martes, 28 de septiembre de 2021

Aramburu, Gomá y "Los vencejos"

 


Nadie con la necesidad acuciante de un jornal mensual y la amenaza diaria del despido se puede permitir el lujo del existencialismo. Nadie cuyo patrimonio consiste en  el sueldo mínimo interprofesional o una paupérrima pensión tiene tiempo o ganas de reflexionar sobre los dilemas vivenciales del ser humano.  Nadie con una familia a su cargo que haya visitado alguna vez  un local de Cáritas para poder alimentarla  se pregunta por el absurdo de la existencia, por la libertad del individuo o por la verdadera esencia de la vida. La angustia diaria que experimentan estas personas no fue objeto de la obra de Kierkegard, Nietzsche, Shopenhauer o Sartre, algunos de los existencialistas más célebres. Los humildes no pueden permitirse ni el lujo de la presunción ni el de la desesperación. La gente corriente domina como ninguna otra el arte de administrar sus expectativas porque a diario se topa con la robustez de los límites impuestos.

El existencialismo es esa  corriente de la filosofía en virtud de la cual los  humanos somos  seres libres y responsables de nuestros actos. Un existencialista se define por lo que hace y responde de sus acciones en función de un código ético supuestamente universal opuesto a  prejuicios  morales. El existencialista se pregunta a menudo por el significado de la vida y, tras sus reflexiones, suele llegar a la conclusión de lo absurdo del mundo, lo cual le provoca la náusea de la angustia vital. Un existencialista no ceja en darle vueltas a la condición humana, al ser, al tiempo, a la libertad, a la relación con Dios, a la ausencia de Dios , a  la vida y a la muerte. El existencialista busca, desea y  ambiciona  fervientemente  justificar su propia existencia y la de la especie humana y sobre esa inquietud construye  su vida.

La vida del vencejo es extremadamente exigente pues, excepto los tres meses de incubación y cría de sus polluelos,  todo su tiempo sucede en el aire. El vencejo vuela ininterrumpidamente. Come y copula  mientras vuela.  Incluso duerme cada noche volando, arropado por el cielo y la intemperie, a gran altura. Es bien conocido que si el vencejo  cayese a tierra difícilmente podría reiniciar el vuelo porque la envergadura de sus alas triplica el tamaño de su cuerpo. De hecho, los griegos le llamaban apous, que significa sin pies. Es posible que dadas sus circunstancias vitales y la proximidad de sus sueños con las alturas, el vencejo reflexione  bajo el cielo oscuro de la noche  sobre el sentido  de su existencia, o incluso sobre la auténtica naturaleza de los hombres, a quienes tiene la oportunidad de observar desde una posición privilegiada.

Al menos eso nos parece al conocer a Toni y Patachula,  dos vencejos existencialistas muy especiales,  creados por el escritor donostiarra Fernando Aramburu, protagonistas de su novela homónima. Agotados y desencantados de la vida, víctimas de la náusea existencial, sin respuestas a sus preguntas, ideológicamente huérfanos,  hastiados y exhaustos de hacerse preguntas, sin alicientes, dan por agotada su presencia en este mundo y, extinguida ya toda voluntad  de levantar el vuelo, sin ánimos para pedirle a nadie un mínimo empujón, deciden poner fin a su vida.

Toni es profesor de filosofía. Su amigo Patachula  es una de las víctimas de los atentados ocurridos el 11 de marzo de 2004 en Madrid, en los que perdió una pierna;  una especie de  tío Iturrioz  postbarojiano,  el compañero de tertulia tabernaria con quien mantiene largas conversaciones políticas, filosóficas y vivenciales, siempre con tono descreído, cierto cinismo escéptico y una acidez que aligera de trascendencia y de relevancia las ideas que uno y otro comparten de la vida.

Este tono avinagrado, en ocasiones mordiente y aromatizado de insolencia, no sólo mitiga la solemnidad y la envergadura de los temas que ambos abordan, sino que caracteriza a los dos personajes de tal modo que permite al autor cruzar esa peligrosa línea contemporánea de  la incorrección política, para plantear sin paños calientes determinados  aspectos sociales y políticos de la vida actual. En mi opinión, la modulación mordiente en el discurso y el rechazo categórico de veleidades  hipócritas  son dos de  los grandes aciertos de la novela, que aíslan de la tragedia sentimentaloide  el suceso dramático del suicidio.

