miércoles, 28 de diciembre de 2011

El mito y la furia (VI)


(Viene de aquí)


Yo, por entonces, había cumplido los 25, estaba casado y hacía unos meses que había firmado una preciosa y linda hipoteca al 17% de interés fijo. Me levantaba a las seis de la mañana. Tomaba café con las legañas todavía pegadas a los ojos en un tugurio ahuecado entre los portales de dos bloques de pisos con vistas a las vías del tren, que se construyeron bajo la protección de la empresa de pinturas y barnices en la que años atrás recibí mi bautismo laboral, uno de los lugares más peligrosos de la comarca, pues en su interior se almacenaban y se fabricaban toneladas de disolvente tan sólo a diez metros de donde purgaban las maldades de sus anteriores vidas cerca de diez mil almas. En aquel local miserable de mostrador pegajoso, una buena recua de parroquianos impenitentes bebía licores de destilación sospechosa y se envenenaba dentro de una nube densa de humo amarillo.

Acompañaba cada mañana a mis camaradas de ruta dentro de aquella cueva sucia en su desayuno a base de coñac de cocinar, aguardiente clandestino y cigarrillos de tabaco negro. Después entrábamos en el almacén de la factoría por una pequeña portezuela metálica de color verde que se encontraba justo al doblar la esquina según salíamos de la tabernucha. Los primeros días, al entrar por aquella puerta, me sentía especial, porque casi nadie de la empresa podía utilizar aquel acceso. Solamente lo utilizábamos la decena de camioneros que hacíamos el reparto diario y los comerciales, siempre tan altivos y perfumados. Por eso, durante las primeras jornadas, me sentí como un Hermes de los colores, el Dios audaz y veloz que portaba a los hombres los matices del mundo, el azul del cielo, el verde del campo; el héroe eterno cuya misión consistía ni más ni menos que en la de salvar a la humanidad de la grisura de sus existencias.

De nuevo, no tardé mucho en despertar de semejante memez. Solamente fueron necesarias unas cuantas toneladas de pintura cargadas y descargadas a mano, en los más variados recipientes: botes que iban de un octavo de kilo a los 40 kilos, unidos y retractilados en paquetes de 6, 8 o 10; cajas de pintura en polvo de 30 kilos y grandes bidones de 200 ó 250 kilogramos de pintura que descargábamos en las grandes factorías de automóviles de la provincia y que aprendí a mover apalancándolos con la rodilla y con el pie para después hacerlos rodar sobre el borde del culo manejándolos desde la tapa como si fuese una ruleta.

Después de haber cargado una media de diez toneladas de pintura por camión, cada cual subía al que le habían asignado para pasar en su interior el resto del día por la carretera y dejar a la puerta del cliente lo que indicaba el alabarán, de manera que en una jornada normal podía manipular con las manos entre 6 y ocho toneladas de pintura y conducir unos cacharros que carecían de asistencia en el volante durante más de 400 kilómetros. Yo he sido siempre de natural pacífico pero si el destino me tiene reservada una pelea a brazo partido, aquella época hubiese sido para mí la más oportuna.

Por aquel trabajo cobraba cada mes 40.000 pesetas. El patrón- al que hoy en día llamaríamos emprendedor- se hacía cargo del coste de la comida que teníamos que hacer en restaurantes de carretera; nos costeaba incluso la copa y el puro y esa hora larga de sabores fuertes, tabaco recio y calorcito interno me redimía del dolor de brazos, de riñones y de piernas.

Y es que cuando dejaba el camión aculado en el muelle de carga, preparado para la jornada siguiente, estaba tan cansado que había días en que los brazos se me levantaban solos hasta ponerse en cruz y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para poder llevarlos pegados a los costados de manera natural. (Solamente he vivido una sensación semejante durante el servicio militar. Fue un sábado. No tenía un chavo en el bolsillo y no podía salir a ningún sitio. Unos amigos madrileños me invitaron a su camareta. Allí estuve todo el día a base de música de su movida, hachís, vinacho cuartelero y latillas de calamares. Cuando nos mandaron a formar al toque de retreta no podía estarme quieto; me balanceaba como un tentetieso y había perdido la sensibilidad en el brazo izquierdo, que se empeñaba en independizarse del cuerpo. Un compañero de la fila de atrás intentaba sujetarme agarrándome de las cinchas, pero no resultó. Me cayeron 3 días de arresto que no cumplí porque el sargento estaba todavía peor que yo y jamás volvió a recordar aquella retreta.)

