De muerte no va mal servido el siglo XX. Muerte humana, me refiero. Muerte violenta. Muerte masiva. Bien mirado, gracias a las guerras, la historia completa de la humanidad es pródiga en homicidio recíproco organizado; convendremos a este respecto que el pasado siglo fue especialmente productivo, sofisticado, cruel y doloroso.
Que tenemos que morir es algo que sólo sabemos los humanos. Los demás seres que habitan la tierra tienen igualmente sus días contados, sin saberlo, aunque tampoco es que les preocupe. Noticia importante: muchos, incluso, dejan su vida para alimentar la de otros cumpliendo fielmente su papel en el llamado ciclo de la vida, que los humanos hemos bautizado como cadena trófica, en la que cada especie nutre a otra sin que nadie lo haya dispuesto así, pero gracias a lo cual todo fluye, todo sigue, todo ser continúa viviendo como miembro, parte o función de una paradoja sin posibilidad de resolución.
El asesinato, el homicidio, la aniquilación de hombres y mujeres a manos de otros hombres y mujeres con fines diferentes a la alimentación quedaría, por tanto, como un comportamiento exclusivo, singular y único; podríamos decir que es la anomalía más descollante del mundo natural conocido, y por la cantidad de víctimas humanas a manos de sus propios congéneres que se han producido a lo largo de los siglos, tal anomalía ha pasado a formar parte de la normalidad lógica asumida por la misma especie que la protagoniza.
Hace no mucho veía uno de esos videos que se convierten en virales y nos mantienen absortos ante la pantalla del teléfono móvil. Un señor muy valiente se topa en una carretera selvática una fenomenal serpiente pitón ocupada en estrangular a un cervatillo. El héroe se apea del coche y tras asegurarse de que su compañero de viaje graba tamaña audacia, acude sin pensarlo a salvar a la víctima.
En la escena, de reminiscencias clásicas, el moderno Timbreo tropical, utilizando únicamente la fuerza de sus brazos, en unos pocos segundos de esfuerzo titánico desembaraza a Bambi-Laocoonte de la presión constrictora de la serpiente que había empezado a asfixiarlo, de manera que, efectivamente, el pequeño cervato escapa de su depredadora y ésta queda sobre la carretera, tirada como una gran manguera, desconcertada y hambrienta.
La reacción mayoritaria ante la visión el video define de algún modo una idea de la existencia en la que se ha volcado o transferido los parámetros morales propios y exclusivos de los humanos a los animales. ¿Quién no va a compadecer al pobre animalillo indefenso ante la voracidad cruel, monstruosa de semejante Leviatan de estirpe demoníaca? ¿Quién va empatizar con la necesidad vital de alimentarse de la serpiente pitón a costa de la vida de otro ser vivo, frágil y vulnerable? Y por contra ¿Quién se va compadecer de la pitón hambrienta y va a reprochar al héroe laocontiano su estúpida, banal e injusta intromisión en el ciclo de la vida?
Y sin embargo, a pesar de que nuestro punto de vista ante situaciones en las que el poderoso aplasta al vulnerable suele posicionarse a favor del más débil, no dejamos de asumirlo como un hecho consustancial a la existencia. Esa deber ser una de las razones por la cual en el siglo XX los humanos han matado masivamente, tanto, tan eficiente y eficazmente a otros humanos. Hablo de la Shoah, del Holocausto, de esa iniquidad sin parangón que convirtió Europa en un infierno.
Se sabía. Los ciudadanos que vivían próximos a los campos de exterminio sabían lo que estaba ocurriendo. Lo sabían los gobiernos que luchaban contra Hitler. Lo sabía la Cruz Roja. Lo sabía el Vaticano… Pero más allá de las posibilidades reales de detener semejante horror en aquellos momentos de guerra -probablemente exiguas debido, precisamente, al contexto bélico en el que se desarrolló- pasados los años, sumamos a la indignidad y la vergüenza que nos producen aquellos hechos cierto sentimiento de inevitabilidad, la aceptación de los hechos como algo inexorable, porque estaba escrito que así debía de suceder y porque es sabido que no hay nada más sencillo que matar, pues tan sólo es necesaria la voluntad de hacerlo y aprovechar la sorpresa aturdida de la víctima, más débil, que muere y sufre estupefacta porque no puede creer lo que le sucede.