Los vencejos” es un diario, el  diario de Toni,  gracias al cual sabemos que él y Patachula  han llegado al acuerdo de suicidarse en un plazo no superior a un año; un diario que lógicamente opera siempre en primera persona, aunque el narrador vierta en él no solo su presente, sino también materiales del pasado con los que conocemos las vicisitudes de su vida. Todos esos recuerdos,  más su evaluación inmisericorde  y los momentos de los que da cuenta en el momento actual, proyectan la historia  hacia un futuro  que sólo conoceremos al final del libro.

A esa composición  íntima, libre de ficciones y asentada en la realidad del narrador,  únicamente accede el lector,  un privilegiado que a las pocas páginas sabrá de la querencia de Toni por los vencejos,  tótems inspiradores a quienes envidia,  emancipados de las exigencias mundanas que conducen a los hombres al absurdo de un existencialismo destructor. Además, conocemos a su perra Pepa,  el único motivo amable  que  encuentra en su cotidianidad   y, cómo no,  a Tina, una sofisticada muñeca sexual con la que mantiene una apasionada relación. También sabemos de  los momentos importantes de su vida, recuerdos de infancia, la brutalidad del padre, la mujer junto a la que se unió en un matrimonio fracasado, la relación con su hijo Nicolás, la vida docente en el instituto y el hábito de anotar en una libreta Moleskine  citas de autores leídos, pues aunque  esté abandonando  los libros de su biblioteca en los bancos y las esquinas de  Madrid, la lectura es su pasión.

Y, atención, un buen día reaparece en su vida Águeda, la primera mujer con quien hace ya muchos años mantuvo una relación seria. Águeda es un personaje  muy importante de la novela, pues actúa de contrapunto de la pareja suicida. Aramburu la  ha bautizado muy conscientemente, en honor a la Santa del mismo nombre, virgen y mártir, patrona de las enfermeras. Águeda pasa sus días al cuidado de su madre enferma y de su viejo perro, que la dueña bautiza con el mismo nombre que a su antiguo novio Toni, una venganza íntima que le permite  nombrar a diario a quien le dejó por otra y contar así con su fiel, leal y devota compañía.

Águeda se planta ante Patachula y Toni con una actitud radicalmente opuesta frente a la vida. A pesar de ( o a gracias a ) una existencia dedicada a los otros  y en el ejercicio de  una bondad que en ocasiones  se presenta un tanto tontuna,  el papel de la santa se antoja como un antídoto contra la náusea del absurdo, aunque el lector la pueda ver  en un principio como víctima propiciatoria del desencanto insolente de la pareja existencialista. Y es que,  a medida que transcurren las páginas del diario, Águeda crece y se fortalece de modo y manera que esa tendencia a propiciar su propia humillación se transforma en el único modo de  atenuar el fatalismo amargo de sus compañeros gracias, nuevamente, al poder de la ironía, que domina magistralmente el autor.

Este trébol de personajes permanece  todavía en  mi recuerdo después de casi dos meses  desde que cerré la última página de “Los vencejos”, porque Fernando Aramburu ha conseguido con su novela el milagro de la literatura, que consiste en que el lector materialice en su mente, hasta dotarles de vida, los personajes que pueblan una obra del mismo modo que dota de carnalidad a sus semejantes en la  realidad. Y esa es la razón por la cual busco en los bares y en los parques de mi ciudad a Toni y Patachula, para ofrecerles un poco de lucidez ajena,  la de algún sabio que pueda redimirles de su cinismo, de la angustia vital y  del unaminiano sentimiento trágico de la vida que les embarga.

Para semejante  labor, nadie mejor que Javier Gomá, quien en el ya lejano año de 2011 (¡Madre mía, cuánto ha llovido desde entonces!)  escribió para el diario “El País” un hermoso artículo titulado “Lo quiero todo”, en el que enfrenta al presuntuoso, que anhela lo que nunca podrá tener, y al desesperado, que ante la imposibilidad de tenerlo todo desea la llegada de  la muerte y cae en el nihilismo.

El desesperado insiste con lúgubre acento en la vanidad de toda empresa humana", afirma Gomá. Entonces ¿Hay remedio que resuelva semejante dicotomía? Ni más menos que adaptarse a los imponderables de la existencia,  en palabras del filósofo vasco, “desarrollar un genuino arte para administrar las expectativas humanas mientras se envejece manteniéndolas en su punto justo de estabilidad, sin ceder a la presunción ni a la desesperación, y arreglándolas permanentemente a los límites dados [...];  hallar ese equilibrio entre el  ya y el todavía no en el que discurre el cauce de la vida de los mortales.”

