jueves, 30 de enero de 2014

Prometeo en Gamonal



Me lo pide el cuerpo,  me anima el corazón y consiente la razón. No puedo dejar de hacerlo. Quiero y debo homenajear al pueblo de Gamonal. Homenajear a los vecinos que se manifestaron pacíficamente durante todas las semanas desde principios de noviembre pasado. Y homenajear también a los jóvenes que día a día, noche a noche, han lanzado piedras a los cristales de los bancos, han levantado barricadas, han apedreado  a  quienes defienden a  la mafia instalada en los gobiernos de España,  compuesta por una piara de cerdos  que, a falta de gamones, codician nuestra carne para seguir engordando. 

Quiero homenajear, sí, a lo héroes que han incendiado  el cielo de Burgos,  porque  su fuego  libera y alumbra la victoria de la gente sencilla, la que siempre paga la riqueza de otros. 

Esos jóvenes han arriesgado su vida y su libertad  por los humildes, y no ha sido en vano. Gracias a  su lucha se ha detenido un nuevo latrocinio y  se han descubierto  los tejemanejes  perpetrados  por una cuadrilla de delincuentes con aires eminentes, que se aprovechan de la legitimidad de los votos para campar a sus anchas con patente de corso, igual que filibusteros. 

Esos jóvenes audaces, valientes y comprometidos, junto a sus vecinos, han logrado dar a conocer al mundo entero la podredumbre del poder, instalada en una ciudad y en un país que castiga a su pueblo y perdona y avala a sus verdugos.

Mientras nuestra paz pequeñoburguesa se muere de vergüenza y  camuflamos  nuestra cobardía con soflamas demócratas que protegen a los corruptos, al calor del fuego de Gamonal  hoy podemos llamar ladrones a los ladrones y quemar sus apellidos  en  el infierno.

Mi valor  no va más allá de estas palabras, insuficientes, pobres y vulgares. Por eso transcribo unos versos de  León Felipe, en homenaje y a la salud del pueblo de Gamonal. 

Y yo no puedo tener un verso dulce que anestesie el llanto de los niños y mueva suavemente las hamacas como una brisa esclava.

Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie.

Además… esa tempestad. ¿quién la detiene?”
[…]

“Tres veces cantó el gallo,
tres veces negó Pedro,
tres veces canto yo:
por mi carne,
por mi patria y por mi templo...
Por todo lo que tuve y ya no tengo...

¡Arre! ¡Arre! ¡Arre!
¡Vamos al infierno!
Tú con el laúd, éste con el salterio,
aquel con la bocina, ése con su lamento,
vosotros con la espada,
y yo, como Don Juan y como Job,
maldiciendo, blasfemando...
cada cual con su instrumento.

Vamos bien,
no hemos errado el sendero.
Conjugad otra vez:
éste es el poeta, tú eres el salmista,
ése es el que llora, tú eres el que grita.
Yo soy el blasfemo...
¿Y el sabio? ¿Dónde está el sabio?
¡Eh, tu!
Tú que sabes lo que pesan las piedras
y lo que corre el viento...
¿Cuál es la velocidad de las tinieblas
y la dureza del silencio?
¿No contestas?...
Pues las bridas son mías. Yo la llevo,
yo llevo hoy la carroza, yo la llevo.
Músicos, sabios, poetas y salmistas,
obispos y guerreros...

¿Quién ha roto la luna del espejo?
¿Quién ha sido?
¿La piedra de la huelga?
la pistola del gánster,
o el tapón de champaña que disparó el banquero?
¿Quién ha sido?
¿El canto rodado del poeta?
¿El reculón del sabio
o el empujón del necio?
¿Quién ha sido,
la vara del juez,
el báculo
o el cetro?
¿Quién ha sido?
¿Nadie sabe quién ha roto el espejo?
Pues las bridas son mías. ¡Adelante!
¡Arre!¡Arre! ¡Vamos hacia el infierno!”

