Debido a mi
trabajo frecuento tiendas de antigüedades y de segunda mano porque cuando algún
cliente necesita algo muy especial, con un objetivo muy determinado, no me queda
más remedio que acudir a ellas.
Me gano la vida con las palabras. Es un oficio muy viejo, más viejo incluso que la prostitución. De hecho, las putas lo son porque alguien, en aquella antigüedad remota, designó a esas profesionales con el sustantivo pertinente. Hasta entonces, los hombres no se referían a ellas de ninguna manera; sencillamente sabían quiénes ofrecían libremente el servicio, las visitaban, se aliviaban, pagaban lo acordado y se marchaban. Hasta que uno de mis predecesores, en un alarde de emprendimiento, creó el vocablo por encargo de alguien, probablemente el primer proxeneta de la historia que explotó sexualmente a una mujer.
Me gano la vida con las palabras. Es un oficio muy viejo, más viejo incluso que la prostitución. De hecho, las putas lo son porque alguien, en aquella antigüedad remota, designó a esas profesionales con el sustantivo pertinente. Hasta entonces, los hombres no se referían a ellas de ninguna manera; sencillamente sabían quiénes ofrecían libremente el servicio, las visitaban, se aliviaban, pagaban lo acordado y se marchaban. Hasta que uno de mis predecesores, en un alarde de emprendimiento, creó el vocablo por encargo de alguien, probablemente el primer proxeneta de la historia que explotó sexualmente a una mujer.
Creo que he
puesto un ejemplo un tanto desafortunado. Podría haber acudido a la religión,
que es de mejor llevar y dignifica de algún modo la estirpe de mi oficio. Es un
hecho incontrovertible que desde tiempos inmemoriales la mayor parte de la
humanidad ha guiado sus leyes, sus sociedades, su historia y sus destinos en
función de las palabras de algún libro
sagrado y que incluso esas obras han servido para que los hombres pudiesen
explicarse fenómenos para los que no había razonamientos plausibles. Prueba de
su efectividad es que, a pesar de todo el conocimiento científico y de la constatación de verdades racionales
básicas, todavía hoy esas palabras continúan vigentes y válidas para miles de
millones de personas, porque según ellas describen mejor que cualquier Darwin
de tres al cuarto su origen, su entorno inmediato y el más allá del final de
sus días. Por eso precisamente, la sagrada es un tipo de palabra muy codiciada,
y no está al alcance de muchos, ya que se trata ni más ni menos que de la
palabra revelada.
Yo, sin ir más
lejos, que conozco los trucos más
inconfesables del oficio, me considero creyente, católico, apostólico y romano.
Y es que la Biblia es infalible. Porque ¿quién puede resistirse ante
el impacto que produce leer o escuchar que el verbo se hizo carne y que habitó
entre nosotros? ¡Glorioso! Los clientes
que entran en mi despacho pueden observar, presidiendo mi mesa de trabajo, esa misma frase escrita en letras góticas
doradas protegida y homenajeada, con justicia, por un marco de plata. Cuando
necesito entregar un encargo con premura y me bloqueo, la leo una y otra vez
hasta que nuevamente se produce la magia y aparecen las palabra exactas con las
que mi cliente será capaz de generar
nuevas realidades utilizándolas en tiempo y forma convenientemente, tal y como se indica
en el prospecto de uso que les entrego.
A lo largo de mi
ya larga vida he trabajado para todo tipo de personas, entidades, países e
instituciones. He aceptado encargos de toda clase. Nunca le he hecho ascos a
nada porque si alguna cosa se aprende enseguida en este trabajo es que no hay
reto, problema, o situación que se le resista al lenguaje. Y lo más importante,
que pájaro que vuela a la cazuela, ya sea buitre o halcón, paloma o gorrión,
que quien guarda halla y para un artesano como yo, el éxito con el cliente más pequeño puede propiciar un
encargo de altos vuelos.
