lunes, 9 de julio de 2018

Trigo



Miro los campos que camino al atardecer y al amanecer, cuando la luz es occipital y conecta la realidad con los recuerdos del día o de la noche, descubriendo los colores y las formas, el perfil de las montañas azuladas, el canto nítido de los vencejos sobrevolando el silencio, la tonalidad precisa del  olor puro de la mañana y  el aroma a yerba, y a la tierra del crepúsculo silencioso, del alba recién parida, que clausuran y alientan la vida entre soles encarnados y lunas blancas.


Es verano y el sol ya ha tostado el trigo. Hace unos meses, estas amplias extensiones de campos cultivados que ahora atravieso eran de un verde infinito, interrumpido por las  lindes recosidas de robles, encinas y álamos, refugio y emboscada del cárabo que acecha.


Me gusta el trigo. La espiga del trigo, la hoja del trigo, el tallo esbelto y flexible del trigo, el grano minúsculo,  la mies dorada, el pan, el alimento, la fertilidad, el esfuerzo del hombre por ganarse la confianza y la generosidad de la tierra.


El trigo es la historia milenaria de la huella humana. El trigo es lucha, codicia y revolución.


El trigo se cimbrea en olas de espigas que crecen aunadas. Es difícil no caer a la tentación de posar la mano sobre las  que alcanzamos al borde del camino y sentir la caricia de sus aristas, o imaginar que al hacerlo uno tiene el poder del viento, o de los dioses, y que en ese gesto de sencillez poderosa se transmite  la danza ondulante de todo el campo que sobrevuela nuestro recuerdo cuando nace la luz o expira el día.


El trigo se siembra.
El trigo se  ahíja y se encaña.
El trigo se siega.
El trigo se sufre
              se acarrea,
               y se trilla.
              El trigo se avienta.
              El trigo se huele, se muele y se hornea.
El trigo me acuna
sobre aquellos campos azules,
bajo aquel sol de la infancia

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