domingo, 17 de mayo de 2020

Luz en la pandemia (III)


En estos días de confinamiento, desde mi balcón, veo caer la tarde con un interés especial. Contemplo tranquilo y sin prisas la decadencia progresiva de la luz intentando desentrañar cada uno de los cambios insignificantes  que van encajándose  como si fueran finísimos eslabones de una hermosa leontina, formando así  el extraordinario espectáculo del proceso cotidiano del día  hacia las sombras.

Segundo a segundo el sol establece la marca rectilínea de una frontera móvil que avanza como lengua de  glaciar sin que apenas podamos percibirlo más que con nuestra obstinada atención. Esa linde entre la luz y el umbral de la noche se va ampliando hasta cobijar en una única umbría tejados, árboles, calles y toda criatura que en esos momentos críticos  acepta sin rechistar la ley inapelable de los astros.

Durante esta asombrosa transformación, y a pesar del momento excepcional, en estos días de primavera no es difícil relajar el celo en la contemplación de la pugna de la luz derrotada frente a las sombra, porque coincide con la aparición de decenas de golondrinas que surgen sin aviso de los velos invisibles del aire invadiendo el espacio detenido con su vuelo de delfín, siempre inquietas, enérgicas, ágiles y bulliciosas.

Y es que el espectáculo que ofrecen estas criaturas es difícilmente comparable a cualquier otro evento que sobrevenga con la mala fortuna de su coincidencia. Por eso, cuando quise reparar, el sol ya se había puesto y no pude consignar el instante de la delgadísima línea púrpura alumbrando el horizonte, porque no podía apartar la mirada de los trazos fugaces, de las diagonales imposible y de los requiebros audaces de decenas de golondrinas que se habían convocado en formidable algarabía de trisares y gorjeos.

Yo podría permanecer horas contemplándolas porque su presencia ilumina mis esperanzas y me ayuda a despejar  cualquier preocupación.  No en vano, la golondrina ha sido a lo largo de la historia una gran aliada de los hombres. Es símbolo de lealtad y de fidelidad, porque las golondrinas encuentran su pareja y conviven con ella toda la vida. Su comparecencia es señal marinera de la proximidad del hogar, signo de abrigo firme tras meses interminables de  hostilidad oceánica.

Según afirman los hombres de la mar, la golondrina  es también  el alma del  ahogado que emerge de las aguas para reposar eternamente entre los vientos de popa. La golondrinas son la manifestación deseada del final de las dificultades, el tótem o el premio que inviste a quien se le revela de amor infinito, promesa de éxito y fe de  victoria frente a las contrariedades.

Se lo he explicado a los míos, pero nadie me cree. Dicen que el confinamiento me está afectando y que debería entretenerme con otra cosa que no sean libros, que me va a pasar como a Don Quijote y que Netflix es una excelente alternativa, o incluso que aprenda a hacer bizcochos, pero no puedo negar la verdad, y por eso la escribo. Al menos quedará constancia de lo sucedido:

Mientras gozaba de la excepcional representación de la naturaleza en el centro urbano de mi ciudad, de entre todas las que revoloteaban, una golondrina vino a posarse en la barandilla de mi balcón. Tan solo permaneció a un metro de mí durante unos segundos, pero esos instantes me  parecieron una eternidad porque miró hacia la izquierda y poco después hacia el lado contrario, hasta que advertí que mantenía ostensiblemente la atención de su interés como si me escrutase  examinando detenidamente mi actitud, como si barajase la posibilidad de hacerme entrega de alguna de las benéficas virtudes que contiene la naturaleza de su leyenda,  apadrinando mi vida ya para siempre, como el oso cavernario transfiere su fuerza al chamán, como el águila real transmite su espíritu libre al guerrero.

Este asombroso acontecimiento ha supuesto el detonante gracias al cual voy a perder  lo poco que quedaba de  mi credibilidad. Podría silenciarlo, reprimirlo, guardarlo dentro de mí, pero necesito compartirlo por si algún alma caritativa, condescendiente y comprensiva, se apiada y decide darme unos golpecitos en la espalda, como el psiquiatra que apacigua el alma turbulenta  a su paciente.

