Miro los campos
que camino al atardecer y al amanecer, cuando la luz es occipital y conecta la
realidad con los recuerdos del día o de la noche, descubriendo los colores y
las formas, el perfil de las montañas azuladas, el canto nítido de los vencejos
sobrevolando el silencio, la tonalidad precisa del olor puro de la mañana y el aroma a yerba, y a la tierra del crepúsculo silencioso,
del alba recién parida, que clausuran y alientan la vida entre soles encarnados
y lunas blancas.
Es verano y el
sol ya ha tostado el trigo. Hace unos meses, estas amplias extensiones de
campos cultivados que ahora atravieso eran de un verde infinito, interrumpido
por las lindes recosidas de robles,
encinas y álamos, refugio y emboscada del cárabo que acecha.
Me gusta el
trigo. La espiga del trigo, la hoja del trigo, el tallo esbelto y flexible del
trigo, el grano minúsculo, la mies
dorada, el pan, el alimento, la fertilidad, el esfuerzo del hombre por ganarse la
confianza y la generosidad de la tierra.
El trigo es la historia milenaria de la huella humana. El trigo es lucha, codicia y revolución.
El trigo se cimbrea en olas de espigas que crecen aunadas. Es difícil no caer a la tentación de posar la mano sobre las que alcanzamos al borde del camino y sentir la caricia de sus aristas, o imaginar que al hacerlo uno tiene el poder del viento, o de los dioses, y que en ese gesto de sencillez poderosa se transmite la danza ondulante de todo el campo que sobrevuela nuestro recuerdo cuando nace la luz o expira el día.
El trigo se siembra.
El trigo se ahíja y se encaña.
El trigo se siega.
El trigo se sufre
se acarrea,
y se trilla.
El trigo se avienta.
El trigo se huele, se muele y se hornea.
El trigo se ahíja y se encaña.
El trigo se siega.
El trigo se sufre
se acarrea,
y se trilla.
El trigo se avienta.
El trigo se huele, se muele y se hornea.
El trigo me acuna
sobre aquellos campos azules,
bajo aquel sol de la infancia
sobre aquellos campos azules,
bajo aquel sol de la infancia
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