El 2 de enero de este prometedor 2021 decidí que se daban las condiciones tanto cuantitativas como cualitativas para hacer la revolución, de manera que sin más armas que mis brazos, la voluntad , la conciencia de clase y una pizca de insensatez, me dispuse a enfrentar heroicamente el cambio radical de régimen en mi biblioteca.
Al tomar una decisión de este calibre es necesario actuar con audacia, aprovechar la ventaja del efecto sorpresa y sorprender al enemigo con las defensas relajadas para que, en cuestión de horas, el antiguo régimen dé paso a una nueva era.
Y es que la situación se había hecho insostenible. Durante décadas, todos los libros que conviven en casa se habían acostumbrado a una distribución que obedecía a la arbitrariedad, atendiendo más a criterios subjetivos influenciados por algunas malas costumbres que, tal y como ocurre en cualquier sociedad o civilización, acabaron por socavar la estabilidad, colocando mi hogar al borde del desgobierno, de una anarquía sin Dios, Estado ni patrón.
Esta tesitura dio pie -como no podía ser de otro modo- a innumerables vicios o pruebas de auténtica amoralidad aristocrática, como por ejemplo la ostentación, un positivismo decimonónico demasiado proclive a la taxonomía, y lo que es peor, un nacionalismo que atendía más al lugar de nacimiento que al contenido de las obras, al carácter o pensamiento de sus autores, o a las circunstancias que acontecieron en el momento creativo; una distribución, en fin, ajena a toda lógica materialista, perniciosa y deleznable, se mire como se mire.
De hecho, a partir del pasado día dos Germinal Nivoso de mi año nuevo revolucionario sometí a los libros de mi biblioteca a un régimen alfabético, en el que nadie es más que nadie, en el que la igualdad prevalece frente la libertad, pero en el que todos se sienten libres porque todos ocupan su lugar según un nuevo orden moral emancipador, cuya principal virtud consiste en la instauración de un orgullo de pertenencia por encima de cualquier otra consideración.
Atrás quedan ya los anaqueles del privilegio, consentidos y espaciosos, en los que algunos, desde la prerrogativa de su acomodada altura media, se jactaban de mis favoritismos, mientras otros debían permanecer amontonados en un abigarramiento insano, a todas luces injusto, diría que indigno e infrahumano.
Pero eso se acabó, porque Los Marcel Proust, los Iñaki Uriarte, los Javier Gomá y los Ramiro Pinilla tendrán que aprender a convivir con sus congéneres, tal y como marca la letra inicial de su primer apellido, ya sean sus vecinos poetas, filósofos o novelistas; advenedizos del mercado editorial, impostores de la novela histórica o mistérica, plumillas bienintencionados o juntaletras de tres al cuarto, quienes, por mor de su nombre artístico o bautismal percibirán a partir de este año el contacto permanente de lomos tan profundamente amados en el antiguo régimen, pero ahora obligados a aprender -no sólo a comprender, sino también a valorar- las bondades de lo común, y en algunos casos de la medianía.
Tras este golpe de timón no hay vuelta atrás. Debemos hacer todos un esfuerzo por asumir que vivimos en un tiempo nuevo y, por lo tanto, lo mejor para todos es aceptarlo cuanto antes y sobre todo, resaltar y disfrutar de sus ventajas, criticar sin compasión aquel sindiós de la caducada y decadente administración que, por ejemplo, mantenía, sin más razón que un absurdo morbo, la obra de Antonio Muñoz Molina junto a la de Javier Marías, todo por ver si se desataban las hostilidades sobre la estantería; todo por la esperanza vacua de revivir y asistir al célebre enfrentamiento que mantuvieron ambos en el periódico 'El país' a cuenta del cine de Tarantino. Ahora, aunque Muñoz Molina y Marías comparten inicial en el apellido, gracias al levantamiento alfabético, el gran Juan Marsé actuará de dique de contención, incluso si se me apura, de nexo de unión.
De este modo, Manolo Reyes se convertirá en insospechado árbitro mediador entre el narrador de Todas las almas y, por ejemplo, Beltenebros. En el caso de que finalmente el Pijoaparte no se haga con la situación, convocaremos a filas al mismísimo Karl Marx, que ahora, por supuesto, y de manera ejemplar, a no ser que los cien mil hijos de San Luis lo remedien, deja la compañía de otros filósofos y vive, ya, durante el resto de sus días, acompañado, de Robert Mussil, Herman Melville, Norman Mailer, Gregorio Morán, Luis Martín-Santos, o del poeta sabadellense Víctor Mañosa, entre otros muchos, pues la letra M ha resultado ser superpoblada.
Si bien se piensa, el hecho de que los filósofos abandonen su torre de marfil y se mezclen entre el populacho gracias a la rebelión alfabética, no trae más que ventajas recíprocas para unos y para otros, pero sobre todo para la humanidad. Así, tenemos todo un Platón viéndoselas con Pérez Galdós, o todo un Camus junto a Fidel Castro, a Hanna Arendt acompañando a Paul Auster o al mismísimo Escohotado, codo con codo, junto a Engels, por enumerar algunas de las nuevas compañías que, como se dice ahora, estoy seguro de que generaran ricas y fructíferas sinergias.
