Es difícil proponer mejor plan para una tarde de domingo
invernal que ver en casa una película de juicios saboreando un
gintonic. ¿Cómo resistirse a ‘Philadelphia’, ‘Erin Brokovich’, ‘La caja de
música’, ‘Las dos caras de la verdad’ o ‘Algunos hombres buenos’, por citar
algunas? ¿O también a clásicas, como la grandísima ‘Doce hombres sin piedad’, ‘El
juicio de Nuremberg’, ‘Matar a un ruiseñor’ y ‘Anatomía de un asesinato’?.
Ya en los lejanos años dorados de Hollywood el cine
norteamericano convirtió la responsabilidad de impartir justicia en un género
muy prolífico, rico en grandes obras. Gracias a centenares de películas hemos podido
construir una imagen más o menos idealizada de un proceso judicial que se aproximaría
a la realidad, a la realidad de los Estados Unidos de América.
Ambiciosos fiscales, abogados audaces coronados
de los más sagrados principios; jueces severos, corruptos, racistas o ecuánimes;
grandes alegatos de silencio valorativo y unánime aplauso emocionado; jurados
populares en debate eterno que dirimen culpabilidades o inocencias; los chicos
de la prensa al acecho en el pórtico de
la audiencia; inocentes sentenciados; malvados
absueltos… y un corolario de prototipos, actitudes y escenarios que conforman la
legislación cinematográfica del género americano de las leyes.
Propongo “Testigo de cargo” de Billy Wylder como la cima del
género; una obra maestra protagonizada por el
inmenso Charles Laughton ejerciendo de abogado de la defensa de un Tyron Power
interpretando a Leonard Vole, el acusado de asesinato; la inquietante Marlene Dietrich y Elsa Lanchester
interpretando a Miss Plimsoll, la inefable y entrañable enfermera.
La obra se estrenó hace
ya más de sesenta años, de manera que si
explico el desenlace no incurro en delito de espoiler. No en vano la productora incluía la siguiente frase al
inicio de la `proyección: “por favor, al salir del cine, no le cuente a nadie
el final”. Y es que cuando el juicio concluye con la absolución del procesado, un
hecho inesperado desvela que, en realidad, efectivamente, Leonard Vole asesinó a
la viuda. Y ahora, acúsenme si lo desean.
Gracias a Hollywood conocemos a la perfección la
escenografía de la justicia norteamericana, pero el común de los mortales no tenemos ni idea de cómo
actúa la justicia en nuestro país. De
hecho, la imagen que podemos construir la inmensa mayoría de los españoles de un
juicio ibérico es más bien gris, envuelta en naftalina, carente del atractivo, del dinamismo y del glamur que ha
proyectado la industria norteamericana del cine en medio mundo.
Lo poco que la industria del cine española ha trabajado el
género judicial tampoco nos ayuda. Repasando de memoria me viene al vuelo la serie ‘Turno de oficio’, de
Antonio Mercero, que dio a conocer al gran Juan Echanove como el novato Pedete lúcido y Juan Luis Galiardo interpretando a El chepa, el veterano abogado descreído. Durante los años 80 también se emitió ‘Anillos de Oro’, de Pedro Masó,
con Imanol Arias y Ana Diosdado. Y ya.
No hay más.
El género judicial en la cinematografía española es un auténtico
erial, o quizás mi ignorancia no da para más. A lo sumo, estas dos series, y
un curioso programa de televisión que se
emitió en 1989 llamado “Tribunal popular” en el que remedando un juicio, Javier
Nart y Ricardo Fernandez Deu se repartían los papeles de fiscal y abogado para
ayudar a decidir al juez -a la sazón el periodista Javier Foz- la razón sobre conflictos
entre dos personas reales que consentían exponerlos en público por el bien del
espectáculo televisivo.
Sin embargo, ni las dos series de ficción, ni este primer
intento de telebasura pública ofrecían al espectador la realidad de un juicio
español, su componente escenográfico de teatralidad, los procedimientos, el lenguaje, la gestualidad, la atmósfera, los duelos argumentales, las protestas vehementes
¡Protesto, señoría!, el testimonio nervioso de los acusados, testigos que
mienten, que destrozan una estrategia, una prueba en el último instante… qué sé yo,
todo aquello que los EE.UU nos han ofrecido prolijamente y de lo que carecemos
en nuestro país. Pero he aquí, señores del jurado, que tras décadas de hambre,
famélicos los españoles de ficción judicial,
un acontecimiento extraordinario ha venido a resarcirnos.
Durante las dos últimas semanas, y probablemente a lo largo
de los próximos dos meses, el mundo entero sigue en directo, sin cortes,
sin censura, con todo lujo de detalles, uno de los procesos judiciales más
importantes de nuestra historia. Ni el Lute, ni el cruel Arropiero, ni Matesa, Los
Ángeles de San Rafael, Rumasa, la trama Gürtel, o el caso más reciente de los
pobres hermanos Bretón, o ni siquiera el atentado del 11M habían levantado tanta expectación como el
juicio a los dirigentes independentistas catalanes que se celebra en el
Tribunal Supremo, y que puede seguirse en TVE, en algunas televisiones autonómicas
y en streaming a través de diferentes
medios de comunicación. Además, si alguien desea repasar alguna de las sesiones
o no las ha podido ver en directo, puede hacerlo on line a través de YouTube.
