Lo he explicado a
menudo: busco siempre un bar, ruido de fondo, gente y vehículos trajinando de
un lado a otro, y poco a poco nos quedamos solos la historia y yo, el libro con sus personajes, el autor ausente y
un servidor.
Sin embargo, a veces, cuando mejor me encuentro, cuando el
estado de aislamiento es casi completo, cuando nada de lo que ocurre a mi
alrededor me importa, me afecta o ni siquiera puede distraerme, de repente me
asalta una amenaza, un sensación estúpida de acechanza y de peligro, íntima, pero
tan real como las letras que leo: alguien se acerca a mí, por la espalda, a
traición, y sin venir a cuento, sin tener la más mínima oportunidad de reaccionar
para reconocer y ver el rostro del enemigo inminente, recibo un primer golpe
en el rostro, un golpe de puño brutal y desmedido, propinado con gran efectividad, con fuerza aguda y trayectoria experimentada.
Antes de que mi cuerpo caiga al suelo, sorprendido todavía por la acometida, mi
espalda recibe otra sacudida, seca y certera, justo contra el único lugar donde el
golpe retumba y resuena en un eco
doloroso que sufro desde las costillas hasta el hueco que aloja los pulmones. Y
ya no puedo sostenerme sobre la silla y caigo de costado, violenta y aparatosamente.
Al mismo tiempo, la mesa cae y todo lo
que hay sobre ella sale volando por los aires: la libreta de citas, retazos de alguna historia abortada, la pluma
estilográfica, los dos cartuchos de reserva, la funda de las gafas, y la taza
de porcelana blanca con restos de café, que se estrella contra el suelo y se
convierte en tres o cuatro pedazos cortantes, como sílex primitivos.
El libro se desploma; queda inerte, espatarrado y muerto junto a las gafas rotas, que con la violencia del primer puñetazo se convirtieron en la primera víctima y único testigo. Finalmente caigo a la acera, atontilado, semiinconsciente. Me da la sensación de que al hacerlo me golpeo la cabeza contra el pavimento, pero en ese instante, y dada mi situación, tampoco podría asegurarlo, porque el estado de gozoso autismo en el que me encontraba, unido a la sorpresa de un súbito dolor inesperado, de un ataque insospechado, me convierte desde el primer momento en un pelele, en un cuerpo indefenso al capricho salvaje del instinto de mi atacante.
El libro se desploma; queda inerte, espatarrado y muerto junto a las gafas rotas, que con la violencia del primer puñetazo se convirtieron en la primera víctima y único testigo. Finalmente caigo a la acera, atontilado, semiinconsciente. Me da la sensación de que al hacerlo me golpeo la cabeza contra el pavimento, pero en ese instante, y dada mi situación, tampoco podría asegurarlo, porque el estado de gozoso autismo en el que me encontraba, unido a la sorpresa de un súbito dolor inesperado, de un ataque insospechado, me convierte desde el primer momento en un pelele, en un cuerpo indefenso al capricho salvaje del instinto de mi atacante.
De modo que ahí quedo, tumbado, dentro de una burbuja de
realidad que nadie de los que me rodea puede llegar a ver. A ojos de otros clientes,
a ojos del camarero y de los viandantes, durante las dos o tres horas en las
que permanezco en la terraza del bar, todo transcurre con absoluta y monótona normalidad:
un tipo sentado lee frente a una taza de café. Por lo tanto, nadie más que yo sabe, ve
o sufre la escena que acabo de describir. A pesar de todo, sigo tendido
sobre el suelo; sangro profusamente por
la nariz; noto que se mueven los dientes dentro de la boca y me escuecen los
labios. Respiro con dificultad; cada
bocanada de aire parece desgarrarme por dentro. Seguramente no lo recuerdo pero,
antes de largarse sin impedimento alguno y de dejarme en semejante estado, mi
enemigo, a modo de despedida, ha estampado con ganas su pie contra el costado
sobre el que he caído. Solamente el daño, el dolor y la angustia por la
incertidumbre de un nuevo trompazo me mantiene con la conciencia despierta, lo
justo como para observar con la cabeza recostada en la acera, frente a mí, impertérritas
sobre el suelo, mientras sorbo un nuevo
trombo de sangre nasal, las gafas con el cristal partido en decenas de pequeñas
fisuras concéntricas, convertidas así en oportunas testigos de todo lo ocurrido
para defender la veracidad de los hechos ante los incrédulos, con la previsible
subjetividad propia de un prisma locuaz.
Llega un momento, misteriosamente, en que todo vuelve a la
normalidad. Así que respiro aliviado
porque sigo sentado a la mesa delante de una buena historia; el último sorbo de
café está frío; la estilográfica y la libreta acechan una buena frase. Sopla ligeramente el aire.
Truena un ciclomotor trucado. Pido otro café. Como el prisionero en el
calabozo tras la última tortura, me arriesgo a persuadirme de que nada ni nadie
podrá interponerse entre mí y estos momentos de felicidad y, antes de retomar
la lectura, extraigo un trapito negro de la funda, limpio las gafas y mientras
certifico la integridad de los cristales
me pregunto por qué no me da por
imaginar también que, alguien, sin venir
a cuento, del que jamás sabré nada ni conoceré su rostro, se aproxima por la
espalda y me besa en la nuca mientras leo.