De nuevo, una vez más,
he dejado la política. ¡A mi edad! Me reintegré con ganas, ilusionado, porque todo estaba por
hacer. Ni si quiera teníamos local. Las primeras reuniones las
celebrábamos en un bar, pero después de la tercera tuvimos que cambiar, porque el dueño no estaba
dispuesto a que calentásemos el asiento durante horas, solamente con un cortadito en la mesa, a lo sumo dos.
Celebramos la cuarta al lado de la competencia. Fue un buen
cambio; jamás nos dijeron nada, y no nos ponían mala cara. Además, allí apareció un compañero nuevo. Era ya mayor,
pasada la madurez, cercano a la
jubilación. Se presentó diciendo “Hola, buenas tardes. Me llamo A. Carmona. Soy anarquista y soy roquero”.
Era un buen tipo.
Lucía una barbita de chivo, un triángulo perfecto siempre bien peinado, de color pajizo, que recogía en el vértice con un cordelito de colores. Todo el conjunto era un entrañable vestigio de juventud. Vestía siempre una vieja cazadora de piel marrón
que nunca se quitaba. Conducía un SEAT Toledo, de color blanco, de los primeros que
salieron, ahora ya medio desvencijado, en el que solía llevar de un lugar a
otro a su mujer, una cubana que limpiaba escaleras.
Un día nos explicó que
le perseguían, que lo había denunciado al Ayuntamiento pero que no sirvió de nada. Incluso se habían reído
de él. Parece ser que al pobre lo arruinaron. El mismo Ayuntamiento le multó
porque no respetó las normas urbanísticas en la construcción de tres casas de
su propiedad, de manera que en la multa perdió, antes de intentar venderlas, todos sus ahorros invertidos. Decía cada cinco minutos que en cuanto su costilla reuniese un poco de dinero se
volvía a su Andalucía, que en Catalunya
no hay más que ladrones y que son de los peores, porque son los que mandan.
A. Carmona se quejaba de que le habían tomado el pelo porque quien de verdad incumplió las
normas fue un restaurante anejo a su obra, cuyo propietario es amigo de la
alcaldesa. Según contaba, fue el propietario del
negocio quien en realidad estableció la
anchura ilegal de la acera debida a una ampliación una tanto opaca para la que no
había solicitado permiso ninguno, gracias a la cual pudo levantar una carpa muy vistosa, lucrativa, ideal para bodas, bautizos y comuniones.
Por eso A. Carmona nos cedía una
de esas casas para celebrar nuestras reuniones, que construyó invirtiendo todos sus ahorros; una casa
deshabitada, sin muebles, solamente las paredes, el ladrillo y el yeso. En
los rincones asomaban, todavía colgando, los tubos coarrugados de color rojo
que protegen el cableado,
a la espera de que algún electricista
instalase los enchufes.
A pesar de todo, celebramos unas cuantas reuniones en aquel lugar que estaba todavía por
hacer.
Cada vez que se convocaban teníamos que
llevar cada uno nuestra silla, como en los cines antiguos de pueblo. A mí me gustaba. Me hacía sentir bien. Pasábamos mucho frío, mucho. Nadie se
quitaba el abrigo y todos permanecíamos sentados, encogidos, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos de los abrigos,
exhalando vaho o protegiendo la cara y el cuello con una bufanda, bajo la luz exangüe de la única bombilla viva, alrededor de dos tablas
sucias que habían utilizado los albañiles como andamios, y que cumplían las funciones de mesa gracias a dos caballetes.
En los meses de mi militancia llegamos a ser poco más
de una docena de afiliados, compuesta
por un sindicalista jubilado, jubilados en general, licenciados en paro, un
ingeniero municipal despechado, un guardia urbano con la baja permanente, dos
estudiantes de máster, la madre de uno de esos estudiantes, escritora de fines
de semana y tertuliana en la radio municipal; una modista que trabajaba para productoras de cine, un graduado
medio en farmacia, analfabeto funcional pero que había desarrollado una gran vocación de político al uso; un diseñador, y un tipo de mediana edad que
llamaba la atención porque lucía una melena extraordinariamente larga y blanca, de
un blanco nebuloso, y una barba matusalénica, igualmente blanca, que le confería una imagen de viejo hippie, de
gurú de las montañas o de ermitaño
brahamánico.
