viernes, 28 de octubre de 2022

Las puertas que no abrimos

 


Viene de aquí

La cobardía me ha demorado. Juro que he intentado continuar “La duda del soldado”. Me avergüenza no haber dado cumplida e inmediata respuesta al asunto que me comprometí a acometer, o a compartir, esto es, algunos descubrimientos que me exigen horas de reflexión, batallas internas, y el vértigo ante la consecuente y obligada reorientación de mis puntos de vista tras la constatación de esas revelaciones.

Durante estas semanas estoy entendiendo muy bien la razón que nos ofrece ese lugar común sobre el carácter potencialmente peligroso de un libro, y no por trillada, vigente y cierta, pues, como todo el mundo sabe, no hay tiranía o sistema político sin vocación de perpetuidad que renuncie a elaborar una lista de obras prohibidas, inmorales o peligrosas, o de asentar la férula de su autoritarismo, de consolidar la ventaja hegemónica, a través de determinados autores y obras,  que justifican, alientan y ensalzan las bondades del régimen, del signo que sea.

Ahora, en nuestro actual contexto social de libertad, perecería poco menos que una boutade progre decir que un libro es peligroso. En este sentido, en plena posmodernidad,  casi nadie admite la capacidad de un libro para cambiar algo, ya no digo en el plano global, ni tan siquiera en el personal o individual.  Pocos creen ya en los libros en cuanto a objetos difusores de pensamientos radicalmente revolucionarios, de calado, contenedores de ideas de tal consistencia y relevancia, que provocan en quien los lee un cambio profundo que obliga a reconsiderar unas cuantas cosas con respecto a la propia vida y al entorno en que se desarrolla.

Parece como si el tiempo de las sorpresas intelectuales, de los cambios radicales, de los fines de etapas y de los  nacimientos de eras se hubiese cancelado. Da la sensación de que  todo ya está dicho, y de que ninguna de las conclusiones a las que los pensadores puedan llegar valga la pena tomar en consideración, porque su fin no es más que el de sumar y apilar uno sobre otro los lomos de tomos y tomos de conocimiento generado tras  horas de investigación que, a falta de consecuencias, devienen en retórica. De ahí que todo lo estemos cifrando a la tecnología, porque es en ese ámbito donde observamos y percibimos, día a día, cambios que van transformando la sociedad, y por eso capta nuestra completa atención. Pero esta es otra historia.

El Dream Team que nos lo dio todo

D’Alembert, Diderot, Kant, Montesquieu, Rousseau, Smith, Ricardo, Voltaire, Condorcet, Goethe, Wolff, Buffon, Condillac… ¡Qué equipazo! ¿no es cierto? El Dream Team de la Ilustración europea. Los hombres, estos sí, que cambiaron el mundo para siempre. ¡Honor y gloria a los ilustrados, héroes intelectuales de la humanidad, adorados en los más altos altares de la Historia, que rompieron las cadenas feudales, abrieron de par en par las ventanas del mundo a la razón, a la justicia y a la igualdad entre los hombres! Nadie, ni el más refractario de los individuos con una educación media, se atrevería a cuestionar la santidad y el papel director civilizatorio de una plantilla intelectual tan laureada.

Es una verdad tan interiorizada en lo profundo de la sociedad, que desde entonces son núcleo sustancial de nuestra moral;  tanto es así que no osamos invertir ni medio segundo en ir más allá de la superficie de los nombres y de los titulares de la crónica histórica de una etapa que -así lo entendemos-  nos lo dio todo, la libertad, la igualdad y la fraternidad; los ideales democráticos; la cabeza guillotinada del antiguo régimen; la categoría universal de ciudadanía; la separación de poderes; la fractura de las cadenas de la esclavitud y de la opresión; la invención del estado moderno; los cimientos de una nueva era amasados con los principios de la democracia, la justicia y la igualdad entre los hombres.

