martes, 22 de diciembre de 2020

¿Quién beberá de mi copa?

 

Si lo pensamos bien, nos la jugamos este año por el empeño obsesivo de la redundancia insistente; por la tiranía señalada de la fecha conmemorativa; por el sojuzgamiento al movimiento regular del péndulo en forma de almanaque; por una arbitrariedad milenaria aceptada unánimemente; por una convocatoria sin remitente que vincula a la familia y a los seres queridos invocando y concitando desembolso y dispendio,  buenos deseos, abrazos, cariño exacerbado, reencuentros celebrados, nostalgias incurables y, por supuesto, el dolor de las ausencias, la tristeza mal disimulada en el rostro de  nuestros viejos, que mientras nos miran detenidamente, uno a uno, camuflados tras la euforia colectiva,  intentan vislumbrar en silencio cómo será esa misma mesa, quién  ocupará su sitio el año próximo.

Me gusta estar con los míos. Disfruto de su compañía. Soy un fiel esclavo de las tradiciones, un empecinado de los aniversarios y de todo festejo evocador. Tanto es así que incluso  he llegado a instaurar la celebración de mi besiversario. Sin embargo, este  2020, la vida, en su más preciso sentido biológico,  se impone al calendario, a la potestad de la data, a la adhesión inquebrantable hacia el estribillo anual, de manera que  el deseo de volver a verles el próximo año y de mantenerme fiel a esos días prevalece sobre la imprudencia.

Seremos pocos porque deseamos vernos de nuevo en una nueva Navidad  reiterada, el próximo año, y al otro, y el que viene, hasta que viejo y melancólico me llegue el día en que  los miraré detenidamente a todos  y me preguntaré  quién se sentará  en mi silla y quién beberá de mi copa.

Felices fiestas, amigos.

martes, 15 de diciembre de 2020

Un hilo de vida

 

 A Leonor, la mano que enhebró mi vida

Transcurren los años y es ahora, en estos momentos,  cuando soy consciente de que sigo traspasando fronteras sin pena  ni gloria, prácticamente sin advertirlo, muros de gran calibre,  paredes maestras de la existencia,  muy distintas a aquellas líneas  tan frágiles como hilos, apenas visibles, de los años cumplidos de juventud, tras las cuales soñábamos con atravesar la siguiente, y la subsiguiente  esperanzados por ver consumados nuestros anhelos en el próximo límite, nuestra perfecta y utópica vida fantaseada  y, súbitamente, una tarde de otoño, aunque también podría ser de primavera, se presenta ante nosotros un objeto, el más imprevisto, quizás  el más  insignificante, algo en lo que apenas uno repara a no ser que salte, se pierda en cualquier calle, caiga sobre el suelo de la oficina y se convierta en un vulgar rastro barrido, se desprenda del lugar al que pertenece, del preciso emplazamiento en el que por manos sabias, manos hábiles, manos generosas y  entregadas fue trenzado y engarzado una y diez veces, certeramente,  con el único y concreto fin de  unir dos partes que si bien pueden sobrevivir sueltas, disociadas, despendoladas al viento levante de los agostos, en el esforzado trabajo del andamio, sobre los frutos de la tierra fértil y también, por qué no, en la pasión arrolladora que arrambla en segundos con todos ellos, abriendo la puerta primera de la prenda a los labios ansiosos de la piel que cubre el corazón palpitante, aunque, lógicamente, al cerrarse, la disgregación da paso al nexo, al vínculo o articulación de unidad  que abriga, protege y cubre, nos integra dignamente  sin escándalo en las calles, en los espacios donde desplegamos nuestros encantos, la elegancia, quizás ostentación,  o sencillamente una humildad limpia, a veces confortable y en ocasiones un tanto desaliñada, tal vez coqueta, un descuido muy esmerado que nos permite llamar la atención, asemejarnos a aquellos artistas de tantísimo talento, la bohemia hipnótica,  o realmente el abandono desbaratado propio de quien anda con el peso de la angustia, la desazón, o  en  busca obsesiva de  la idea,  un tormento, un sinvivir, porque no hay modo de hallar la forma que exprese tanta hondura, de ahí que el desbarajuste sea el menor de los problemas, bastante menos grave que la ausencia de uno de ellos durante la revista a la tropa cuya pena supone tres días de arresto menor, la tercera guardia, la consiguiente anulación del permiso y la previsión de una añoranza insoportable que se sobrelleva en soledad, inmerso en el recuerdo, la evocación, imágenes de personas a las que queremos y con las que deseamos estar, incluso con aquellas que ya no hallaremos en lugar alguno más que en la memoria,  aquí, por ejemplo, en estas palabras pespunteadas por la aguja del hilo  enhebrado en un instante de incertidumbre semejante  a la cobra que se alza y tantea el aire a un lado y al otro husmeando el lapso vano, el hueco ínfimo, apenas percibido  más que por el ojo adiestrado en convertir con pericia secular el vacío en materia ensartada, consumada, ejercida en una leve presión dorada, blindada,  a salvo de heridas, que hunde el finísimo aguijón una y otra vez de manera que lo que eran precisos orificios ejecutados en el torno tras el troquel, se transforman en la roldana necesaria  gracias a la cual el botón vive, ya para siempre, en el espacio que le fue asignado con la única y trascendental finalidad de imbricarse en su ojal único y preceptivo, con la fijeza, eficacia, fuerza y tozudez del ballestrinque en el trinquete, porque lo que Dios ha unido que no lo separa el hombre, hasta que acontece un incidente, qué sé yo, un picaporte desalmado, el violento tirón de un enemigo, el arrebato impetuoso de un instante de deseo, la gula incontenible, o el paso hiriente inexorable  de las modas deciden su destino y entonces, ¡ah¡ entonces, la mano cuidadosa que un día lo escogió para tan noble fin lo auxiliará, lo redimirá del infierno del olvido  y lo acogerá en su regazo con el cariño profesado de la modista,  la madre,  la esposa,  la abuela que justo ahora lo observa junto a mí, al calor del hogar donde crecí, formando con otros cientos un hermoso mosaico autobiográfico cuyo contenido reposa en un tarro de reminiscencias nacaradas, brillos de resinas encarnadas, glaucas, añiles, azabache, blancas como el marfil,  cóncavas y convexas, alargados, circulares y trapezoidales, grandes, pequeños, hiperbólicos o irrisorios, barrocos, simples camiseros como un emoticono,  dorados y plateados, incluso apetecibles  como una cereza o un dulce de caramelo, algunos muy funcionales, versátiles en cualquier ojal mundano, otros exclusivos, alguien diría que aristócratas, quizás  intransferibles, de una sola existencia, pero en cualquier caso todos ellos testimonios  de toda una vida enhebrando agujas con el hilo que anudó la mano que cosió el botón y que meció mi cuna.