Continúa Javier Gomá  diciendo que, llevada esta afirmación al extremo práctico de la prudencia, se corre el riesgo de que, finalmente, acabemos por renunciar a todo, de manera que  no más dilemas, aporías,  antagonismos kierkegaardianos, alternativas insuperables. Lo quiero absolutamente todo. Lo grande y lo menudo, la ebriedad y la rutina, la pasión y la felicidad, el placer y la virtud, la vulgaridad y la ejemplaridad, la vocación y la profesión, esta vida y la otra, la altura y el peso, la gravedad y la gracia, la ingenuidad y  la lucidez, la experiencia  y la esperanza, la altura y la profundidad, el norte, el sur, el este y el oeste, incluyendo, como leí en algún sitio, el "cuerpo" y el "arma" eso sí,  aceptando deportivamente los sufrimientos, porque “si los gozos infinitos demandan penas infinitas, procuraré vivir estas últimas sin desesperación.

De haber frecuentado Javier Gomá el bar donde los vencejos existencialistas elucubraban sin solución sobre el absurdo de la vida, posiblemente el diario de Toni contendría un sentido bien diferente y, por tanto, Fernando Aramuburu hubiese escrito  otra novela.  Menos mal que, por el momento, el fenómeno material del teletransporte a las páginas de un libro  no es posible, porque de ser así, nos habríamos quedado sin el placer de leer “Los vencejos” de Fernando Aramburu. ¡Larga vida a Toni, Patachula y Águeda!

lunes, 20 de septiembre de 2021

Carta abierta a Belinda Peñalba, Excelentísima Alcaldesa de San Leonardo

 


Excelentísima alcaldesa

Me resulta muy grato saludarla. Tiene usted la fortuna de gobernar un  hermoso pueblo soriano y  trabajar por el bienestar de sus 2.200vecinos y visitantes, que disfrutan de sus interesantes atractivos, entre los que destaca la proximidad del célebre Cañón de Rio Lobo, hermosos pinares, su riqueza micológica y un aire limpio y fresco que rebosa fraganacias de bosque y de monte.

Yo también tengo la fortuna de pasar cada año por San Leonardo. Al circular por su travesía me alegra el corazón constatar que ya me restan pocos kilómetros para llegar a mi destino y que podré disfrutar durante unos días de aquellas tierras y sus gentes, tan queridas para mí.

Sin embargo, cuando leo el nombre en el rótulo oficial que anuncia al conductor la llegada o la salida de su término municipal, me asalta  el dolor y una amarga sensación de indignación. Lo mismo me ocurre cuando veo la fachada del Teatro Municipal de San Leonardo o al  informarme sobre los atractivos de su municipio en su página web. En todos estos casos, el nombre de su pueblo se escribe encadenado al de un asesino confeso, cómplice de tiranos, golpista y antidemócrata.

Como usted y los vecinos de su pueblo saben, se trata del General Juan Yagüe Blanco, más conocido como El Carnicero de Badajoz, nacido en San Leonardo en 1891 y fallecido en 1951, año en el que el ayuntamiento franquista decidió vincular su topónimo al del tristemente célebre fascista.

Yagüe conspiró contra el gobierno legítimo de la II República desde que ésta se proclamó. De hecho, participó en el golpe de estado del 17 y 18 de julio de 1936, y una vez iniciada la Guerra Civil, dirigió  la “Columna Madrid” que partiría desde Sevilla para ocupar la provincia de Badajoz. Tras la guerra fue ministro con Franco y ejerció  diferentes cargos durante la dictadura.

Según documentan algunos testigos de la matanza de Badajoz liderada por Yagüe, durante días se pudo ver una columna de humo que emergía constantemente desde la ciudad extremeña, fruto de los miles de cadáveres en combustión asesinados. Tanto era así que, tal y como relató el periodista portugués Mario Neves, “Hace diez horas que la hoguera arde. Un olor horrible nos penetra en la nariz a tal punto que casi nos revuelve el estómago.” Según un testimonio directo de los hechos, recogido por el historiador Francisco Espinosa, “Estuvieron recogiendo cadáveres tres días y para hacer menos viajes en los camiones los colocaban de pie.”