Este compañero casi nunca hablaba, y cuando lo hacía siempre
decía que no le gustaban los líderes, ni si quiera los que elegía la asamblea.
Una noche salíamos todos de la casa y vimos cómo abría con su llave
electrónica la puerta de un estupendo Audi TT de color rojo pintalabios. Un compañero le
dijo, riendo a carcajadas “¡Joder, vaya
carro que llevamos, eh!”. El otro no dijo nada. Arrancó y desapareció, muy
prudente, calle abajo.
Se sucedieron reuniones
cada semana y poco a poco, de manera natural, se formaron tres grupitos, cada
uno de ellos con diferentes ambiciones secretas, jamás compartidas ni confesadas en público.
Unos querían presentarse a toda costa para joder a la actual alcaldesa. Otros
querían entrar a gobernar el Ayuntamiento, porque estaban parados, o porque algún
familiar lo estaba. Y otros querían trabajar
para transformar y cambiar la sociedad. No sabíamos ni cómo ni por qué,
ni siquiera si parte de la población lo necesitaba o aspiraba a ello. La cuestión era transformar. Así lo veía
yo. Yo pertenecía al tercer grupo y
abogaba por no presentarnos este año y trabajarnos a fondo el municipio. Por
eso los miembros de los otros dos grupitos
entorpecían nuestra estrategia de las maneras más variadas e
imaginativas. Perdían las actas de reuniones anteriores en las que ganábamos
votaciones; nos negaban el censo de militantes; cambiaban de orden del día, y cosas así.
Uno de mis aliados era
precisamente el de las carcajadas, quien
constantemente asentía todas y cada una de mis intervenciones. Él decía que era
diseñador y que trabajaba en el mismo negocio que su mujer. Según nos explicaba, él mismo se encargaba de
buscar clientes y ella les procuraba el
servicio que contrataban. También tenía el pelo largo, pero no tanto como el gurú y se lo recogía con una coleta. Era un
poco mayor que yo, aunque no mucho. Como ya he dicho, reía siempre, con gran escándalo, muy
forzado. Creo que todo el mundo se daba cuenta de que sus risas se
gestaban más en su voluntad que en su
espontaneidad. Cuando yo hablaba nunca reía. Asentía, solamente asentía.
Una noche fría, una de
las más frías, llevé a la reunión una
propuesta muy trabajada. Estuve elaborándola durante toda la semana. La fotocopié en mi lugar de trabajo, a
riesgo de que me sorprendiesen, pero "¡qué diablos!", pensé, "la revolución
implica riesgo".
El día señalado repartí
las copias entre mis compañeros y expuse todo el plan. Triunfé.
Nadie podía negar que era lo mejor que hasta ahora se había presentado como
plan de organizativo y de acción . Al salir, mi alegre y fiel camarada me cogió del brazo y me llevó unos metros más
allá de la puerta, apartándome de todos los demás. (Al finalizaban las
reuniones solíamos permanecer unos
minutos a la puerta de la casa, bromeando
y comentando cualquier cosa). Esa noche
me dijo en privado, mientras los dos zapateábamos el asfalto muertos de frío, que yo era un líder nato, que en su vida había
visto una cosa igual, y que ya le había hablado de mi a su mujer, la cual
quería, a toda costa, a la mayor urgencia posible, conocerme, ya.
Y así fue. Cursó, via whatsapp, una invitación en toda regla para tomar café en su casa, porque su mujer estaba delicada de
salud y no podía salir. Por supuesto, yo acepté, encantado. No todos los días
aparecen admiradores tan apasionados e incondicionales.
Y allí me presenté. Era
una gran vivienda, un chalet de tres plantas, rematado por un tejado de pizarra a dos aguas. Formaba
parte de una urbanización a las afueras del pueblo y lindaba con un tupido bosque de pinos. El jardín era amplio, pero lo encontré muy dejado. Sobre
la mala hierba se podían ver hierros
esparcidos, restos de columpios de plástico, una gran piscina hinchable deshinchada,
arrugada sobre el suelo mordido. Me pareció la piel seca de un animal muerto.