 
“El Poeta Maldito”
León Felipe
 

jueves, 23 de enero de 2014

Misa cotidiana



Mi vida  era de lo más normal, tirando a anodina, sin sobresaltos. A lo largo de los años me he dejado llevar por la cotidianidad. Yo creo que ese es uno de los motivos por los que  me sentía razonablemente  feliz. Ahora, casi sin darme cuenta, de repente  las cosas han cambiado.  Los vecinos me miran mal, en la panadería no me devuelven las buenas tardes y el cura gira  la cara cuando nos cruzamos, como si estuviese en pecado mortal. Debió ser el otro día, en misa. Todos los domingos asisto. Es la  costumbre. Desde pequeñito acompañaba a mis padres y al hacerme mayor me ha dado pereza cambiar la rutina de tantos y tantos  años. 

Hace tres semanas, aproximadamente, el cura dijo en misa “¡Visca Catalunya!”, y entonces la iglesia se expresó como  un todo, igual que  un ejército en formación ante  la batalla inminente, porque  el estruendo de una voz única atronó contra las bóvedas, al unísono:  “¡¡¡Visca!!!”, prorrumpió la concurrencia.

Después, cinco parroquianos subieron al altar y colocaron bajo el Sant Crist que me vio bautizar -el que preside, doliente, mi parroquia -   una bandera  catalana de las que llaman estelades. Dos personas se encargaron de colgar la bandera al clavo negro que crucifica a Cristo por sus pies torturados, de manera que  éstos, los pies del santísimo, se vieron cubiertos, inopinadamente, por una estrella blanca alojada en un triángulo azul.  Otros dos hombres dejaron debajo de la imagen, semi inclinada sobre el suelo y con gran reverencia, una corona de flores tejida por el florista a base de  rosas amarillas y rojas. El quinto hombre solamente observaba las evoluciones de sus compañeros, dispuesto en el centro de la escena, como si fuese el comandante de la misión.

Finalizada la tarea, el grupo se apartó a un lado, y entonces pude distinguir quienes eran: cuatro concejales del equipo de gobierno y el alcalde. Al colocarse a un lado del altar se santiguaron. Allí permanecieron firmes, inmóviles,  con una postura entre devota y marcial. En aquellos cinco tipos, tan comunes y cotidianos para todos, esa pose artificiosa me resultaba hasta graciosa, de una impostura  teatral aunque-para qué negarlo- todo en misa tiene  algo de dramatúrgico.

A continuación empezaron a sonar las primeras notas del himno “Els Segadors”  y todo el mundo se puso de pie, cantando sin reservas, con lágrimas en los ojos, el corazón henchido y la emoción desbordada.  El mosén abría los brazos hacia sus hermanos  en Dios con la misma eficacia que si lo hubiese hecho un profeta de la Biblia. Sin duda, conoce bien  el efecto  mesiánico  que confiere la casulla a la estampa orante de los curas oficiantes. 

Durante los pocos minutos de cántico patriótico vi como algunos feligreses levantaban el brazo extendido escondiendo el pulgar, mostrando solo cuatro dedos, igual que lo levantaban los falangistas en el transcurso de la misa -según me contó decenas de veces mi abuelo- pocos días después  de que Franco entrase en Barcelona.

Creo que aquéllos, los de antes, alzaban el brazo con la mano totalmente abierta, con los cinco dedos bien juntos, como si fuese una flecha. Por tanto,  en relación a lo que yo veía en ese momento  en la misa cotidiana del domingo, había un dedo de diferencia, además de la separación de los otros cuatro. Lo hacen así para simbolizar las cuatro barras encarnadas de la senyera catalana.

Ese detalle no me tranquilizó porque  la cosa no quedó ahí. De hecho  empezaba a sentirme inquieto. El abuelo me había explicado tantas historias de hacía 70 años que me invadió  una especie  de vértigo, un tipo indefinible de angustia, como si en el estómago me estuviese creciendo  un gusano que en realidad  no es ningún gusano, porque es el miedo que empieza a retorcerse dentro de uno; un miedo  que todavía no es miedo, sino el avance de lo que será el miedo de verdad. 

