En estos días de
confinamiento, desde mi balcón, veo caer la tarde con un interés especial.
Contemplo tranquilo y sin prisas la decadencia progresiva de la luz intentando desentrañar
cada uno de los cambios insignificantes que van encajándose como si fueran finísimos eslabones de una hermosa
leontina, formando así el extraordinario
espectáculo del proceso cotidiano del día
hacia las sombras.
Segundo a segundo el
sol establece la marca rectilínea de una frontera móvil que avanza como lengua
de glaciar sin que apenas podamos
percibirlo más que con nuestra obstinada atención. Esa linde entre la luz y el
umbral de la noche se va ampliando hasta cobijar en una única umbría tejados,
árboles, calles y toda criatura que en esos momentos críticos acepta sin rechistar la ley inapelable de los
astros.
Durante esta
asombrosa transformación, y a pesar del momento excepcional, en estos días de
primavera no es difícil relajar el celo en la contemplación de la pugna de la
luz derrotada frente a las sombra, porque coincide con la aparición de decenas
de golondrinas que surgen sin aviso de los velos invisibles del aire invadiendo
el espacio detenido con su vuelo de delfín, siempre inquietas, enérgicas,
ágiles y bulliciosas.
Y es que el espectáculo
que ofrecen estas criaturas es difícilmente comparable a cualquier otro evento
que sobrevenga con la mala fortuna de su coincidencia. Por eso, cuando quise
reparar, el sol ya se había puesto y no pude consignar el instante de la
delgadísima línea púrpura alumbrando el horizonte, porque no podía apartar la
mirada de los trazos fugaces, de las diagonales imposible y de los requiebros
audaces de decenas de golondrinas que se habían convocado en formidable
algarabía de trisares y gorjeos.
Yo podría permanecer
horas contemplándolas porque su presencia ilumina mis esperanzas y me ayuda a
despejar cualquier preocupación.
No en vano, la golondrina ha sido a lo largo de la historia una gran
aliada de los hombres. Es símbolo de lealtad y de fidelidad, porque las
golondrinas encuentran su pareja y conviven con ella toda la vida. Su
comparecencia es señal marinera de la proximidad del hogar, signo de abrigo
firme tras meses interminables de hostilidad oceánica.
Según afirman los hombres de
la mar, la golondrina es también el alma del
ahogado que emerge de las aguas para reposar eternamente entre los
vientos de popa. La golondrinas son la manifestación deseada del final de las
dificultades, el tótem o el premio que inviste a quien se le revela de amor
infinito, promesa de éxito y fe de
victoria frente a las contrariedades.
Se lo he explicado a
los míos, pero nadie me cree. Dicen que el confinamiento me está afectando y
que debería entretenerme con otra cosa que no sean libros, que me va a pasar
como a Don Quijote y que Netflix es una excelente alternativa, o incluso que
aprenda a hacer bizcochos, pero no puedo negar la verdad, y por eso la escribo.
Al menos quedará constancia de lo sucedido:
Mientras gozaba de la
excepcional representación de la naturaleza en el centro urbano de mi ciudad,
de entre todas las que revoloteaban, una golondrina vino a posarse en la
barandilla de mi balcón. Tan solo permaneció a un metro de mí durante unos segundos,
pero esos instantes me parecieron una
eternidad porque miró hacia la izquierda y poco después hacia el lado contrario,
hasta que advertí que mantenía ostensiblemente la atención de su interés como
si me escrutase examinando detenidamente
mi actitud, como si barajase la posibilidad de hacerme entrega de alguna de las
benéficas virtudes que contiene la naturaleza de su leyenda, apadrinando mi vida ya para siempre, como el
oso cavernario transfiere su fuerza al chamán, como el águila real transmite su
espíritu libre al guerrero.
Este asombroso
acontecimiento ha supuesto el detonante gracias al cual voy a perder lo poco que quedaba de mi credibilidad. Podría silenciarlo, reprimirlo,
guardarlo dentro de mí, pero necesito compartirlo por si algún alma caritativa, condescendiente y comprensiva, se apiada y decide darme unos golpecitos en la espalda, como el psiquiatra que apacigua el alma turbulenta a su paciente.
Si alguien ha
honorado a las golondrinas ese ha sido, sin duda alguna, el gran Gustavo Adolfo
Bécquer. ¿Quién no conoce la rima cincuenta y tres? Muchos podrían recitar de
memoria esos versos desesperanzados, maravillosos, de palabras sencillas y
musicalidad prodigiosa que han pasado a formar parte de nuestro patrimonio
colectivo porque es un cántico que nos pertenece a todos; un cántico en ocasiones denostado por la
ignorancia de aquellos sabihondos a la
violeta que dicen estar de vuelta de todo, pero que en realidad no han ido
jamás a ningún sitio.