Al salir por la puerta grande de la fábrica me despedía de mis compañeros. Ellos se iban durante un par de horas a tomar cerveza y a jugarse unos duros a la garrafina, en el “Asturias”, un bar próximo y algo más adecentado que el de las madrugadas, donde alternaba a diario la gente del barrio, trabajadores inmigrantes procedentes de los cuatro puntos cardinales. Yo no podía ir con ellos. No podía entretenerme. Tenía que llegar rápidamente a casa, ducharme, coger la cartera, el primer tren a Barcelona y nada más salir de la estación de de Passeig de Gràcia correr por las calles del ensanche hasta llegar a la facultad. Recuerdo que el primero de los que después se convertirían en innumerables e insufribles días que hice esa ruta estuve seriamente en apuros, a punto de provocar un par de accidentes graves, porque para poder llegar con tiempo a la primera clase de mi vida universitaria superé con mucho, en lugares peligrosos, el límite de velocidad, de la prudencia, y de la profesionalidad que siempre nos reclamaba el patrón.

Sin embargo, no podía ser de otra manera. ¡Cómo no iba a jugarme la vida! ¡Cómo iba a perderme un solo minuto de uno de los momentos más esperados de mi vida! ¡Cómo no robarle tiempo al trabajo, tiempo ajeno, para dárselo a un sueño propio!. Había imaginado horas incontables ese momento; había dibujado el instante preciso del día en que mi persona, consciente y despierta, atenta a todo lo que me deparase aquel momento, atravesaría el dintel que separaba la vulgaridad del conocimiento, la ignorancia del saber, la monotonía de la pasión; el dintel del templo de la sabiduría donde sus sumos sacerdotes dirigían por la senda de la inteligencia a quien estuviese dispuesto a seguirles para alumbrar las verdades que solamente con ellos y allí, entre los muros de aquel hermoso edificio de viejas piedras grises, se podían encontrar.

Así es que durante los primeros días de clase, al despedirme de mis compañeros de trabajo en la puerta grande de la fábrica, yo me sentía bien, y hasta algo superior a ellos, e incluso algunas veces admirado. Estaba orgulloso de ser un obrero estudiante, dueño y soberano de su vida, que -a excepción del banco de turno- no le debía nada a nadie, y que se labraba un futuro mejor con esfuerzo y sacrificio. Y creo que eso era lo que para sus adentros pensaban mis compañeros cuando yo echaba a correr hacia casa en busca de la cartera y de mis libros y ellos caminaban hacia el bar, a jugar al dominó, a beber un par de cervezas y a discutir del fútbol, o de política, o de cualquier tema que les permitiese sentirse como iguales, miembros de un mismo grupo al que pertenecían y que les daba algo más de sentido a sus vidas.

Pero no pasó mucho tiempo desde mi primera clase en la universidad cuando un buen día me sorprendí sintiendo envidia de mis compañeros. Aquella tarde, de repente, ya no tenía ganas de correr hacia casa en busca de los libros, ya no quería escuchar hora tras hora lo que una cuadrilla de bustos parlantes leía sobre el entarimado, parapetados tras el altar, sin ganas, con gestos de desdén y de fastidio, palabras y palabras, y más palabras sin más sentido que el que les otorgaba el lugar donde se dictaban y el tiempo que hacía que alguien las había escrito en aquellas páginas amarillas, cuarteadas, casi a punto de deshacerse por la acidez . Ya no quería compartir los bancos de las aulas con colegas de clase que se limitaban a apuntar lo que aquellos remedos de profesores dictaban; que no preguntaban, que no exigían un poco de decencia, que no pedían un tanto así de profesionalidad docente, que me esquivaban si en los descansos les hablaba de este o de aquel libro, de este o de aquel autor. Lo que de verdad quería hacer era irme con mis compañeros de trabajo a echar una partida, fumarme media docena de cigarrillos, beberme un par de botellines, y discutir a gritos, carcajearme a discreción, y contarles, en el fragor de la tercera ronda, qué es la Universidad.


miércoles, 21 de diciembre de 2011

Breve historia de un microcuento premiado


El azar y la suerte a veces se acoyuntan, en un lavabo, en el ascensor, o en el probador de alguna tienda tumultuosa, y de ese polvo urgente, breve e intenso, fecundan criaturas, seres, hechos y consecuencias. Gracias a esa proactividad sexual yo he disfrutado de tres instantes de suerte en mi vida.