martes, 8 de diciembre de 2020

Rumores, gritos y silencios


E
n 1985 la editorial Anagrama concedió su XIII premio de ensayo a una obra de la que por entonces el líder del independentismo catalán, Àngel Colom, dijo “este libro es muy peligroso, parece que dice una cosa y en realidad dice otra.” Se trata de “El rumor de los desarraigados, conflicto de lenguas en la península Ibérica” obra del aragonés Ángel López García (1947), catedrático de lingüística General en la Universidad de Valencia.

Cuando se publicó este ensayo, el PSUC abanderaba el lema “Catalunya un solo pueblo”, con el  objetivo de  integrar en la identidad catalana a la gran masa de población trabajadora llegada de otros lugares y de paso, regalar el triunfo electoral a la burguesía nacionalcatalanista;  el gobierno de Pujol metía a Norma en nuestras casas, aquella niña simpática que nos invitaba a hablar siempre en catalán mientras el clan familiar y el partido político que los sustentaba, después del desfalco de Banca Catalana,  se erigía en los valedores de la ética, al tiempo que ponía a funcionar a pleno rendimiento y con plena impunidad la maquinaria de corrupción que esquilmó el país en connivencia, algunas veces, con la casa real.

Mientras tanto, la política cultural se reducía a la promoción publicitaria de los sentimientos patrios, a la banalización del papel intelectual, al endiosamiento de la mediocridad con la coartada de lo popular y al despilfarro generalizado. Hay que volver a leer también el ya mítico artículo que Rafael Sánchez Ferlosio publicó en 1985 en el diario El País titulado “La cultura, ese invento del gobierno”.

Han llovido treinta y cinco años, las ramas van cayendo una tras otra, el rey emérito se ha fugado con nuestro dinero, Pujol descansa y disfruta tranquilo de su botín en la Cerdanya, una parte muy significativa del  independentismo catalán pacta con uno de los partidos firmantes del 155 (monedas de plata) y, a falta de argumentos ya amortizados después de estos últimos diez años, a un lado y otro del Ebro la problemática de la lengua surge con fuerza como único banderín de enganche posible entre el nacionalismo político  y su electorado desencantado, frustrado y traicionado.

Efectivamente, volvemos a cargar a la espalda como Sísifos -un poco hartos ya de nuestro destino- el conflicto de las lenguas peninsulares, sobre todo el conflicto entre catalán y el español. Y es que, por un lado, el nacionalcatalanismo, en su órdago a la grande, ha dejado al descubierto sus dos únicos argumentos con los que ha movilizado a cientos de miles de personas: el 'España nos roba' se ha revelado falso, igual que la apelación al carácter represivo del Estado, no más represivo que cualquier otra democracia occidental, que permite, por ejemplo -curiosa represión- una televisión pública de consumo únicamente independentista y el sueldo más alto que cobra un cargo público en España, el de President de la Generalitat.