Esos mismos que se pavonean de lo nuevo y desprecian
la obra de Bécquer tachándola de poesía adolescente probablemente no habrán leído
ni mucho ni poco de los ochenta y ocho rimas que reescribió de memoria,
cuidadosamente, en una libreta de contabilidad rayada después de que saqueasen
la casa de su protector donde custodiaba sus manuscritos. La libreta fue
hallada en 1914 por el hispanista Franz
Schneideren en un rincón oscuro de los archivos de la Biblioteca Nacional.
El mismo Bécquer tituló la libreta como “Libro de los gorriones, colección de argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según sople el viento”.
Según sople el viento, dejándose llevar, navegando el aire, como las golondrinas. Al poco, el viento movió la veleta de la muerte. La tuberculosis se lo llevó dos años después.
Estoy convencido de que en estos tiempos de dolor colectivo la golondrina de mi balcón me devolvió a los versos de Bécquer. Y me han redimido, porque su poesía es luminosa. La luz becqueriana es "alta luna” “luz tibia y serena”. Sus poemas son sentimiento sin artificio.
Machado dijo de su paisano que “ es el ángel de la verdadera poesía”, arraigada en lo profundo del cantar popular, honda como la expresión verdadera del pueblo, que expresa la “palabra esencial en el tiempo” sin decir más de lo necesario, intensamente, y en ocasiones desesperada y dramáticamente.
La rima XXVI es toda una declaración de su poética
El mismo Bécquer tituló la libreta como “Libro de los gorriones, colección de argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según sople el viento”.
Según sople el viento, dejándose llevar, navegando el aire, como las golondrinas. Al poco, el viento movió la veleta de la muerte. La tuberculosis se lo llevó dos años después.
Estoy convencido de que en estos tiempos de dolor colectivo la golondrina de mi balcón me devolvió a los versos de Bécquer. Y me han redimido, porque su poesía es luminosa. La luz becqueriana es "alta luna” “luz tibia y serena”. Sus poemas son sentimiento sin artificio.
Machado dijo de su paisano que “ es el ángel de la verdadera poesía”, arraigada en lo profundo del cantar popular, honda como la expresión verdadera del pueblo, que expresa la “palabra esencial en el tiempo” sin decir más de lo necesario, intensamente, y en ocasiones desesperada y dramáticamente.
La rima XXVI es toda una declaración de su poética
“Tu sabes y yo sé que en esta vida,
con genio es muy contado el que escribe,
y con oro cualquiera hace poesía”
Y
es que los versos que salvó Bécquer en el
“Libro de los gorriones” son luminosos y
nos llegan como
“hilo de luz que en haces
los pensamientos ata;
sol que las nubes rompe
y toca en el cenit.”
A
veces la luminosidad de sus palabras nos
coloca en nuestro justo lugar; nos recuerda qué somos y quiénes somos porque
“ yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.”…
A pesar de todo
“mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas :
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista.”
siempre
hallaremos luz en el camino.
El
poderío poético de Bécquer llega a
enfrentar la metáfora manriqueña del río y de la vida para transformarla y proponernos -nuevamente sirviéndose de la luz- que
“al brillar el relámpago nacemos,
y aún dura fulgor cuando morimos
¡tan corto es el vivir!.”
( Jorge
Luis Borges, que lo leyó casi todo, creo que murió sin conocer estos versos. De ser así hubiese destronado con su juicio la grandiosa creación de Manrique y hubiese elevado a categoría de
metáfora fundamental la del brillante Bécquer.)
Y
ahora, en este preciso instante, cuando ya la oscuridad me impide leer y
escribir, reparo en que he escrito todo
esto porque
“expiraba la luz y en mis balcones
reía el sol.”
Porque
“dejé la luz a un
lado
y en el borde de la revuelta
cama senté,
mudo sombrío, la pupila inmóvil
clavada en la pared”.
Sin
embargo
“¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pase por el mundo,
quién se acordará?.”
Por
el momento, en este atardecer contagioso
en el que
“tengo alegre la tristeza y triste el vino.”
una
golondrina ha venido a posarse en mi balcón. De modo que entro en casa con la
esperanza de despertar mañana y cantar
“¡Qué hermoso es
ver el día
coronado de fuego levantarse,
y a su beso de lumbre
brillar las olas y encenderse el aire!”
Porque, en definitiva
“la brilladora lumbre es la alegría;
la temerosa sombra es el pesar.”
No
lo duden, nos lo dijo Bécquer:
“mientras haya esperanza y recuerdos
¡habrá poesía!”
y por supuesto, también a la inversa.
*Todos los versos que aparecen en este texto pertenecen
a "Rimas" de Gustavo Adolfo Bécquer, en edición de José Luis
Cano para la Editorial Cátedra (1982)
Luz en la pandemia (I)
Luz en la pandemia (II)