El himno finalizó, los brazos descansaron y entonces  creí  que todo volvería a la normalidad, al guión previsible de la celebración de la segunda parte de la liturgia, la Eucaristía. Esperaba que  el mosén  empezase  a evocar  el sacrificio del Señor y a convocar  la comunión de los parroquianos. No fue así. De las primeras filas de bancos salieron tres mujeres de mediana edad, vestidas muy discretamente. (Ahora que lo recuerdo, caigo en un detalle: las tres lucían el pelo corto y blanco, un blanco agrisado, de plata , muy característico, y su rostro era el rostro  de la buena educación, de la exquisitez de las formas, tan bondadoso, que si uno se fijaba  bien en ellas, en realidad, en el fondo de los ojos encontraría una inquisidora.)

Tanto da. Seguro que esto no tiene la menor importancia. Lo que sí que es importante es el motivo por el cual salieron de sus asientos. Dos de ellas se dirigieron a los laterales y la tercera  tomó el pasillo del centro. Paso a paso, igual que monaguillos con el cepillo, mostraban uno a uno a todos los presentes unas hojas cuadriculadas y requerían de cada cual que escribiese su nombre, el número del Documento Nacional de Identidad y finalmente la firma.

Al llegar a mí quise leer para qué se solicitaba mi rúbrica. Eché mano de mis gafas de cerca y al ponérmelas y percibir  que, efectivamente, yo iba a proceder a la lectura de aquello para lo que se me pedía la  firma, la voluntaria me susurró unas palabras.  No la entendí bien, de modo que se vio obligada a levantar un poco la voz. “És per demanar la Independència i la llibertat del poble de Catalunya”*, me dijo. Yo la miré con respeto y timidez, casi pidiendo permiso para hacerlo. El matrimonio que tenía a mi lado  había dejado de seguir al mosén y  los dos estaban pendientes de lo que yo iba a hacer, de mi actitud dubitativa ante  la naturaleza de la petición y del desenlace respecto a mi decisión final.  Ante la persistencia imperativa y silenciosa de la mujer, claudiqué definitivamente mis ojos  y, sin levantar la cabeza, como reo que reconoce una culpa, entregué al esposo la hoja sin firmar.

Se miraron los tres: el matrimonio y la voluntaria. La esposa chasqueó discretamente la boca, el hombre frunció el ceño y movió levemente la cabeza hacia un lado y la peticionaria no dijo nada; solamente mantuvo fija su mirada sobre mí hasta que finalmente el matrimonio firmó y ella continuó con la  cuestación en el banco posterior. Mientras, el organista  interpretaba  algunas canciones sacras mezcladas con algunas otras de carácter patriótico, como por ejemplo La Santa Espina, el Virolai, La Cançó de l’Emigrant o El Cant de la Senyera. 

Cuando las tres señoras finalizaron su tarea, el mosén prosiguió con la liturgia, introduciendo sin demora la fase de la Eucaristía. Consagró la Sagrada Forma, recitó los ensalmos pertinentes y convocó a toda la iglesia a la comunión.  Al salir al pasillo central para caminar hacia él y poder comulgar, esperé pacientemente mi turno detrás del matrimonio. Vi que en la fila  hablaban los dos, pero no le di la menor importancia. Se preguntarían si habían confesado, o si estaban en ayunas, o intercambiarían un par de palabras de admiración para compartir las emociones vividas esa mañana dominical.

De vuelta a la bancada oramos todos en silencio, el mosén nos dio la bendición y se despidió de todos nosotros,  ufano y dichoso  por habernos alimentado un día más con el pan de la Palabra y de la Eucaristía.