Si hoy mismo muriese y la reencarnación fuese posible, contaría con un 80% de probabilidades de nacer en algún lugar muy pobre del mundo. Lo digo porque estoy convencido de que nacer en el lugar que nací, en la casa de mis padres, fue mi primer golpe de fortuna.

El segundo fue conocer a mi amor, con quien inicié mi segunda vida.

El tercero consistió en superar las pruebas de acceso a una plaza de contratado laboral de una universidad pública, aunque tal y como están las cosas, en algunos momentos me asaltan dudas.


Yo creía que con estos tres éxitos vitales había agotado todas las existencias de suerte de la libreta de racionamiento que me había provisto el azar para caminar por la existencia. Y mira por donde, hace unas semanas decidí presentar una historia al concurso de microcuentos del Diari de Terrassa; un certamen muy jugoso, con 600€ para el primer premio y un ordenador estratosférico para el segundo, y… ‘voila’, me dan el segundo.


La historia del origen del microcuentocuento es breve, como
debe ser en honor a la lógica. Hace un par de años tomaba café en la terraza de un bar y vi como un papá obligaba a su hijito a subir en uno de esos coches que se balancean a la puerta de los bares. El niño berreaba, no quería estar subido allí de ninguna de las maneras, pero papá erre que erre, hasta que se acabó el euro. Entonces vi claramente la imagen del poderoso obligando al débil a hacer algo en contra de su voluntad. E imaginé la misma situación pero ampliada desde tres puntos de vista diferentes: el del niño, el de la familia y finalmente, el del observador neutral. Y también vi, además, que todos, absolutamente todos, hemos pasado en algún momento de la vida por esos tres ángulos desde los que hemos experimentado la misma situación.

El cuento era un poco más extenso porque en origen pertenecía a este blog. De hecho salió de aquí. Las bases del concurso me obligaron a recortarlo, a releerlo y a reescribirlo treinta veces, hasta que quedé medianamente satisfecho. Hoy, la historia que presenté hace unas semanas y que ha merecido el segundo premio entre 600 obras presentadas, adquiere un nuevo significado, porque los que mandan insisten y persisten en intentar convencernos de que el daño que nos hacen es por nuestro bien, y para demostrarlo, repiten, y giran la tuerca las veces que sean necesarias, siempre con una sonrisa blanca y brillante.


Bueno, ahí va. Es corto,
micro, pero si a las primeras de cambio les resulta insufrible, paren y bájense, que en lo que concierne a la lectura todavía somos soberanos.


Tarde de feria

Al niño no le hacía gracia que le montasen sobre el caballo. Sus padres le colocaban a horcajadas sobre la silla de montar y disponían sus manecitas sujetas a la barra de hierro. Después le daban instrucciones atropelladas sobre no soltarlas de ningún modo, porque se podría caer. Antes de dejarle a su suerte en el carrusel le dieron un beso, le apretujaron entre sus manazas y volvieron con toda la troupe familiar, que observaba la escena con gesto pánfilo y sonrisa lela, sin dejar de gritar su nombre.

Entonces el carrusel arrancaba y sonaba una música monótona de cascabeles enlatados que acentuaba todavía más la congoja del pequeño, quien no dejaba de recordar para sí, como una letanía, que bajo ninguna circunstancia debía de soltar sus manos del hierro que hacía danzar al caballo. Él, por no desairar a la concurrencia, giraba la cabeza y miraba con cara de circunstancias, entumecida por el miedo y la incomodidad del artefacto. A la tercera vuelta saludó esbozando un intento de sonrisa y se sobresaltó porque casi suelta la mano.

El niño se hartó de fingir. Ya no quería estar sobre aquella cosa con aspecto de caballo y, a la quinta vuelta, dejó de sonreír. De hecho, tuvo que acopiar arrestos para contener el aluvión de llanto en la garganta. Inmediatamente allá abajo, en tierra firme, se encendieron las alarmas y mamá le dijo a papá, con gestos de gran urgencia, sube y mira a ver, que ya no ríe. Y papá subía en marcha, trastabillando, intrépido, en su momento heroico.

Mientras, toda la parentela opinaba acerca de la pérdida de la sonrisa. Así pasaron otras cuatro vueltas, sin que pudiesen saber si el niño la había recuperado, si lloraba o qué diablos pasaba, porque la espalda de papá se interponía entre ellos y la criatura.

