El paso lento de los minutos y la descarga tan abundante de lluvia han apaciguado
la virulencia de la tormenta. Casi una
hora después de los primeros truenos,
desde mi atalaya de este arrabal de hormigón, donde se malogran en los ascensores una montonera
de sueños inútiles, disfruto con el
centelleo mudo de los relámpagos que importunan el horizonte.
Con cada fulgor voy adivinando, en breves instantes de lucidez, cómo se perfila paulatinamente la línea que separa el mar del tumulto de nubes que se disuelven exhaustas. En la calle, al otro lado de la ventana, ocurre algo parecido, porque aunque el agua sigue cayendo, las cosas parecen volver a su sitio, a recuperar la esencia que les arrebató el aguacero. Además, la luz se ha ido y ha venido un par de veces. Entonces, las calles se han oscurecido completamente, y todas las formas han quedado a merced de la borrasca, de manera que, en esos momentos de la noche, los resplandores esclarecen la cortina espesa que dibuja la tromba y transforman el mundo real en una especie de alucinación apocalíptica, en un espejismo inverso, en el que en lugar de brotar, toda entidad material se desvanece.
Y aun así me gustaba. O quizá precisamente por eso me gustaba, porque de repente todo se iba al carajo; porque todo vestigio humano, biológico e inorgánico, se diluía en una noche gloriosa de luminiscencias y clamores.
Sé que todo llega siempre a su fin. Eso lo aprendemos bien desde la cuna, solos, sin necesidad de que alguien nos lo enseñe. A medida que crecemos, vamos certificando día a día esa condición maldita de la vida pero al mismo tiempo parimos una rebeldía estéril que se niega a aceptarla y nos hace infelices.
Yo estaba disfrutando de lo lindo con esta tormenta que ahora languidece y no me avergüenza protestar igual que haría un niño, el niño que yo era, cuando retronaban las nubes sobre la gran pirámide y pasados unos minutos todo finalizaba. Entonces vivía fascinado el poderío de los cielos, y creía sinceramente que algún día caminaría entre la espesura de un bosque o que navegaría sobre las olas embravecidas del gran océano, igual que lo haría un dios, inmune e indemne frente al furor de los elementos, vinculado, asociado, y hermanado al huracán, al ciclón y a la galerna.
Hace escasamente poco más de un hora he experimentado cómo mi cuerpo, mi alma y la razón que me sustenta, se habían unido íntimamente a la furia de los elementos y me había identificado plenamente con la fuerza y la inclemencia del temporal. No es una boutade filoromántica, el vestigio impostado traído de los pelos por un oportunista, o la plasmación de una epigonía anacrónica. Porque la manifestación natural que se ha precipitado sobre esta tierra que me vio nacer; esta última hora de estruendo y cataclismo meteorológico que ha hecho temblar todos los cristales de las ventanas de la ciudad, es portavoz de mi espíritu y, al mismo tiempo, señal de inicio, frontera entre el pensamiento y la acción, una clase magistral con la que me llega el mensaje, la orden, la necesidad del fin de la especulación.
Los cielos han hablado, y me han mostrado que no puedo desperdiciar el instante álgido de la furia, porque todo llega a su fin y, en el momento de la verdad, si dejamos escapar la oportunidad, si desaprovechamos el ímpetu de la cólera, de nada servirán los lamentos. El mito es eterno, constante, persistente y siempre, desde antes de la primera tormenta, subsiste y nos sobrevive.
Quizá esa sea la causa por la que en lugar de levantarme de esta silla, haya resultado tan sencillo rendirme al sonido evocador del agua recorriendo la pendiente de las calles y de ese modo, o por culpa de ello, decida permanecer aquí unos minutos más dejándome empapar de los recuerdos que se filtran por las rendijas de la inconsciencia igual que el agua discurre y se distribuye en centenares de pequeños torrentes lamiendo el borde de las aceras, camino de las rejas del alcantarillado, hacia los fondos oscuros y sucios de la ciudad.
