Por arreglarte una cosa te estropean otra. Así son los
médicos. Y es que hasta hace poco yo vivía feliz gracias a los pequeños placeres de la vida. Pero un buen día me
encontré con que los hijos habían crecido
lo suficiente como para despojarme de mi soberanía y, sutilmente, sin que
apenas me percatase, me convirtieron en la diana de sus preocupaciones.
Lo peor del asunto no es que se preocupen de uno. Bien
mirado, incluso se agradece. Lo peor es que no sé si su desazón es sincera o
quizás impostada. He llegado a sospechar que se trata de una venganza cocida
a fuego lento a lo largo de los años,
probablemente debida a todas las órdenes
arbitrarias con las que les he dirigido buena parte de su vida.
Sea como fuere, la cosa es que una mañana de junio me vi sentado en la sala de espera de una fría consulta, expectante e inquieto. Dicen
que ya no soy el de antes, porque toso a menudo y mi respiración se oye desde
lejos, y parece que me canso… y un sinfín
más de síntomas y miserias fisiológicas de las que ellos se creen a salvo.
Pero el destino estaba escrito. Aquella mañana fue
decisiva. Todo cambió. El médico, el
brazo ejecutor del desquite filial, me prohibió taxativamente
una de esas satisfacciones que me redimen del mundo, de las horas
interminables sentado en el balcón, de la conversación tediosa con los pocos
amigos que me quedan, de las malas
novelas, del régimen bajo en grasas y de ese humillante hilo de orina goteada
que se precipita cada media hora contra el borde de la tapa del retrete.
Efectivamente. De buenas a primeras, me quedé sin tabaco. ¡La
abstinencia es terrible! Es tan penetrante
la nostalgia del humo surgiendo de mi interior que a las pocas semanas
me sorprendí soñándome a mí mismo
aspirando dulce tabaco de pipa,
humedeciendo en los labios un magnífico habano mientras observo extasiado su
incandescencia, o leyendo en silencio
mientras sostengo entre los dedos o descuelgo entre los labios,
despreocupadamente, un hermoso cigarrillo.
El sueño me resultaba tan placentero y profundo que una mañana, poco antes de despertar, mi superyó surgió con toda la
fuerza de su poder y sin consultar a aquel hombre débil, acabado y humillado que yo era, decidió tomar las riendas de mi vida para recuperar mi
autoridad emancipada.
Y desde aquel maravilloso no despertar de finales de junio, aquí yazgo, tranquilo y estable, en
un permanente coma vaporoso, con la
autoestima recobrada, fumando a todas
horas, indemne, inmune a la nicotina y a los alquitranes, a salvo de los reproches,
de las caras largas, de las preocupaciones ajenas y de las sentencias
abusivas del médico.
Sí, he resuelto residir
en esta narcosis perpetua, en un
sueño infinito rebosante de humo espeso
y aromático, a pesar de los lamentos inconsolables de los hijos, que se acercan
junto a mi cuerpo inconsciente,
implorando al médico que haga algo.
Pero lo siento, ya no hay nada que hacer. Aquí permaneceré, tendido sobre mi cama, catatónico a voluntad,
emancipado, disfrutando de mis placeres
soberanos, soñando que fumo, fumando en mi sueño perenne hasta el día que me falte la vida.
La ilustración es de Carlos Merchán. Se titula “Viejo
fumando”. La he encontrado en su blog http://carlosmerchansolopintura.blogspot.com/2011/06/viejo-fumando.html
2 comentarios:
Ay, amigo. Haya mucho, algo o nada de ficción en el relato, es tan verídico...Me ha gustado la manera de desarrollarlo. Y como se tocan puntos que a ciertas edades vamos comprobando, tu entrada me sensibiliza un poco más. ¿O me apacigua?
Gracias.
¡Hola Fackel!
Bueno, es ficticio. Yo todavía no soy prostático, pero todo se andará. Por eso, como bien dices, creo que en buena parte el relato es verídico, sobre todo por la pérdida de la soberanía, y el empeño de los hijos en hacer del cuerpo de sus padres mayores una cárcel, y todo para evitarse problemas y molestias. Al final siempre nos quedará el sueño emancipador.
Gracias a ti por pasar y participar.
¡Salud!
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