Este cuento ha sido publicado en el número 40 de la revista Panenka .Me lo encargó un buen amigo durante un reencuentro, amenizado con priorato a granel, después de casi 30 años sin vernos. Él es uno de los cinco locos que fundaron esta revista, con la que se han propuesto escribir sobre fútbol desde ángulos mucho más sugerentes que los que nos ofrecen los periódicos de siempre. La ilustración es la que publica Panenka, y es obra de Adrià Fruitós.
Nacemos
amnésicos. Dicen que así debe ser, que la naturaleza nos otorga el bien del
olvido porque, de lo contrario, no podríamos vivir con el recuerdo del profundo
dolor que produce abandonar un mundo
amniótico, libre de ruidos, inclemencias y penas; libre de la
responsabilidad, del pensamiento y de la
supervivencia, y, sobre todo, libre de
los demás.
Arrojado, sacudido
por el temblor de la contracción del cuerpo que durante meses nos ha acogido en paz, aspiramos por primeva
vez la mezcla extraña de gases que compone el aire y emitimos nuestra
primera queja, la vindicación y la súplica
de la vuelta atrás suspendidos boca abajo, sujetos como una liebre desnucada en
las manos enguantadas de alguien que nos
agrede para que nuestro grito no se
ahogue entre las sangres y los fluidos placenteros que ahora, en la tierra,
taponan la nariz y la boca. De manera que, en aras de una hipotética armonía
universal, la mente se ocupa de borrar la experiencia de nuestro nacimiento.
Por lo que me
han dicho, yo nací en casa. Era el tiempo de los pantanos y de los salmones mansos. Me expulsaron al
mundo en una habitación de la segunda vivienda donde se establecieron mis
padres después de mudarse de la primera, en la que se instalaron al llegar desde
un lugar lejano, un lugar hambriento donde a ellos les tocó nacer. Anudó mi
ombligo una vieja comadrona experimentada, esa trampa de piel que camufla entre
arrugas el portal hacia nuestro origen, el acceso al lugar donde probablemente
habita la memoria de mi parto.
Parece ser que
nací extraordinariamente feo. Tuvieron que azotarme fuerte, como a casi todos, para que emitiese mi primer sonido, un largo
quejido que no se materializó en llanto, ni siquiera en berrido. Pareció más el
ronquido de una alimaña enferma, y no lo digo porque lo recuerde. De hecho, ni
siquiera me lo han dicho.
El primer
recuerdo que soy capaz de evocar es el suelo de aquella casa. Estaba alicatado
a base de baldosas decoradas con formas
geométricas y motivos florales de colores terrosos, pero muy vivos. Formaban un mosaico muy sugerente. Yo gateaba
sobre las líneas y sobre los ángulos a lo largo del pasillo, e intentaba
arrancar las flores grabadas, pero únicamente conseguía herirme, ya que las baldosas se movían
formando desniveles en sus bordes, contra los que rozaba la piel de mis rodillas.
Por eso mamá optó por protegérmelas con un par de rodilleras caseras, confeccionadas
a partir de pequeños pedazos de trapo y borra, sujetos a las corvas con tiras
de esparadrapo. Papá y mamá siempre lo arreglaban todo con esparadrapo.
Mis gateos sobre aquella hermosa geometría floral han
abierto, de repente, un espacio que permanecía cerrado; un lugar que hacía mucho,
mucho tiempo, no recordaba. Las rodilleras o las heridas deben ser la causa. La
cosa es que había olvidado por completo que yo nací a cincuenta metros de un
campo de fútbol. La bendita casa de mi nacimiento se ubica en la misma calle de la puerta
trasera del viejo campo de fútbol de mi ciudad. Según me decían, cuando nací el campo todavía
tenía hierba, y gradas de hormigón, y mástiles en los que ondeaban banderas con escudos los domingos por la tarde, y megafonía, y bar al
aire libre sin mesas, una larga barra de madera al cobijo de una marquesina de uralita donde se servían
carajillos, cigarrillos, puros, brandi Veterano y pipas para los niños y las
esposas.
Excepto el
césped, conocía muy bien todos los demás elementos aunque, en realidad, el
campo no era tal, porque se trataba de un terregal polvoriento, delimitado con
cal y salpicado de brotes de mala hierba que tiznaban de verdín los ángulos de
los corners, sobre el que rodaba rápido como una piedra el balón
doloroso, tan hinchado y de cuero tan desgastado que golpearlo con el
pie era parecido a golpear con la mano una pelota vasca. O al menos así me lo
parecía, porque, ahora que recuerdo, iba
a ver los entrenamientos a menudo y era habitual que algún balón saliese fuera del terreno de juego. Tenía que correr más que otros niños para poder
devolvérselo a los futbolistas pateándolo con todas mis fuerzas, con el
estilo de Reina -el portero de moda- y a pesar del dolor que me infringía en el
pie al propinar la patada, hacía lo posible por ocupar un lugar estratégico desde
donde poder atrapar los chutes desviados.
Durante los descansos nos permitían ocupar el campo e improvisábamos un masivo atacaygol. Un día intenté cabecear un centro; lo hice tan mal que, en lugar de golpear plenamente el balón, solamente lo rocé y causó en mi frente el efecto de un cuchillo. Me inyectaron la vacuna antitetánica y me aplicaron un punto de sutura. Poco después descubrí el baloncesto, murió Franco y los comunistas derruyeron el campo de fútbol para construir en su lugar un colegio. A partir de aquí mis recuerdos son diáfanos, a veces entrañables y en ocasiones, ausentes de dolor.