También vi unas cajas de madera que
podrían haber sido panales, pero que ahora parecían palomares sucios. El muro
estaba sin pintar, construido con mahones grises de los que su utilizan para levantar naves industriales. Palas, rastrillos, una
carretilla metálica de una rueda -pinchada-, y herramientas de diferente clase y
tamaño ocupaban, esparcidas por toda la superficie, lo que hace algún tiempo, seguramente, fue un hermoso jardín.
Salió a recibirme y
alabó mi puntualidad inglesa. La habitación donde nos metimos era muy luminosa
y espaciosa, presidida por una gran chimenea en el centro. Alrededor de la
chimenea había dos grandes mesas de
escritorio sobre las que reposaban dos ordenadores con sus pantallas. Otra mesa
más, separada del resto, hacía las veces
de comedor. Todo estaba patas por hombro, sumido en un gran desorden. Pensé que
hacía semanas que nadie limpiaba. “Bonita casa”, le dije. Me contestó que no
era suya, que era de alquiler de renta baja. Entonces se abrió la puerta y
entró una mujer obesa, de una obesidad mórbida.
Apenas podía caminar. Cada paso
que conseguía dar le provocaba un resuello de fuelle. Se
acercó a mí y me dio dos besos. Olía a sudor. Toda ella olía a sudor. Apenas
tenía pelo. Le caían unas pocas greñas grises y lacias sobre las mejillas pero su cabello no lograba cubrir la piel del
cráneo. Era mucho mayor que él. Me
sonrió y me invitó a sentarme y a tomar un té que cultivaba y recolectaba ella misma. Mientras tomábamos el té, ambos se
hicieron bromas procaces, de un modo muy ostentoso, relacionadas con los pechos de ella y con lo bien que
se lo pasaban “haciendo cositas en la cama”. Creo que lo decían para aleccionarme de que el aspecto y la edad no
importan si la llama se mantiene encendida.
Al poco, gracias a uno
de los múltiples cambios de tercio en la conversación, la mujer cerró muy fuerte los ojos, colocó las
manos sobre la mesa y un par de segundos después me miró muy fijamente. Sonrió y me dijo : “Tu eres un ser de luz. Eres como Pablo, un
guerrero de la luz. El mundo necesita de vuestra luz y de vuestra fuerza para
echar del poder a esa cuadrilla de
delincuentes que nos asola”. No supe qué
decir. Creo que sonreí estúpidamente, o que esbocé una mueca acobardada, lo contrario que mi compañero, su
marido, que soltó otra de sus carcajadas. “¡Te lo dije nena! ¡Pocas veces me
equivoco!¡ Es un guerrero de la luz!”.
Permanecí en la casa
cerca de dos horas. Durante ese tiempo la mujer, de la que he olvidado el nombre por completo, me explicó que yo era
el último de todos los que formábamos el grupo que había pasado por su casa, que estaba expectante porque ya
había identificado a tres ángeles de luz más y que, sin duda, después de conocerme a mí, estaba absolutamente convencida de que con nosotros todo
iba a cambiar. Sobre todo, gracias a una de las licenciadas en paro que integraban el partido -ni más ni menos que
mi enemiga acérrima, parte fundamental del grupito que buscaba trabajo público
a toda costa. En relación a ella, la mujer afirmó que era un ser celestial, una
auténtico ángel luminoso y que todos los demás debíamos seguirla. Sin embargo,
de repente se puso muy seria; volvió a
cerrar los ojos muy fuerte y sin
abrirlos me dijo que entre todos los miembros del grupo había algunos guerreros
de los oscuro, y que con urgencia debíamos de librarnos de ellos, pues de lo
contrario contaminarían con su sombra perversa la pureza de nuestra alma y, por
tanto, constituirían un verdadero inconveniente para nuestros objetivos revolucionarios
y de transformación social.
Asentí, miré el reloj y
les dije que tenía que marcharme con urgencia, que se había hecho tarde y me
esperaban. Al llegar a mi casa me di una buena ducha. Después me serví un
whisky de los caros; creo que fueron cuatro, no estoy seguro, porque me
desperté ya por la mañana, tumbado sobre el sofá, escuchando la voz en off de la Teletienda. La decisión estaba tomada. Bajaría al garaje,
abriría el maletero y recuperaría la silla de las reuniones para colocarla de nuevo en el comedor de mi casa. Echaré de menos a A. Carmona, anarquista y roquero.