Si alguien ha honorado a las golondrinas ese ha sido, sin duda alguna, el gran Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Quién no conoce la rima cincuenta y tres? Muchos podrían recitar de memoria esos versos desesperanzados, maravillosos, de palabras sencillas y musicalidad prodigiosa que han pasado a formar parte de nuestro patrimonio colectivo porque es un cántico que nos pertenece a todos;  un cántico en ocasiones denostado por la ignorancia  de aquellos sabihondos a la violeta que dicen estar de vuelta de todo, pero que en realidad no han ido jamás a ningún sitio.

Esos mismos que se pavonean de lo nuevo y desprecian la obra de Bécquer tachándola de poesía adolescente probablemente no habrán leído ni mucho ni poco de los ochenta y ocho rimas que reescribió de memoria, cuidadosamente, en una libreta de contabilidad rayada después de que saqueasen la casa de su protector donde custodiaba sus manuscritos. La libreta fue hallada en 1914 por el hispanista  Franz Schneideren en un rincón oscuro de los archivos de la Biblioteca Nacional.

El mismo Bécquer tituló la libreta como “Libro de los gorriones, colección de argumentos, ideas y planes de cosas diferentes que se concluirán o no según sople el viento”.  

Según sople el viento, dejándose llevar, navegando el aire, como las golondrinas. Al poco, el viento movió la veleta de la muerte. La tuberculosis se lo llevó dos años después.

Estoy convencido de que en estos tiempos de dolor colectivo la golondrina de mi balcón me devolvió a los versos de Bécquer. Y me han redimido, porque su poesía es luminosa. La luz  becqueriana es  "alta luna” “luz tibia y serena”. Sus poemas son sentimiento sin artificio.

Machado dijo de su paisano que “ es el ángel de la verdadera poesía”,  arraigada en lo profundo del cantar popular, honda como la expresión verdadera del pueblo, que expresa la “palabra esencial en el tiempo” sin decir más de lo necesario, intensamente, y en ocasiones desesperada y dramáticamente.

La rima XXVI es toda una declaración de su poética

Tu sabes y yo sé que en esta vida,

con genio es muy contado el que escribe,

y con oro cualquiera hace poesía

 

Y es que los versos que salvó Bécquer en el  “Libro de los gorriones” son luminosos y  nos llegan como

hilo de luz que en haces

los pensamientos ata;

sol que las nubes rompe

y toca en el cenit.”

 

A veces la luminosidad  de sus palabras nos coloca en nuestro justo lugar; nos recuerda qué somos y quiénes somos  porque

yo soy un sueño, un imposible,

vano fantasma de niebla y luz.”…

 

A pesar de todo

mientras las ondas de la luz al beso

palpiten encendidas :

mientras el sol las desgarradas nubes

de fuego y oro vista.”

siempre hallaremos luz en el camino.

 

El  poderío poético de Bécquer llega a enfrentar la metáfora manriqueña del río y de la vida para transformarla y proponernos -nuevamente sirviéndose de  la luz- que

al brillar el relámpago nacemos,

y aún dura fulgor cuando morimos

¡tan corto es el vivir!.”

 

( Jorge Luis Borges, que lo leyó casi todo, creo que murió sin conocer estos versos. De ser así hubiese destronado con su juicio la grandiosa creación de  Manrique y hubiese elevado a categoría de metáfora fundamental la del brillante Bécquer.)

 

Y ahora, en este preciso instante, cuando ya la oscuridad me impide leer y escribir,  reparo en que he escrito todo esto porque

expiraba la luz y en mis balcones

reía el sol.”

 

Porque

dejé la luz a un lado

 y en el borde de la revuelta cama senté,

mudo sombrío, la pupila inmóvil

clavada en la pared”.

 

Sin embargo

¿Quién, en fin, al otro día,

cuando el sol vuelva a brillar,

de que pase por el mundo,

quién se acordará?.”

 

Por el momento, en este atardecer contagioso  en el que

tengo alegre la tristeza y triste el vino.”

una golondrina ha venido a posarse en mi balcón. De modo que entro en casa con la esperanza de  despertar mañana y cantar

 “¡Qué hermoso es ver el día

coronado de fuego levantarse,

y a su beso de lumbre

brillar las olas y encenderse el aire!