En la otra orilla del Ebro, desarbolado ya el independentismo, derrotado el terrorismo nacionalvasquista, y a pesar de que los partidos nacionalcatólicos españoles pretendan convertir los Presupuestos Generales del Estado en los presupuestos de Bildu, la verdad es que los protagonistas de la foto de la Plaza de Colón han agotado su fondo de armario  y una vez más echan mano de las esencias de una españolidad sectaria vinculada a la defensa histriónica de la lengua española para mantener a su electorado en tensión con la excusa, ahora, de la derogación de la ley Wert convertida en agravio grandilocuente de gran utilidad para mantener viva una propuesta política que se aguanta con la ventilación asistida de argumentos ajenos a la política. (Creo que fue el ministro de exteriores del gobierno de Rajoy, José Manuel García-Margallo quien reveló en directo, en la cadena 'La Sexta' de televisión, que un alto dirigente del PP le confesó “sin los muertos de ETA nuestro partido se ha quedado sin proyecto”)

Por eso, el libro de Ángel López contiene más actualidad hoy que en el momento de su publicación. De hecho, la editorial Anagrama debería plantearse su reedición (actualmente se encuentra descatalogado), entre otras razones porque, dado el actual contexto político y social, proyectaría un poco de luz hacia el eterno conflicto de las lenguas peninsulares y proporcionaría argumentos rigurosos y muy consistentes, al menos a quienes prefieren hablar, opinar o defender posiciones desde la razón y no desde el sentimiento o el sectarismo. 

Y es que, en palabras de Ángel López, “Desde la Inquisición, la cultura y los intelectuales se han visto entre nosotros como delincuentes peligrosos, como expresión a veces caricaturesca pero siempre real, de nuestros demonios familiares. Que a nadie sorprenda, pues, la tragedia escondida en la opinión popular, de unos y otros, cuando afirman que los de la orilla contraria hablan como los perros.” Unos son ñordos y otros polacos, según en la orilla del Ebro en la que uno viva o, peor todavía, según la lengua que uno decida libremente hablar y escribir.

El catedrático inicia su ensayo con la actitud más intelectual posible, la del escepticismo, porque a pesar de que extiende por las páginas de su libro abundante argumentación de carácter objetivo que podría atenuar los gritos de unos y otros, sospecha que “es muy improbable que una correcta planificación lingüística sea capaz de resolver por si sola el enrevesado problema de cuatro lenguas en suelo peninsular.”  Pero, ¿Por qué?

La coincidencia entre los mapas lingüísticos y políticos es una de las causas. “Este problema”, dice el lingüista, “se alargó durante ocho siglos. Por tanto no es un problema de Estado, sino de nación. El Estado no tiene nada que ver con los individuos, es un mal necesario. El Estado está fuera, no dentro: la nación, como la lengua, pertenece a lo más íntimo del individuo y del grupo, y resulta indisociable de su conciencia.”

Ya tenemos los dos componentes de una sencilla ecuación con las que la política -la mala política- calcula la ecuación del enfrentamiento, porque lo primero que debe hacer un partido político para construir su propuesta ideológica es identificar al adversario. Sin adversario no hay proyecto, de ahí que la identidad y la religión constituyan dos de los más poderosos ingredientes dentro de la marmita donde se cocinan las ambiciones de poder y la defensa de los privilegios.

Según López García, buena parte de la problemática que hoy día todavía arrastramos surge de nuestras herencias lingüísticas y, significativamente, de una en particular. A pesar de lo que creemos, la huella que nos dejó el árabe fue más cultural que lingüística. Ni el español y ni ninguna de las otras tres lenguas peninsulares contienen más rastro árabe que los que dejó en nuestro léxico. Por tanto, la influencia idiomática es superficial, pues no hay ningún rastro semítico ni en nuestra sintaxis ni en nuestra gramática.

Sin embargo, los árabes nos dejaron un legado más profundo, su concepción de la lengua como vehículo de transmisión de la palabra de dios. Este rasgo sociolingüístico jerarquiza las lenguas y establece una impronta cultural en el colectivo hablante de un territorio determinado que propicia la asunción de una categorización lingüística, una especie de pódium de las lenguas que premia a un de ellas y relega a segundonas al resto. Hoy, cualquiera que visite la iglesia del monasterio de Poblet podrá leer con asombro la placa que lucen los monjes benedictinos junto al altar y que recuerda al creyente y no creyente que el catalán es el idioma que habla Dios.