Según las estimaciones recientes, entre el 14 y 15 de agosto de 1936 el genocida Yagüe acabó con la vida de más de 4.000 hombres y mujeres, lo que supuso un 10% de los habitantes de la ciudad de  Badajoz.

No voy a abundar en más detalles, porque estoy convencido de que conoce mucho mejor que yo las tropelías del general que ensucia su pueblo y la memoria de quienes defendieron la democracia con la iniquidad de sus crímenes y con su apellido.  Sin embargo, me gustaría aprovechar que me he decidido a escribirle  para aclarar algunas dudas. Usted se presentó a las última elecciones municipales encabezando la lista electoral del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), un partido de orígenes republicanos y de  indudable trayectoria democrática,  el partido que aprobó y que impulsó la ley 25/2007 del 26 de diciembre conocida como ley  de Memoria Histórica.

Entre su articulado, la ley dispone de  medidas para evitar actos de exaltación o enaltecimiento del alzamiento militar, la Guerra Civil o el régimen dictatorial, Igualmente establece la revocación de distinciones, nombramientos, títulos y honores institucionales, de condecoraciones y recompensas o títulos nobiliarios, que hayan sido concedidos o supongan la exaltación de la Guerra Civil y la Dictadura.

La ley, en su título IV, incorpora un régimen sancionador regulador de las infracciones y sanciones, en garantía del cumplimiento de los preceptos de la ley, en defensa de las víctimas y de la dignidad de los principios y valores constitucionales en el espacio público, para lo cual, establece multas que van desde los 200 euros para las infracciones más leves hasta los 150.000 euros para las muy graves.

Y aquí es donde le formulo mis dudas. ¿Qué le impide eliminar del nombre de su pueblo el apellido de un golpista?¿Le han pedido los militantes del PSOE, los vecinos demócratas de San Leonardo o los militantes de los partidos políticos que han condenado el golpe de Estado de 1936 que elimine a Yagüe de la oficialidad de San Leonardo? ¿Cree que como alcaldesa electa debe cumplir con la legalidad vigente? ¿Entendería usted que el pueblo natal del ministro nazi de propaganda se llamase Reyhdt de Goebbles?

Le agradezco mucho la atención que me ha prestado leyendo mi carta. Estoy a su disposición para cualquier cuestión que tenga a bien preguntarme  en esta dirección de correo electrónico, no si antes insistir, casi suplicando que, por favor, eliminen de una vez por todas al Carnicero de Badajoz del nombre de su Hermoso pueblo. Muchas gracias por su tiempo.

(Me permito ilustrar mi carta con una fotografía en la que puede ver a Adolf Hitler saludando muy efusivamente al general Yagüe)

Saludos cordiales

elpobrecitohabladordelsigloxxi@gmail.com

martes, 14 de septiembre de 2021

Platón va al fútbol

 


En 1956 la editorial inglesa Burke publicó la autobiografía de Sam Bartram (1914-1981), uno de los porteros de fútbol más famosos de Inglaterra. Jugó como profesional, únicamente, en el londinense Charlton Athlétic desde 1934  hasta 1956, momento en el que se retiró a la edad de 42 años. En opinión de los aficionados, Sam Bartram es toda una leyenda, tanto por el número de encuentros que defendió la camiseta del único equipo de su vida  (cerca de 700), como por su destreza bajo el larguero.

El bueno de Bartram es de nuevo actualidad gracias a las redes sociales a causa de una anécdota que él mismo refirió en su autobiografía, de la que en España ya dio cuenta hace dos años el periodista Jorge Giner en la revista Panenka.

Según escribió el propio portero, tal y como consigna Giner en su estupendo artículo, el día de  navidad de 1937 se celebró en el estadio The Valley el encuentro que enfrentó al Charlton Athlétic y al  Chelsea. La niebla que cayó durante  aquella navidad londinense era tan espesa que la mayor parte de partidos programados se suspendieron. Sin embargo, el árbitro encargado de dirigir este partido optó por celebrarlo. Después de la primera parte, tras el descanso, ambos equipos reanudaron el juego  y llegados a la primera media hora del segundo tiempo, el colegiado optó por detener el partido ya que en The Valley nadie veía nada más allá de su nariz. De modo que los jugadores se dirigieron al vestuario y el público abandonó las gradas mientras la niebla se apoderaba de cada palmo del estadio.