El siglo XVIII y la Ilustración suponen para nuestra colectividad  el fin de la oscuridad y el nacimiento de la luz; la victoria del bien sobre el mal; el despertar de un nuevo mundo; el gobierno de la razón; la derrota de la tiranía; el triunfo de la igualdad;  el reinado de la ciencia; el ocaso de la maldad; la hegemonía de la virtud; la condenación de la ignorancia y, por fin, la epifanía de la dignidad humana universal sobre la infamia y la iniquidad…

De ahí que los apellidos que se asocian a este cambio extraordinario, muy poco frecuente en la Historia de la humanidad, hayan devenido en estrellas admiradas de la historia de Occidente,  en algo así como faros de la virtud. Su importancia y su influencia en nuestras sociedades es tal, que han pasado de ser figuras singulares, referentes intelectuales o morales, a transustanciar su legado en la materia inspiradora con la que se forja nuestro presente y orientamos todavía nuestros horizontes.

¿Quién es el valiente?

Por eso nadie es tan insensato como para someter a juicio a los padres de la libertad, de la igualdad y de la razón. ¿Quién es el valiente? ¿Quién podría arriesgarse a ponerse en evidencia por pretender socavar los cimientos intelectuales de nuestra sociedad y ensuciar con sospechas y escepticismos el puñado de verdades con las que nos hemos construido a lo largo de los últimos tres siglos? ¿A quién vamos a vamos a acudir cuando nos vengan mal dadas?

El año 2016 la editorial “Pasado y Presente” publicó  “La Lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII” obra del historiador Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944), editor de profesión y fundador de la célebre Editorial Crítica. El libro fue distinguido con el Premio Nacional de Ensayo; un premio dado -presumo- a la insensatez, porque su autor, tras décadas de trabajo, nos alumbra una obra peligrosa, uno de esos libros que, como barreno estratégicamente colocado, es capaz de derrumbar el  edificio  más rampante, por muy firme que se sostenga sobre sus cimientos, por muy poderosos sean sus sillares y por muy exhaustivas que sean las medidas de seguridad para acceder a sus misterios, a los secretos de su eficacia estructural.

Gonzalo Pontón, según le he oído confesar en público, se ha preguntado desde edad bien temprana sobre el porqué de la desigualdad, sobre la causas que motivan a lo largo de la historia la explotación, el sometimiento, el sojuzgamiento de unos hombres sobre otros. Su vocación de historiador, inscrito en la corriente materialista de la historia,  responde a esa inquietud. “Y es que la desigualdad ha formado parte integral del proyecto social del capitalismo desde sus inicios, y si ahora se ha hecho más evidente, más brutal, más peligrosa, no quiere decir que no haya recorrido toda la historia en la edad moderna” afirma el autor en la introducción de su libro.

Respondiendo a la obsesión de los orígenes

Con su libro, el historiador catalán pretende dar cumplida respuesta a la obsesión que le ha acompañado en la vida. De hecho, establece el punto de la historia donde se produce el gran desequilibrio que explosionará en el más alto nivel de desigualdad: el llamado Siglo de la Luces, el siglo de la razón, el siglo de los philosophes, el siglo que entierra la explotación feudal. Ese tiempo seminal en el que -según hemos aprendido- germinó toda virtud futura, es, en realidad, el origen de una larga etapa de desigualdad y de injusticia social  que se extenderá por todo el continente hasta finalizada la segunda Guerra Mundial.

Pero ¿Es que, acaso, durante el antiguo régimen los hombres vivían en armonía, iguales los unos a los otros? Por su puesto que no. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, una parte de la población (la burguesía pujante) deseaba transformar en poder político su potencia económica. Se produce, entonces, una escisión, se interrumpe un equilibrio, y esa nueva especie social no sólo mantiene una lucha a brazo partido con la aristocracia por el control de los resortes del poder, sino que también se enfrenta a las clases subalternas, convertidas en vasallos; si antes  lo fueron de la nobleza, ahora lo son de los industriales, de los grandes comerciantes, de los propietarios de factorías de manufacturas, de los especuladores,  pero con un matiz tremendamente importante: se convertían en vasallos porque no tenían más remedio que contratar su fuerza de trabajo con la nueva clase dirigente para poder sobrevivir. Nace el capitalismo moderno.