Pero más allá de este hecho, “El rumor de los desarraigados” prueba una tesis: el español nace como lengua koiné (idioma común) para facilitar el intercambio lingüístico y social de los que no podían entenderse. En la Edad Media, durante la formación de las lenguas romances, en los territorios del norte peninsular se produjo el fenómeno del sequilingüismo, gracias al cual personas que hablan lenguas diferentes se entienden; en el caso de las lenguas de la península ibérica la razón sería su cuna latina.

De algún modo, muchos de aquellas gentes del medievo se entendían hablando cada cual su particular variante del latín, pero los que no se entendían decidieron utilizar a lo largo del Alto Ebro una nueva lengua construida a partir del euskera y un latín ya muy vulgarizado; una lengua que cumplía la función del pidgin chino, gracias al cual oriente pudo comerciar con occidente. En palabras del gran filólogo Emilio Alarcos “El castellano, es en el fondo, un latín vasconizado, una lengua que fueron creando gentes eusquéricas, romanizadas. Fue más tarde cuando se generalizaría una koiné.”

De manera que el español surge como lengua de urgencia creada a partir del latín por los hablantes (euskaldunes o no) del dominio lingüístico vasco, por entonces mucho más amplio que ahora.  Las glosas emilianenses son testigo de excepción, así como los innumerables rastros fonéticos, gramaticales y sintácticos que dejó el euskera en el castellano.

La mal llamada reconquista -una suerte de conquista del oeste- que atrajo a gentes de diversos orígenes tanto peninsulares como europeos a través del camino de Santiago y el descubrimiento y colonización de nuevas tierras al otro lado del Atlántico hicieron posible su expansión.  Por otro lado, es interesante saber que a principios del siglo XIX, cuando empiezan a producirse una tras otra las independencias de los países hispanoamericanos, apenas habla español un 10% de sus habitantes. El uso del español se generalizará cuando los nuevos países soberanos lo introduzcan como lengua normativa en sus constituciones con la finalidad de que todos los habitantes del territorio hispanoamericano puedan entenderse.

Del mismo modo, durante la formación de nuestro país, y ni tan siquiera ya en los inicios de la época imperial, no se hizo nada por anular la diversidad lingüística. De hecho, los poderosos castellanistas interesados en defender sus privilegios dejaron que la norma la dictase un andaluz o que el teatro nacional español naciese en el este peninsular, más concretamente en Valencia, en pleno dominio lingüístico catalán, donde por cierto la castellanización se produce mucha antes de los Reyes Católicos: en pleno siglo de oro de la literatura valenciana (a mediados del siglo XV) , los valencianos ya son completamente bilingües y durante el siglo XIII en Cataluña proliferan los autores bilingües, como Pere Torrella, Joan Berenguel o Romeu Llull.

Antes del siglo XVIII se escribe en castellano tanto en Portugal como en el dominio lingüístico catalán o en la zona gallega del reino de Castilla. “Tenemos abundantes traducciones de obras de Lope de Vega y otros autores al francés o al italiano y de su posterior representación. No existen, en cambio, testimonios de que fueran vertidas al catalán” y obvia añadir que no fue así porque no era necesario, porque los habitantes de todo el dominio lingüístico catalán conocían perfectamente el idioma en el que hablaban tanto los autores del siglo de oro como todos los habitantes de la península ibérica.

Los ejemplos que ofrece el autor sobre el uso generalizado del castellano en toda la península desde la formación de las lenguas romances son numerosos.  La evidencia de que tanto en catalanes, como en valencianos, vascos, gallegos, asturianos, andaluces, leoneses o aragoneses han hablado y se han entendido desde hace siglos en castellano es tan palmaria que tengo la sensación de estar haciendo el ridículo al invertir unas horas con el fin de probarla.

Lo cual no conlleva el menoscabo o la negación de la existencia de las tres lenguas características y también propias de tres territorios peninsulares que desarrollaron su literatura y que afortunadamente perviven hasta nuestros días, alguna de ellas, como el catalán, en franca expansión. Y es que, por mucho que voces interesadas griten y se desgañiten igual que ploracossos bien pagados que el catalán se muere, la verdad es que actualmente vive el mejor momento de toda su historia, con más presencia editorial, más protección pública y administrativa y, lo que es más importante, con más hablantes que nunca.

Pero las lenguas hacen lo que tienen que hacer y por mucho que les asombre a los políticos y a las personas que siguen acríticamente determinados postulados “sólo la vitalidad de las culturas lingüísticamente diferenciadas puede hacer posible la pujanza de la koiné en sus respectivos territorios”, es decir, que cuando más estable y con fuerza se encuentre el catalán, el euskera o el gallego más crecerá también el uso del español en toda la península.

