas, también dejó escrita en uno de esos papeles adhesivos tintados de color amarillo, su antigua dirección.
Cada día busco una escusa para verla, pero me reprimo y al final solamente la visito cuando es estrictamente necesario, cuando me devano la sesera y acabo peor de lo que empecé porque todavía hay cosas que no he podido llegar a entender. Este Adán es un caso, un tipo complejo, difícil de imaginar, o de componer, y de comprender y, por lo que estoy viendo, prácticamente  imposible de encontrar. No ha quedado rastro de él. Por eso  tengo que ir trazando su paso por el mundo a través de unos y de otros, sobre todo a través  de la familia que le queda. He hablado con los padres, y con Maruja. Ángel, el hijo, no ha querido saber nada de mí. Para él, su padre está muerto. Su madre  me facilitó el teléfono móvil y la dirección de correo electrónico.  No ha contestado a mis cinco mensajes y la única llamada que me atendió no sirvió más que para confirmar lo que Maruja predijo, que Ángel se considera huérfano y que, de suceder, el encuentro tendría muchas posibilidades de  acabar  en parricidio.
Y claro, también he hablado con su obsesión, con la diana de todos sus planes,  con la figura de sus desvelos, el hombre percutor, la motivación de sus últimas acciones, la meta de sus desvelos, de su sueño vengador,  o mejor dicho, de sus últimos anhelos conocidos, porque no he podido averiguar  todavía si Adán anda por ahí, en algún lugar próximo, o si está muerto, o se ha metido a fraile cartujo  y se ha sometido religiosamente a los preceptos de  la regla de la clausura, el silencio y la oración, a perpetuidad, que es lo que yo deseo con todas mis fuerzas.
Dar y hablar con un hombre de la celebridad y la importancia para los destinos de este país como Indalecio Bot me ha resultado más  arduo que obtener de Ángel una frase con sujeto y predicado. Lo mismo me ocurrió con su guardia pretoriana: Amparo, su ama de llaves,  y Jaime, su ayuda de cámara, el cancerbero fiel,  secretario todo terreno. También he conseguido interrogar a Vivian, la solícita, jovencísima y experimentada Vivian, ojos de aceite y piernas infinitas, inscrita en el registro civil con el exótico nombre de Juana  Castro Ruiz. Ambos, por diferentes razones y en diferentes circunstancias,  tienen noticias de Adán, no demasiadas,  pero quizá las suficientes como para utilizar la poca información que les sonsaqué y  estirar así de la lengua a Amparo y a Jaime, que no sueltan prenda, aunque yo sé que saben más de lo que dicen saber.