Todos vamos a
IKEA atraídos por el precio de sus
productos, por el atractivo de los diseños, porque sus muebles ofrecen, además, el sueño de una vida asalmonada,
escandinava, muy nórdica. ¡La luz viene del Norte! decían los
modernistas catalanes fascinados con Ibsen.
Quizás también tiene algo que ver su publicidad, certera, eficaz, aspiracional y emocional;
una invitación a la panacea
aséptica de una familia limpia, feliz, caucásica, divertida, joven, autosuficiente, que convive en harmonía dentro del recinto de la república
independiente de su casa, diferente a todas las demás.
En IKEA compramos individualismo y exclusividad, aunque en casa nos
sentemos en el mismo sofá, bebamos en el mismo vaso y nos alumbremos con las mismas velas que nuestros
vecinos. Incluso nos hace gracia ir a
cenar casa de los amigos, de la familia, y descubrir una alfombra igual a la
nuestra, una lámpara de la misma gama, el botecito del cepillo de dientes en el
cuarto de baño igual al nuestro, los vasos copa balón del gintónic, la cortina,
y hasta la mesa y las sillas de comedor… y sentirnos y reconocernos de ese modo congéneres gracias a IKEA, sin perder un ápice de la misma ilusión de peculiaridad.
Podríamos negar,
por tanto, que IKEA es tan sólo un espacio comercial, un negocio
exitoso de muebles y complementos para el hogar porque, en rigor,
IKEA es nuestro hogar, es nuestro barrio, es nuestra ciudad entera. Nos
llevamos masivamente IKEA a casa y
vivimos en un entorno según las sugerencias de la marca multinacional sueca. Es
decir, IKEA ya no es una tienda. IKEA es
la vida. Es la piel colectiva que cubre
las paredes y los suelos de nuestras casas y convierte bloques enteros de nichos construidos a base de hormigón y ladrillos en lugares donde vivir; los lugares que nos pertenecen, donde nos sentimos a salvo, donde no tenemos
que responder a nadie de lo que hagamos y donde desarrollamos nuestra
intimidad.
Resulta asombroso, pero tanto es así que incluso me
atrevo a afirmar que el modelo IKEA y lo
que representa, muestra y otorga
significación a las sociedades occidentales capitalistas, demócratas en las
formas y suaves y amigables en la apariencia, pero perversas e injustas entre bambalinas, en los
cerebros de quienes aportan su talento para conseguir vender mucho, más y mejor
a costa de generar mentira, desigualdad
y explotación en la trastienda.
Y es que IKEA es un símbolo contemporáneo, una sinécdoque social que revela una ilusión colectiva, una mentira
extraordinaria en la que creemos porque
es más agradable y menos conflictivo disfrutar del “democratic design ” que intentar descubrir el serrín aglomerado
con el que se fabrican las vidas que
nunca tendremos.
Ayer fui a IKEA.
Es archiconocido que uno sabe cuándo entra en IKEA, pero nunca cuándo sale, ni
siquiera cómo sale. Llegando ya casi al
final del recorrido, en la sección de muebles para jardín me dio un apretón.
Busqué los servicios en todas direcciones. Incluso cometí la ilegalidad de volver
hacia atrás, pero no los encontraba. Misión imposible. La gente me miraba raro,
porque caminaba en otro sentido, de modo que, agobiado, retomé el buen camino, y seguí de nuevo la flecha. Y cuando ya había
decidido agacharme detrás de un gran ficus para aliviarme, vi la salvación, los
lavabos. IKEA es tan democrática que el
cuarto de baño es el mismo para los clientes que para los trabajadores (quizás
les llamen operarios, o colaboradores)
Entré en el
habitáculo destinado al retrete y cerré con el pestillo. Al poco entraron al lavabo dos personas, dos jóvenes obreros
de IKEA que decidieron regalarse unos minutos de descanso y que, por lo que
deduje al hilo de su conversación, no se
conocían.
-
¡Qué,
tío!¿Cómo va? -preguntó uno de ellos.
-
¡Hasta
la polla! ¡Estoy hasta la polla!- respondió el otro, fastidiado.
-
¿Dónde
estás?
-
En el
parking. Todo el puto día en el parking, colocando carros…
-
Joder,
colega. Vaya mierda. Yo ando en operaciones
-
¿Operaciones?
¿Y qué coño es eso?
-
Recoger
la tienda . Ya sabes. Le llaman así.
-
Esto
es una mierda, tío. Toda la puta vida estudiando para acabar en esta mierda
-
Pues
sí tío, ya ves, una puta mierda… ¿Y tú que tienes?
-
Yo
tengo un grado medio, de mecánica. ¿Y tú?
-
¡Ya
ves! Yo tengo dos. Uno en informática y otro de chispas
-
¡Menuda
mierda! ¡Tanto estudiar, tanto estudiar para acabar con 20 años recogiendo la mierda
de otros!
-
A ver
si nos sale algo mejor, tío, pero de momento es lo que hay.
-
Eso.
Bueno, tronco, yo me abro, que el encargao ya estará preguntando por mi
-
Venga,
tío, que vaya bien.
Y salieron.
Tienen 20 años. Precisamente
por no estudiar han conseguido una titulación académica de lo más básica. Trabajan
en una multinacional de “lo que sea” por el sueldo mínimo, pero las aspiraciones profesionales de estos
dos muchachos y la imagen que de ellos
mismos tienen están desvirtuadas y deformadas. Probablemente, tanto en casa
como en el instituto les han dicho que
todo es maravilloso, que tienen una
profesión muy valorada, que el mercado laboral se los va a rifar, que como ellos no hay nadie, y que tienen por delante
un futuro muy prometedor en el que nunca les va a faltar de nada, porque para
eso han estudiado…un grado medio, o dos.
Pero la realidad
es otra. La realidad es IKEA, un sueño en el que entras ilusionado pero que al
poco se convierte en una pesadilla laberíntica de diseños y escenarios artificiales, con olor a
velas aromáticas, iluminado por la luz del
Norte, en la que todo el mundo camina en la misma dirección, hacia un único lugar, la única salida donde
las aspiraciones y las mentiras se
convierten en dinero, en facturas, y por tanto en frustraciones, en una vida igual de injusta
para todos.
Esos dos
muchachos, cada día, cuando finalizan su
jornada laboral, vuelven a sus casas,
cenan sobre una mesa IKEA, comen con
cubiertos IKEA, se encierran en su
habitación IKEA a dormir en
una cama IKEA, entre muebles IKEA, y en el silencio de sus noches siguen soñando
con un futuro maravilloso de diseño
democrático en la república independiente de su casa. Como tú, y como yo, ni
más ni menos.