Por ejemplo, hace la friolera de años, cuando todavía
estaba instalado en un pequeño establecimiento del barrio chino barcelonés, se
presentó ante mí una señora de alta alcurnia. Casi no podía distinguir su
rostro porque guardaba celosamente su anonimato gracias a un tul oscuro de
rejilla muy fina que le cubría la cara como un burka de alta costura. Antes
siquiera de decir la primera palabra, me dejó sobre la mesa dos billetes de los
grandes y una cadena de oro tan brillante como el sol que lucía aquella mañana.
Fue muy clara en su encargo. Un clásico. Su marido, al que por supuesto ella
quería con locura, gozaba con
insistencia de los favores de una cupletista, y el asunto había llegado a los
oídos de un gacetillero con ínfulas de Kane. La familia no podía permitirse
ver como un advenedizo arrastraba tan insigne apellido sobre los adoquines de los
bajos fondos, de modo que rebusqué en mi catálogo y hallé las palabras que, si
bien no neutralizarían la noticia, sí que dotarían a toda la historia de cierto
aire de sofisticación romántica, transformando una aventura sórdida en una narración
con clase, exclusiva, propia de la alcurnia de su protagonista. Es más. Si el
recurso que yo ponía en manos de aquella mujer era utilizado según mis
instrucciones, generaría tendencia entre los más pudientes y, en unas pocas
semanas, no habría ninguna de las familias principales barcelonesas sin
cupletista que llevarse a la cama.
La clave
consistía en adelantarnos al plumillas ambicioso
y deslizar la historia al periódico de la competencia convenientemente aderezada.
En la redacción de la nota filtrada habría
que eliminar el término “aventura” y substituirlo por affaire; también era necesario inventar un pasado bohemio y conmovedor
a la amante, identificándola con la
figura de Margarita Gautier y, sobre todo, era obligatorio explicar que el antro donde se citaban los tortolitos estaba frecuentado por artistas e
intelectuales.
La señora supo enseguida
que el producto que le vendía era efectivo y como no era nada tonta entendió
que, frente a la opción de un desprestigio seguro, era necesario contraponer un
enfoque mundano y exquisito a la infidelidad imperdonable de su marido. De ese
modo, nadie la miraría como una triste y humillada cornuda; nadie en la ciudad
Condal recordaría que su marido prefería, antes que la compañía íntima de su esposa, los
encantos sifilíticos de una artista desarraigada, desdentada y posiblemente cirrótica.
Todo lo contrario. La alta sociedad barcelonesa la observaría en su palco del
Liceo como una nueva Duquesa de Guermantes y, sobre todo, el prestigio del
apellido quedaría a salvo.
Así fue.
Si me he extendido
un poco con esta anécdota ha sido para mostrar el objeto de mi trabajo, las
herramientas que utilizo y los efectos que produce. Gracias a mi técnica y a mi metodología conseguí, por
ejemplo, que el hijo inútil de un ricachón para el que trabajé y que a día de hoy todavía no sabe ni escribir su
nombre, pudiese justificar su nómina millonaria por hacer fotocopias gracias al
título que yo mismo creé para su quehacer laboral diario: Director Técnico (con
mayúsculas) del departamento de tratamiento fotomecánico de material celulósico.
He conseguido, por poner otro ejemplo, que a los grandes espacios alambrados
donde construyeron barracones infames
para alojar a hombres, mujeres y niños que iban a ser asesinados masivamente
se les llame campos de concentración, a pesar de que su nombre objetivo hubiese
sido centros de exterminio. He sido capaz de cimentar un pasado glorioso patrio, engordar el prestigio a unos
cuantos intelectuales y la cuenta corriente a media docena de
editoriales con la invención de dos generaciones de escritores- la generación del
98, la generación del 27 - a pesar de que los escritores que las integraban no se
hablaban entre ellos más que cuando les invitaban a cenar o a posar para la posteridad.