Cuando un independentista catalán grita desde las redes sociales, en una manifestación o le exige a una dependienta que le hable en catalán mientras le grava con teléfono móvil, so pena de denunciarla públicamente (como está ocurriendo) en razón de una supuesta exclusividad del catalán en Catalunya, en realidad está favoreciendo el uso del español, porque “se equivocan quienes creen que todo avance institucional del catalán se traduce en un retroceso del castellano y tienden así a obstaculizarlo. Mientras tanto, el pueblo sufre las consecuencias: de un lado la frustración de sentir que su lengua y su cultura declinan impotentemente; de otro, la frustración del progresivo extrañamiento respecto a la otra lengua y la otra cultura que, le dicen, son las invasoras, cuando él sabe perfectamente que han sido, y no pueden dejar de ser, la de todos los peninsulares. Allá ellos, pero sepan que quien siembra vientos recoge tempestades.”

Han pasado 35 años desde que Ángel López García escribiera este párrafo. Hoy, como ayer, un gallego visita la Sagrada Familia, y al alojarse en su hotel se dirigirá al recepcionista en castellano. Hoy, como ayer, un catalán visita la Catedral de Santiago de Compostela y al pedir un buen pulpo a feria en el restaurante lo hará en castellano. Hoy, como ayer, un andaluz disfruta con la última exposición del Museo Guggenheim y para disfrutar de todas las obras que observa leerá las leyendas adjuntas escritas en castellano. Hoy, como ayer, un guipuzcoano se traslada en primavera la Valle del Jerte y mientras se maravilla con la belleza del paisaje el guía extremeño les explica en castellano los secretos del cultivo de la cereza.

Hoy, como ayer, los tres gozosos turistas, por aquellos azares de la vida, incluso puedan encontrarse cualquier otro día en cualquier otro lugar de la península y al reconocerse como ibéricos entablaran conversación en castellano. Posiblemente incluso establezcan amistad y organicen un viaje a otro país y, aunque posiblemente también hablen inglés, se sentirán aliviados y hasta reconocidos como ibéricos cuando el camarero les entregue el menú y lean su plato preferido en castellano, o el recepcionista del hotel, al escucharlos hablar les diga, ¡Ah! ¡Españoles! ¡Bienvenidos!

Sin embargo, “los mediocres se han dejado engañar […] y han confundido pueblo castellano con las castas gobernantes de Madrid, a menudo oriundas de otras regiones ¿imperialista un labriego burgalés? ¿Imperialista un obrero de Vallecas? Lo malo es que los mediocres son la mayoría”, al menos- añado yo- en las urnas, porque “educar a un niño [exclusivamente] en una lengua minoritaria no tiene nada de progresista […], este tipo de formación de campanario es intrínsecamente reaccionaria. Lo curioso es que quien la promueven alardean de progresistas.

Claro, porque la koiné, esa lengua común a todos nosotros que nació hace siglos de la necesidad de entendimiento de los desarraigados y que adoptaron absolutamente todos los habitantes de la península ibérica “debería ser como el sustento de una cualidad diferente, no una forma de ser, sino más bien “ insiste López García, “ más bien una forma de estar [...] En el estrecho mundo medieval, la idea de España, o mejor, el sentimiento de España era patrimonio de los desarraigados, pues significaba la idea de la no adscripción genealógica o territorial, como siglos más tarde el internacionalismo socialista clamaría al mundo como patria de los proletarios, más allá de diferencias nacionales, lingüísticas  o religiosas.”

Siendo así, los partidos políticos nacionalistas, tanto españolistas como catalanistas, vasquistas o galleguistas se empeñan en enfrentarnos con la finalidad de ocultar intereses y proyectos de carácter reaccionario, a veces en complicidad con determinados sectores de la izquierda bonita, ignorante y bien alimentada, utilizando un arma que no debería ser más que algo “al servicio de algo mucho más difuso, de una manera de entender la vida y el mundo” porque “ la koiné sólo puede simbolizar un estar siendo, un dejar a cada uno, a cada hablante y cada comunidad en la posesión y en el disfrute de sus propias peculiaridades culturales que no se oponen a ella sino que, al contrario, las hacen posible.”

Se entiende ahora por qué Ángel Colom le tenía miedo a este libro, que, insisto, la Editorial Anagrama debería de volver a publicar. Porque alumbra con rigor nuestros orígenes lingüísticos y neutraliza cualquier intento de manipular a los hablantes en beneficio de objetivos espurios que nada tienen que ver ni con la cultura, ni con la lengua, ni siquiera con los legítimos sentimientos de identidad de cada uno de nosotros.