Hoy día las redes sociales nos ofrecen con detalle todas y cada una de las facetas de la vida. Sangran los ojos al observar a diario a los niños gazatíes morir bajo las bombas israelís. Han sido asesinados cerca de trece mil, aplastaditos los brazos con los que se abrazaban a sus seres queridos; fracturadas sus cabezas llenas de juegos y de fantasías; reventados sus vientres que alimentaron con mimo sus padres; machacadas sus piernecitas con las que corrían tras una pelota; aniquiladas sus vidas bajo el peso de las paredes de sus casas, destruidas con saña y crueldad inusitada; detenidas para siempre en medio de la calle por el disparo certero del frío y desalmando francotirador. Los que no han muerto todavía viven a diario la pesadilla horrorosa de la violencia extrema y esperan la muerte segura junto a lo que queda de sus familias, prisioneros del hambre y la sed en su propia tierra, igual que experimentaron los antepasados de sus asesinos hace ahora cerca de ochenta años.
Nuevamente, el poderoso vuelca toda su fuerza sobre el débil porque se sabe impune, libre para actuar, saciar sus ansias expansionistas y aplicar sin compasión la solución a aquello que el mismísimo Adolf Hitler calificó como Lebebsraum, o necesidad de espacio vital. Porque a pesar de la evidencia del carácter genocida del gobierno presidido por Netayanhu, no ha habido gobernante en el mundo capaz de plantarle cara seriamente, de pararle los pies. Benjamín duerme y ronca tranquilo cada noche y los gobernantes que se lo permiten y se convierten en sus cómplices, también.
De hecho, su terrible fuerza constrictora es el producto del negocio armamentístico, cuyos magnates operan resguardados a la sombra de los Estados, que con su actitud benevolente o permisiva hacia Israel nos ofrecen nuevamente una lección de aceptación del asesinato, de la agresión y de la destrucción masiva de hombres a manos de otros hombres como algo inapelable y constante en la historia de la humanidad, imposible de erradicar. Es decir, nos educan para asumir que mientras los animales matan a otras especies para subsistir, los hombres continuaremos matándonos los unos a otros por la misma razón.
Pero usted y yo, en lugar de rebelarnos contra ese statu quo moral, nos conformamos con sentirnos muy humanos al reconocernos compasivos, clementes y buenas personas ante la salvación de un pobre cervatillo que, gracias a la heroicidad extravagante de un congénere anónimo interfiriendo en el ciclo de la vida, nos facilita un nuevo triunfo del débil frente al poderoso, tan falso en el fondo como espectacular y eficaz en la superficie.
Quiero decir que Occidente vive una época de trueque moral en la que, a pesar de la cercanía de la experiencia atroz de las dos grandes guerras y el exterminio genocida de millones de personas, permite una nueva infamia criminal, masiva y despiadada mientras acudimos al mundo animal para proveernos de nuevas y edificantes posibilidades morales con las que nos podemos sentir humanos.
Laocoonte era sacerdote en el templo troyano de Poseidón. Los griegos habían dejado a las puertas de Troya, como ofrenda, un gigantesco caballo de madera. Desconfiando ante el fantástico presente, le arrojó una lanza y clamó contra su entrada en la ciudad. Según relató el poeta Virgilio, el sacerdote exclamó ¡Temo a los griegos incluso cuando hacen regalos! La traición de un nefasto personaje llamado Sinón, maestro del engaño, convenció a los troyanos con la argucia de la ira de Atenea si no introducían el caballo en la ciudad. Dos serpientes marinas emergieron del fondo del mar y atacaron a Laocoonte y a sus hijos, Antífate y Timbreo. Los soldados griegos, tras salir del interior del caballo, destruyeron Troya.
La escultura que recuerda esta historia de la mitología se encuentra en los Museos Vaticanos, ese almacén vergonzoso en el que se abigarra nuestra cultura igual que si estuviera en un bazar chino. Más allá de la plasticidad, del placer estético y de la maestría en su ejecución, es el patetismo, la impotencia, la tragedia, el dolor, la crueldad y la ausencia de compasión lo que invade a quien la contempla.