Finalmente el carrusel se detuvo, el sonsonete cesó y papá bajó con su hijo en brazos. A pesar del barullo, un silencio incómodo tensó al grupo, hasta que alguien gritó: ¡al tren de la bruja!; una nueva ocurrencia feliz para una inolvidable tarde de feria.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Queridísimos hijos




Estos días, entre Stendhal, Balzac y Kafka, se me ha colado un librito que me ha estremecido. Es el diario y las cartas que Eva Forest escribió a sus hijos mientras cumplió prisión y sufrió tortura en la Dirección General de Seguridad y en la cárcel de Yeserías, acusada de formar parte del comando de ETA que colocó una bomba en la cafetería madrileña Rolando en septiembre de 1974 y que mató a 12 personas e hirió a otras 71. Jamás se pudo probar su participación en el atentado, y tampoco la de su marido, el dramaturgo Alfonso Sastre, Premio Nacional de Teatro en 1985 y autor, entre otras muchas obras, de “La taberna fantástica”. Ambos, mientras cumplían prisión y eran torturados, fueron igualmente acusados de matar a Carrero Blanco, quizá porque Eva, bajo el pseudónimo de Julen Agirre, escribió, un año después de la muerte del Almirante el libro “Operación Ogro”, en el que se detalla todas las vicisitudes del atentado.

Yo, coetáneo de todas esta historia que ahora he simplificado, no conocía más que a Alfonso Sastre gracias a un reciente y polémico artículo publicado en el diario Gara y un par de sus obras de teatro que vi en televisión. Recuerdo todavía al gran Rafael Álvarez “El brujo” en una versión para el cine de “La taberna fantástica” dirigida por Julián Marcos en 1991 y, vagamente, escenas difuminadas en la memoria de mis años adolescentes en las que aparecen en la pantalla del televisor en blanco y negro los cinco soldados de “Escuadra hacia la muerte”.

Si de Sastre conocía poco, de Eva Forest menos. No sabía de su existencia. Murió en 2007 a los 70 años de edad. En el momento de su detención ambos eran padres de tres hijos: Juan, Pablo y la pequeña Eva ( “mi evita del culete duro”, como ella la llama). Cuando por fin Eva Forest sale de la Dirección General de Seguridad en la que se la somete a torturas durante 9 días, ingresa en un módulo incomunicado de la Cárcel de Yeserías. Allí pide papel y lápiz y dedica toda una semana a escribir un diario que inicia con la frase “Queridos hijos”. Poco después, mientras continúan los interrogatorios dirigidos por un misterioso “teniente”, éste le retira el permiso para escribir. A las dos semanas la ingresan en el módulo común de Yeserías y aquí vuelve a solicitar papel y lápiz. La dirección de la cárcel le permite un folio por semana. En esa hoja la madre Forest habla con Juan, con Pablo y con su pequeña Eva. Cada una de las cartas está encabezada, siempre, con la frase “queridísimos hijos” y en ellas la autora despliega todo el caudal de cariño, amor y ternura que es capaz de dar una madre que se ve forzada a animar a los suyos, a permanecer y ejercer como madre incluso en la peor de las tesituras, desde una situación límite, de injusticia, dolor y humillación diaria. En esa correspondencia que quiere ser diálogo, abrazo y beso, Eva muestra en todo momento una fortaleza ejemplar y una coherencia ideológica heróica que se filtra a través de opiniones o consejos que da a sus hijos referentes a temas como la familia, la amistad, el amor, la cultura, el trabajo, el estudio, sobre todo el estudio… y todo aquello que tiene que ver con un modelo de sociedad a la que aspira y a la que jamás va a renunciar: una sociedad de hombres y mujeres libres. Así, todas las semanas, hasta que “ya va terminándose el papel, queridos hijos”.

Hay párrafos emotivos, que llegan a conmover. A veces me sorprendía presionando la página del libro. Alguien que ha sufrido torturas, que está encerrado injustamente, que carece de todo derecho, que es capaz de ver en su celda la habitación de un hotel; el rancho carcelario en el más opíparo manjar; la litera en la más confortable de las camas; alguien que les dice a sus hijos “No se necesita más”, también es capaz de escribir, por ejemplo, que “Sólo el que siente y ama mucho puede reír abiertamente, sin temor de nada, sin amargura, porque su alegría es liberadora. Y sólo el que siente alegría puede luego pensar sobre las cosas más tristes y verlas con ojo crítico y contemplarlas a distancia con sentido del humor”.

