Walter Benjamin también decía que “la mitad del arte de narrar consiste en mantener cualquier historia libre de explicaciones.”Ahora que lo conozco un poco, que me atrevo a citarle y después de tantos años de admiración, me irrita tener que contradecirle de nuevo por la vía de los hechos. De ahí mis dudas al respecto de la naturaleza y de las virtudes de lo que cuento.
Evocar lo que he leído, pensar y reflexionar en lo que me queda por leer es de las pocas actividades que en estos momentos me apacigua. Me redime del fracaso, de los recuerdos que acumulo en los que el desengaño se ha ido instalando en capas superpuestas, que han ido formando el lecho suntuoso de un emperador, preparado sin éxito para protegerle de toda inclemencia a base de frazadas innumerables, bajo las que éste respira la emanación de su propia expiración, convertido, al fin, en víctima asfixiada de su propio reinado.
Si de verdad quiero evitar morir envenenado con mis propias mentiras, no hallo más solución que rememorar y adentrarme en las causas de toda esta desolación; preguntarme el porqué y a dónde conduce y de qué manera quiero utilizar la rabia que va germinando constante, paciente, en estos días. Fumo, recuerdo, planifico y me atormento en la ventana desde donde miro y aspiro noche tras noche el rumor premeditado de este suburbio. Veo en la distancia que debe separar tres o cuatro estaciones de metro, los monumentos fastuosos de la ciudad que se elevan sobre el tráfago urbano, prodigios arquitectónicos siempre enhiestos, de extraordinario vigor fálico.
Alguno -el que distingo mejor desde el bloque de pisos donde ahora paso mis días- cobija bajo su estructura venérea de acero y cristal cientos de luces de colores. En las noches insomnes, cuando me aburro de fumar y de ver allí abajo, siempre, el mismo perro sarnoso huyendo del mismo yonqui, juego a estirar el brazo sobre en el vacío, cierro un ojo y me regalo la ilusión de que soy capaz de tocarlo; abro la mano, la cierro de inmediato y aprisiono el gran cipote iluminado como si fuese mi polla.
Otras veces, observándolo, se me antoja que el fulgor cromático del edificio es en realidad un sofisticado dispensador de analgésicos genéricos, que se administran alevosa y masivamente en las horas de la madrugada, sobre la neblina contaminada, en forma de aerosol, concebidos inteligentemente para emulsionar con los sueños derrotados que llegan ingenuos a miles de alcobas, para caer finalmente sobre el cansancio y la inconsciencia de mis semejantes.
(Y también pienso en Maruja, viva entre mortales, como si desde esta atalaya la pudiese rescatar de su rincón en el fondo de la metrópoli, entre sus cuatro paredes; mi Maruja, durmiente y bella, víctima de mi desesperación, descansando apaciblemente su resignación, o quizá también insomne, leyendo recostada algún verso, escuchando con los ojos entornados las noticias de la medianoche que difunde la radio mientras en su memoria aparece, como si estuviese ocurriendo en ese momento, la última secuencia, el momento definitivo, mi espalda y el golpe de la puerta al cerrarse.)
Sin embargo, sé que para sus fines no es necesario tanto dispendio ni tanta inteligencia. La mera presencia de esas construcciones, la existencia rampante y orgullosa asentada firmemente en el espacio donde habitamos, es suficiente para mantenernos despiertos en la ignorancia de una fantasía causa-efecto en la que todo esfuerzo se recompensa con un premio.
(Maruja no sabe donde estoy. Tengo miedo de que se lo diga a mi hijo y de que lleguemos de nuevo a las manos. Si hay un segundo encontronazo la cosa puede acabar en tragedia. Me conozco y le conozco. En cuanto se nos desata la rabia, no nos contenemos y después, cuando ya no hay arreglo, todo son lamentaciones.)
El piso donde me he instalado forma parte de un grupo de viviendas construidas en los años del desarrollismo, de la aluminosis, y de la emigración. En realidad, más que una vivienda, es una celda de unos 60 metros cuadrados ubicada en el sexto rellano integrada en uno de los veintidós bloques de doce plantas que los promotores dispusieron en la pendiente de una colina orientada hacia sureste, frente a la gran fábrica de cervezas en la que antaño trabajaban la mayoría de sus vecinos.
