¿ Qué soy y qué no soy?
A la primera pregunta no creo que pueda ofrecer una
respuesta mínimamente solvente. Ni substituyendo el qué por el quién o por el
cómo obtendría un veredicto más o menos fiable, al menos para mí, y no
digamos ya para los demás. Aunque, quién sabe, es más que
probable que una legión de personas me haya colocado unas cuantas etiquetas y
estén mucho más convencidas que yo mismo al respecto de los atributos que conforman
mi personalidad.
La rotundidad de las conclusiones que arrojan los
análisis de este masivo grupo de psicólogos aventajados suelen provenir de prejuicios, intuiciones mal
orientadas, dimes y diretes derivados de fuentes mal informadas, rumores, y en
el mejor de los casos, aproximaciones hacia mi persona en contextos extraordinarios
o en momentos en los que
las circunstancias del
entorno constriñen mi
proceder natural.
El tiempo también es un factor a tener en cuenta. Por eso
soy mucho más condescendiente con los juicios sumarísimos que realizan personas
que tan solo saben de mí, de mis pensamientos y de mis hechos, durante poco tiempo y en ambientes muy
concretos, que con las personas con quienes vengo
relacionándome desde hace tantos años que
ya ni recuerdan el primer dictamen que emitieron cuando me vieron y me
escucharon por primera vez.
Los primeros suelen desmentir su opinión inicial, para
bien o para mal, o sencillamente se olvidan de mí; los segundos echan mano
de su colección de etiquetas con las que
despachan desencuentros, discusiones y todo tipo de disensiones mal
resueltas en las que a menudo quedan al
descubierto sus propias contradicciones, probablemente debido a la consistencia
de mis criterios, que no suelen asentarse
en la ocurrencia, sino en el esfuerzo y en horas de búsqueda y de reflexión,
sobre todo si se tratan asuntos que afectan directamente a mis principios,
a las normas éticas y morales de mi decálogo
ético y moral con el que ando por
la vida.
Esas normas autoimpuestas no están grabadas en las
piedras, ni las recito arrodillado ante la cama antes de acostarme.
Sencillamente conforman lo que no soy. Y si alguna etiqueta o condena merezco,
es a ellas a las que hay que acudir para describirme sumariamente.
No soy mentiroso. No soy corrupto. No soy orgulloso. No
soy ladrón, ni cómplice de ladrones. No soy egoísta. No soy inteligente. No soy
racista. No soy nacionalista. No soy
violento. No soy vago. No soy intolerante. No soy cruel. No soy
capitalista. No soy un trepa. No soy
hipócrita. No soy inflexible. No soy neolobileral. No soy envidioso. No permanezco insensible ante el dolor ajeno,
y tampoco ante la belleza. No soy insolidario. No soy ambicioso. No soy homófobo. No soy
maleducado. No soy un fariseo. No soy escéptico. No soy cínico. No soy
pragmático. No soy fascista. No soy desleal, y tampoco infiel. No soy ateo. No soy
rico. No soy xenófobo. No soy pobre. No soy perfecto. No soy tonto. No soy
machista. No soy peor que los peores, y
tampoco mejor que los mejores. No me cuesta
pedir perdón*, tantas veces como sea necesario, y tampoco perdonar. No soy cobarde, y tampoco un héroe. No soy miedoso. No soy vengativo, ni
rencoroso. No olvido mis orígenes, y no los olvido porque
no soy todo esto gracias a la educación, los valores y el modo de estar en el
mundo que me transmitieron mis mayores.
De manera que
hago todo lo posible por no ser vanidoso, porque si algo soy, no me lo debo a
mí mismo.
Así es que, cualquiera
que actúe, opine, o ponga en entredicho
la mayor parte de los atributos que me
constituyen en negativo -y como quiera que ninguno de ellos contribuye a un mundo peor- se encontrará frente a mis palabras, mis argumentos y mi determinación al debate
y a la crítica; sosegadamente una
veces; en ocasiones apasionadamente, dependiendo de la circunstancia, y sobre todo de
mi estado de ánimo, porque ¡Qué caray!
¡Nací! ¡Soy un ser humano! *Esas son las únicas certidumbres por las que difícilmente llegue algún día a pedir
perdón.