martes, 12 de mayo de 2020

Capricho manriqueño



Cuando Francis Scott Fitzgerald encontró en la cueva el manuscrito de “El curioso caso de Benjamin Button” decidió eliminar sabiamente, sin dejar rastro de ellas, las causas reales del progresivo rejuvenecimiento de su criatura, un proceso ya de sobras conocido por todo lector que se precie y que le llevó, después de gozar y sufrir una larga vida, a reposar sus últimos días en una cuna.

De ahí que Fitzgerald se viese obligado a hilar una gran patraña sobre la oscura y extraña enfermedad llamada progeria, que propició  el nacimiento de un anciano y la muerte de un bebé octogenario.

A pesar de las múltiples presiones y llamadas de personalidades influyentes tanto de la cultura como de la política y de la ciencia médica,  Scott Fitzgerald se negó siempre a desvelar de la verdadera historia del ínclito Button las causas reales de tan excepcional involución.

Nadie podrá reprochar nunca al autor norteamericano su pertinaz tozudez porque, de haber dado su brazo a torcer, el mundo entero hubiese tenido que asistir, consternado, al desentrañamiento de unos de los misterios más antiguos de la humanidad, de cuya ignorancia han dependido en gran parte  la tranquilidad de nuestros espíritus y la ingenua voluntad  con que hemos llevado adelante nuestras existencias.

Apenas un puñado de mentes clarividentes, y quizás insensatas,  dejaron constancia de tales misterios y he aquí que Fitzgerald, en uno de sus viajes a Europa, dio con la clave mientras leía unos  viejos poemas medievales,  todavía encuadernados en ajada piel de cordero, que halló en un el baúl dormido de un  desván, en lo más inaccesible de la sierra de Segura.

Las andanzas y pesquisas de Fitzgerald por los montes españoles han permanecido hasta este momento inéditas, pero son tan ciertas como que Benjamin Button, en realidad, nació en el año 1836, en una de esas casas americanas de estilo gótico carpintero que construyó su padre, Mr. Thomas Button,  en la localidad de  Pilottown, una pequeña ciudad al sur de Nueva Orleans, el  último lugar poblado del Delta del río Mississipi poco antes de desembocar en la Jefatura de Passes, en el Golfo de Méjico.

Como todo el mundo sabe, pocos días después de su nacimiento, el bebé anciano Benjamin fue abandonado por su progenitor en una residencia geriátrica.  El autor, a partir de este momento,  consciente de las graves consecuencias que supondría para la humanidad la revelación del auténtico devenir de Button, decidió, con muy buen criterio, diseñar un progreso vital a su personaje muy diferente al que en realidad, en sus poco más de ochenta años, vivió.

Yo no voy a dar cuenta de esa vida. Ni dispongo de información para ofrecer todos los detalles, ni mi vocación es el género biográfico. Sin embargo, ahora que el ser humano ha llegado a un estadio de madurez espiritual; ahora que somos capaces, tanto colectiva como individualmente, de resistir con sabiduría existencial los descubrimientos relacionados con nuestro destino, creo que estoy en disposición de revelar, sin temer a  repercusiones posteriores, que Benjamin  Button desarrolló toda su vida en diferentes ciudades a lo largo del río Mississippi.

Así, por ejemplo, es necesario que sepan que  la infancia senecta de Button transcurrió en Jackson, Mississipi.  Al cumplir los 16 años, en plena adolescencia con aspecto de jubilado, se trasladó a  Helena, al sur de Memphis, donde se enamoró perdidamente en tres o cuatro ocasiones con escaso éxito. Al cumplir la mayoría de edad, por causas que ahora no vienen a cuento, se trasladó a Sant Lois y poco más tarde a Davenport. Entre estas dos ciudades  desarrolló buena parte de su vida siempre en constante y asombroso rejuvenecimiento.

El siguiente destino sería Sant Paul, la ciudad gemela de Minneapolis, que alternaría con frecuentes estancias más hacia al sur, en Davenport, debido, probablemente a razones amorosas, pues ya, en estos momentos, aunque su edad ya le aproximaba a desesperantes estados de  andropausia, las células de nuestro Benjamin se multiplicaban y se renovaban sin cesar, proporcionándole un aspecto de joven púber en plena revolución hormonal.

Entrado en los 70 años, durante la presidencia de Theodore Roosevelt,   no pasaría mucho tiempo en transformar  su interés por las jovencitas  en verdadera afición por la pesca. Las aguas oscuras del lago Winnibigogish le verían lanzar con verdadera pericia su larga caña de carrete rápido.

Al cumplir los 82 años, Benjamin Button era un bebé lactante. Expiró mientras dormía plácidamente en la cuna de su habitación, tenuemente iluminada, en la que descansó sus últimas noches arrullado por el sonido de las secuoyas gigantes que silbaban junto al lago Itasca, fuente y manantial del gran río Mississipi, que muere en el océano justo en el lugar donde vio por vez primera la luz del cielo el  avejentado de Benjamin Button para remontar, a lo largo del tiempo,  sus más de 3700 km con la única finalidad de restaurar, a costa de su último aliento, los preceptos sagrados e inalterables de la ley de la vida.

Y esta es la verdadera historia de Benjamin Button. Ahora ya saben por qué el señor Fitzgerald  decidió distorsionarla. Es de justicia agradecer su sensibilidad.

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