 

 Porque, en definitiva

la brilladora lumbre es la alegría;

la temerosa sombra es el pesar.”

 

No lo duden, nos lo dijo Bécquer:

mientras haya esperanza y recuerdos

 ¡habrá poesía!


y por supuesto, también a la inversa.



*Todos los versos que aparecen en este texto pertenecen
a "Rimas" de Gustavo Adolfo Bécquer, en edición de José Luis
Cano para la Editorial Cátedra (1982)


Luz en la pandemia (I)

Luz en la pandemia (II)


martes, 12 de mayo de 2020

Capricho manriqueño



Cuando Francis Scott Fitzgerald encontró en la cueva el manuscrito de “El curioso caso de Benjamin Button” decidió eliminar sabiamente, sin dejar rastro de ellas, las causas reales del progresivo rejuvenecimiento de su criatura, un proceso ya de sobras conocido por todo lector que se precie y que le llevó, después de gozar y sufrir una larga vida, a reposar sus últimos días en una cuna.

De ahí que Fitzgerald se viese obligado a hilar una gran patraña sobre la oscura y extraña enfermedad llamada progeria, que propició  el nacimiento de un anciano y la muerte de un bebé octogenario.

A pesar de las múltiples presiones y llamadas de personalidades influyentes tanto de la cultura como de la política y de la ciencia médica,  Scott Fitzgerald se negó siempre a desvelar de la verdadera historia del ínclito Button las causas reales de tan excepcional involución.

Nadie podrá reprochar nunca al autor norteamericano su pertinaz tozudez porque, de haber dado su brazo a torcer, el mundo entero hubiese tenido que asistir, consternado, al desentrañamiento de unos de los misterios más antiguos de la humanidad, de cuya ignorancia han dependido en gran parte  la tranquilidad de nuestros espíritus y la ingenua voluntad  con que hemos llevado adelante nuestras existencias.

Apenas un puñado de mentes clarividentes, y quizás insensatas,  dejaron constancia de tales misterios y he aquí que Fitzgerald, en uno de sus viajes a Europa, dio con la clave mientras leía unos  viejos poemas medievales,  todavía encuadernados en ajada piel de cordero, que halló en un el baúl dormido de un  desván, en lo más inaccesible de la sierra de Segura.

Las andanzas y pesquisas de Fitzgerald por los montes españoles han permanecido hasta este momento inéditas, pero son tan ciertas como que Benjamin Button, en realidad, nació en el año 1836, en una de esas casas americanas de estilo gótico carpintero que construyó su padre, Mr. Thomas Button,  en la localidad de  Pilottown, una pequeña ciudad al sur de Nueva Orleans, el  último lugar poblado del Delta del río Mississipi poco antes de desembocar en la Jefatura de Passes, en el Golfo de Méjico.

Como todo el mundo sabe, pocos días después de su nacimiento, el bebé anciano Benjamin fue abandonado por su progenitor en una residencia geriátrica.  El autor, a partir de este momento,  consciente de las graves consecuencias que supondría para la humanidad la revelación del auténtico devenir de Button, decidió, con muy buen criterio, diseñar un progreso vital a su personaje muy diferente al que en realidad, en sus poco más de ochenta años, vivió.

Yo no voy a dar cuenta de esa vida. Ni dispongo de información para ofrecer todos los detalles, ni mi vocación es el género biográfico. Sin embargo, ahora que el ser humano ha llegado a un estadio de madurez espiritual; ahora que somos capaces, tanto colectiva como individualmente, de resistir con sabiduría existencial los descubrimientos relacionados con nuestro destino, creo que estoy en disposición de revelar, sin temer a  repercusiones posteriores, que Benjamin  Button desarrolló toda su vida en diferentes ciudades a lo largo del río Mississippi.