Y así finalizó la misa de hace tres semanas. Desde entonces, en mi pueblo, soy como un cero a la izquierda.  Si no fuese porque  he visto como algunos vecinos  hablan entre ellos a mi paso, hubiese  llegado a creer que he adquirido las propiedades de la invisibilidad. No me va a quedar otra opción que enfrentarme a los hechos; voy a verme obligado a  preguntarles qué es lo que  ha pasado, si he molestado a alguien,  o si existe alguna posibilidad de que algún día todo vuelva a ser como antes, tranquilo, anodino y cotidiano. 


* "Es para pedir la independencia y la libertad del pueblo de Catalunya

jueves, 16 de enero de 2014

Carta abierta a Iñaki Uriarte



La primera decisión que tengo que tomar al escribir esta carta es  al respecto  de la conveniencia   de utilizar el tuteo o, por el contrario,  mantener la  distancia y  ejercer un respeto apriorístico hacia mis mayores. Resuelvo la duda pronto: Iñaki, si no te importa, voy a tutearte. La razón reside en tus “Diarios”. Me han acercado  a ti de tal manera que no podría verte sino como alguien muy próximo, como ese amigo con el que uno se puede tomar unas cañas  de vez en cuando, charlando de lo que sea, de la Real,  del nacionalismo, de libros, de filosofía,  de gatos o de Borges… Yo no aguanto a Borges, qué le vamos a hacer, pero tomando unas cañas contigo probablemente acabe por entender algo de lo que escribió después de su famoso y no menos sospechoso  golpe en la cabeza. Los gatos tampoco me gustan. Como podrás comprender, el hecho de que el tuyo  se llame Borges me lo pone todavía más difícil: nunca le haría daño a un gato, ni a ningún otro animal, pero los bichos y yo  no nos llevamos nada bien. 

Ya ves  que la cosa no podía empezar peor.  Creo que, a pesar de mi predisposición positiva, lo nuestro no tiene futuro. Podría  convencerte sobre la bondad de mis intenciones  si te dijese que he leído a Montaigne, algo, un poco,  y que me parece un tipo de mucho sentido común, un excelente maestro para caminar por la vida. También estaríamos muy de acuerdo sobre una de las ideas que más se repiten en  los dos volúmenes sobre tus andanzas: que trabaje Rita, o San Pedro, o el cabo furriel; que trabaje quienes nos dicen que el trabajo dignifica; que trabaje el que quiera trabajar; que continúen animando al personal  a ser algo en la vida, a ser competitivos, a ser mejores que el vecino para acaparar más oportunidades, más recursos… pero a los que no queremos, que nos dejen en paz. “Trabajar es como estar enfermo. En cuanto se te pasa te pones contento” […] Sin embargo  “ no  seas perezoso. Algo hay de bueno en el consejo. La actividad es a veces  un lenitivo para el dolor. Como una aspirina. Pero en esa recomendación hay sobre todo un imperativo: domestícate”:  ¡Sí señor! ¡Alguien lo tenía que decir!.

Debo confesar que me produces una envidia casi malsana que se aproxima peligrosamente a lo patológico. Tanto es así que a veces he levantado la vista del libro, he respirado hondo  y  he pensado, “¡Joder! Pues claro, viniendo de donde viene se lo puede permitir; no como yo, que tengo que cumplir con mi jornada laboral diaria igual que todo hijo de vecino”. Pero luego me atempero, y antes de recuperar el hilo de tus palabras convengo con mi conciencia en que si yo me hubiese encontrado  en tu misma situación hubiese hecho algo parecido. ¡A qué lamentarme!. Mis orígenes son obreros  y siempre he oído a mis mayores que nadie se hace rico trabajando. De modo que no me ha tocado otra que dar el callo para hacer bueno el corrido: “Mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos tuvieron tierra y mi nieto es funcionario” Ése, el último de la saga, el nieto, soy yo.  Y como tú, me he plantado.  Yo tampoco tendré descendencia. En mi caso, descendencia proletaria.
 