Más próximos en el tiempo, me encargué de entrenar personalmente a Victoria Prego para que utilizase convenientemente
el concepto TRANSICION EJEMPLAR. Propuse a la Unión Europea el término DAÑOS
COLATERALES para evitar hablar de mujeres y niño muertos en las guerras, pero
como en nuestro continente no teníamos guerras no me hicieron caso; así que se
lo vendí a los Estados Unidos de América, del que sacaron buen partido. Sin
embargo, años después de que estallase la de Yugoslavia, Javier Solana fue uno
de los que más y mejor utilizó este hallazgo al que, dicho sea de paso, considero una de mis obras maestras, eso sí, junto a la prodigiosa transmutación en mero CONFLICTO de la mismísima
guerra, potente, desgarradora y dolorosa.
Últimamente sigo
las tendencias americanas. La verdad es
que son unos genios. Los americanos no caminan a lomos de gigantes. Se sienten
libres para hacer y deshacer a su antojo. Ellos son los gigantes. Son tipos
desacomplejados sobre los que no pesa más tradición que la del derecho a tener
armas, la propiedad privada y el dinero.
Su último triunfo ha provocado consecuencias de alcance global. La invención
del lenguaje políticamente correcto es uno de los grandes hitos de la
humanidad. Con esa técnica han conseguido lo que no ha no han conseguido ni las
revoluciones ni las guerras. Han llegado a la culminación de nuestra profesión, porque no solamente han modificado la percepción de la
realidad sino que, en ocasiones, han
conseguido aniquilar para siempre elementos de esa misma realidad que, aunque
percibimos materialmente, ya no existen, porque no se nombran con el sustantivo
o con la expresión que les era propia, genuina, esencial . Y me da igual el
objetivo final. Yo ahí no entro. Soy un profesional, y cumplo lo mejor que
puedo con mi trabajo.
Quiero constatar,
en definitiva, que yo no me dedico al neologismo. No toco ese género. Eso se lo dejo a los poetas, a los novelistas,
esos tipos excéntricos que desperdician
de modo absurdo su talento buscando inútilmente
palabras nuevas para describir la realidad sin entender que la realidad son las
palabras, que la realidad se cambia con las palabras que hemos utilizado toda
la vida y que aunque mientan e inventen historias inverosímiles con el anhelo
de revelar la verdad, no hay más verdad que la que la es capaz de construir la
combinación fecunda de la vanidad, la ambición, la envidia y el dinero.
Pueden resultar
aleccionadores otros ejemplos de mi trayectoria profesional. En la década de los setenta el negocio empezaba a florecer de
verdad. Me había labrado un nombre y la necesidad de utilizar adecuadamente el lenguaje se había extendido
por todas las grandes esferas, tanto políticas como económicas. Mis
intervenciones locales y de cariz más doméstico habían llegado a oídos de
personas influyentes en la capital, que es el lugar donde de verdad se corta el
bacalao. Esa buena prensa, producto de mis éxitos profesionales, me proporcionó
la oportunidad de participar activamente en varias operaciones importantes,
alguna de ellas vitales y decisivas para el futuro de nuestro país.
De manera que, poco
a poco, me fui haciendo con una
clientela respetable que confiaba en mi buen hacer. La progresión positiva y
sostenida de mis ingresos me permitió mudarme a un edificio noble del Paseo de
Gracia, muy cerca de la Casa Batlló. Un día se me presentó un tipo de mediana edad, fuerte y muy serio, vestido elegantemente pero
sin aspavientos, tocado con sombrero negro y con ese aire de
seguridad que solamente desprenden quienes han nacido sobre paños de seda. Me
dijo que era el hombre de confianza de otro tipo que se dedicaba al negocio de
la banca, pero que de momento no quería desvelar su identidad, y que le urgía resolver con la máxima
celeridad un asunto de gran trascendencia. Fue a causa de
este encargo por lo que no tuve más remedio que acudir nuevamente a mis proveedores habituales del gremio de los
anticuarios; algo que, por otra parte, me resulta fascinante.
¿Continuará?