Para Carmen,
César y el pequeño Jon, que me acompañaron
Para MªJesús y Víctor que se quedaron en casa cocinando pastelitos de naranja y chocolate
Para Leonor y Consuelo, que compartieron conmigo el calor del fuego de la gloria
Para MªJesús y Víctor que se quedaron en casa cocinando pastelitos de naranja y chocolate
Para Leonor y Consuelo, que compartieron conmigo el calor del fuego de la gloria
Buscaba la gran
sabina fosilizada. También trilobites, estromatolitos, eucariotas y
procariotas. No sabía lo que eran, y tampoco cómo se llamaban, pero cuando
dije que saldría en busca del gran árbol de piedra me dibujaron sus formas y me
escribieron sus nombres.
Tardé en llegar
al yacimiento unas dos horas. El paseo fue legendario. Creo que lo
recordaré mientras viva. Solamente se
oían mis pasos sobre el sendero que
cruzaba un inmenso campo verde, humedecido todavía por las últimas nieves ya
derretidas. Era de una infinidad tan imponente que cuando perdimos el pueblo de vista me detuve y grité con todas mis fuerzas, para
que mi voz humana se expendiese hasta las mismas laderas de la sierra azulada,
todavía coronada de blanco.
A medida que
avanzaba iba dejando atrás árboles que viven en soledad, separados los unos de los otros como si hubiesen tenido la voluntad de crecer
y vivir así, igual que ermitaños en medio de la vasta pradera. A veces me
demoraba y hacía una alto en el camino, porque amo los árboles sin
hojas, sobre todo si son como los que me encontraba, antiguos, inmemoriales, germinados muchísimos años antes a mi
concepción, mostrando toda la hermosura
de su larga vida en sus ramas vacías, en la belleza irregular de sus formas que parecen querer
imitar seres extraños aún por descubrir.
El cielo era primaveral, empedrado por nubes voluminosas, redondas y hermosas, blancas y
grises, igual que las que dibujábamos cuando éramos niños. El sol lucía y desaparecía al capricho de ellas
y a veces caían algunas gotas, pero esos conatos de lluvia nunca llegaban a materializarse. Cuando parecía que quería
arreciar, me detenía y, entonces, en medio del silencio del viento frío de la
sierra, podía escuchar nítidamente cada gota
caer sobre el camino, sobre la hierba y sobre alguna peña que salpicaba el
campo infinito.
Finalmente llegué
al destino. Efectivamente, allí yacía el gran árbol de piedra, tendido en el
fondo de un leve foso, prisionero de los siglos y de una cárcel fabricada por los hombres a base de barrotes
oxidados de encofrado que al mismo tiempo sostenían un tejado metálico. Como la
luz llegaba hasta el árbol a través de las barras, su líneas se dibujaban a lo largo de todo el tronco
y conferían al fósil gigante el aspecto de un reo. De hecho, para
poder verlo bien había que aplastar el rostro contra los hierros, de manera que,
a pesar de que me encontraba en medio de un gran espacio libre, en
realidad parecía que yo era el preso.
Allí estuve unos
minutos, observando aquel gigante del tiempo. Circundé la jaula unas cuantas
veces, me senté a contemplar, y a pensar, y entonces me acometió un vértigo
extraño, la sensación vívida de un caída hacia el vacío ignoto de lo antaño, hacia el lugar y la edad de donde
todos surgimos, el espacio perdido de
nuestra filiación colectiva, el punto de encuentro donde comparten barro el origen y el fin.
Una leve racha de
viento ahuyentó mi ensoñación y entonces recordé mi segunda misión. Si no
quería que me sorprendiese la noche, inmediatamente tenía que empezar a buscar pequeños fósiles. Próximo a la fosa donde descansa el árbol,
fluye un hilo de agua, un pequeño arroyuelo de aguas limpias y frías. Los expertos aconsejan escrutar en las orillas, porque parece ser que
es el lugar donde en mayor número se encuentran.
Saltaba de un
lado a otro del arroyo, siempre mirando hacia abajo, discriminando piedras,
desencajándolas del suelo y limpiando la parte inferior de insectos que viven en ellas, eliminando el
barro y la humedad del tiempo. Una tras
otra las lanzaba al agua, interrumpiendo y modificando su curso, disfrutando
del sonido del chapoteo al caer. A veces creía haber logrado algún hallazgo,
pero no era más que una confusión, pura especulación de formas, la ilusa
alegría del explorador bisoño al confundir pequeñas marcas en las rocas y en
las piedras, que no eran más que cicatrices de la erosión con vocación frustrada
de espiral o de espiga, de la vida extinta
de pequeños artrópodos prehistóricos que probablemente merodearían las
oquedades del árbol cuando todavía regalaba sombras sobre los pastos.
Las nubes
empezaban a convertirse en una amenaza. Poco a poco se unían y se compactaban
en grandes masas grises y negras. El sol declinaba y el
cielo se oscurecía, de modo que decidí volver. Desandando el camino tuve que
abrigarme porque el viento soplaba del Norte; un viento frío procedente
del pulmón helado de la sierra que estaba dejando a mi espalda y que de algún
modo me custodiaba, me vigilaba o quién sabe si me empujaba hacia el lugar de los hombres, donde
hay casas, calles y luces; donde el
fuego calienta los hogares y el humo del
roble brota de las chimeneas.
En un par de horas, cuando ya caía la noche,
divisé los primeros tejados y la ermita sobre la colina, y pude escuchar el
eco de las campanas de la torre tocando a vísperas. Fue entonces cuando reparé
que al día siguiente, en el mediodía del domingo, le daríamos descanso; que reposaría para
siempre en el lugar donde le gustaba estar, junto a las gentes con las que
reía, y que de algún modo compartiría la misma tierra bajo el mismo cielo de abril que el árbol de piedra, en la libertad de mis recuerdos, donde no hay cárceles en las que proteger a la muerte.
12 comentarios:
Descansará plácido y tranquilo mientras escucha vuestras voces, que le arrullan en el sueño eterno.
Un beso para él.
Ester
Otro para tí
Es curioso. Yo también asocio Castrillo al lugar en el que río. Un beso.
Castrillo para todos nosotros es territorio de libertad, de nostalgias y de recuerdos. Por eso se nos asoma la sonrisa en cuanto escuchamos decir su nombre.
Muchos besos Belén
Se agradece leer textos que te hagan evadirte del asfalto y que te evoquen sensaciones similares a las que relatas. Una bocanada de aire fresco siempre es beneficiosa para la salud.
Un saludo, :)
Babe, en la ciudad creemos que la vida, toda la vida, se reduce a su tráfago, a sus rutinas, y pocas veces pensamos que hay mundo, otro mundo, más allá de sus murallas en forma de peaje
Abrazos Babe
Días leyendo tu entrada y pensando qué escribir... No puedo, gracias.
Un abrazo fuerte, Leolo
Bonita elegía y bonito lugar para el descanso en paz. Un abrazo.
Abrazos Loli!!
Empecé a leerte pensando que iba a plagiarte: esa morosidad pausada con que surgían losd detalles envidiables.
Luego...
Ahora comparto tu silencio lleno de respeto.
Abrazos!
Abrazos, Ana
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