Siempre he sostenido que la sociedad española desperdició una oportunidad de oro, histórica, en la primera década del actual régimen democrático, aquellos gloriosos ochentas. Los sucesivos gobiernos de Felipe González, en connivencia con los nacionalismos catalanes y vascos, evitaron ejecutar una política cultural real y se dedicaron a despilfarrar recursos en movidas tiernogalvanistas, pseudoarte y en publicidad patriótica festiva. Como muy bien afirmó Sánchez Ferlosio en 1984 parafraseando a Machado, nos vendieron una Escuela Superior de Sabiduría Popular pero necesitábamos una Escuela Popular de Sabiduría Superior. Y de aquellos populismos, también lingüísticos, estos lodos políticos, que han llenado las calles, los medios, las redes y la conversación de gritos a costa de silenciar el rumor, sutil, medido, amable y empático con el que todos nos podríamos entender. Veremos.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

La penúltima utopía


Recientemente la influyente asociación norteamericana Mars Society celebró la gran final de un concurso para el que ciento setenta equipos de todo el mundo habían elaborado  propuestas de diseño, construcción y habitabilidad de una  ciudad en Marte. Sólo  llegaron diez, entre los que se encontraba SONET, un grupo internacional de científicos, ingenieros y arquitectos  liderado por catalanes cuyo proyecto de ciudad marciana llevaba por nombre Nüwa, inspirado en la diosa china protectora de los cielos y creadora del universo.

Nüwa no resultó ser la propuesta vencedora,  pero durante algunas semanas ha suscitado el interés de los medios de comunicación españoles, no sólo por lo peculiar de la competición, sino por los atractivos de la propuesta, acompañada de sugerentes videos e imágenes que dopan nuestra imaginación, ayudándonos a ubicarnos en el que podría ser nuestro futuro domicilio marciano.

Y es que los creadores de Nüwa, a pesar de que la ciencia, la tecnología y una arquitectura de relumbrón protagonizan de un modo preferente la propuesta, han pensado también en algunos aspectos sociales, culturales y políticos que podrían fundamentar la superestructura de una sociedad en Marte. Por eso, a mi parecer, y aunque sus creadores no lo mencionen, en su inconsciente creativo subyace la intención de una utopía, si bien es cierto que han negado la pretensión de hacer de Nüwa un salvavidas de la humanidad. Una y otra cosa son perfectamente compatibles.

Cuando tuve noticia de Nüwa y a medida que iba conociendo sus detalles no tardé en recordar a Lewis Mumford (1895-1990). No en vano, el prolífico intelectual norteamericano, autor de una obra fascinante que profundiza precisamente en la conformación de la ciudad moderna, y en  el influjo y las consecuencias de la tecnología en la sociedad industrial, inició su andadura con “Historia de las utopías”, un sugerente libro que escribió en 1922 cuando contaba tan solo con 27 años. La editorial riojana “Pepitas de calabaza” lo publicó por primera vez en español hace unos pocos años. Me atrevo a afirmar que Mumford se hubiese interesado por Nüwa porque en ella convergen todos sus intereses.

Una posible mudanza de nuestro planeta y la construcción de nuestras vidas en otro mundo  nos invita imaginar una sociedad nueva contando con la sabiduría y conocimiento retrospectivo que nos proporciona el transcurso de nuestros cientos de miles de años de historia como especie, incluyendo en el equipaje  todos nuestros errores y aciertos. Más allá de los detalles técnicos, de algún modo Nüwa nos interpela y nos invita, una vez más, a pensar en la penúltima utopía.

No en vano, para  Mumford los ideales  nos facilitan aceptar la realidad y nos ayudan a tolerar la dureza de la vida, los rigores de los entornos físicos donde nos vemos obligados a vivir, y donde, al mismo tiempo, pensamos en maneras de liberación futura, imaginando alternativas, reconstruyendo al fin y al cabo el lugar, el espacio que habitamos. Es decir, para el escritor norteamericano las utopías no han supuesto una herramienta de evasión, sino la necesidad humana de desarrollar una realidad diferente que nos permita una nueva existencia.

Quizás por eso, conscientes de los problemas medioambientales que padecemos en la Tierra y de la inminencia de transformaciones de gran trascendencia que asolarán regiones enteras de nuestro planeta a causa del cambio climático, los creadores de Nüwa han abanderado la sostenibilidad como orientación estratégica. A priori esta decisión parece atractiva; sugiere todas las virtudes que manan y fluyen río abajo de la palabra mágica del siglo XXI como agua cristalina, aunque,  a la sazón, sea uno de los términos más contaminados de las últimas décadas,  junto a libertad, democracia o amor.

Sin embargo, resulta chocante que los creadores de Nüwa hayan intentado trasladar el  término terrícola a un planeta en el que las condiciones medioambientales naturales en relación a la especie humana y a la diversidad y riqueza biológica lo convierten en inútil por motivos más que obvios. De hecho, emulando a los más célebres utopistas,  SONET aplica el término sostenibilidad con un único objetivo restrictivo, que se concreta en la limitación  del número de persona que accedan al viaje interplanetario para finalmente colonizar la novísima ciudad; se reservan el derecho de admisión. 