Como no podía ser de otro modo, la estantería de autores rusos desaparece. Este es un hecho de gran alcance que ilustra perfectamente la radicalidad en la determinación en el establecimiento de una nueva era en mi biblioteca. Tolstoi, Dostoviesky, Goncharov, Turgeniev, Pushkin, Chejov, Gogol, Bulgákov, Gorki o Sholojov… abandonan su cómoda dacha de verano en los amplias y verdes repisas que forman los armarios inferiores y han pasado a compartir sus existencias con Ruben Darío, Luigi Pirandello, Rafael Chirbes, Torrente Ballester, Gramsci o Roberto Bolaño, por citar algunos de sus nuevos camaradas.
Tampoco tenía mucho sentido mantener aislados a los poetas, dentro de su propio ombligo. ¿Acaso queremos que en su tendencia al lirismo exacerbado resuelvan retornar al útero materno? ¿Es que no son humanos? ¿Su reino no es de este mundo? ¿No pueden el resto de mortales ser testigos de sus accesos místicos, de sus levitaciones? ¡Por supuesto! Ha llegado la hora de la caricia prosaica sobre la poesía. Luis Cernuda vive con Truman Capote, Antonio Machado con Henry Miller, Federico García Lorca acompaña a Graham Green, Miguel Hernández se hace cargo de Thomas Hobbes, Mario Benedetti caminará de la mano de Thomas Bernhard, Joan Margarit recitará sus versos a Mujica Laínez, y así un largo etcétera de hermanamiento, si no deseado, sí necesario, que proporcionará al conjunto de la humanidad amplios espacios de encuentro para la concordia entre los géneros.
¡Y qué decir tiene de la Historia y sus narradores! ¿O quizá sea más preciso referirnos a ellos como analistas, o incluso historiadores, exégetas del pasado, siervos de sus dueños o esclavos de sus principios? Allí estaban, junto a los diccionarios, en el norte occidental de mi biblioteca, Judt, Tuñon de Lara, Hobswan, Fontana, Vilar, Vives, Carr, Livio, Kershaw, Villacañas, Sternhell, Maquiavelo y un escueto etcétera que persiste en recordarme de dónde vengo para ayudarme a decidir a dónde voy. Ahora, en este memorable Germinal Nivoso, esta pléyade de la historia del tiempo alienta a poetas, filósofos o novelistas como Joyce y Llamazares, Flaubert y Wolf, Carpentier o Kafka, Voltaire y Stendhal, y hasta el mismísimo Homero . Aunque ¿Quién le va a hablar de Historia al pobre Homero si él es la misma Historia? Esta es una cuestión que debo resolver. Quizás deba excluirle del proceso innovador revolucionario y crear un paraíso donde habiten, sin responder al fisco, todos los clásicos de la antigüedad. Ya veremos.
Sea como fuere, tal y como se puede comprobar, finalmente he conseguido que el mundo cambie. Tanto es así que en la caso improbable de que malpensados escépticos quisiesen poner alguna pega al nuevo régimen, buscando grietas en el terreno de las incoherencias, infiriendo supuestas y ocultas jerarquías, le mostraría una prueba incontrovertible, concretada en los primeros volúmenes de mi biblioteca, “El cantar del Mío Cid“ “El lazarillo de Tormes”, “Las mil y una noches” y “Heike Monogatari” ,un cuarteto anónimo que representa con la fuerza del ejemplo la humildad de la autoría desconocida, estandarte del verdadero sentido igualitario de mi política, fuente de justicia libresca, palanca de transformación social y acicate de fecundas relaciones.
Para terminar con esta crónica somera del triunfo de la revolución alfabética, daré cuenta de los rumores que me llegan al respecto de un grupo disidente de quintacolumnistas que, descontentos con tanto barullo, pretende socavar desde dentro los logros del movimiento insurreccional. Según mis fuentes, este grupúsculo intenta difamar el movimiento revolucionario alfabetista con el argumento de que, si no la mayoría, sí muchos de ellos, los libros continúan amontonados, unos sobre otro, en condiciones poco dignas, o al menos, igual de precarias que los días anteriores a los gloriosos acontecimientos del Germinal. Aducen que ordenados sí que están, sí, pero amontonados. De manera que ya hay voces que se preguntan ¿Igualdad?¿ para qué?
Mi estrategia pasa por permitir ciertos desahogos, con el fin de que ellos mismos, poco a poco, vayan disfrutando de las ventajas del nuevo régimen. Cuando finalmente descubran que en realidad, el problema es el espacio, el nuevo régimen se habrá consolidado y ya nada, ni nadie, ni siquiera el peligrosísimo Gustavo Bueno, cuestionará con sus preguntas inquisitoriales esta nueva realidad, inmarcesible, fértil y benefactora. ¡Viva la revolución!
FOTO: Es mi altar. Son todos los que estan, pero no están todos los que son.