Sépticas, comunes y abisales. Cuando nos referimos a las nasales estamos haciendo uso de una metáfora errática y de muy mal gusto que se ha incorporado al habla alegremente, sin que nadie levante la voz ni proteste por ello. Es verdad que son dos cavidades oscuras, pero suelen ser pequeñas, como en mi caso, aunque recaben el aire y los olores del mundo bajo un apéndice considerable. De modo que a no ser que me encuentre en posición decúbito, por los orificios de una nariz pocas veces se vierte sustancia alguna, con la blanca excepción de algún estupefaciente. Llamarlas, sencillamente, agujeros de la nariz sería más correcto, o del hocico humano, de la napia, tocha, ñata o trompa; quicio de aromas, puerta del aire, madriguera vírica, alarma anti incendios, manantial de sangre delatora de ebriedades y mentiras. Es curioso cómo visto en un cráneo, despojado ya de carne y de todo signo de vida, el hueco que cobijó el aire del último suspiro recuerda la forma de un corazón invertido.
Yo me podría morir de nuevo, así, sin más, humilde y discretamente, sin hacer el ruido que hice, si pudiese escribir solamente media página, casi igual, o acercarme siquiera, a las que escribió Patrick Suskind en “El Perfume”. Por lo tanto, estoy convencido de que es absolutamente estéril, inútil y, además, muy frustrante, ponerse a devanarse la sesera en busca de la mejor manera de hablar de aromas, olores y esencias y todo lo que les acontece o pasa por las narices. Y dicho esto, punto y final. Porque también soy incapaz de olerme nada que contenga cierto fundamento futuro y garantía de cumplimiento. Cuando creo que algo me acecha, que algo va a ocurrir cerca o lejos de mí, cuando se encienden las alarmas dentro del mecanismo de prospección que la eternidad me ha dado, por lo general me equivoco. Y a veces me equivoco con tanto éxito que organizo embrollos de tal magnitud que suelen concluir en una gran tragedia.
Sin ir más lejos, el lío de mi muerte, que vino precedida, y en gran medida propiciada, por una sospecha errada. Dolores me hizo llegar, a través de mi buen amigo Ramón Ceruti, un aviso diciendo que venía a casa. Me olía que aquella tarde el amor de mi vida se comprometería conmigo para siempre y dejaría a su marido, y viviría conmigo la más hermosa y apasionada historia de amor que vieron los siglos. Le dije a mi criado que se tomase la tarde y la noche libre, que esperaba visita importante y necesitaba intimidad. “Desnuda, bañada y sola, ¿verdad señor?” Me contestó mi sirviente con su habitual mala educación. Me quedé solo y a la espera, ansioso, inquieto. Ramón, el día de antes, me dijo “Mariano, me huelo que Dolores ha tomado una decisión. Estos meses en Badajoz y Ávila la han dejado bastante, ¿cómo decirte? bastante necesitada de cariño. Así es que aprovecha la oportunidad. El día que le entregué el billete con tu petición le asaltó un brillo especial en los ojos. Después de responderme afirmativamente se llevó la nota a la nariz y aspiró profundamente”. Ante tales expectativas, ¿No tenía yo derecho a esperar lo mejor de aquella noche fría? ¿No era lo más normal auspiciar la sospecha más que fundada de que Dolores, por fin, se decidía a dejar al Cambronero? Inundé mi casa de amor: la fragancia de tres docenas de rosas, el efluvio de sándalo de la India quemando sobre unas pocas velas que dejé encendidas, el perfume francés que me apliqué en el cuello, y el cálido aroma de la madera que ardía en el hogar junto mi alma impaciente envolvía a toda la estancia en una atmósfera especial para propiciar el reencuentro y la reconciliación, para el amor y la pasión. Mientras esperaba escribía versos, me levantaba, miraba el reloj, escuchaba dar los cuartos en las torre de la iglesia, volvía a escribir.
"No te bastan los rayos de tus ojos;
de tu mejilla la purpúrea rosa;
la planta breve, la cintura airosa,
ni el dulce encanto de tus labios rojos?"
de tu mejilla la purpúrea rosa;
la planta breve, la cintura airosa,
ni el dulce encanto de tus labios rojos?"
Hasta que oí que la puerta se abría. Sonaron pasos arrastrados, algo desdeñosos y quien apareció a través del quicio del saloncito era mi criado. “Creo que me va necesitar, señor. Su sentido del olfato para estas cosas nunca ha sido muy afinado”. Le contesté de mala manera, le dije que tenía la certeza de que todo iba a ir bien e incluso le referí la intercesión de Ramon. “Menudo celestino que se ha buscado el señor. Otro que tal. Ni hablar, yo no me muevo de aquí. Estaré en la cocina por si me necesita”. Y no hubo manera de deshacerme de él. Yo sabía que se quedaba para husmear y ganarse después unos buenos maravedís explicando por ahí las crónicas de lo sucedido a porteras y amigotes. Seguí a la espera, nervioso, sin otra cosa que seguir escribiendo
¿“Tornas, infausto día,
trayéndole a mi mente
fortunas olvidadas
de tiempos más alegres?”
trayéndole a mi mente
fortunas olvidadas
de tiempos más alegres?”
Entonces noté que se abalanzaba sobre Madrid la noche profunda, silenciosa y gélida, y cuando más desesperanzado me encontraba, sonó fuerte la aldaba. Fue una llamada contundente, enérgica, de tres golpes secos que dejaron, tras el último, unos segundos de silencio y el ruido de los goznes mal engrasados al abrir, y la voz de mi criado anunciando a Dolores. A Dolores y también a su tía, una vieja insoportable de gran nariz abrujada que dejaba a su paso un olor a muerte rancia, y a orín seco mezclado con almizcles provincianos, lana húmeda y jabón de sosa.
Lo que ocurrió después ya es conocido. En más de una ocasión lo he relatado. No creo que valga la pena redundar. A veces, ahora que camino de nuevo entre mortales, alzo la nariz como un perro callejero para husmear en la memoria del aire la ilusión que desprendieron durante unas pocas horas unas cuantas rosas, el humo del incienso y la madera ardiente. Y es entonces cuando más envidio a Jean-Baptiste Grenouille, aunque al poco se difumina el deseo y me alegro de no poseer su fabulosa naturaleza, porque sé que así me ahorro el recuerdo del tufo de la pólvora y del hedor acre del alcohol de la mortaja.
Vuelvo mañana