domingo, 3 de marzo de 2019

Una de juicios


Es difícil proponer mejor plan para una tarde de domingo invernal  que ver en casa  una película de juicios saboreando un gintonic. ¿Cómo resistirse a ‘Philadelphia’, ‘Erin Brokovich’, ‘La caja de música’, ‘Las dos caras de la verdad’ o ‘Algunos hombres buenos’, por citar algunas? ¿O también  a clásicas, como la grandísima ‘Doce hombres sin piedad’, ‘El juicio de Nuremberg’, ‘Matar a un ruiseñor’ y ‘Anatomía de un asesinato’?.

Ya en los lejanos años dorados de Hollywood el cine norteamericano convirtió la responsabilidad de impartir justicia en un género muy prolífico, rico en grandes obras. Gracias a centenares de películas hemos podido construir una imagen más o menos idealizada de un proceso judicial que se aproximaría a la realidad, a la realidad de los Estados Unidos de América.

Ambiciosos fiscales, abogados audaces coronados de los más sagrados principios; jueces severos, corruptos, racistas o ecuánimes; grandes alegatos de silencio valorativo y unánime aplauso emocionado; jurados populares en debate eterno que dirimen culpabilidades o inocencias; los chicos de la prensa al acecho en  el pórtico de la audiencia; inocentes sentenciados; malvados absueltos… y un corolario de prototipos, actitudes y escenarios que conforman la legislación cinematográfica del género americano de las leyes.

Propongo “Testigo de cargo” de Billy Wylder como la cima del género; una obra maestra  protagonizada por el inmenso Charles Laughton ejerciendo de abogado de la defensa de un Tyron Power interpretando a Leonard Vole, el acusado de asesinato; la inquietante  Marlene Dietrich y Elsa Lanchester interpretando a Miss Plimsoll, la inefable y entrañable enfermera.

La obra se estrenó  hace ya  más de sesenta años, de manera que si explico el desenlace no incurro en delito de espoiler. No en vano  la productora incluía la siguiente frase al inicio de la `proyección: “por favor, al salir del cine, no le cuente a nadie el final”. Y es que cuando el juicio concluye con la absolución del procesado, un hecho inesperado desvela que, en realidad, efectivamente, Leonard Vole asesinó a la viuda. Y ahora, acúsenme si lo desean.

Gracias a Hollywood conocemos a la perfección la escenografía de la justicia norteamericana, pero el común de los mortales no tenemos ni idea de cómo actúa la justicia en nuestro país.  De hecho, la imagen que podemos construir la inmensa mayoría de los españoles de un juicio ibérico es más bien gris, envuelta en naftalina, carente del atractivo, del dinamismo y del glamur que ha proyectado la industria norteamericana del cine en medio mundo.

Lo poco que la industria del cine española ha trabajado el género judicial tampoco nos ayuda. Repasando de memoria me viene al vuelo la serie ‘Turno de oficio’, de Antonio Mercero, que dio a conocer al gran Juan Echanove como el novato  Pedete lúcido y  Juan Luis Galiardo interpretando a El chepa, el veterano abogado descreído. Durante los años 80 también se emitió ‘Anillos de Oro’, de Pedro Masó, con Imanol Arias y  Ana Diosdado. Y ya. No hay más.

El género judicial en la cinematografía española es un auténtico erial, o quizás mi ignorancia no da para más. A lo sumo, estas dos series, y un  curioso programa de televisión que se emitió en 1989 llamado “Tribunal popular” en el que remedando un juicio, Javier Nart y Ricardo Fernandez Deu se repartían los papeles de fiscal y abogado para ayudar a decidir al juez -a la sazón el periodista Javier Foz-  la razón sobre conflictos entre dos personas reales que consentían exponerlos en público por el bien del espectáculo televisivo. 

Sin embargo, ni las dos series de ficción, ni este primer intento de telebasura pública ofrecían al espectador la realidad de un juicio español, su componente escenográfico de teatralidad, los procedimientos, el lenguaje, la gestualidad,  la atmósfera, los duelos  argumentales, las protestas vehementes ¡Protesto, señoría!, el testimonio nervioso de los acusados, testigos que mienten, que destrozan una estrategia,  una prueba en el último instante… qué sé yo, todo aquello que los EE.UU nos han ofrecido prolijamente y de lo que carecemos en nuestro país. Pero he aquí, señores del jurado, que tras décadas de hambre, famélicos los españoles de ficción judicial,  un acontecimiento extraordinario ha venido  a resarcirnos.

Durante las dos últimas semanas, y probablemente a lo largo de los próximos dos meses, el mundo entero sigue en directo, sin cortes, sin censura, con todo lujo de detalles, uno de los procesos judiciales más importantes de nuestra historia. Ni el Lute, ni el cruel Arropiero, ni Matesa, Los Ángeles de San Rafael, Rumasa, la trama Gürtel, o el caso más reciente de los pobres hermanos Bretón, o  ni  siquiera el atentado del 11M  habían levantado tanta expectación como el juicio a los dirigentes independentistas catalanes que se celebra en el Tribunal Supremo, y que puede seguirse en TVE, en algunas televisiones autonómicas y en streaming  a través de diferentes medios de comunicación. Además, si alguien desea repasar alguna de las sesiones o no las ha podido ver en directo, puede hacerlo on line a través de YouTube.

