La mañana de la víspera de San Juan suele ser soleada. Con ella se da por inaugurado oficiosamente el verano, que todavía no ha tomado conciencia de sus poderes porque el calor no agobia y el sol se recibe en la piel como bendición divina. En las mañanas, mañanitas de San Juan, la multitud prepara la celebración de la noche más corta del año. En el Mediterráneo esta jornada es especial. El aire se llena de luz, se espanta el silencio con pólvora, la noche huele a mar y, si el alcohol no ha hecho estragos, bajo la luna el amor gime sobre la carne. Desde hace ya algunos años no vivo la noche de San Juan lejos del mar. Llego a mi casita de la costa antes de mediodía, con tiempo suficiente para instalarme, ahuyentar la humedad estancada y airear a los fantasmas que aprovechan la ausencia del invierno y ocupan con su aliento frío la atmósfera abandonada del hogar. Después aprovisiono la bodega, lleno la despensa y le doy unos retoques al jardín, rebosante de hiedra exuberante, hortensias, pitas, geranios púrpuras, clavel rojo, genista, lavanda, aromático jazmín blanco y buganvillas radiantes que absorben todos los rayos del sol desde lo más alto del mástil del tronco en donde esparcen hacia el azul templado del cielo sus ramas repletas de flores. Me gustaría dejar que las plantas del jardín creciesen a su libre albedrío y no tener que cortarlas nunca; que se enredasen unas en otras, hasta no saber en qué lugar preciso han enraizado; que cobijasen otras especies ajenas, malas hierbas, dientes de león, ortiga, cardos, menta silvestre, citronela; que las semillas que transportan insectos, pájaros y el viento germinasen aquí y allá, entre el césped verde y el seto de ciprés en donde cada año, puntualmente, anida la misma pareja de mirlos que interpreta, con su grave y hermoso canto de flauta, la banda sonora de los primeros días de verano. Pocas veces he conseguido verles más de tres o cuatro segundo seguidos. No se dejan. En un momento u otro descubro el hueco del seto por donde se cuelan, que es donde han construido el nido en el que crían a su polluelo. El mirlo es uno de los pájaros más hermosos que vuela el cielo. Más que por el negro cerrado de sus plumas, su pico amarillo y el sonido de su canto, admiro al mirlo porque es solitario e independiente. Jamás se agrupa. El mirlo es como un gato alado. Por eso los romanos le bautizaron merula, que significa casi solo, y esa debe ser la razón principal de mi admiración hacia esta hermosa ave, que vive su existencia en estricta soledad, y que se aferra al territorio como las raíces de las plantas a la tierra, como mi discurrir a través de la eternidad, o mi estancia secular en la fosa en donde me pudro.
Pero las convenciones pueden conmigo, de manera que cuando habito mi casa cerca del mar procuro mantener el césped bien peinadito, igual que el flequillo de un graduado de Yale, y como esta primavera el cielo ha sido generoso, la hierba se ha engreñado en una caótica melena verde que se mece serena al compás de la brisa. Así que para dar fin a todas las tareas domésticas que suponen abrir una casa de veraneo, y para evitar la crítica de las visitas hacia el estado del césped, finalmente me dispuse a cortarlo. Cuando el contraste entre la zona peinada y la que no había cortado me recordaba un bosque tupido que limitase con la campiña, detuve súbitamente la máquina porque, entre tallos altos, grama salvaje y hierbas de todo tipo, yacía el cuerpecito medio podrido, mordisqueado, sin plumas, esquelético, del polluelo de mirlo que con inconsciencia precoz habría intentado el primer vuelo sin calcular bien sus fuerzas escasas, sin tener en cuenta su torpe pericia, o sin haber recibido todavía la primer lección natural que alerta sobre el instinto depredador de los enemigos urbanos que acechan, voraces, descuidos, errores y temeridades. En ese momento me invadió el impulso de conectar de nuevo la cortadora y pasarla sobre el cadáver del pequeño mirlo muerto para que su cuerpecillo se mezclase con la hierba molida y pasase a formar parte de la materia orgánica que poco después lanzaría a los contenedores selectivos. Pero al escuchar el motor afilado de la máquina imaginé en segundos cómo sería el ruido de los huesecillos aún por hacer cuando se iniciase el rotar de las cuchillas que, sin piedad, triturarían al polluelo y no dejarían de él, ni siquiera, el recuerdo de su breve y único vuelo. De modo que desconecté el cortacésped, fui a buscar una escoba y con la ayuda de un recogedor enterré entre el montón de hierba cortada, dentro de una bolsa verde, sin honores, lágrimas, o ceremonias, lo que los gatos dejaron de la cría del mirlo. Lo último que vi del pequeño despojo fue su pico abierto y dos diminutos hoyitos, oscuros como una cueva, que hacía poco debieron contener dos ojillos curiosos, pequeños, igual que cabezas de alfileres. También vi el pico amarillo del mirlo padre entre las espesura del seto que, expectante, cobijado sobre el mismo lugar en donde eclosionó la vida difunta, contemplaba toda la escena sin otra posibilidad más que la del lamento inaudible de su canto hermoso en la noche del año en que arden hogueras, estalla la pólvora y languidece exhausto el amor.
