A lo largo de mi tercera vida creí que era mejor que
otros; me convencí de que merecía el privilegio de ser alguien. Mis méritos
eran de peso y, en justicia, debía estar por encima de los demás. Probablemente,
gracias a ese firme convencimiento, mi creencia se convirtió en realidad, pero cuanto mayor era la satisfacción
que experimentaba observando el mundo y sus criaturas desde la cima de mi
autoestima, sentí un vértigo irracional, un horror perturbador al abismo que después
de los primeros estremecimientos pude traducir como un miedo incontenible al fracaso.
Así es que, una vez repuesto del espanto inicial y atenuados
los vahídos y las arcadas,
decidí rechazar sin contemplaciones toda oportunidad de acrecentar mi
orgullo, despreciando con desdén todo tipo de elogios, arropándome con el manto
monástico de la pureza inmaculada, abocando al estercolero la mayor parte de mis
virtudes, la materia prima, única y exclusiva, de la que se nutre mi talento.
Ahora soy todo
sencillez, moderación y decoro. Mi humildad no conoce límites. He inmolado
ínfulas y arrogancias. Todo mi ser, mi sola presencia, mis gestos y mis
palabras no desprenden más que modestia y, en estos momentos de confesión
dolorosa, puedo afirmar sin rubor que he conseguido culminar el vértice más
escarpado en las cumbres de la humildad. No ha sido un camino fácil, pero al
observar desde esta cúspide virtuosa recién conquistada el paisaje humano de la
soberbia presuntuosa, doy por bien empleado el sacrificio, y para que sirva de ejemplo, lo difundo
Vuelvo mañana
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