Su visión es el recuerdo permanente de mis frustraciones. No soy Messi, ni Fred Astaire. Jamás se han arrastrado por la arena del Gobi ni han enegrecido a causa del frío del Anapurna. No calzaron las botas de un corsario, ni tuvieron bajo sus plantas el control de una Harley. Nunca se han sostenido cabeza abajo, ni han volado sobre el vacío entre trapecios, y jamás han dejado de pisar suelo firme, excepto cuando nado en el mar, donde a cada brazada reniego de mi condición humana y sueño con un espiráculo, y en impulsarme aguas adentro gracias a mi ágil y potente cola. Pero no me queda más remedio que conformarme con ver mis huellas sobre la arena durante el breve instante en que las olas las respetan y, entonces, agradezco al mar su vaivén milagroso porque al mirar el dibujo convexo de mis pies patizambos, patológicamente laxos, constato y asumo que pertenezco a la tierra y que sobre ella aguanto erguido, avatares, muerte y resurrección.
El Cojo Clavijo, El Cojo Manteca, el Cojo de Calanda, Millan Astray, El Conde de Romanones, Diego de Vargas, Antonio Gala, Vicente Blanco, Sebastianico el Cojo, Ian Dury, Theodor Roosvelt, el Doctor House, Manuel Fraga, y los mismísimos Shakespeare, Byron o Quevedo son y han sido personas y personajes cuya existencia ha estado marcada por un paso asimétrico, arrítmico, desacompasado, debido a afrenta, herida, accidente, discapacidad, mal nacer o castigo de los dioses que decidieron singularizar sus personas, caracteres e imágenes públicas, estigmatizando sus andares y minusvalidando sus capacidades para el camino. La cojera, lejos de desprecio, lástima o piedad hacia quienes la padecen, les confiere un estatus superior de humanidad porque les hace herederos aventajados en la evolución de la racionalidad humana marcada por el elemento fisiológico que nos irguió, nos sostuvo y nos permitió otear el mundo de frente: el pie. Y si en la normalidad de la pareja sana, con sus diez dedos, hemos sido capaces de llegar a la luna y más allá, y resulta que en nuestra comunidad animal hay personas con la capacidad mermada, en porcentajes diversos, que viven y triunfan y dejan su huella indeleble para la historia -ya sea por su gracejo, talento, picardía, villanía o valentía- es de justicia y propio de sabios concluir que, lejos del sofisma o de la trampa, un cojo es doblemente humano porque la naturaleza o el destino marcó su hecho diferencial en el lugar en donde nos apoyamos cuando caímos de las ramas de los árboles, tocamos suelo firme y, erguidos ante el horizonte, iniciamos la búsqueda de nuestro destino a pie, ojo avizor, con la vida, las incertidumbres y la muerte a cuestas.
Esto no es algo que yo me invente ahora, en un golpe de mal vino, o bajo el influjo de una luna creciente. Esto es cosa que viene de antiguo, del tiempo en que los hombres se miraban en los dioses y los dioses vivían como hombres. Porque si hay un cojo ilustre- y por eso es precisamente más hombre que deidad- que nos ha dejado en herencia la tara de sus pies como estigma de lesa humanidad, ese es Hefesto quien, venido el mundo divino y expulsado del Olimpo por su naturaleza deforme, dedica toda su existencia eterna a cuidar el fuego con el que trabaja y a forjar los metales en el interior de su fragua, pacientemente, con meticulosidad constancia y esfuerzo. Todo lo contrario a Hermes, el dios listillo de las sandalias aladas, veloz, pícaro, bien parecido, de quien se dice que ejercía tan bien las relaciones públicas en el Olimpo que los resultados de sus gestiones suponían a veces condenas eternas sin culpa, o dádivas inmerecidas remitidas por el sello del mismo Zeus. Su capacidad para el engaño era tal que hasta Aquiles -otro famoso por sus pies, por sus talones- cayó víctima de sus trajines el día en que le birló el cadáver de Héctor, casi en sus propias narices. Hermes es, lo que se dice, un dios bien hecho, un dios triunfante y glamuroso, un dios jovenaunquesobradamentepreparado cuya archiconocida agilidad en los pies le proporcionaba tal ventaja sobre sus adversarios que jamás conoció derrota en las carreras.
En el proceso de documentación que he llevado a cabo para contextualizar los avatares podológicos de los hombres y de los dioses, he descubierto que Italo Calvino en su libro “Rapidez” desarrolla una curiosa tesis sobre Vulcano y Mercurio (Las versiones romanas de Hefesto y Hermes), y dice, textualmente, que “La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado”. O sea, que no hay nada mejor para dar a luz a un buen libro como el equipo formado por un cojo paciente y un listillo veloz, a lo que se puede llegar a colegir que el cojo paciente, esforzado y constante, carece de la agilidad mental necesaria para llevar a buen puerto su creación, una transposición de cualidades que, sin embargo, parece no ocurrir a la inversa. Es decir, que Mercurio, como quiera que naciera bien calzado, puede ser al mismo tiempo ágil y paciente en el momento que desee, y hacer lo mismo que el cojo Vulcano. Por lo cual se concluye, en lógica clásica, que podemos prescindir cuanto antes del pobre Hefesto. Si eso ocurriese, no tardaríamos en darnos cuenta de que el fuelle de su fragua ya no avienta el fuego, el cual dejará de brillar y de ofrecer el calor al tiempo en el que se forjan las buenas historias, las que aguantan el embate de los siglos y nos hablan de sucesos tan antiguos como tiempo hace que, al amanecer de un día histórico, el primer hombre cayó en pie desde el árbol. Ese fue el instante en el que amaneció también la conciencia de ser y la necesidad de contarlo. Y así, hasta ahora, vamos haciendo el camino, a trancas y a barrancas, un paso firme y otro en falso, apoyados en quien más tenemos a mano, o sobre el primera rama de avellano que encontremos tirada en el sendero, si es que nos toca andar solos por el mundo.
Vuelvo mañana