(Viene de aquí)
Acompañaba cada mañana a mis camaradas de ruta dentro de aquella cueva sucia en su desayuno a base de coñac de cocinar, aguardiente clandestino y cigarrillos de tabaco negro. Después entrábamos en el almacén de la factoría por una pequeña portezuela metálica de color verde que se encontraba justo al doblar la esquina según salíamos de la tabernucha. Los primeros días, al entrar por aquella puerta, me sentía especial, porque casi nadie de la empresa podía utilizar aquel acceso. Solamente lo utilizábamos la decena de camioneros que hacíamos el reparto diario y los comerciales, siempre tan altivos y perfumados. Por eso, durante las primeras jornadas, me sentí como un Hermes de los colores, el Dios audaz y veloz que portaba a los hombres los matices del mundo, el azul del cielo, el verde del campo; el héroe eterno cuya misión consistía ni más ni menos que en la de salvar a la humanidad de la grisura de sus existencias.
De nuevo, no tardé mucho en despertar de semejante memez. Solamente fueron necesarias unas cuantas toneladas de pintura cargadas y descargadas a mano, en los más variados recipientes: botes que iban de un octavo de kilo a los 40 kilos, unidos y retractilados en paquetes de 6, 8 o 10; cajas de pintura en polvo de 30 kilos y grandes bidones de 200 ó 250 kilogramos de pintura que descargábamos en las grandes factorías de automóviles de la provincia y que aprendí a mover apalancándolos con la rodilla y con el pie para después hacerlos rodar sobre el borde del culo manejándolos desde la tapa como si fuese una ruleta.
Después de haber cargado una media de diez toneladas de pintura por camión, cada cual subía al que le habían asignado para pasar en su interior el resto del día por la carretera y dejar a la puerta del cliente lo que indicaba el alabarán, de manera que en una jornada normal podía manipular con las manos entre 6 y ocho toneladas de pintura y conducir unos cacharros que carecían de asistencia en el volante durante más de 400 kilómetros. Yo he sido siempre de natural pacífico pero si el destino me tiene reservada una pelea a brazo partido, aquella época hubiese sido para mí la más oportuna.
Por aquel trabajo cobraba cada mes 40.000 pesetas. El patrón- al que hoy en día llamaríamos emprendedor- se hacía cargo del coste de la comida que teníamos que hacer en restaurantes de carretera; nos costeaba incluso la copa y el puro y esa hora larga de sabores fuertes, tabaco recio y calorcito interno me redimía del dolor de brazos, de riñones y de piernas.
Y es que cuando dejaba el camión aculado en el muelle de carga, preparado para la jornada siguiente, estaba tan cansado que había días en que los brazos se me levantaban solos hasta ponerse en cruz y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para poder llevarlos pegados a los costados de manera natural. (Solamente he vivido una sensación semejante durante el servicio militar. Fue un sábado. No tenía un chavo en el bolsillo y no podía salir a ningún sitio. Unos amigos madrileños me invitaron a su camareta. Allí estuve todo el día a base de música de su movida, hachís, vinacho cuartelero y latillas de calamares. Cuando nos mandaron a formar al toque de retreta no podía estarme quieto; me balanceaba como un tentetieso y había perdido la sensibilidad en el brazo izquierdo, que se empeñaba en independizarse del cuerpo. Un compañero de la fila de atrás intentaba sujetarme agarrándome de las cinchas, pero no resultó. Me cayeron 3 días de arresto que no cumplí porque el sargento estaba todavía peor que yo y jamás volvió a recordar aquella retreta.)
Al salir por la puerta grande de la fábrica me despedía de mis compañeros. Ellos se iban durante un par de horas a tomar cerveza y a jugarse unos duros a la garrafina, en el “Asturias”, un bar próximo y algo más adecentado que el de las madrugadas, donde alternaba a diario la gente del barrio, trabajadores inmigrantes procedentes de los cuatro puntos cardinales. Yo no podía ir con ellos. No podía entretenerme. Tenía que llegar rápidamente a casa, ducharme, coger la cartera, el primer tren a Barcelona y nada más salir de la estación de de Passeig de Gràcia correr por las calles del ensanche hasta llegar a la facultad. Recuerdo que el primero de los que después se convertirían en innumerables e insufribles días que hice esa ruta estuve seriamente en apuros, a punto de provocar un par de accidentes graves, porque para poder llegar con tiempo a la primera clase de mi vida universitaria superé con mucho, en lugares peligrosos, el límite de velocidad, de la prudencia, y de la profesionalidad que siempre nos reclamaba el patrón.
Sin embargo, no podía ser de otra manera. ¡Cómo no iba a jugarme la vida! ¡Cómo iba a perderme un solo minuto de uno de los momentos más esperados de mi vida! ¡Cómo no robarle tiempo al trabajo, tiempo ajeno, para dárselo a un sueño propio!. Había imaginado horas incontables ese momento; había dibujado el instante preciso del día en que mi persona, consciente y despierta, atenta a todo lo que me deparase aquel momento, atravesaría el dintel que separaba la vulgaridad del conocimiento, la ignorancia del saber, la monotonía de la pasión; el dintel del templo de la sabiduría donde sus sumos sacerdotes dirigían por la senda de la inteligencia a quien estuviese dispuesto a seguirles para alumbrar las verdades que solamente con ellos y allí, entre los muros de aquel hermoso edificio de viejas piedras grises, se podían encontrar.
Así es que durante los primeros días de clase, al despedirme de mis compañeros de trabajo en la puerta grande de la fábrica, yo me sentía bien, y hasta algo superior a ellos, e incluso algunas veces admirado. Estaba orgulloso de ser un obrero estudiante, dueño y soberano de su vida, que -a excepción del banco de turno- no le debía nada a nadie, y que se labraba un futuro mejor con esfuerzo y sacrificio. Y creo que eso era lo que para sus adentros pensaban mis compañeros cuando yo echaba a correr hacia casa en busca de la cartera y de mis libros y ellos caminaban hacia el bar, a jugar al dominó, a beber un par de cervezas y a discutir del fútbol, o de política, o de cualquier tema que les permitiese sentirse como iguales, miembros de un mismo grupo al que pertenecían y que les daba algo más de sentido a sus vidas.
Pero no pasó mucho tiempo desde mi primera clase en la universidad cuando un buen día me sorprendí sintiendo envidia de mis compañeros. Aquella tarde, de repente, ya no tenía ganas de correr hacia casa en busca de los libros, ya no quería escuchar hora tras hora lo que una cuadrilla de bustos parlantes leía sobre el entarimado, parapetados tras el altar, sin ganas, con gestos de desdén y de fastidio, palabras y palabras, y más palabras sin más sentido que el que les otorgaba el lugar donde se dictaban y el tiempo que hacía que alguien las había escrito en aquellas páginas amarillas, cuarteadas, casi a punto de deshacerse por la acidez . Ya no quería compartir los bancos de las aulas con colegas de clase que se limitaban a apuntar lo que aquellos remedos de profesores dictaban; que no preguntaban, que no exigían un poco de decencia, que no pedían un tanto así de profesionalidad docente, que me esquivaban si en los descansos les hablaba de este o de aquel libro, de este o de aquel autor. Lo que de verdad quería hacer era irme con mis compañeros de trabajo a echar una partida, fumarme media docena de cigarrillos, beberme un par de botellines, y discutir a gritos, carcajearme a discreción, y contarles, en el fragor de la tercera ronda, qué es la Universidad.