No es nada fácil hablar de un héroe, entre otras cosas porque podría darse el caso de que al mismo héroe no le haga ni pizca de gracia. Los paisanos de Van Morrison, por poner un ejemplo, bautizaron una calle con su nombre y el mítico artista irlandés lo que puso es su potente voz de rythmn and blues en el cielo, y una amenaza de denuncia si el ayuntamiento de su pueblo natal no descolgaba de inmediato la placa de la pared, en donde se leyó durante unos pocos días ‘Van Morrison Street”. Si este gran músico conociese el idioma español y alguien le regalase “Últimas tardes con Teresa” , o “La oscura historia de la prima Montse” quiero imaginar que no se resistiría a la tentación de escribir una canción con la historia de Manuel Reyes. Nadie como Morrison para componer el cantar épico de Pijoaparte.
Yo no toco instrumento alguno, presumo de tener un carácter moderadamente soliviantado, que se atenúa los viernes, y jamás le he puesto la mano encima a una mujer. Ignoro si lo ha hecho Morrisson, pero si sé a ciencia cierta que Manuel Reyes abofeteó a una criada después de amarla apasionada y sabiamente junto al Mediterráneo creyendo que era una niña pija convergente avant la démocratie. Porque al amanecer, al descubrir el uniforme de chacha cuidadosamente plegado sobre la silla en la misma habitación en donde desplegó esa misma noche todas sus dotes amatorias, en donde dibujó los más sutiles movimientos, en el mismo espacio en el que regaló las caricias más reservadas dentro del catálogo de recursos del más virtuoso de los amantes de la Barcelona franquista, el héroe del Carmelo se sintió nuevamente derrotado en su guerra contra el propio fracaso de su vida .Y por eso, al ver que aquella bella muchacha a la que había elevado a los cielos no era más que una como él, se le apoderó la rabia. Intentó asumir durante breves instantes un nuevo embate del destino, pero fue en vano, porque al poco, como si en esa acción descargase toda la mierda de una historia jalonada de estafa, miseria y determinismo, Manuel Reyes zarandeaba a la joven Maruja, que al despertar atolondrada recibía del Pijoaparte tres bofetadas como tres soles igual que el que en ese momento emergía del mar desvelando con su luz la fantasía de una noche que fue esperanzadora mientras duró.
No sé si en los tiempos que corren Juan Marsé hubiese permitido que su criatura abofetease a una mujer. Él mismo explica que años después de “Últimas tardes con Teresa…” cuando se dispuso a escribir “Si te dicen que caí”, no pensó en ningún momento en la censura, y la escribió a tumba abierta. Seguramente hoy montaría la escena tal y como surgió, originalmente, y por supuesto, despreciando también las normas no escritas ni legisladas de la censura actual que dictan qué es y qué no es lo políticamente correcto; censura a la que se someten muchos autores, con el escamoteo consiguiente de realidades, y mucho más eficaz y castradora que el lapicero rojo de los años de la dictadura, porque es el autor quien se la impone a si mismo. De hecho, ahora mismo, yo me veo escribiendo estas líneas sin saber bien
por qué, casi justificando mi veneración por Manuel Reyes- ¡un abofeteador de chachas! Lo mismito que Glenn Ford con Rita Hayworth, pero en charnego- para lo cual he tenido que desperdiciar todo un párrafo parafraseando la maestría narradora de Marsé. Y es que estos tiempos, pesados tiempos, viscosos tiempos, más allá de toda frustración postmoderna (habría que sustantivar con un nuevo término la vuelta de tornillo del postmodernismo), he encontrado el líder social, el ejemplo a seguir, la luz, la utopía, el camino, praxis y tesis, al fin, unidas en un solo hombre, en el camarada Manuel Reyes, más conocido como el Pijoaparte. Y lo digo sin un ápice de ironía. Todo lo contrario: mis respetos para aquel que se vale del amor para salir de la miseria; para aquel a quien, gracias al amor profesado hacia una señorita de mierda, puede librarse por siempre de un destino que nadie merece, y que en ese proceso, en ese intento, se descubren, se develan, aparecen sin coartada posible y sin él saberlo –porque a Pijoaparte le importa un rábano, y eso es lo mejor- , actitudes morales de otra clase social que ponen a cuada cual en su lugar, con
independencia del domicilio geográfico, la lengua que se hable y lo amplia que sea la superficie en donde unos y otros vivan. El camarada Reyes es, para mí, el azote de una moral burguesa catalana que todavía campa a sus anchas, que nació con el auge económico de la industria textil y de la necesidad de provisiones de los contendientes de la Primera Guerra Mundial; que se hizo fuerte con el franquismo y que al rebufo de la democracia supo embadurnarse y perfumarse con los afeites necesarios para camuflar el olor a muerto, a traición y a dinero sucio. De esa manera siguieron siendo señores respetables, cimentadores de la sociedad, la savia económica de la sociedad, y pasaron como liberals de tota la vida, RH comprobado, cuatro apellidos, misa dominical, ‘Els Segadors’, unas cuantas flores cada 11 de setembre y el balcón bien pertrechado para cuando toque manifestación masiva a la que, por supuesto, no asisten, por aquello de no significarse.
Manuel Reyes es el líder literario, la criatura de referencia, que pone todo ese entramado moral y político (sí, político, por qué no decirlo) patas arriba, porque está tejido de hilo borde, un género falso como el sentimiento nacional que hoy muchos enarbolan, más falso que el alma de judas. Pero Pijoaparte pierde, y al perder triunfa, porque su triunfo es moral, porque es derrotado por amor, sólo por amor, como los héroes clásicos, los que nunca mueren, a los que un día vemos en el metro, otro en un bar, otro en la fábrica, en la cola del paro, en la discoteca de moda, descreídos de todo, aparentemente seguros de sí mismos, ejemplares únicos, supervivientes natos, pícaros, conocedores del terreno que pisan, conscientes de sus encantos, lobos solitarios dentro de un hábitat expropiado, dejado de la mano de dios, que se asocian y buscan (siempre buscan) poder traspasar la barrera social impuesta por el origen. Hoy hay Reyes por doquier, pero no quieren ser líderes de nadie, igual que el primero. Es más, les molestaría, como a Van Morrison, la alabanza y la demanda de catecismo, entre otras cosas, porque bastante tienen con resolver sus propios problemas. Los Reyes de la actualidad, igual que el de Marsé, son perdedores natos, seductores de niñas bien que humedecen sus sueños con golfos de apuesta virilidad, y mártires de su propia existencia cuando menos se lo esperen.
En las próximas elecciones, en el colegio electoral en donde yo suelo votar, cuando se inicie el recuento y alguno de los vocales dé con mi sobre y saque de él la papeleta, se oirá leer al vocal de la mesa: "¡Camarada Manuel Reyes!". Entonces, durante unos instantes, todo serán interrogantes, risas y chanzas, hasta que el interventor más listo de la mesa diga: "¡Aquest és nul , eh!" y mi papeleta con el nombre de Pijoaparte pase a engrosar el montoncito de votos que no sirven para nada.
Vuelvo mañana
Esta entrada está dedicada a Ramon Eastriver, del Far de Maians. Con cariño. Él sabe por qué