Yo estoy aprovechando la oportunidad e intento estar al día
de lo que acontece en la sala del Supremo; un salón solemne, de añeja nobleza
mobiliaria, tapizado de fieltro púrpura y forrado de maderas decimonónicas, en cuya presidencia se
sientan sobre viejos tronos dorados sus señorías, los miembros del tribunal sobre el que
pesa en sus negras togas la responsabilidad de impartir justicia.
A un lado y otro del tribunal se
sientan los abogados de la defensa, la fiscalía, los abogados del estado y los
fascistas de Vox Boys. Todos ellos parapetados y entarimados, de manera que sus
intervenciones se realizan después de solicitar la venia y, por supuesto,
sentados. Nadie se levanta con gesto de suficiencia, mirando seductoramente al
público; nadie acoda el brazo en la barra del banquillo encarándose al acusado, o al testigo,
dirigiéndose al tribunal mientras dispara con audacia la pregunta clave que
les compromete seriamente en flagrante contradicción. Nada de eso.
En el centro de la sala, cuatro bancos, cuatro, sobre los que se
sientan los 12 políticos independentistas catalanes acusados de rebelión,
sedición, malversación y desobediencia, sin rastro en sus rostros de aquella mediática y deficitaria huelga de
hambre con la que se alimentaron unos y
otros. Más bien al contrario, aparentemente ufanos, en algunos momentos
jactanciosos, esgrimiendo ante todo el mundo un orgullo casi suntuoso, como si
el fondo político de sus almas produjese
un proceso químico-biológico que les indujese a mostrar la verdad iluminada de
la democracia, reprimida por las fuerzas perversas del mal, convencidos de que
su impostura, su causa y su media sonrisa de mártires visionarios están cambiando la
historia.
Uno tras otro van circulando por la mesa de la verdad. Y uno tras otro confiesan que mintieron a la
gente. No están en una tribuna parlamentaria.
No hablan a los militantes de su partido o a sus votantes en un teatro
abarrotado. No declararan ante las cámaras o los micrófonos de medios afines. Han
jurado sinceridad, aunque el Estado opresor les permite mentir,
incluso no responder, pero todos ellos necesitan ser veraces para no seguir
en prisión, y cuentan lo que ocurrió, y lo que ocurrió es que mintieron, que estafaron a
sus votantes, o si lo prefieren, a su pueblo.
El apócrifo Oriol Güell i Puig ya lo dijo en un memorable artículo publicado
en CTXT hace un par de meses titulado “La hora de la verdad”, de imprescindible lectura:
“El gran problema
añadido es que el independentismo tampoco parece interesado en subrayar esta
verdad. Un sector que bordea el extremo, formado por personas que no se juegan
nada personal, desea mantener la ficción procesista para recoger los frutos de su gran mentira. En
su defensa de que existió un intento real de conseguir la independencia por
vías ilegales (lo que dado el rechazo mayoritario a la independencia unilateral
en Cataluña solo podía desembocar en violencia) coinciden con un sector del
Estado, que parece haber decidido que (para desactivar lo que consideran una
amenaza grave que sigue latente) lo va a creer si los autores lo afirman. Ambos
sectores, con la ayuda de los medios que sustentan sus posiciones, van a estar
muy interesados en que algunas verdades palidezcan.”
Y no hay más preguntas, señoría.
Tan sólo añadir un par de cuestiones, con la venia: el juez Marchena podría interpretarse a
sí mismo en una hipotética película de jueces y abogados a la española. A los
aficionados al género, este hombre nos está dando grandes alegrías, participando
en el proceso con solvencia, permitiéndose
jugosas intervenciones irónicas, llamando al orden a las partes, en ocasiones
con una mezcla imposible de guasa sutil y castiza.
Y es que la fiscalía y la abogacía del Estado están
resultando tan impredecibles y atolondradas que nos recuerdan a esos fiscales
cinematográficos, ambiciosos, oportunistas,
mercenarios de la justicia que, tan ocupados como están por su carrera, olvidan
argumentos, procedimientos y pruebas para acabar haciendo el ridículo, a no ser
que su aturdimiento sea el resultado de
las más altas indicaciones dictadas por las más poderosos designios de Estado y
en realidad vendan su trayectoria por un retiro dorado, anticipado, en la
lejanía de un paraíso fiscal, valga la
redundancia.
Pero no me tome muy en serio, señoría: solamente son conjeturas.
Todos las hacemos, todos especulamos sobre el final, la sentencia, las
declaraciones de los próximos testigos, la incidencia de la campaña electoral
en el juicio. ¿Aparecerá por sorpresa una carta desconocida? ¿Algún testigo de
cargo? ¿Veremos a Junqueras de President de la Generalitat? ¿Quién mató realmente a la viuda?
No me diga, señoría, que Oriol Junqueras no exhibe cierto parecido a Charles Laughton. No me digan, señores del jurado, que ustedes no creían en la inocencia de Leonard Vole; no me digan que no se jugarían su prestigio por la de los acusados. No me digan que no son capaces de imaginarles libres y, al día siguiente de la sentencia, en cualquier plaza catalana, llamar de nuevo a la desobediencia para explicar a las masas enfervorecidas los detalles de su jugada maestra, el sacrificio patriótico del encierro fecundo en la cárcel del enemigo, y proclamar al poco, nueva y unilateralmente, la independencia de Catalunya, y vuelta a empezar.
Pero el juicio no es una película, ni siquiera es historia, porque es presente y es imposible el pronóstico de un desenlace. O sí. ¡ Aquí me gustaría ver a mí a Pedete lúcido!