A pesar de que prácticamente ha escampado, los recuerdos caen sobre esta hora indefinida de la noche, se enlazan, se asocian, y forman charcas turbias en las que no se puede distinguir nada claro, excepto las ondas que apenas insinúan las últimas gotas de lluvias, tan efímeras como aquellos días felices que nos parecían largos, casi eternos, porque éramos capaces de detener el tiempo antes de que el amanecer resolviese deslumbrarnos. Eran los días de los despertares apacibles entre aromas corporales y certezas soberanas.
A veces la mañana era laborable. Si embargo, la noche anterior nos habíamos amado pausadamente, y también torrencialmente; éramos capaces de acariciarnos y de besarnos desnudos, sobre la cama, sin tregua, durante minutos que sobrepasaban las horas, sin dejarnos vencer por el deseo inicial de fundirnos, hasta que finalmente el placer que nos producía la contención casi se convertía en dolor y entonces yo me volcaba en ti y tu me albergabas ciñéndome y apretándome muy fuerte. Recuperábamos la conciencia de pertenecer al género humano cuando nos oíamos gemir solamente para recuperar el resuello, porque incluso la voz y el grito se ahogaban en aquellos amaneceres todavía sin sol. Después nos sumíamos en la nada, en un sopor que de inmediato nos conducía al coma.
Luego aparecía la luz. Algunas mañanas despertabas porque se colaba entre los orificios de la persiana y me descubrías adormilado frente a ti, poderoso, dueño de un vigor durmiente que se arrogaba el privilegio de representarme. Entonces decidías auparte sobre mí y apoyando tus manos sobre mi pecho te mecías despacio, suavemente, dueña de una humedad incontenible, hasta que me veías abrir los ojos. Aquel era el momento de la tormenta, porque sin dejarme apenas dirimir si lo que me ocurría era parte del sueño o de la realidad del día emprendido, tus caderas iniciaban rítmicamente una danza frenética y constante; abrías los brazos, gemías, te atusabas el cabello hacia atrás entreabriendo los labios, gritabas mi nombre y en una convulsión concluyente caías rendida sobre mi mientras yo agonizaba respirando tu piel.
Con cada fulgor voy adivinando, en breves instantes de lucidez, cómo se perfila paulatinamente la línea que separa el mar del tumulto de nubes que se disuelven exhaustas. En la calle, al otro lado de la ventana, ocurre algo parecido, porque aunque el agua sigue cayendo, las cosas parecen volver a su sitio, a recuperar la esencia que les arrebató el aguacero. Además, la luz se ha ido y ha venido un par de veces. Entonces, las calles se han oscurecido completamente, y todas las formas han quedado a merced de la borrasca, de manera que, en esos momentos de la noche, los resplandores esclarecen la cortina espesa que dibuja la tromba y transforman el mundo real en una especie de alucinación apocalíptica, en un espejismo inverso, en el que en lugar de brotar, toda entidad material se desvanece.
Y aun así me gustaba. O quizá precisamente por eso me gustaba, porque de repente todo se iba al carajo; porque todo vestigio humano, biológico e inorgánico, se diluía en una noche gloriosa de luminiscencias y clamores.
Sé que todo llega siempre a su fin. Eso lo aprendemos bien desde la cuna, solos, sin necesidad de que alguien nos lo enseñe. A medida que crecemos, vamos certificando día a día esa condición maldita de la vida pero al mismo tiempo parimos una rebeldía estéril que se niega a aceptarla y nos hace infelices.
Yo estaba disfrutando de lo lindo con esta tormenta que ahora languidece y no me avergüenza protestar igual que haría un niño, el niño que yo era, cuando retronaban las nubes sobre la gran pirámide y pasados unos minutos todo finalizaba. Entonces vivía fascinado el poderío de los cielos, y creía sinceramente que algún día caminaría entre la espesura de un bosque o que navegaría sobre las olas embravecidas del gran océano, igual que lo haría un dios, inmune e indemne frente al furor de los elementos, vinculado, asociado, y hermanado al huracán, al ciclón y a la galerna.