Yo estoy aprovechando la oportunidad e intento estar al día de lo que acontece en la sala del Supremo; un salón solemne, de añeja nobleza mobiliaria, tapizado de fieltro púrpura y forrado de  maderas decimonónicas, en cuya presidencia se sientan sobre viejos tronos dorados sus señorías, los miembros del tribunal sobre el que pesa en sus negras togas la responsabilidad de impartir justicia. 

A un lado y otro del tribunal se sientan los abogados de la defensa, la fiscalía, los abogados del estado y los fascistas de Vox Boys. Todos ellos parapetados y entarimados, de manera que sus intervenciones se realizan después de solicitar la venia y, por supuesto, sentados. Nadie se levanta con gesto de suficiencia, mirando seductoramente al público; nadie acoda el brazo en la barra del banquillo  encarándose al acusado, o al testigo, dirigiéndose al tribunal mientras dispara con audacia la pregunta clave que les  compromete seriamente en  flagrante contradicción. Nada de eso.

En el centro de la sala, cuatro bancos, cuatro, sobre los que se sientan los 12 políticos  independentistas catalanes acusados de rebelión, sedición, malversación y desobediencia, sin rastro en sus rostros  de aquella mediática y deficitaria huelga de hambre con la que  se alimentaron unos y otros. Más bien al contrario, aparentemente ufanos, en algunos momentos jactanciosos, esgrimiendo ante todo el mundo un orgullo casi suntuoso, como si el fondo político de  sus almas produjese un proceso químico-biológico que les indujese a mostrar la verdad iluminada de la democracia, reprimida por las fuerzas perversas del mal, convencidos de que su impostura, su causa y su media sonrisa de mártires visionarios están cambiando la historia.

Uno tras otro van circulando por la mesa de la verdad.  Y uno tras otro confiesan que mintieron a la gente.  No están en una tribuna parlamentaria. No hablan a los militantes de su partido o a sus votantes en un teatro abarrotado. No declararan ante las cámaras o los micrófonos de medios afines. Han jurado sinceridad, aunque el Estado opresor les permite mentir, incluso no responder, pero todos ellos necesitan ser veraces para no seguir en prisión, y cuentan lo que ocurrió, y lo que ocurrió es que mintieron, que estafaron a sus votantes, o si lo prefieren, a su pueblo.

El apócrifo Oriol  Güell i Puig  ya lo dijo en un memorable artículo publicado en  CTXT  hace un par de meses titulado “La hora de la verdad”, de imprescindible lectura:

El gran problema añadido es que el independentismo tampoco parece interesado en subrayar esta verdad. Un sector que bordea el extremo, formado por personas que no se juegan nada personal, desea mantener la ficción procesista  para recoger los frutos de su gran mentira. En su defensa de que existió un intento real de conseguir la independencia por vías ilegales (lo que dado el rechazo mayoritario a la independencia unilateral en Cataluña solo podía desembocar en violencia) coinciden con un sector del Estado, que parece haber decidido que (para desactivar lo que consideran una amenaza grave que sigue latente) lo va a creer si los autores lo afirman. Ambos sectores, con la ayuda de los medios que sustentan sus posiciones, van a estar muy interesados en que algunas verdades palidezcan.

Y no hay más preguntas, señoría.

Tan sólo añadir un par de cuestiones, con la venia:  el  juez Marchena podría interpretarse a sí mismo en una hipotética película de jueces y abogados a la española. A los aficionados al género, este hombre nos está dando grandes alegrías, participando en el proceso  con solvencia, permitiéndose jugosas intervenciones irónicas, llamando al orden a las partes, en ocasiones con una mezcla imposible de guasa sutil y castiza.

Y es que la fiscalía y la abogacía del Estado están resultando tan impredecibles  y  atolondradas que nos recuerdan a esos fiscales cinematográficos,  ambiciosos, oportunistas, mercenarios de la justicia que, tan ocupados como están por su carrera, olvidan argumentos, procedimientos y pruebas para acabar haciendo el ridículo, a no ser que su aturdimiento sea el resultado  de las más altas indicaciones dictadas por las más poderosos designios de Estado y en realidad vendan su trayectoria por un retiro dorado, anticipado, en la lejanía de un paraíso  fiscal, valga la redundancia.

Pero no me tome muy en serio, señoría: solamente son conjeturas. Todos las hacemos, todos especulamos sobre el final, la sentencia, las declaraciones de los próximos testigos, la incidencia de la campaña electoral en el juicio. ¿Aparecerá por sorpresa  una carta desconocida? ¿Algún testigo de cargo? ¿Veremos a Junqueras de President de la Generalitat?  ¿Quién mató realmente a la viuda?

No me diga, señoría, que Oriol Junqueras no exhibe  cierto parecido a Charles Laughton. No me digan, señores del jurado, que ustedes no creían en la inocencia de Leonard Vole; no me digan que no se jugarían su prestigio por la de los acusados. No me digan que no son capaces de imaginarles libres y, al día siguiente de la sentencia, en cualquier plaza catalana, llamar de nuevo a la desobediencia para explicar a las masas enfervorecidas los detalles de su jugada maestra, el sacrificio patriótico del encierro fecundo  en la cárcel del enemigo, y proclamar al poco, nueva y unilateralmente, la independencia de Catalunya, y vuelta a empezar.

Pero el juicio no es una película, ni siquiera es historia, porque es presente y es imposible el pronóstico de un desenlace. O sí. ¡ Aquí me gustaría ver a mí a Pedete lúcido!