Y es que,  según cuentas en las entradas correspondientes a 2007 (segundo volumen), tus orígenes familiares son de lo más atractivo. A mí me parecen fascinantes:  Sobrino nieto de los fundadores de la Universidad de Deusto, “La Comercial”. ¡Ahí es nada!. Uno de los centros de formación de la elites de este país. Además de licenciarte allí mismo para no ejercer jamás,  te permites el lujo de escribir que “la esencia del pensamiento conservador es creer en las élites, creer que hay personas mejores que otras y que se merecen más. Y lo que suele ser risible: creer que  tu eres una de ellas”. No está nada mal para alguien al que educaron para pensar y provocar todo lo contrario. Lo bueno es que  creo en tus palabras, porque si algo hay en tus diarios es sinceridad. Por eso no puedo dejar de pensar en ellos una semana después de haber terminado su lectura. 

Porque, Iñaki, a las pocas páginas del primero de tus libros yo me olvidé hasta del suelo que pisaba. Si por algún motivo banal me veía obligado a dejar de leer, respondía de malos modos.    Te puedo asegurar que durante los dos días de lectura  he estado ausente. No me ocurre a menudo. Me tengo como un lector prolífico y pocas veces, contadas veces,  he experimentado lo que con “Diarios”.  Mi pensamiento levitaba sobre tu narración. Era como flotar sobre una especie de nube de humo, el mismo humo que aparece en la portada,  que se ha ido  formando  calada tras calada del  mismo cigarrillo que tú fumas,   y  que se mantenía  en el aire como si fuera  un  retal  vaporoso   sobre el que vas presentándonos, de un modo aparentemente espontáneo -exento de afectación-  algunas de las vicisitudes de tu vida, a las personas que la han jalonado, María -tu María, siempre presente-; pensamientos y reflexiones cargados de inteligencia y de ironía, encuentros y desencuentros con amigos y no tan amigos, opiniones al respecto de la actualidad política, personajes de cierta celebridad:  tus  dos maestros, Borges y Montaigne; y  también Savater, Atxaga,  Juaristi, Vila-Matas… y un número indeterminado de X  anónimas que alientan la vertiente más cotilla de mi curiosidad y al mismo tiempo cierta frustración, por ser incapaz de  identificar a alguno de los personajes de los que desvelas jugosas anécdotas y confesiones sorprendentes. 

Mientras leía tus “Diarios”, mi amor -la mujer con la que vivo desde hace más de un cuarto de siglo- me ha llegado a preguntar si me pasaba algo, y le he tenido que jurar y perjurar que “no es nada, cielo,  solamente son los Diarios de Iñaki Uriarte, que me tienen absorto”. Ante mi respuesta un tanto dispersa, y muy parecida a un quite en los medios sin viento en la plaza, esbozó ese ademán de incredulidad -exclusivamente femenino-  cuando no acaba de fiarse de lo que le digo, de manera que tuve que ampliarle los argumentos. Le tuve que decir, con el gesto más creíble de que fui capaz que, sin saber cómo, leyéndote, me he encontrado pensando honda y profundamente sobre las cuestiones esenciales de la vida. Por mucho que me esfuerzo no logro recordar un  libro, de los miles que he leído, que haya sido capaz de producirme una necesidad imperiosa, casi agobiante, de hacerme preguntas tan  comprometedoras para conmigo mismo como tus “Diarios”.  Quizá me ocurre como a ti. “Para asustarme de mi ignorancia no tengo más que echar un vistazo a mi biblioteca. Miles de libros leídos de los que no recuerdo nada”. 