Hace escasamente poco más de un hora he experimentado cómo mi cuerpo, mi alma y la razón que me sustenta, se habían unido íntimamente a la furia de los elementos y me había identificado plenamente con la fuerza y la inclemencia del temporal. No es una boutade filoromántica, el vestigio impostado traído de los pelos por un oportunista, o la plasmación de una epigonía anacrónica. Porque la manifestación natural que se ha precipitado sobre esta tierra que me vio nacer; esta última hora de estruendo y cataclismo meteorológico que ha hecho temblar todos los cristales de las ventanas de la ciudad, es portavoz de mi espíritu y, al mismo tiempo, señal de inicio, frontera entre el pensamiento y la acción, una clase magistral con la que me llega el mensaje, la orden, la necesidad del fin de la especulación.
Los cielos han hablado, y me han mostrado que no puedo desperdiciar el instante álgido de la furia, porque todo llega a su fin y, en el momento de la verdad, si dejamos escapar la oportunidad, si desaprovechamos el ímpetu de la cólera, de nada servirán los lamentos. El mito es eterno, constante, persistente y siempre, desde antes de la primera tormenta, subsiste y nos sobrevive.
Quizá esa sea la causa por la que en lugar de levantarme de esta silla, haya resultado tan sencillo rendirme al sonido evocador del agua recorriendo la pendiente de las calles y de ese modo, o por culpa de ello, decida permanecer aquí unos minutos más dejándome empapar de los recuerdos que se filtran por las rendijas de la inconsciencia igual que el agua discurre y se distribuye en centenares de pequeños torrentes lamiendo el borde de las aceras, camino de las rejas del alcantarillado, hacia los fondos oscuros y sucios de la ciudad.
A pesar de que prácticamente ha escampado, los recuerdos caen sobre esta hora indefinida de la noche, se enlazan, se asocian, y forman charcas turbias en las que no se puede distinguir nada claro, excepto las ondas que apenas insinúan las últimas gotas de lluvias, tan efímeras como aquellos días felices que nos parecían largos, casi eternos, porque éramos capaces de detener el tiempo antes de que el amanecer resolviese deslumbrarnos. Eran los días de los despertares apacibles entre aromas corporales y certezas soberanas.
A veces la mañana era laborable. Si embargo, la noche anterior nos habíamos amado pausadamente, y también torrencialmente; éramos capaces de acariciarnos y de besarnos desnudos, sobre la cama, sin tregua, durante minutos que sobrepasaban las horas, sin dejarnos vencer por el deseo inicial de fundirnos, hasta que finalmente el placer que nos producía la contención casi se convertía en dolor y entonces yo me volcaba en ti y tu me albergabas ciñéndome y apretándome muy fuerte. Recuperábamos la conciencia de pertenecer al género humano cuando nos oíamos gemir solamente para recuperar el resuello, porque incluso la voz y el grito se ahogaban en aquellos amaneceres todavía sin sol. Después nos sumíamos en la nada, en un sopor que de inmediato nos conducía al coma.
Luego aparecía la luz. Algunas mañanas despertabas porque se colaba entre los orificios de la persiana y me descubrías adormilado frente a ti, poderoso, dueño de un vigor durmiente que se arrogaba el privilegio de representarme. Entonces decidías auparte sobre mí y apoyando tus manos sobre mi pecho te mecías despacio, suavemente, dueña de una humedad incontenible, hasta que me veías abrir los ojos. Aquel era el momento de la tormenta, porque sin dejarme apenas dirimir si lo que me ocurría era parte del sueño o de la realidad del día emprendido, tus caderas iniciaban rítmicamente una danza frenética y constante; abrías los brazos, gemías, te atusabas el cabello hacia atrás entreabriendo los labios, gritabas mi nombre y en una convulsión concluyente caías rendida sobre mi mientras yo agonizaba respirando tu piel.