Porque, aunque es sabido que tras toda palabra sobreviene la acción, la mano que gobierna el mundo niega su poder y se acoge y practica el hecho consumado, de manera que en su preponderancia y avance es la acción la que genere la palabra, ya sea de disculpa, de manipulación, de rendición, tergiversación de los hechos o reescritura del discurso de lo acontecido en beneficio propio y humillación ajena.
Una mano abierta sobre el rostro desconcertado de alguien, ante la estupefacción paralizada de millones de personas, en virtud de una aparente afrenta, es violencia sin paliativos, negación de la razón, atentado a la dignidad. Aunque la mano de Willie Smith es doméstica, y también prosaica, porque es un aficionado insultando a un árbitro desde la grada, un futbolista agrediendo al contrario o un automovilista exhibiendo el dedo corazón por la ventanilla de su coche. Por eso, la mano abofeteante de Willie Smith es el atrevimiento, el descaro, la mala educación y la vulgaridad del discurso fascista.
La guantada televisada y global de la pasada noche de los Óscar no es la escena de una película, no es ficción, no es Bud Spencer repartiendo treinta guantazos por minuto en el desierto de Almería, ni siquiera Glenn Ford cacheteando a Rita Hayworth dentro del camerino. Es la acción premeditada, serena, calculada y pretenciosa de un hombre tan mirado de sí mismo que creyó contar con el derecho a defender algo supuestamente suyo, como lo habría hecho un conde en la Edad Media, un duelista decimonónico, un borracho en un bar, Ruiz Mateos con Boyer o un macarra en la calle Montera.
Y es que el actor norteamericano, tras escuchar los chistes sobre su esposa, sonrió, se levantó de su butaca, caminó decidido, con paso firme, muy tranquilo. Durante ese breve trayecto Smith se está viendo a sí mismo protagonizando la escena de su vida, creyendo encarnar un héroe de reminiscencias épicas, un héroe social, convencido de que, tras el desenlace luctuoso, ofrecerá un gran ejemplo a sus hijos gracias al cual será aclamado por propios y extraños ante una exhibición inolvidable de viril pundonor conyugal.
Pasado un día se ciernen sospechas sobre la autenticidad de los sucedido; hay quien se está dedicando a diseccionar a través de las imágenes la gestualidad del agresor y del agredido; hay quien invierte su tiempo en analizar exhaustivamente toda la escena en su conjunto, con el ánimo de revelar indicios que prueben el montaje. De mundo-Hollywood no sería de extrañar. Aunque quizás el primer rastro que debemos husmear para desentrañar el móvil de semejante espectáculo sea el hundimiento de la audiencia televisiva de la ceremonia de los Oscar, que ha sufrido una caída en las dos últimas décadas de 50%, lo cual explicaría la necesidad de este bochorno planetario.
Bofetada real o bofetada acordada, exabrupto sincero o exabrupto falso, la cosa es que el asunto se agrava si Willie Smith, Jadda Pinket, Chris Rok y la Academia que otorga los premios Oscar planearon la escena con el fin de que la gala recuperase visibilidad y audiencia y, por tanto, un aumento en la cuenta de resultados para la próxima edición, cuyo mayor atractivo será el recuerdo del paseo sobre fieltro rojo más visto de la historia, una sonora agresión y la frase “Quita el nombre de mi mujer de tu puta boca” Sería tanto como animar a todos los medios de persuasión del mundo a proponer escenas violentas, de estirpe cutre, con la única finalidad de ganar dinero, que finalmente es lo que a estas alturas, todos perdonamos. “Bien hecho”, diría un amigo del comercio al uso.
Ciertamente, el asunto no hay por donde cogerlo. Tenemos el deber de censurarlo, sin contemplaciones, sin medias tintas, sin un tanto así de condescendencia. De haber sentido que se ultrajaba a su esposa o de haber sentido la necesidad de limpiar su honor como Mío Cid en la afrenta de Corpes, la salida digna y más efectiva que le quedaba al señor Smith era abandonar la sala, pero no podía, porque le recibía un premio, el premio más importante de su carrera, y entre recogerlo y mostrar su indignación con su ausencia, prefirió lo primero. Por eso decidió invadir el escenario y agredir al causante de su desasosiego. Por eso se quedó después sentado y eligió gritar igual que un vulgar hooligan, igual que el ciervo en la berrea. Por eso, finalmente, ocupó nuevamente el escenario y, ante el silencio y la pasividad escandalosa del público, se permitió ofrecer unas palabras, justificando su propio proceder y obviando el perdón de su víctima, eso sí, con la célebre y codiciada estatuilla en la mano.
Tras miles de años, al menos en algunas partes del planeta, el hombre ha conseguido que sus conflictos se diriman a través de las leyes que entre todos dictamos. El honor y sus variantes se litigan en los tribunales, civilizadamente. La defensa de nuestra reputación ya no se realiza a golpe de espadón, o con un disparo de pistola de pedernal. Ni siquiera un padre al que han violado a su hija se ve en la obligación moral de acabar con la vida del agresor, tal y como ocurría hace apenas un siglo. Además, en los países llamados avanzados, la educación universal se ha extendido. Las mujeres, con mucho esfuerzo y obstáculos, van ocupando el lugar que les corresponde. Los países intentan siempre agotar las vías diplomáticas para resolver sus disputas e intereses…
Quiero decir que, a pesar de haber realizado este camino colectivo, en ocasiones surgen tipos extemporáneos que lo desandan y nos llevan a lugares de partida. De hecho, la Historia de la humanidad se ha construido a manotazo limpio. A pesar de que somos una aplastante mayoría las que solucionamos nuestros problemas y hasta nuestras afrentas sin romper un plato, o sencillamente asumiendo estoicamente determinadas eventualidades de la vida, en los últimos años van ganando espacio actitudes, maneras de estar en el mundo y personas cuyas propuestas y ejemplos intentan llevarnos a todos, maniatados, a la casilla de salida, con la ayuda de la comunicación injertada en el dinero. La mano de Willie Smith indica esa dirección; la mano de Willie Smith es la mano que ha gobernado el mundo durante mucho tiempo. Niega la palabra, la desdeña, y en la fuerza notoria y mediática de su acto propina otra bofetada al futuro con la aquiescencia, los aplausos y las risas de muchos, y la indiferencia de otros.