Vuelvo mañana
La cabeza me duele tanto que parece que me vaya a estallar. El whisky de ayer era de lo peor, y lo pagué como si hubiese reposado durante décadas en las bodegas del más recóndito de los castillos escoceses. Esos son los únicos lugares en donde habitan los fantasmas, señorito, y no en su casita de la playa. Por lo demás, tengo tal resaca que no pienso invertir ni medio segundo en desmentir sus labores del hogar, ni en probar que la bodega y la despensa las pisa usted, exclusivamente, para vaciarlas. Tampoco tengo ganas de explayarme en criticar la pedantería que exhibe: se cree el señor que no nos damos cuenta de que consulta Wikipedia más que un aspirante a bachiller, con el fin de hacer ostentación de latinajos y etimologías que no vienen al caso.Y en cuanto a la vida y a la muerte, menos voy a decir. Parece que no sepa hablar de otra cosa. Al final le van a coger el número y van a ver que todo es pura impostura, y entonces, amigo, no le leerá ni un servidor. Con Dios.
C.
PD: Muy bueno lo de su afición ornitológica. Después de 200 años juntos, todavía es capaz de sorprenderme, señor.
Pero las convenciones pueden conmigo, de manera que cuando habito mi casa cerca del mar procuro mantener el césped bien peinadito, igual que el flequillo de un graduado de Yale, y como esta primavera el cielo ha sido generoso, la hierba se ha engreñado en una caótica melena verde que se mece serena al compás de la brisa. Así que para dar fin a todas las tareas domésticas que suponen abrir una casa de veraneo, y para evitar la crítica de las visitas hacia el estado del césped, finalmente me dispuse a cortarlo. Cuando el contraste entre la zona peinada y la que no había cortado me recordaba un bosque tupido que limitase con la campiña, detuve súbitamente la máquina porque, entre tallos altos, grama salvaje y hierbas de todo tipo, yacía el cuerpecito medio podrido, mordisqueado, sin plumas, esquelético, del polluelo de mirlo que con inconsciencia precoz habría intentado el primer vuelo sin calcular bien sus fuerzas escasas, sin tener en cuenta su torpe pericia, o sin haber recibido todavía la primer lección natural que alerta sobre el instinto depredador de los enemigos urbanos que acechan, voraces, descuidos, errores y temeridades. En ese momento me invadió el impulso de conectar de nuevo la cortadora y pasarla sobre el cadáver del pequeño mirlo muerto para que su cuerpecillo se mezclase con la hierba molida y pasase a formar parte de la materia orgánica que poco después lanzaría a los contenedores selectivos. Pero al escuchar el motor afilado de la máquina imaginé en segundos cómo sería el ruido de los huesecillos aún por hacer cuando se iniciase el rotar de las cuchillas que, sin piedad, triturarían al polluelo y no dejarían de él, ni siquiera, el recuerdo de su breve y único vuelo. De modo que desconecté el cortacésped, fui a buscar una escoba y con la ayuda de un recogedor enterré entre el montón de hierba cortada, dentro de una bolsa verde, sin honores, lágrimas, o ceremonias, lo que los gatos dejaron de la cría del mirlo. Lo último que vi del pequeño despojo fue su pico abierto y dos diminutos hoyitos, oscuros como una cueva, que hacía poco debieron contener dos ojillos curiosos, pequeños, igual que cabezas de alfileres. También vi el pico amarillo del mirlo padre entre las espesura del seto que, expectante, cobijado sobre el mismo lugar en donde eclosionó la vida difunta, contemplaba toda la escena sin otra posibilidad más que la del lamento inaudible de su canto hermoso en la noche del año en que arden hogueras, estalla la pólvora y languidece exhausto el amor.
Vuelvo mañana
La cabeza me duele tanto que parece que me vaya a estallar. El whisky de ayer era de lo peor, y lo pagué como si hubiese reposado durante décadas en las bodegas del más recóndito de los castillos escoceses. Esos son los únicos lugares en donde habitan los fantasmas, señorito, y no en su casita de la playa. Por lo demás, tengo tal resaca que no pienso invertir ni medio segundo en desmentir sus labores del hogar, ni en probar que la bodega y la despensa las pisa usted, exclusivamente, para vaciarlas. Tampoco tengo ganas de explayarme en criticar la pedantería que exhibe: se cree el señor que no nos damos cuenta de que consulta Wikipedia más que un aspirante a bachiller, con el fin de hacer ostentación de latinajos y etimologías que no vienen al caso.Y en cuanto a la vida y a la muerte, menos voy a decir. Parece que no sepa hablar de otra cosa. Al final le van a coger el número y van a ver que todo es pura impostura, y entonces, amigo, no le leerá ni un servidor. Con Dios.
C.
PD: Muy bueno lo de su afición ornitológica. Después de 200 años juntos, todavía es capaz de sorprenderme, señor.