martes, 7 de septiembre de 2021

El síndrome Belmondo

Yo  creía que Jean-Paul Belmondo era italiano. Probablemente debería haber prestado más atención a su propio nombre para intuir su verdadera nacionalidad. En mi descargo diré que durante toda mi vida me dejé influir por la fuerza significativa de su apellido, claramente de raíz italiana, aunque, si pretendo ser honesto,  añadiré que no he visto o no recuerdo haber visto ni una sola de sus películas, lo cual tampoco es mucho decir, ya que de haber disfrutado de sus interpretaciones lo hubiese hecho en versión doblada. Es cierto,  fue el actor fetiche de la Nouvelle  Vague francesa, pero la  hermosa Roswicha  Bertasha Smid  Honczar, musa indiscutible del destape español, más conocida  como Nadiuska, era alemana.

He visto a Belmondo en un sinfín de fotografías, solo o junto a las más bellas musas del cine europeo, siempre impecable, con un estilo peculiarmente  arrebatador al que todo le caía bien, porque su postura, el gesto , el modo de inclinar descuidadamente el cuerpo hacia un lado, el dominio del foulard al cuello , la clase con la que lucía sombrero o gorra, el encaje enguantado del terno encorbatado y un rostro partido por el boxeo, agolfadamente simpático, le confería todos los atributos del sempiterno seductor italiano. No hay ningún francés como Belmondo, y si hay alguno sin duda es también italiano. Todos los demás son Alaines Delones o Gerards Depardieus.

El síndrome Belmondo es universal. Quiero decir que si nos fijamos bien en las personas, muy pocas parecen ser quienes dicen ser. Es más; por mucho que se empeñen, en muchísimas ocasiones yo no veo por ningún lado los atributos que me ofrecen de ellas a simple vista. Por esta razón, por los mismos motivos por los que me convencí de que Belmondo era italiano, creo que hoy por hoy nadie diría que José María Aznar es español. Uno puede dejarse engañar por su nombre, más castizo que Don Hilarión , pero no hay más que verle de soslayo para obtener la percepción clara y diáfana de que  Aznar es siciliano.

Lo mismo ocurre con Felipe González, a quien su seductor acento andaluz le hace pasar por sevillano, aunque en realidad todo el mundo sabe que su patria es oriunda, a saber, la cubierta húmeda de un yate y el dinero. Y ya no digamos Santiago Abascal, adalid ibérico de purezas nacionales, espada posmoderna de la reconquista,  natural de Bilbao con patronímico bautismal de Mata Moros, pero con un rostro bereber a partir del cual podríamos reconstruir sin ninguna dificultad el retrato robot y retroactivo de Tarik ben Ziyad. 

En Cataluña tenemos también varios ejemplos. Quim Torra, el rey de la ratafía, se empeña en decirle a todo el mundo que es de Blanes, cuando no hay más que verle para confirmar su cuna escandinava. Otro vikingo de pies a cabeza es el actual presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, quien por su envergadura, el azul oceánico de sus ojos y el áurea rutilante de sus  cabellos revela su descendencia directa de las Walkirias, y no de las hordas fenicias o cartaginesas, o de los calls  judíos catalanes,  tal y como se empeñan en repetir los maledicentes.

En este mismo sentido, un caso particularmente interesante es de la familia Borbón. Acordarán conmigo que el rey emérito no es italiano, y tampoco español. El emérito posee la asombrosa capacidad de mutar la apariencia de su procedencia según su edad. Es uno de esos tipos que viene a confirmar mi teoría de las tres vidas, en virtud de la cual todo ser humano reparte los años de sus existencia  en  tres y hasta cuatro personas diferentes a lo largo de su  existencia. Así, por ejemplo, en el caso que nos ocupa, el señor Juan Carlos fue, en primer lugar, un estirado y educado viajante inglés; una vez casado se convirtió en príncipe danés  arruinado y ya, en su época de corrupto confeso, ha devenido en campechano comisionista que remata sus últimos días con rostro y maneras de ricachón suizo, pero con ligeros matices chilenos, más bien  pinochetianos, a la postre  huésped meritorio de sátrapas y oligarcas, otrora también llamados traficantes.

No sé lo que opinarán  otros, pero a mí no me cabe ninguna duda de que todos estos actores han llegado a las más altas cotas del arte de la interpretación, superando con mucho la mueca, el gesto, la capacidad de introspección y  las aptitudes interpretativas del gran Belmondo,  impartiendo cátedra de moral, gobernando nuestras vidas, apropiándose de lo nuestro  para dárselo a los poderosos  gracias al disfraz, a la simulación y por supuesto, a nuestra inexcusable candidez, que observa y se embucha impertérrita,  haciendo gala de una inusitada y vergonzante admiración, la expresión mendaz de sus caretas, tras las que  camuflan la mueca terrible de su carcajada descompuesta.

Me encantaría cerrar con una cita del actor, quizás aquella en la que afirmó, ya mayor, retirado de las cámaras y los escenarios, que lo único que le interesaba  era el sol y el mar. A mí también, pero no soy  Belmondo, estoy vivo, respiro,  y  por el momento me  tengo que ganar la vida siendo quien soy, o al menos eso creo yo, aunque el espejo cada mañana se empeñe en desmentirlo.

4 comentarios:

Belén dijo...

Belmondo: el feo guapo. A mí siempre me encantó. Un beso majete

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Un beso, Belén
¡Salud!

Anónimo dijo...

Muy cierto lo que dices.
Mismamente, yo tengo una foto de Kenny Rogers a bordo de su Buick de los setenta y en realidad, resulta ser un oscuro hijo de inmigrantes castellanos afincados en Moncada,aficionado al güisqui caro (según sus propias manifestaciones) y que nos deleita de vez en cuando con sus reflexiones escritas.
BESOS.
j.c.

El pobrecito hablador del siglo XXI dijo...

Jajajaja. Ese Rogers me resulta familiar. Por cierto, una peluquera medio empanada le ha dejado sin su apreciada melena blanca. Ahora luce impecable peinado pepero, engominado, para camuflar los destrozos.
Y es cierto, le gusta el whisky caro, pero se conforma con disponer de un Jonhny Walker. El caro se lo bebe cuando alguien se lo regala :), o sea, una vez al año.
Por cierto, Rogers me encarga que te diga que nunca olvidará el paseo en Buik, objeto que merecerá su entrada en este blog.
Un fuerte abrazo, JC.
¡Salud!