Coger un taxi en
México sería el equivalente a follárselo en España. En México y en el resto del
mundo un taxi se toma, pero aquí lo único que tomamos es el café de las 10,
la caña de la una y los gintonics de la noche. Y es que, a diferencia del resto del mundo, en España nunca tomamos nada y todo lo cogemos. Las vacaciones,
el tren, el avión, el vuelo, el atajo, el autobús, el puente del Pilar , un resfriado, una
infección, el bolso, los billetes…
Probablamente en
su modo indicativo, tiempo presente y primera persona del singular no exista en español un verbo tan
feo como coger. Su sonido es tan desagradable que puede producir carraspera y, en
gargantas fumadoras, incluso espontáneos y
espesos esputos.
En español yo soy
incapaz de encontrar una relación que sea medianamente intuitiva o visible entre tomar y coger. No son verbos sinónimos ni por
aproximación. Podría haber cierta equivalencia entre el uso activo imperativo
de la acción tomar y la aceptación de quien nos invita a coger. ¡Toma!
¡Gracias, ya lo cojo!
También
tomamos esposo o esposa en las
ceremonias nupciales y según la santa madre iglesia, ese tomar lleva
implícito el permiso para coger.
El otro día
ensayaba el comprometedor salteado de espárragos trigueros con golpe de muñeca.
Después de tres intentos, conseguí mantener
todos los pedacitos verdes dentro de la sartén y, exultante y orgulloso de mi hazaña,
solté un exultante ¡toma ya! Esa misma exclamación es la que utilizo cuando
lanzo de gancho un papel arrugado desde una distancia de cinco metros y lo encesto
limpiamente en la papelera o gano un
órdago a la chica con un as y un cuatro. Son momentos para grandes y
escandalosos ¡Toma ya!
Estos días está
complicado tomar un taxi porque Uber se ha cogido el negocio, y también a los
taxistas. Llamar a un taxi, subirse, indicarle al conductor que nos traslade a un lugar
determinado, y compartir con un completo desconocido los minutos que transcurre la carrera en ese espacio mínimo que supone un coche, no deja de ser un acto de suma
confianza. Al fin y al cabo lo que hacemos es ponernos en manos de alguien que nos facilita, por un puñado de euros, ni más menos que nuestro
destino. Nunca nadie dio tanto por tan
poco.
Uber o cualquiera
de esas plataformas en litigio también,
pero se mire por donde se mire, no es lo
mismo. Esos vehículos de alta gama conducidos por pobres esclavos bien vestidos
aparecen después de utilizar algo tan prosaico y vulgar como un teléfono móvil, y una app, y
nos ofrecen la certidumbre, la disponibilidad y la comodidad, y sobre todo el sueño
proletario de poseer un chófer solícito, uniformado, que solo habla si nosotros se lo pedimos y siempre
nos da la razón.
El taxi, en cambio,
nos pide guerra. Con el taxi le tomamos el pulso a la ciudad. El taxi es
pícaro, imprudente y rebelde. El taxi es nosotros. El taxi huele. El taxi suena. Entre el taxi y su cliente no hay distancias,
ni tapujos, ni la apariencia limusínica , ni medias verdades. El taxi viste
igual que nosotros, es simpático o
antipático, esmerado o desagradable,
cálido o frío, servicial o borde. Y lo más importante: quien de verdad nos
ofrece un destino es el taxi, porque lo encontramos en medio de la calle, a la
intemperie, o aguardando paciente que le toque el turno de servicio en una larga cola junto a una estación, o un
aeropuerto, que son esos otros lugares donde nacen y mueren los destinos.
De hecho, en
rigor, nadie coge un Úber. Ni siquiera toma un Uber. Quien viaja en un coche Uber previamente ha comprado un smartphone, ha pagado una cuota telefónica, se ha bajado
Uber, le ha regalado sus datos personales a Uber, se ha registrado en Uber y a continuación ha
pedido, solicitado o concertado un esclavo de Uber y, en ese proceso, acrecienta el negocio de esclavitud
colaborativa que es Uber. De modo que ¿cómo voy a confiar mi destino a un explotador como Uber? ¡A tomar por culo, Uber!. Aunque me duelan las
amígdalas, ¡yo cojo taxi!