En una de los párrafos del diario, la prisionera, incomunicada y convaleciente de las torturas, diserta sobre la utilidad de su trabajo como escritora, y reflexiona sobre el lenguaje, y dice que “falla el lenguaje para propagar los horrores a los que estoy asistiendo, cansada de publicar aburridísimos artículos que se repiten sin saber qué estructura dar al ensayo para que obligue a la reflexión, ni qué fórmula impactante aplicar al cuento, y no siendo poeta, no hago más que buscar brechas por las que deslizar la misma denuncia de siempre”. Poco después escribe a sus hijos en una carta, “imaginación es lo posible”.

En este libro que ha reeditado el diario “Público” dentro de su colección ‘Literatura Prohibida’ he hallado tres cosas muy valiosas. La capacidad de amar de una madre, la fortaleza de las ideas y un pedazo muy importante de mi historia contemporánea que intentan birlarme. Porque es curioso, paradójico, y tragicómico descubrir verdades de mi presente gracias a la lectura de “La Cartuja de Parma”, “Eugenie Grandet”, “El Proceso”, “La Metamorfosis” o “Carta al padre” y sin embargo, cuando entre todas esas lecturas se cuela en la calma de mi sillón aquello que más me concierne por proximidad temporal, geográfica e histórica, la primera impresión es la de sorpresa, quizá de incredulidad, y a menudo de rabia, porque al final, uno acaba concluyendo que, interesadamente, en España se ha desplegado un manto opaco de olvido sobre una época en la que se dirimieron, de nuevo, los sueños y la utopía frente al gran poder, con la finalidad de hacer prevalecer una oficialidad que, ya desde buen principio -antes incluso de la muerte del dictador- tenía muy claras qué herramientas utilizar para que en esencia nada cambiase.

Por eso, quizá, cuando descubro y leo una historia como la de Eva Forest, pienso que el estremecimiento que me encrespa es al mismo tiempo, intenso, estéril y tardío, parecido al que uno siente al conocer la historia lejana de una injusticia legendaria de caballeros andantes y dragones feroces. “¡Espantosa condición la del hombre! Todo lo que constituye su felicidad proviene siempre de la ignorancia”. Balzac es quien escribe el final de este homenaje.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El mito y la furia (V)

(Viene de aquí)



Estuvimos muy a gusto en el Campus de Leioa. Escuchamos a personas sabias decir cosas muy interesantes. Ese tipo de reflexiones que todo el mundo se hace alguna vez en la vida, incluso varias decenas de veces en la vida, pero que van a parar al purgatorio de las ideas, que es donde reposan, comatosas, las buenas intenciones que nadie pone en práctica, ni el que las piensa, ni el que las dice, ni el que las escucha.

Es este un misterio difícil de resolver, porque todo el mundo estaría de acuerdo en lo esencial para lograr cambiar algunos hábitos que harían de la vida un hilo de agua limpia fluyendo pendiente abajo sobre aluminio. Y es que las soluciones a los grandes problemas del mundo pasarían por eliminar algunas malas costumbres, detalles diarios, que nos van convirtiendo día a día en pequeños mezquinos. Si sumamos la mezquindad, cotidiana, mínima y particular que cada cual ejerce en su reducido ámbito de relaciones, a la que practica el vecino, y a la que han ejercido todos los humanos que en el mundo han sido, tenemos como resultado esta actualidad perversa que emite el mensaje inequívoco de que cuanto peor es uno, mejor la va en la vida.

Es como la sucesión de pequeños detalles que convierten en un estercolero humano el hogar que deciden formar una pareja enamorada. Un buen día aparece en el rostro de uno de los dos una pequeña mueca de fastidio, apenas imperceptible. Otro día la mueca se verbaliza en un reproche dicho con poca delicadeza, en la frontera de la buena educación. Otro, surge descarada una palabra grosera; quizá al día siguiente un insulto, y un portazo, una imprecación, un soplido, una mañana sin beso, una noche sin abrazo, una cena sin mirar o un paseo sin mano. Para el arraigo de cada una de estas costumbres hubo una primera vez y la torpeza o la falta de voluntad para percibirlas y corregirlas. Eso es lo que convirtió a la pareja en un nuevo nodo en la red humana, un nuevo origen de mezquindades donde al cabo del tiempo surge la pregunta tonta y estúpida de cómo hemos podido llegar aquí.