Ahora mismo, si estás leyendo esta carta, estarás pensando que lo mejor que puedo hacer es dejar de fumar droga, o moderar el consumo de alcohol. Yo también. Porque me resulta  mágico que ante tanta sencillez, ante una narración personal , liberada de imposturas estilísticas, de retórica, que describe una supuesta sucesión elemental  de acontecimientos más o menos íntimos o personales, yo pueda  llegar a elucubrar sobre las cuestiones más trascendentales como jamás ningún filósofo, intelectual de postín o equivalente  haya  propiciado en un servidor. Por eso creo, querido Iñaki -como ves, ya empiezo a ponerme cariñoso-  creo que tu obra no es fruto de un par de sentadas, o del disfrute de tu holganza, de  tu bendita y envidiable  indolencia diletante. En mi humilde opinión, “Diarios” es una obra de alta literatura, mal que te pese, porque has trabajado para que así sea.  He leído alguna entrevista de las que te han hecho y cuentas que, para ti, escribir es como limpiar un cristal. Esa es una imagen que me gusta. Como sabes bien –porque habrás visto a alguien hacerlo- para esa tarea se necesita una constancia esforzada, casi mecánica  y, a ser por posible,  poca luz,  la justa, la que  pervive durante  muy poco espacio de tiempo en la sombra de la tarde, la claridad efímera que  matiza las formas  y facilita la identificación de los  defectos.

Tu editorial “Pepitas de Calabaza” -”la editorial que tiene menos proyección que un Cinexín”- ha  escogido como reclamo en la contracubierta  tu referencia a una frase de  Josep Pla. De hecho tú mismo inicias los “Diarios” con ese consejo, quizá como declaración de intenciones  y aviso a navegantes. Sin embargo, para definir tu libro y tu modo de enfrentarte a tu propia vida, yo prefiero lo que dice  Nietzsche, y que consignas inmediatamente después: “Se aprende antes a escribir con grandilocuencia que con sencillez.  Ello incumbe a la moral”. Porque tú no solamente  cuentas, narras o relatas. Tus cuentos, tus vicisitudes, las escenas de tu vida que describes, están dispuestas de tal manera que iban tejiendo  en éste lector que te escribe una colcha  afectiva y al mismo tiempo ética y moral bajo la cual se sentía  reconfortado, en paz, como si lejos, allí  en el norte,  en la distancia, sin necesidad de verle, oírle o tocarle, pudiese siempre contar con la guía de un sabio que ha aprovechado bien, pero que muy bien, las facilidades que le ha otorgado la vida para pensar con calma y tranquilidad, sin las urgencias ni los condicionantes  a los que la gran mayoría estamos sometidos.

Ya acabo. Con un reproche, o mejor, un desacuerdo.  No se trata del gato, ni de Borges, ni siquiera de que no te guste “El bucle melancólico”.  Se trata de ¡Benidorm! ¡Por Dios santo! Mira que hay lugares en la costa en los que pasar las horas y las horas  a gusto, entre gente alegre, abandonada al disfrute del sol, del mar y de las cosas buenas de la vida, como a ti te gusta… A ti no solamente se te ocurre pasar allí muchos días,  sino que además vas y los disfrutas como si estuvieras en el paraíso y, para colmo, le compones a la ciudad una especie de oda para regocijo de los amantes del hormigón playero y del tumulto  veraniego.

En fin, Iñaki,  que en Benidorm no nos vamos a ver y que espero, expectante,  saber lo que ha sido de tu vida desde 2007 hasta ahora (también en “Pepitas de Calabaza”, supongo). Donde sí nos podríamos ver  sería en un bar, en el que más te guste, para tomarnos unas Coca-Colas  (me sacrificaré). De ese modo  haremos  buena la frase de Johnson, que nos regalas en tus “Diarios”: “Nada ha inventado el hombre que haya proporcionado a la humanidad tanta cantidad de alegrías como las tabernas”.