Desde esta ventana puedo ver el mar siempre manso, como el trazo de un bolígrafo; la red de carreteras, introduciendo y extrayendo a diario miles de almas de la gran ciudad; el ferrocarril como un gusano, siempre el mismo gusano; pequeños tejados mohosos a dos aguas intercalados con terrazas ilegales, como cuadriláteros en el aire, donde ondean sábanas blancas colgadas en alambres retorcidos igual que lo harían las banderas capitulares de un ejército rendido. Y claro, se distingue también lo inevitable, un bosque espeso, perenne, de antenas astadas y parabólicas, proveedoras de la basura que consume diariamente la barriada de hogares abigarrados fundidos en un instante, repentinamente, casi sin tránsito ni espacio alguno, con las gloriosas edificaciones de la moderna, próspera y ufana capital cosmopolita.
Hace unos años los vecinos se pusieron de acuerdo y para camuflar el hormigón gris de las fachadas pintaron los bloques, de arriba abajo, verde caqui atenuado y rosa pálido, de manera que cuando se sale o se entra a la gran ciudad por algún medio de comunicación próximo a este lugar, se distinguen perfectamente y no hay nadie que pueda obviar su presencia.
Antes de instalarme en mi piso, este me parecía un sitio irreal, donde era imposible que viviese alguien. Primero porque me era difícil imaginar el modo de acceder, por ejemplo, al último bloque de todos, el que está situado en el punto más cercano a la cima de la colina. Y en segundo lugar porque mi mente, predispuesta al mito y a la fantasía, acababa convenciéndome de que aquel conjunto de moles cúbicas en realidad era el vestigio de fabulosos monumentos ciclópeos, obra de una antigua civilización, en cuyo interior se sacrificaban en honor de los dioses de la guerra y de la fertilidad vírgenes hermosas y ancianos desdentados.
En otras ocasiones, imaginaba que eran molinos de viento amputados, dispuestos en formación por orden de algún poder cruel, para escarnio y ejemplo de quijotes y rebeldes postmodernos. Pero lo que más me gustaba era hacerme la idea de que eran bloques de piedra por esculpir, seres palpitantes, todavía sin forma, que luchaban por existir y por convertirse en ídolos urbanos parecidos a los moáis de la Isla de Pascua. Y esto último es lo que más gustaba creer, porque era mi hijo quien lo imaginaba.
En el piso tengo lo justo. La cocina con dos fogones a gas butano y los armarios grasientos y medio desvencijados. Probablemente, el alicatado original era blanco, pero ahora su color es indefinido. En alguna baldosa hay restos de pegatinas con marcas de motos. En una se distingue todavía el dibujo de una mujer desnuda. En otra, el anterior inquilino dibujó con rotulador negro la típica polla conceptual con sus dos testículos conceptuales. La campana extractora tiene tanta grasa que temo que un día se ponga a arder. Ya la limpiaré. En el comedor dispongo de un mesa redonda de formica, cuatro sillas claveteadas de poli piel verde, y un armario donde he podido guardar algunos de los libros que tenía. La pared está desnuda de todo adorno. Solamente se adivina un claro rectangular; seguramente el halo del lienzo que inmortalizó en miles de hogares el escorzo forzado de un ciervo herido de muerte por las dentelladas de tres perros cazadores. No hay lámparas. Todas las habitaciones se iluminan con una bombilla de 60 W que cuelgan de los cables sin más. El cuarto de baño es mínimo, con ducha de plato, y cadena, la clásica cadena con el depósito del inodoro colgado de la pared. Ni si quiera hay espejo. No cuesta contar los baldosines descascarillados, todos con el reborde de las juntas negruzco. Se ven los agujeros con los tacos de plástico donde se atornillaban el toallero y dispensador de papel higiénico, que dejo sobre el suelo, salpicado de señales chamuscadas de colillas. A parte de la que he escogido para dormir, hay dos habitaciones más. Son pequeñas, interiores. Una da a un patio de luces y la otra al hueco del ascensor. Las dos son perfectas. Este es el lugar perfecto.