Tal y como recuerda el portero en sus memorias, quince minutos después de la cancelación  uno de los guardias de seguridad que realizaba la ronda de rigor encontró a Sam Bartram en la portería, atento y  preparado para cualquier lance que pudiese producirse cerca de su área. Ambos se sorprendieron al encontrarse. Tras el pasmo inicial el guardia le informó a Sam Bartram de que hacía ya más de un cuarto de hora que el partido había finalizado y de que no quedaba nadie ni sobre el césped ni en las graderías. Sam Bartram había permanecido solo sobre el campo, durante quince largos minutos entre los palos de su portería, totalmente ajeno a lo que ocurría más allá del punto de penalty a causa de la niebla.

La verdad es que resulta muy difícil creer a Bartram. Tendríamos que conocer el testimonio del guardia de seguridad y del resto de la plantilla del Athlétic Charlton para confirmar lo sucedido,  porque en un estadio como The Valley, que en aquella época ya podía acoger a más de 70.000 aficionados, resultaría un tanto insólito no cerciorarse de la ausencia absoluta de gritos, protestas; del silencio súbito tras escuchar durante hora y media la algazara constante que produce tan abultado grupo personas  en un mismo lugar, al que acuden precisamente con el fin de animar a su equipo y desfogar sus pasiones.

A pesar de todo, más allá de la veracidad de lo acontecido durante aquella navidad futbolística, la situación resulta de lo más sugerente para elucubrar sobre los efectos de una niebla poderosa y contumaz, capaz de aniquilar la realidad con su abrazo denso, o cuanto menos de transformarla. Y es que Sam Bartram convirtió insospechadamente la crónica fabulosa del episodio vivido en primera persona en una revisión contemporánea del mito de la caverna, añadiendo a las enseñanzas de Platón un punto de vista inverso, que a mí particularmente me resulta muy sugerente.

Porque en este caso, frente a la vívida realidad constatable, compartida por miles de personas en un mismo lugar y un mismo espacio de tiempo, un sujeto que integra esa misma comunidad de seres humanos alrededor de un mismo acontecimiento percibe durante unos minutos algo radicalmente diferente a la inmensa mayoría, de modo que se convierte a las sazón en un sujeto para quien unos hechos cancelados objetivamente a ojos de todos continúan vigentes.

A ojos de Sam Bartram, después de detenido el encuentro y de que The Valley quedase desierto, el  público sigue en las gradas, sus compañeros continúan pasándose el balón, driblando, tejiendo jugadas que amenazan la portería contraria y los integrantes del equipo contrario defienden sus posiciones, marcan a sus hombres e intentan por todos los medios que la pelota no rebase la línea de su portería y acabe alojada en  la red. Sin embargo, la realidad objetiva que se despliega ante él es una hectárea de césped abandonada y toneladas de hormigón despobladas soportando el frío húmedo del invierno londinense.

De este modo vemos cómo un mismo acontecimiento deviene en un poliedro en el que en cada cara tienen  lugar experiencias diferentes: Miles de personas vuelven a sus hogares o se dan cita en los pubs para seguir celebrando la Navidad. Veintiún hombres toman una ducha caliente en el vestuario tras esforzarse denodadamente por ganar un enfrentamiento inconcluso mientras comentan los pormenores de lo sucedido. El árbitro redacta el acta del encuentro en su cubículo y da fe de su revocación a causa de las condiciones atmosféricas. Sam Bartram continua en su puesto, vigilante, alerta, ojo avizor, intentando escrutar el movimiento de alguna silueta, una sombra , el atisbo de alguna presencia humana entre la frondosidad de una niebla que a la postre produjo una escena sugestiva, quizás imaginada. Finalmente, el guardia de seguridad alumbra la espera del portero, como si en sus manos portase la antorcha que proyectase su sombra sobre la pared de la caverna y al informar de lo ocurrido aniquilase la expectativa, produjese en el cancerbero cierto desconcierto, que  sonríe condescendientemente consigo mismo mientras camina hacia el vestuario  sin llegar a discernir que acaba de protagonizar un insólito sorprendente caso de múltiples realidades paralelas.