Todo esto venía a cuento del recuerdo de mi visita a una universidad. Me he pasado media vida metido en ella. No en la que visité, sino en otras dos, de cuyo nombre ahora no quiero acordarme. De hecho conozco muy bien los entresijos de su funcionamiento, los vicios y las virtudes, los pecados y los milagros que se producen al atravesar el dintel del santuario en el que se imparte y se produce el conocimiento, donde se fragua el futuro y se estudia el pasado y donde la inteligencia forma parte de la composición del aire que respira cada uno de los miembros de la academia, los cuales, parafraseando a Unamuno, son ni más menos que los sumos sacerdotes que oran, ordenan, explican y descubren el universo vivo, físico y artístico en el templo de la sabiduría. Esto es lo que pensaba yo de la universidad, hace muchos, muchos años. De hecho, esa frase me ha salido de corrido, y al releer este capítulo antes de publicarlo no he tocado de ella ni una coma. (Debo de tener esa percepción mítica adherida en algún rincón de la amígdala cerebral, que es donde se fabrican las emociones. )

Porque para mi - hijo de trabajadores, miembro de una generación que creció mamando a diario la leche de los discursos paternos sobre la importante de tener estudios, sobre el sacrificio que ellos estaban dispuestos a hacer para que llegásemos un día a la universidad, sobre el prestigio social casi innato de médicos, de abogados, ingenieros, arquitectos - para mí la universidad era, efectivamente, un espacio sagrado. El lugar, el único lugar posible donde se distribuía y se generaba el conocimiento profundo de las cosas. Según lo que yo imaginaba , en la universidad no se estudiaba lo que hasta el momento nos habían enseñado; temas banales, más o menos complicados, sin trascendencia, algunos de cierto interés, otros más que despreciables, que teníamos que aprender de carrerilla o que copiábamos de chuletas ingeniosas para aprobar exámenes.

Yo imaginaba que la universidad era la cima más alta, o el límite oscuro en las profundidades de la tierra de donde surgían, como una luz palpitante, los restos del reflejo eterno de la llama con que el espíritu de los sabios ilumina el estudio y las certezas, los secretos universales que solamente estaban al alcance de unos pocos privilegiados, prometeos contemporáneos portadores del fuego que habían de señalar el camino del progreso y de la verdad. Esa era la universidad de mis sueños, el lugar a donde yo nunca podría acceder porque la obtención de la llave que me daba acceso era una tarea que me resultaba absurda y tediosa: un programa de asignaturas sin el más mínimo interés que debía aprender para después examinarme de ellas durante dos días en la celebérrima e inútil selectividad. Los profesores que me las impartían no dejaban de decirnos, una y otra vez, que “ya veréis cuando lleguéis a la universidad” “ya entenderéis esto cuando lleguéis a la universidad” “cuidado porque en la universidad no habrá nadie que os diga lo que tenéis que hacer” y cosas por el estilo que provocaban en mí un doble efecto: por un lado acentuaban mi visión idealizada y mítica, pero por el otro me desfondaban y me desmotivaban porque no podía entender que la prueba que había de superar sin equa non consistiese en todo lo contrario a lo que yo presuponía que era el pensamiento reflexivo y el aprendizaje racional y lógico. Ahí había algo que no me cuadraba.

Sin embargo mis sospechas se diluían enseguida y aunque la conclusión era de lo más evidente, yo me aferraba a mi ilusión, y seguía imaginando en las aulas y en todos los espacios universitarios, estudiantes y profesores discutiendo, acaloradamente, con gran pasión, sobre los temas que de verdad importaban al mundo; estableciendo las líneas maestras de las soluciones a los problemas; dando calor a las ideas que habrían de nacer con las que surgirían nuevas formas de expresión artística y cultural, nuevas disciplinas científicas y sociales que dejarían atrás los métodos de experimentación más sofisticados conocidos hasta el momento y que germinarían la semilla sembrada siglos atrás que lo cambiaría todo para bien la humidad y asombro de dioses y demiurgos.

De modo que me pasé cuatro años de mi vida intentando pasar el Rubicón del COU. Recuerdo que el cuarto, último y definitivo intento, cuando el jefe de estudios vio asomar mi nariz por la ventanilla de la secretaría, gritó mi apellido en medio de una breve y sonora carcajada. Después de hablar con él, de aguantar estoicamente sus ironías y de jurarle y perjurarle que esta era la vencida, tuve que pedirle formalmente, a través de la instancia pertinente, permiso excepcional para una convocatoria extraordinaria porque el libro azul de escolaridad ya no tenía más hojas y la administrativa del instituto se vio obligada a añadir dos más grapándolas a la cubierta.

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A ver si ahora sí que lo aprovechas, niño- recuerdo que me dijo.

Yo, por entonces, había cumplido los 25 años, estaba casado, trabajaba de camionero y tenía una preciosa y linda hipoteca.

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