“Laocoonte y sus hijos” es la alegoría del triunfo de la traición y la dolorosa derrota de la virtud, o de la verdad; una lección moral inversa dirigida a quienes pretendan, o tan solo imaginen, un cambio en la historia criminal de los hombres. Laocoonte, hoy, es Palestina sometida a manos de Israel con la complicidad de Occidente.
Un siglo ignominioso
En 1917, hace ya más de un siglo, el gobierno británico dicta la Declaración de Balfour, gracias a la cual establece Palestina como hogar nacional para el pueblo judío. A partir de aquí varias generaciones de hombres y mujeres empiezan a vivir la ignominia de la Historia, amparada por la llamada comunidad internacional. Y es que ya entre 1922 y 1947 tiene lugar la primera ola de inmigración judía a territorio palestino, proveniente principalmente de Europa Oriental debido a la persecución nazi.
En 1947 la ONU pone fin al mandato británico y propone dividir el territorio de los palestinos en dos estados, uno árabe y otro judío, con la ciudad santa Jerusalén bajo régimen internacional. Pero en 1948 Israel proclama la independencia y ocupa cerca del 80% de territorio árabe palestino, incluida gran parte de Jerusalén. El resto de territorio palestino queda bajo protección de Jordania y Egipto. La consecuencia es que un millón de palestinos se ven obligados a abandonar su hogar.
Israel desata un proceso de ocupación de tierra palestina sin cortapisas. En 1967 da un paso más y ocupa la franja de Gaza, la Ribera Occidental y Jerusalén. A pesar de que la ONU declara en 1974 inalienables los derechos de autodeterminación de Palestina, la independencia nacional, la soberanía y ordena el regreso de los refugiados, Israel prosigue expulsando de Palestina a sus genuinos habitantes. Tanto es así que en 1982 Israel no se priva de invadir Líbano con el fin de aniquilar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Entonces se produce la masacre de Sabra y Shatila.
Cinco años después, en 1987, se inicia la primera intifada de los territorios ocupados contra Israel, que ocasiona una nueva masacre de palestinos: (piedras contra el armamento más sofisticado del mundo). Al año siguiente el Consejo Nacional de Palestina proclama el Estado de Palestina. La década de los noventa se inicia con cierta esperanzas pues en 1991 tendrá lugar la conferencia de paz Madrid, nuevamente sin éxito. Israel prosigue su escalada de violencia y de incumplimiento de las continuas resoluciones de la ONU amparada, sobre todo, por los EEUU
En 2000 estalla la segunda intifada tras la provocación del primer ministro israelí Ariel Sharon, que visitó Al-Haram al-Sharif (Monte del Templo), en Jerusalén. Israel da un paso más en su política infame iniciando en la Palestina Ocupada la construcción de un muro de separación con la Ribera Occidental. Este muro es declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia.
Entonces se abre una nueva posibilidad de acuerdos de paz que dan como resultado la retirada de sus colonos y tropas de Gaza en 2005, aunque siempre manteniendo el control de sus fronteras, costas y espacio aéreo. Hasta que en 2007, Hamas, fuerza política financiada por los servicios secretos israelís para debilitar a la Autoridad Nacional Palestina, se hace con el control político de Gaza. Israel impone un nuevo bloqueo y un año después pone en marcha la operación “Plomo Fundido”.
Durante todo este último siglo, colonos israelís asaltan y ocupan a diario, durante años, impunemente, propiedades palestinas expulsando con violencia y brutalidad a las familias que las habitan, sus legítimas propietarias. Los soldados israelíes actúan de modo impune y arbitrario sobre los palestinos, a diario, matando, humillando y realizando detenciones a discreción y sin respetar los derechos humanos y las convenciones internacionales
Es extraño que el Mossad, el servicio de inteligencia más eficiente y sofisticado del mundo, no fuera capaz de prevenir y neutralizar el supuesto último ataque de Hamas a Israel, que es, a todas luces, el motivo o la coartada de una suerte de solución final a través de una operación genocida que tiene lugar ante la aquiescencia y permisividad de las llamadas democracias occidentales y también de los países árabes. El pueblo palestino está sentenciado.
Ojalá fuésemos igual que los animales.