Recuerdo que en mi segunda vida, trabajando como camionero repartidor,  el jefe me encargó la ruta de Osona, una comarca catalana famosa por la autoridad que ejercen en sus tierras unas nieblas espesísimas. Aquella mañana de invierno, al llegar a Vic, el único modo de orientarme con el camión era seguir a otros vehículos a través de las calles, el destello difuso de los semáforos o la claridad velada de las farolas. Una vez fuera de la ciudad, santiguarme y rezarle a San Cristóbal era la mejor opción. El cliente se encontraba en un polígono industrial, a las afueras. Hasta allí pude llegar, pero después  circulaba a ciegas, intuitivamente, dejándome llevar por la providencia, hasta que llegado un momento detuve el camión y me bajé para intentar adivinar dónde diablos estaba. Di unos pasos al frente y lo que vi fue una barrancada a la que me hubiese precipitado de no haber tomado la determinación de parar justo en aquel punto. No lo pensé dos veces, como pude di media vuelta y tomé el camino de vuelta con la carga sin entregar. Cuando le expliqué al jefe lo sucedido le dio un ataque de risa. “El taller no estaba” le dije, “hoy  ha desaparecido entre la niebla” Ese mes, por supuesto, la nómina me recordó a través del descuento la realidad ineludible del polígono industrial de  Vic.

Años atrás, mucho más allá en el tiempo, cuando todavía era capaz de soñar en realidades que jamás se han dado, el invierno en mi pueblo era severamente nebuloso. El camino al colegio pasaba forzosamente por cruzar el puente del río, que se encontraba justo en la orilla contraria. Aquel punto, durante los meses de invierno, era donde más y mejor se obstinaba la niebla en borrar la realidad. De manera que, muchas mañanas, el edificio del colegio y todo lo que le rodeaba desaparecía de la faz de la tierra. Recuerdo que siempre amagábamos con volver a casa gritando complacidos “¡no está el cole, no está el cole; se lo han llevado, ha desaparecido, todos a casa!”. Sin embargo, a pesar de la percepción inequívoca de que nos habíamos quedado sin colegio, continuábamos caminando hasta que entreveíamos paso a paso la silueta característica de la fachada.

Quizás si el bueno de Bartram hubiese avanzado un poco su posición, si hubiese caminado unos pasos, si tras unos minutos de silencio y ausencia humana hubiese cambiado de punto de vista no habría dado pie a quedarse solo en el mundo.

Quizás si yo, aquel día de invierno en la Plana de Vic, hubiese explorado los alrededores del polígono con algo más de interés, habría tenido alguna posibilidad de entregar el pedido al cliente.

Sin embargo, el niño que yo era, a pesar de que en apariencia el colegio se había desvanecido, seguía caminando junto a los compañeros porque sabían que su deber diario era llegar al lugar donde la niebla se disipa y surgen a cada instante las realidades del mundo y de la vida, la oportunidad de aprehenderlas y comprenderlas. Difícilmente nos encontramos solos si nos atrevemos a buscar más allá de la niebla. Resulta muy complicado que nos  impongan realidades alternativas si  lo hacemos. Aun así,  a pesar de los indicios, a menudo preferimos la oscuridad simple y alienante del mito a la indagación de la existencia compleja.

Bartram no explica en su autobiografía si el encuentro se reanudó, si se jugaron aquellos famosos 15 minutos restantes y en caso de que así fuese, el resultado final. La información que he encontrado al respecto es confusa. Según he podido averiguar el encuentro se retomó inmediatamente, o bien el día 26 o el 27 de diciembre y el resultado final fue de 3 goles a 1 a favor de su equipo, con niebla y sin niebla.

martes, 7 de septiembre de 2021

El síndrome Belmondo

Yo  creía que Jean-Paul Belmondo era italiano. Probablemente debería haber prestado más atención a su propio nombre para intuir su verdadera nacionalidad. En mi descargo diré que durante toda mi vida me dejé influir por la fuerza significativa de su apellido, claramente de raíz italiana, aunque, si pretendo ser honesto,  añadiré que no he visto o no recuerdo haber visto ni una sola de sus películas, lo cual tampoco es mucho decir, ya que de haber disfrutado de sus interpretaciones lo hubiese hecho en versión doblada. Es cierto,  fue el actor fetiche de la Nouvelle  Vague francesa, pero la  hermosa Roswicha  Bertasha Smid  Honczar, musa indiscutible del destape español, más conocida  como Nadiuska, era alemana.