Porque, efectivamente, Nüwa no admitiría más colonos que los que pudiese abastecer de alimento y de oxígeno, un criterio que se antoja cercano a postulados políticos terrestres que priorizan el acceso a los recursos y a los servicios de los países en función del origen. ¿Quién decidiría el nombre y los apellidos del millón de personas que viajaría a Nüwa durante los próximos cincuenta años? ¿Qué criterios se seguirían para su elección? ¿Albergamos razones más que terrestres para sospechar que precisamente serían las personas que menos han trabajado por la sostenibilidad en la Tierra las que obtendrían un billete hacia Marte?

Mucho me temo que la sostenibilidad de Nüwa parece más una estrategia publicitaria basada en la corrección política, encaminada a congraciarse con el jurado del concurso, que una voluntad firme de poner en marcha los tres criterios sobre los que se asienta. Nada se dice en el proyecto sobre el sistema económico que regiría la vida y las relaciones laborales de los nuwaianos, dando por hecho, quizás, un sistema capitalista de libre mercado, el mismo sistema que ha esquilmado los recursos y está reduciendo a establos industriales la diversidad natural de la Tierra para convertirla un erial.

Porque una sociedad sostenible es, por definición, aquella que no solo cuida de su medio ambiente sino que promueve relaciones laborales justas y un crecimiento económico generador de riqueza y bienestar para todos, sin comprometer los recursos a generaciones futuras. Cualquier otra definición de sostenibilidad que no integre el vector económico y social no es más que música para neohipies, espumillón de árbol de navidad. De hecho, la sostenibilidad, dada el predominio  actual de capitalismo rampante es, en sí mismo, en nuestro presente, un enfoque utópico de nuestra vida en la tierra y muy probablemente en un futuro que se prevé poco halagüeño, lo cual confirma su carácter quimérico.

En cuanto al sistema político con que se gobernarían los nüwaianos, los científicos de SONET establecen tres fases en un proceso que se asemeja curiosamente a una suerte de desarrollo colonial. En la primera fase los pioneros de la ciudad marciana vivirían pendientes de la metrópoli terrestre, tutelados por un gobierno terrícola que establecería las normas. Posteriormente, al cabo de las primeras tres décadas, Nüwa se establecería como ciudad federada, con derecho a parlamento propio y a establecer leyes en el marco legal establecido en la Tierra. Finalmente, en último término, Nüwa declararía la independencia de la Tierra y se establecería como República independiente, de derecho, democrática, con parlamento representativo y legislativo, poder ejecutivo y judicial.

Es sencillo pensar en cierto sesgo político inconsciente- o quizás un guiño simpático- atribuible al origen catalán de los líderes de Nüwa, porque esta hoja de ruta  evoca problemáticas por todos conocidas en la última década. A pesar de que resulte tentador sostener esta sospecha, estoy seguro que no va más allá de una mera conjetura mía.

Sin embargo, no me resisto a reprochar cariñosa y educadamente a sus creadores el desperdicio de la oportunidad que supone proyectar un mundo nuevo y renunciar a pensar media hora más con el fin de  superar, no sólo experiencias políticas recientes, tanto catalanoespañolas como históricas, sino un sistema de relaciones y de convivencia nuevo para un mundo nuevo.

Es decir, fundar junto con la ciudad de Nüwa otra Historia, con hache mayúscula. Puestos a jugar, a especular o a imaginar, por qué renunciar a la posibilidad de inventariar todos los errores que hemos cometido a lo largo de la Historia para colocarlos en un frontispicio con el epígrafe “lo que no se puede hacer”, dar por amortizada la Historia  y a continuación establecer el quilómetro cero de una nueva trayectoria humana, social, cultural, política y económica a partir de la cual los hombres y mujeres en mundo nuevo-nunca mejor dicho- no sólo explorarían los valles, las cimas y los recursos mineros de Marte, sino en el sentido más ideológico y positivo, establecerían una nueva sociedad.

Por el contrario, lo que propone SONET es tan sólo el transporte de humanos a Marte y su posterior ubicación en el interior de una arquitectura bucólico futurista que proyecta, gracias a la tecnología,  una imagen idílica en un entorno inhóspito, que recuerda de algún modo las ilustraciones de la revista The Watch Tower. La tecnología sería garantía más que suficiente como para que podamos repetir modelos políticos y de convivencia sin repetir los problemas ni los conflictos que generan en la Tierra.