Un abrazo

PD:  Entre  todas las fotos que he encontrado en Internet para ilustrar esta carta, buscaba alguna  en la que se distinguiese ese aire árabe-sudamericano que dices tener, pero yo no lo veo por ningún lado. Me pareces el típico vasco nacido  en New York que ha “estado en la cárcel, ha hecho una huelga de hambre, ha sufrido un divorcio, ha asistido a un moribundo”. El típico vasco nacido en New York que “una vez fabricó una bomba, negoció con drogas, le dejó su mujer, dejó a otra […] , que fue amigo de alguien que murió asesinado y fue enterrado por los asesinos en su propio jardín.” El típico vasco nacido en New York que “conoce a un hombre que mata a otro hombre, y a uno que se ahorcó”.[…].  En definitiva, eres la viva imagen del típico vasco nacido en New York que” ha llevado, en general, una vida muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos”. La foto lo atestigua. 

jueves, 9 de enero de 2014

Arquitectura del porvenir


Hace 26 años que vivo frente a un colegio. Las ventanas de mi vivienda no distan  más  de  20 metros de las aulas.  Esto no tendría  nada de particular si no fuese porque el edificio escolar fue construido en el año 1935 y porque fue diseñado por el arquitecto Josep Lluis Sert. Era el modelo con el que se debían haber construido todos los colegios de  la II República española bajo las prescripciones del grupo  GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrès de la Cultura Contemporània), que fue fundado y liderado por el mismo Sert.
El colegio debió de ser en su día revolucionario. Cualquiera que lo vea hoy  por primera vez, libre de los adornos infantiles que han colocado los maestros sobre los amplios ventanales,  tendría serias dificultades en asignarle una función y, del mismo modo, me atrevería a asegurar que muy pocas personas  creerían  que en  apenas 20 años el edificio cumplirá el siglo de vida.
No tengo ni idea de arquitectura. Por eso,  para poder decir algo más sobre esta  escuela,  no me queda más remedio que utilizar un lugar común: aquello tan socorrido de “el edificio está tan integrado en el entorno, que pasa totalmente desapercibido”. Pero es que es así.  El colegio consta de  una única nave en planta baja  que se alarga en paralelo unos 50 metros a lo largo de la calle arbolada. Es tan poca cosa, tan discreto, ágil y diáfano, que da la sensación de haber surgido tímidamente desde la tierra, casi pidiendo permiso, como si fuese el resultado  de una modesta germinación  ocurrida en el tiempo en que todo  estaba por hacer. Parece estar  ahí desde antes que urbanizaran la calle, desde  antes de que plantasen los plataneros que le observan; antes incluso de que el mismo pueblo donde ejerce se constituyese como tal.
Y es que la fachada prácticamente no contiene ladrillo, hormigón o cualquier otro material de construcción; únicamente lo  justo y necesario para separar y acoger seis grandes ventanales que, debido a  alguna  decisión relacionada con un estúpido sentido de la intimidad, del pudor, o vete tú a saber qué otras razones, los responsables del centro han optado por tintarlos de blanco convirtiéndolos así  en telones opacos, en una especie de  biombos hospitalarios. Ese afán casi enfermizo e incomprensible  por la opacidad, por separar la escuela de la vida que transcurre en la calle, y por el escamoteo de lo que pasa día a día  dentro de una escuela,  impiden la entrada de luz y, sobre todo, imposibilita  que los transeúntes puedan ver una de las imágenes más edificantes, sanas y esperanzadoras: el pasillo de un colegio de enseñanza primaria, el espacio vivo  donde  maestros y niños comparten el trayecto sobre el que discurren sus pasos.