He visto a Belmondo en un sinfín de fotografías, solo o junto a las más bellas musas del cine europeo, siempre impecable, con un estilo peculiarmente  arrebatador al que todo le caía bien, porque su postura, el gesto , el modo de inclinar descuidadamente el cuerpo hacia un lado, el dominio del foulard al cuello , la clase con la que lucía sombrero o gorra, el encaje enguantado del terno encorbatado y un rostro partido por el boxeo, agolfadamente simpático, le confería todos los atributos del sempiterno seductor italiano. No hay ningún francés como Belmondo, y si hay alguno sin duda es también italiano. Todos los demás son Alaines Delones o Gerards Depardieus.

El síndrome Belmondo es universal. Quiero decir que si nos fijamos bien en las personas, muy pocas parecen ser quienes dicen ser. Es más; por mucho que se empeñen, en muchísimas ocasiones yo no veo por ningún lado los atributos que me ofrecen de ellas a simple vista. Por esta razón, por los mismos motivos por los que me convencí de que Belmondo era italiano, creo que hoy por hoy nadie diría que José María Aznar es español. Uno puede dejarse engañar por su nombre, más castizo que Don Hilarión , pero no hay más que verle de soslayo para obtener la percepción clara y diáfana de que  Aznar es siciliano.

Lo mismo ocurre con Felipe González, a quien su seductor acento andaluz le hace pasar por sevillano, aunque en realidad todo el mundo sabe que su patria es oriunda, a saber, la cubierta húmeda de un yate y el dinero. Y ya no digamos Santiago Abascal, adalid ibérico de purezas nacionales, espada posmoderna de la reconquista,  natural de Bilbao con patronímico bautismal de Mata Moros, pero con un rostro bereber a partir del cual podríamos reconstruir sin ninguna dificultad el retrato robot y retroactivo de Tarik ben Ziyad. 

En Cataluña tenemos también varios ejemplos. Quim Torra, el rey de la ratafía, se empeña en decirle a todo el mundo que es de Blanes, cuando no hay más que verle para confirmar su cuna escandinava. Otro vikingo de pies a cabeza es el actual presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, quien por su envergadura, el azul oceánico de sus ojos y el áurea rutilante de sus  cabellos revela su descendencia directa de las Walkirias, y no de las hordas fenicias o cartaginesas, o de los calls  judíos catalanes,  tal y como se empeñan en repetir los maledicentes.

En este mismo sentido, un caso particularmente interesante es de la familia Borbón. Acordarán conmigo que el rey emérito no es italiano, y tampoco español. El emérito posee la asombrosa capacidad de mutar la apariencia de su procedencia según su edad. Es uno de esos tipos que viene a confirmar mi teoría de las tres vidas, en virtud de la cual todo ser humano reparte los años de sus existencia  en  tres y hasta cuatro personas diferentes a lo largo de su  existencia. Así, por ejemplo, en el caso que nos ocupa, el señor Juan Carlos fue, en primer lugar, un estirado y educado viajante inglés; una vez casado se convirtió en príncipe danés  arruinado y ya, en su época de corrupto confeso, ha devenido en campechano comisionista que remata sus últimos días con rostro y maneras de ricachón suizo, pero con ligeros matices chilenos, más bien  pinochetianos, a la postre  huésped meritorio de sátrapas y oligarcas, otrora también llamados traficantes.

No sé lo que opinarán  otros, pero a mí no me cabe ninguna duda de que todos estos actores han llegado a las más altas cotas del arte de la interpretación, superando con mucho la mueca, el gesto, la capacidad de introspección y  las aptitudes interpretativas del gran Belmondo,  impartiendo cátedra de moral, gobernando nuestras vidas, apropiándose de lo nuestro  para dárselo a los poderosos  gracias al disfraz, a la simulación y por supuesto, a nuestra inexcusable candidez, que observa y se embucha impertérrita,  haciendo gala de una inusitada y vergonzante admiración, la expresión mendaz de sus caretas, tras las que  camuflan la mueca terrible de su carcajada descompuesta.

Me encantaría cerrar con una cita del actor, quizás aquella en la que afirmó, ya mayor, retirado de las cámaras y los escenarios, que lo único que le interesaba  era el sol y el mar. A mí también, pero no soy  Belmondo, estoy vivo, respiro,  y  por el momento me  tengo que ganar la vida siendo quien soy, o al menos eso creo yo, aunque el espejo cada mañana se empeñe en desmentirlo.