Porque, por lo que parece, actuando como  hemos actuado siempre nadie en Nüwa ambicionaría el poder; de hecho no habría diferencias políticas entre los habitantes de Nüwa y consecuentemente no existiría un Estado como cualquier Estado terrestre, con el monopolio de la violencia; si se me permite la broma, no serían necesarias comisarías de Mossos de Nüwa, ni cloacas estatales; los recursos de Nüwa se distribuirían equitativamente según el criterio de necesidad; nadie acapararía recursos; nadie comerciaría con los recursos ventajosamente; nadie explotaría a nadie para obtener un beneficio en la manufactura, procesamiento y venta de productos; la sanidad y al educación serían complemente públicas y solidarias; nadie sería discriminado debido a su orientación sexual, a su raza o región terrícola de procedencia; los hombres no maltratarían a las mujeres, la Iglesia católica perseguiría con ahínco la pederastia (en el caso de  que se practicase), y las creencias religiosas se circunscribirían al ámbito privado…

Y aquí, llegados a este punto , con la Iglesia hemos topado. Porque, puestos a especular, ¿los nüwaianos -o algunos nüwaianos- se levantarían un día iluminados por un novísimo espíritu santo que les ordenaría predicar un Dios marciano creador de todas las cosas? ¿Qué nuevo sentido adquiriría la Biblia, el Corán o la Torá? ¿Habría que plantearse, quizás, una revisión del libro del Génesis? ¿Cómo resolverían los teólogos los problemas que suscita la traslación a Marte de unas creencias milenarias basadas en la creación y en la vida de la humanidad en la Tierra? ¿Cómo se resolverían las dudas más que probables de los creyentes? En definitiva, ¿Cómo podría soportar al fundamento religioso nacido del mito, de la respuesta irracional a los misterios de la vida, la refundación de la Historia desde un proyecto extraterrestre ,empírico, materialista y racional? Y por tanto ¿Qué tipo de cultura surgiría de ese proceso dialéctico?

Yo me reconozco incapaz  siquiera de intuir las respuestas. Por eso creo que más allá de la creatividad y de las capacidades científico tecnológicas de los creadores de Nüwa, la virtud de su propuesta consiste en que nos obliga a describirnos, a repensarnos, a razonar y establecer- aunque se queden en  meras hipótesis, simplistas, como las mías-  la nueva potencia de un devenir para nuestra especie  social, inteligente y racional, consciente de mortalidad.

Quiero decir que si algo tiene de utópico Nüwa es precisamente su sugestivo poder de interpelación al margen de prejuicios ideológicos y sectarios, porque, quien más quien menos, a poco esfuerzo que haga, se ve envuelto en la luz marciana que se introduce por las celdas abiertas de las cúpulas de Nüwa en perfecta convivencia y se imbuye de buenos augurios, o como decimos ahora, de buenas sensaciones, y en el fondo, exclamamos: ¡en un lugar semejante, cómo no vamos a ser capaces de hacer en Marte lo que no hicimos en la Tierra!

Lewis Mumford era muy joven cuando escribió “Historia de las utopías”, aunque  mucho más madura, inteligente y fructífera que tres vidas completas que yo pueda vivir. Pero creo que fue precisamente el idealismo que habita  en una mente joven el que le animó a definir las utopías partiendo de  la necesidad humana de plantear alternativas mejores o incluso de sabernos capaces de llegar a la perfección en compañía de otros, es decir, en sociedad.

Platón, Tomas Moro, Bacon, Campanella, Fourier, Owen, Buckingham, Hudson, Andrae, o Wells diseñaron o pensaron mundos perfectos basados en aspectos demográficos, organizativos, políticos, productivos, industriales, intelectuales,  instrumentales o científicos. Todas ellas se quedaron en los libros. Pero el siglo XX decidió poner alguna en práctica superando en dolor, muerte y destrucción a cualquier otra época de la historia, intentando culminar la materialización de la excelencia, el establecimiento de la ausencia del error.

Si nos preguntásemos en qué época nos gustaría vivir, todos responderíamos que en esta misma en la que hemos nacido. En consecuencia,  no es difícil concluir que estamos poblando el mejor de los mundos posibles; que  la utopía forma parte de nuestra esencia profunda y en realidad es el camino que ha transitado y transita el ser humano a lo largo de su presencia en la Tierra, y es posible que en un futuro en Marte.

La colonización de Marte a escala social se antoja tan lejana  como remoto es el pasado en el que duerme  la República de Platón, o aquel país fantástico de Tomás Moro que, en palabras de Mumford, “dejaba atrás un escenario cuya violencia política y desajuste económico se asemejaban curiosamente a los nuestros [...] donde  el supremo placer era el cultivo del espíritu  y el hombre alcanza el más amplio desarrollo de su especie.” Un hermoso deseo para los nüwaianos. Gracias a SONET por invitarme a pensar. 

 

FOTO: Sonet hub