No es fetichismo, ni siquiera admiración lo que me empuja a leer manuscritos de autores en los que me hubiese gustado reencarnarme. Más que leer, el verbo apropiado sería mirar, en su acepción más extrema, aquella que describe la acción de observar sin ser visto al tiempo que se experimenta placer. Porque al fin de cuentas así es como me siento cuando me extasío al ver de cerca los rasgos de las letras trazadas con las que los escritores construyeron sus obras. Esos rasgos son lo más parecido al alma de quien los escribió. Representan el momento exacto en que surgió la palabra y se definió el gesto preciso que movió la pluma para quedar plasmada en la hoja en blanco en un compás constante, como en una danza en la que se baila de mil formas con las viejas realidades de siempre.
Internet me ha ofrecido la posibilidad de ver mi propia letra decimonónica y la de decenas de autores más. Porque debo confesar que, lamentablemente, tan sólo atesoro letras manuscritas originales de 2 autores y, para ser estrictos, se podría decir que de un sólo autor, porque la mitad corresponden a dedicatorias en libros. Las dedicatorias de los libros son, en rigor, manuscritos, pero corresponden a un estado muy concreto del alma, al momento comercial, que es un estado de lo más conocido, poco original. Aún así, les tengo cariño, porque son obra de quien escribió lo que a continuación se lee.
En honor a la verdad, el manuscrito que atesoro tampoco es tal. Se trata de 3 hojas mecanografiadas -mejor dicho, impresas- firmadas, eso sí, por el puño y la letra de Enrique Vila-Matas. Es un original de su Dietario Voluble que ha publicado durante meses en la edición catalana de El País hasta la semana pasada. Me lo regaló después de una conferencia coloquio en la que intervino en tándem junto a Joan Antoni Massoliver y que se celebró en el teatro de un pueblo del extrarradio barcelonés el día después de Sant Jordi. Yo acudí bien pertrechado con tres de sus obras que más me gustan. El plan era invadir su espacio inmediatamente después de su alocución y cazar la pertinente recompensa: sombrero, abrigo y firma en la guarda de los tres libros. Recuerdo que durante el acto le pregunté desde mi butaca de platea por qué renunciaba a la memoria para escribir su obra . Respondió que su pasado era muy aburrido y que para escribir prefería la vida de otros, aunque fuesen vidas falsas, o vidas no vividas, vidas novelescas. Le pregunté de nuevo, o más bien, le inquirí de nuevo, dudando muy seriamente de que su vida pasada fuese tan aburrida. Justo entonces empezó a mirarme mal; yo diría que vio en mí un reventador. Quizás pensó que venía de parte de Proust a joderle la tarde por partida doble: alargar su charla en público y aguantar al pesado de turno de la memoria. Así es que, creyendo verlas venir, Enrique Vila-Matas se enfundó en su traje de camuflaje y se convirtió en un superhéroe de cómic, en el Doctor Pasavento. Con esas armas infalibles continuó con su charla, en la que no faltaron referencias al cómo y cuando conoció al hombre más feo del mundo, o de qué manera y por qué ha planeado desaparecer sin dejar rastro. Entonces imaginé que estábamos viviendo una especie de batalla enmarcada en una guerra de guerrillas urbana, en la que Vila-Matas y yo nos hacíamos fuertes tras las paredes agujereadas de dos edificios ruinosos. “Estoy seguro de que hay algún hecho de su primera juventud digno de ser novelado y, como mínimo, concédame que en algunos de los muchos párrafos que ha escrito, está usted antes de cumplir los 20”. El gran Enrique bajó el arma, se desprendió de la capa y relajó el gesto. Creo que cayó en la cuenta de que el enfrentamiento no era tal, que no tenía sentido, porque vio que mis disparos no eran preguntas, o al revés, que mis preguntas no eran disparos; sencillamente la curiosidad de lector rendido al autor que admira, en todo su sentido bélico, porque escribe sin la munición que utilizan la mayor parte de autores, porque ha abierto un camino nuevo, valiente, emocionante y difícil.
Cuando Massoliver y Vila Matas concluían los agradecimientos, yo ya me levantaba cargando mi cartera con las tres novelas. Subí los cinco escalones (eran cinco) que me llevaban al escenario y me planté ante él. Desenfundé, extraje los tres libros y le dije que la rendición tenía un precio: la dedicatoria en cada una de las novelas, el sombrero y la gabardina. Mientras dibujaba, escribía mi nombre y estampaba su firma (creo que con cariño), me atreví a decirle a medio metro de distancia, que para mí no había domingo sin su pieza del Dietario en El Pais. Y le dije también que no acababa de entender del todo alguna de sus novelas y que cada cierto tiempo volvía a algunos pasajes. “Se nota, están muy usados, casi se desencuadernan”, me dijo con mirada sincera, serena, casi diría que tierna. “Y muchas gracias, de verdad, haces que me sienta bien; la verdad es que a veces soy un tanto opaco, pero no puedo ser de otra manera”, continuó diciendo, casi pidiendo disculpas. Yo quise decirle que continuase siendo así, pero me reprimí a tiempo: ¡Como si él no supiese cómo quiere y tiene que ser ¡.
El encuentro había llegado a su fin, pero vi como cogía su cartera, y al mismo tiempo, oía como me pedía que esperase un instante. Extrajo tres folios doblados por la mitad. “Mira, es la pieza del próximo domingo; está recién impresa, ni siquiera la ha visto el editor, es para ti”. El agradecimiento incrédulo se me atragantó. Creo que al darle las gracias proferí el gallo más vergonzante que se pueda haber pronunciado encima de un escenario. “Si quieres te lo dedico”, añadió. Ante mi, Enrique Vila-Matas dibujaba un nuevo sombrero sobre tres páginas que hasta entonces solamente él había leído mientras las había escrito. Llevan por título “Viaje a Liubliana”. No es la pieza que más me gusta de todas las que ha escrito durante este tiempo, pero es la mejor. Por eso la guardo en el cajón de la mesita de noche, junto a la cajita de los condones.
Vuelvo mañana