Así, por ejemplo, es necesario que sepan que  la infancia senecta de Button transcurrió en Jackson, Mississipi.  Al cumplir los 16 años, en plena adolescencia con aspecto de jubilado, se trasladó a  Helena, al sur de Memphis, donde se enamoró perdidamente en tres o cuatro ocasiones con escaso éxito. Al cumplir la mayoría de edad, por causas que ahora no vienen a cuento, se trasladó a Sant Lois y poco más tarde a Davenport. Entre estas dos ciudades  desarrolló buena parte de su vida siempre en constante y asombroso rejuvenecimiento.

El siguiente destino sería Sant Paul, la ciudad gemela de Minneapolis, que alternaría con frecuentes estancias más hacia al sur, en Davenport, debido, probablemente a razones amorosas, pues ya, en estos momentos, aunque su edad ya le aproximaba a desesperantes estados de  andropausia, las células de nuestro Benjamin se multiplicaban y se renovaban sin cesar, proporcionándole un aspecto de joven púber en plena revolución hormonal.

Entrado en los 70 años, durante la presidencia de Theodore Roosevelt,   no pasaría mucho tiempo en transformar  su interés por las jovencitas  en verdadera afición por la pesca. Las aguas oscuras del lago Winnibigogish le verían lanzar con verdadera pericia su larga caña de carrete rápido.

Al cumplir los 82 años, Benjamin Button era un bebé lactante. Expiró mientras dormía plácidamente en la cuna de su habitación, tenuemente iluminada, en la que descansó sus últimas noches arrullado por el sonido de las secuoyas gigantes que silbaban junto al lago Itasca, fuente y manantial del gran río Mississipi, que muere en el océano justo en el lugar donde vio por vez primera la luz del cielo el  avejentado de Benjamin Button para remontar, a lo largo del tiempo,  sus más de 3700 km con la única finalidad de restaurar, a costa de su último aliento, los preceptos sagrados e inalterables de la ley de la vida.

Y esta es la verdadera historia de Benjamin Button. Ahora ya saben por qué el señor Fitzgerald  decidió distorsionarla. Es de justicia agradecer su sensibilidad.

martes, 5 de mayo de 2020

Los novios de la muerte



Me había propuesto no escribir temas estrictamente políticos durante el tiempo de confinamiento pero, ayer tarde, momento  en el que Esquerra Republicana de Catalunya anunció que mañana día 6 de mayo votará en contra de prorrogar el estado de alarma, se me  anudó el estómago y empecé a experimentar una angustia muy parecida a la que los mismos políticos del mismo partido, en compañía de jxCat y la CUP,  me sometieron hace ya unos años; una sensación de incertidumbre y desasosiego que me bloquea, saca lo peor de mí, y me sume en momentos de depresión porque me provoca desconfianza, ira, miedo, e incomprensión, los sentimientos de los que se valen las ideologías más perniciosas que ha sufrido la humanidad bajo el gobierno de quienes las propiciaron para hacerse con el poder.

Quien no viva en Catalunya no conoce bien al militante o dirigente de ERC. Su trayectoria les avala. Fueron el dique  en  el que se parapetó la burguesía catalana en las primeras décadas del siglo XX para contener el movimiento obrero y neutralizar su llegada al poder.  Son un partido surgido de aquel  otro partido 'Estat Català' de los hermanos Badia (en la foto), que se organizaban en escuadrones paramilitares con la aquiescencia de Companys para detener sumariamente a sindicalistas en las calles y someterles a simulacros de fusilamiento. A la orden de ¡foc!, lanzaban piedrecitas en sus espaldas. Así nació ERC, así era ERC. Hace bien pocos días las juventudes del partido, con presencia telemática  de destacados dirigentes de ERC y JxCat  organizaron un sentido homenaje a esos dos adalides de la izquierda, de las libertades y de la democracia.