Las escuelas viejas -que así las llama injustamente  todo el mundo, como si las otras que existen en el pueblo  fuesen nuevas debido al hecho de haber sido construidas años más tarde; como si lo nuevo y lo viejo tuviese que tener algo que ver con el tiempo, con el paso de los años o  con los números-  también  sorprenden en su parte posterior. El diseño y la disposición de los espacios son, nuevamente, otro acierto revolucionario, muy en la línea de acción transformadora de la II República española  y, me atrevería a decir, de los preceptos de la olvidada Institución Libre de Enseñanza. Cada aula está conectada directamente con el exterior, con el patio,  a través de otros tantos ventanales  que  hacen las veces de portal  hacia el aire y hacia la luz, de manera que  la clase está permanentemente iluminada y ventilada  naturalmente. El patio, además,  triplica con creces la superficie edificada, con lo cual los niños disponen de un amplio territorio de esparcimiento.  Todo en este colegio republicano  está pensado en función de las necesidades de un niño para ofrecerle  el entorno más adecuado en el que formarse.
Esta descripción un tanto  insustancial se me viene a la cabeza viendo llover. Es tarde invernal de domingo, y cae el agua despacio, suavemente, igual que en el Norte. Estaba leyendo. Me he levantado del sillón para poner un poco de música y para descasar la vista. Canta (o  más bien recita) Leonard Cohen. Aparto levemente la cortina. Las gotas minúsculas rebotan sobre el asfalto; son pequeños puntos de luz que en lugar de caer del  cielo surgen del interior de las farolas, precipitándose  como si fuesen polillas que se disuelven al tocar el suelo. Más allá de la pantalla luminiscente que forma la  lluvia, a un paso,  respira el colegio, arropado tras las ramas desnudas de los árboles, que actúan  como manos delante de la cara cuando queremos  evitar  ser reconocidos. Los haces de luz de los pocos vehículos que circulan  se proyectan sobre los ventanales opacos y sobre las paredes breves, desvelando intermitentemente su existencia.  Ausente y vacía,  tal vez aburrida sin la algarabía con que discurren los días de clase, parece como si  en  este domingo lánguido y húmedo de invierno la escuela vieja  propusiese a  la noche el juego infantil del escondite.
De hecho, parece que alguien ha escuchado mi sugerencia porque ahora  mismo acabo de descubrir un grupo de sombras moviéndose. Son cinco figuras humanas, cuatro sentadas y una de pie.  Se han refugiado bajo el voladizo del colegio  y apoyan sus cuerpos sobre los ventanales. Son cinco adolescentes risueños. Mal camuflado como estoy tras las cortinas de la ventana,  deben estar  especulando sobre mi naturaleza: “Un fantasma, un espectro,  la vieja del visillo, algún viejo chiflado que, aburrido de ver la  tele, se ha puesto a fisgonear  y que probablemente se apresurará  a llamar por teléfono a los guardias urbanos al vernos sin más ocupación que permanecer sentados, apoyados sobre las cristaleras de la escuela mientras wasapeamos velozmente con los pulgares  y reímos descuidados antes de cometer una gamberrada.”
Estos chicos seguramente estudian en el Instituto. Me pregunto, ahora que les veo mirar de nuevo hacia mí, ahora que vuelven a reírse a carcajadas, divertidos y despreocupados,  si serán ex alumnos del colegio, si serán  un grupo de  nostálgicos precoces que,  de modo inconsciente,  han decidido buscar abrigo en el lugar donde probablemente fueron más felices de lo que lo son ahora, agobiados y angustiados en el presente que viven, hartos de escuchar en sus casas y de boca de sus profesores   la letanía del trabajo, del futuro y del dinero.  Porque, aunque ya no me miran, ahí siguen. Continúan charlando  tranquilamente de sus cosas, seguramente intrascendencias, algún chiste malo, confidencias de poca monta, minutos y minutos de palabras ante la lluvia suave de invierno con las que se sienten iguales, cómplices, libres de cualquier responsabilidad que no sea la de la lealtad recíproca, la voluntad inquebrantable de una amistad que no romperán por nada del mundo  mientras yo, en mi casa, me dejo llevar por la voz profunda de Leonard Cohen que columpia mis pensamientos y hace volar mi imaginación ante el espacio vivo  en el que estos muchachos han vuelto para resguardarse de su destino y quién sabe si para solicitarle a la noche, a la lluvia, o a las sombras que les protegen, un retorno al patio donde hace muy pocos años corrían y gritaban libres y a salvo  de cualquier porvenir.   



Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI