Cuando
Francis Scott Fitzgerald encontró en la cueva el manuscrito de “El curioso caso de Benjamin Button” decidió eliminar sabiamente, sin dejar rastro de
ellas, las causas reales del progresivo rejuvenecimiento de su criatura, un
proceso ya de sobras conocido por todo lector que se precie y que le llevó,
después de gozar y sufrir una larga vida, a reposar sus últimos días en una
cuna.
De ahí que
Fitzgerald se viese obligado a hilar una gran patraña sobre la oscura y extraña
enfermedad llamada progeria, que propició el nacimiento de un anciano y la muerte de un
bebé octogenario.
A pesar de
las múltiples presiones y llamadas de personalidades influyentes tanto de la
cultura como de la política y de la ciencia médica, Scott Fitzgerald se negó siempre a desvelar de la verdadera historia del ínclito Button las causas reales de tan excepcional
involución.
Nadie podrá
reprochar nunca al autor norteamericano su pertinaz tozudez porque, de haber
dado su brazo a torcer, el mundo entero hubiese tenido que asistir,
consternado, al desentrañamiento de unos de los misterios más antiguos de la
humanidad, de cuya ignorancia han dependido en gran parte la tranquilidad de nuestros espíritus y la ingenua voluntad con que hemos llevado adelante nuestras existencias.
Apenas un
puñado de mentes clarividentes, y quizás insensatas, dejaron constancia de tales misterios y he
aquí que Fitzgerald, en uno de sus viajes a Europa, dio con la clave mientras leía unos viejos poemas medievales, todavía encuadernados en ajada piel de cordero, que halló en un el baúl dormido de un desván, en lo más inaccesible de la sierra de Segura.
Las andanzas y pesquisas de Fitzgerald por los montes españoles han permanecido hasta este momento inéditas, pero son tan ciertas
como que Benjamin Button, en realidad, nació en el año 1836, en una de esas
casas americanas de estilo gótico carpintero que construyó su padre, Mr. Thomas
Button, en la localidad de Pilottown, una pequeña ciudad al sur de Nueva
Orleans, el último lugar poblado del
Delta del río Mississipi poco antes de desembocar en la Jefatura de Passes, en
el Golfo de Méjico.
Como todo el
mundo sabe, pocos días después de su nacimiento, el bebé anciano Benjamin fue
abandonado por su progenitor en una residencia geriátrica. El autor, a partir de este momento, consciente de las graves consecuencias que
supondría para la humanidad la revelación del auténtico devenir de Button,
decidió, con muy buen criterio, diseñar un progreso vital a su personaje muy
diferente al que en realidad, en sus poco más de ochenta años, vivió.
Yo no voy a
dar cuenta de esa vida. Ni dispongo de información para ofrecer todos los
detalles, ni mi vocación es el género biográfico. Sin embargo, ahora que el ser humano ha llegado a un estadio de madurez
espiritual; ahora que somos capaces, tanto colectiva como individualmente, de
resistir con sabiduría existencial los descubrimientos relacionados con nuestro
destino, creo que estoy en disposición de revelar, sin temer a repercusiones
posteriores, que Benjamin Button
desarrolló toda su vida en diferentes ciudades a lo largo del río Mississippi.
Así, por
ejemplo, es necesario que sepan que la
infancia senecta de Button transcurrió en Jackson, Mississipi. Al cumplir los 16 años, en plena adolescencia
con aspecto de jubilado, se trasladó a
Helena, al sur de Memphis, donde se enamoró perdidamente en tres o
cuatro ocasiones con escaso éxito. Al cumplir la mayoría de edad, por causas
que ahora no vienen a cuento, se trasladó a Sant Lois y poco más tarde a
Davenport. Entre estas dos ciudades desarrolló
buena parte de su vida siempre en constante y asombroso rejuvenecimiento.
El siguiente
destino sería Sant Paul, la ciudad gemela de Minneapolis, que alternaría con frecuentes
estancias más hacia al sur, en Davenport, debido, probablemente a razones
amorosas, pues ya, en estos momentos, aunque su edad ya le aproximaba a desesperantes
estados de andropausia, las células de
nuestro Benjamin se multiplicaban y se renovaban sin cesar, proporcionándole un
aspecto de joven púber en plena revolución hormonal.
Entrado en
los 70 años, durante la presidencia de Theodore Roosevelt, no
pasaría mucho tiempo en transformar su
interés por las jovencitas en verdadera
afición por la pesca. Las aguas oscuras del lago Winnibigogish le verían lanzar
con verdadera pericia su larga caña de carrete rápido.
Al cumplir
los 82 años, Benjamin Button era un bebé lactante. Expiró mientras
dormía plácidamente en la cuna de su habitación, tenuemente iluminada, en la
que descansó sus últimas noches arrullado por el sonido de las secuoyas
gigantes que silbaban junto al lago Itasca, fuente y manantial del gran río
Mississipi, que muere en el océano justo en el lugar donde vio por vez primera
la luz del cielo el avejentado de Benjamin
Button para remontar, a lo largo del tiempo, sus más de 3700 km con la única finalidad de restaurar, a costa
de su último aliento, los preceptos sagrados e inalterables de la ley de la
vida.
Y esta es la
verdadera historia de Benjamin Button. Ahora ya saben por qué el señor Fitzgerald
decidió distorsionarla. Es de justicia
agradecer su sensibilidad.
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