Hoy día el militante y votante de ERC suele ser un pequeño mediano burgués, comerciante, profesional liberal, pequeño empresario de fuertes convicciones neoliberales, educado en su gran mayoría por frailes de  órdenes religiosas de profundas raíces catalanas, viajado, leído, que alberga en lo más hondo un sentido supremacista de la existencia que nunca disimula. Es decir, cree a ciencia cierta -y no hay nada que le haga cambiar de opinión- que un catalán es mejor que un español por el hecho de serlo. A pesar de ser señores y señoras muy leídos, creen que un día llegaran a ser rubios de ojos azules, como sus admirados escandinavos;  negarán siempre la parte que les corresponde de genes árabes, se sienten identificados con la causa sionista y jamás han movido un dedo por la liberación del pueblo palestino. En esto coincide con los militantes de JxCat. Lo que les diferencia de ellos es que también se creen mejores que sus compañeros de viaje. Y es que los militantes y los políticos de ERC creen que las siglas de su partido les convierte por defecto en personas con ideología de izquierdas, aunque su modo de comportarse, sus  acciones y su actividad política les desmientan. Creen, así, que ostentan frente a sus pretendidos contrincantes nacionalcatalanistas  la superioridad moral que ofrece el ideario de las izquierdas.

Los  políticos y los militantes de ERC suelen ser nacionalistas tremendamente altivos, desdeñosos con sus contrarios, orgullosos, ladinos, desleales, insolidarios con los débiles  y comprensivos con los poderosos. Sus opiniones se fundamentan en una sabiduría natural que la naturaleza ha tenido a bien concederles. Cuando discuten mantienen siempre unas formas exquisitas pero no miran a los ojos y si sus argumentos se ven superados jamás conceden la razón y hacen lo  posible por convertir el debate en una afrenta hacia ellos. Son grandes usuarios del ad hominem, eluden sus responsabilidades  en la derrota y actúan con  soberbia en la victoria. Muchos de ellos son racistas, aunque no lo saben,  y a menudo se quejan de la incivilidad de otros mientras se saltan el turno en una fila.

ERC jamás ha hecho suyas reivindicaciones de los trabajadores. Su creencia en las grandezas del neoliberalismo se lo impide. ERC diseñó hace unos meses una ley (la ley Aragonés) que adelantaba por la derecha los recortes de Artur Mas. ERC ha permitido que el gobierno del que forman parte pague con dinero público  a la sanidad privada 40.000 euros por cada cama ocupada en UCI durante la pandemia. ERC arremete constantemente contra Ada Colau en el ayuntamiento de Barcelona, a menudo con artes propias del filibusterismo más vergonzoso, mientras gobierna con la derecha catalana. ERC impidió en 2018 un gobierno desahogado de izquierdas votando en contra de los presupuestos más sociales desde el crack de 2008, votando lo mismo que VOX, PP y C’s. ERC se pasó la democracia por el arco del triunfo en los sucesos del Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017.  ERC pasó por encima de la voluntad de más de la mitad de los catalanes, poniendo seriamente en peligro la convivencia  y generando una grieta social que tardará años en cerrarse.

ERC mañana votará de nuevo junto a la peor derecha de Europa contra la prórroga del estado de alarma tres semanas después de que su líder dijese en  el Parlamento “votamos sí al estado de alarma porque es la única herramienta que tenemos  para no quedaros sin Estado”. Pero ERC no se despeina.  Siguen intentando convencernos de que son un partido de izquierdas al mismo tiempo que desprecian -como los legionarios- la muerte, la salud de millones de personas,  unas mínimas garantías para la gente ante  la crisis económica y social que ya tenemos a las puertas.  Ya ni me pregunto por los motivos de su voto. Me dan exactamente igual. No voy a perder un minuto en especular, porque al final  lo que cuenta son las consecuencias.

Estoy desolado, con un nudo en el estómago que no se me deshace a causa de estos tipos, de la misma gente que me provocó la misma angustia e incertidumbre hace unos años. En algún  momento llegué a creer en la sinceridad del apoyo de ERC al primer gobierno de coalición de izquierdas que ha tenido España desde la II República. Pero como era de temer, están actuando igual que hace un siglo, debilitando al Estado, poniendo en riesgo la legislatura,  atacando  a quienes pueden poner en marcha políticas a favor de los más débiles en momentos tan extraordinariamente graves como los que estamos viviendo  y, por el contrario, ejerciendo de mamporreros al servicio de  los que hacen política solo y exclusivamente para defender a los poderosos. 

Pero, ¡eh! que som d’esquerres, que quedi  clar.

Desde aquí mi más sincero desprecio.