¿Nada nuevo bajo el sol?

Alguien podría decir ahora mismo que hasta aquí, por el momento, poca novedad. Nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera supondría una noticia las condiciones de miseria y de explotación a las que se sometieron a millones de persona en todos los países de Europa, con especial saña en Inglaterra, la demócrata y ejemplar Inglaterra, cuyo parlamento legisló para que los industriales pudiesen contratar, por el 80% menos del sueldo, a millones de mujeres, y a niños a partir de los cuatro años. Nadie necesita tanto del Estado y de una legislación propicia como el propietario del capital.

En Inglaterra,  el ilustrado y  filántropo David Dale, suegro del socialista utópico Robert Owen, contrata en sus hilanderías a centenares de niños  que saca de las parroquias de Edimburgo y Glasgow. Para poder mantener la disciplina de la mano de obra infantil, la razón ilustrada inventó castigos como el de “el madero”, consistente en un palo grueso de unos tres quilos de peso que se cuelga en el cuello del niño obrero, culpable de una primera falta, como por ejemplo, hablar durante el trabajo. Para las faltas graves los industriales ilustrados no dudarían en “usar grilletes, cepos o la jaula, un cesto en el que se introduce al pequeño trabajador y se le deja colgando del techo durante horas. A los más díscolos se les cuelga de los brazos sobre las máquinas

Ya sabemos también que gracias a las leyes, los pequeños campesinos perdieron sus tierras a manos de los especuladores, que las utilizaban como objeto financiero, o secuestraban el grano para encarecerlo en época de buenas cosechas, con cuyos beneficios invertían en centros fabriles, libres de impuestos, lo cual provocó el abandono de modos de vida seculares y el éxodo a las ciudades, donde millones de familias se hacinaban y morían de enfermedad, hambre y agotamiento a causa de jornadas diarias de 16 horas, sin apenas poder alimentarse.

El Estado, el mercado y el capital, un consorcio infalible

Porque, muy al contrario de lo que se suele pensar, el Estado juega un papel fundamental y decisivo en la industrialización inglesa, que no requirió de grandes inversiones de capital fijo, es decir, del manoseado riesgo emprendedor de los propietarios. Gonzalo Pontón espiga algunos ejemplos muy significativos. En 1714 Abraham Walker solo invirtió 600 libras para levantar su fundición en Shefield. Una máquina de vapor se podía adquirir por 200 libras. En 1792 una Jenny de 40 husos costaba seis libras y una pequeña factoría no llegaba a las 2000. El filántropo Robert Owen amasó su fortuna con 100 libras que pidió prestadas, igual que hizo Watt o Arktwright, quien se hizo con una hacienda que le costó 229.000 libras, el equivalente al 60% del capital fijo de toda la industria algodonera británica.

Si a alguien le queda alguna duda, que copie las palabras de Adam Smith, mito fundacional de la teoría de libre mercado. “El gobierno civil, en tanto que ha sido instituido para la seguridad de la propiedad, ha sido establecido en realidad para la defensa de los ricos contra los pobres o de aquellos que tienen propiedad contra los que no tienen nada.”

Así es como se construyó nuestra Europa, con las leyes de los poderosos, las  riquezas y las ambiciones de unos pocos, y las miserias y las vidas de la gente humilde, de las clases subalternas. Esa síntesis es aplicable a cualquier país europeo. A este paisaje humano y social tendríamos que añadir la friolera de 17 guerras (sí, 17) acaecidas durante el siglo XVIII que acabaron con la vida de más de cuatro millones de seres humanos, en las que, de un modo u otro se vieron involucrados la mayoría de los países.

La desigualdad categórica

La profusión de cifras y datos ofrecidos por Pontón en su libro es apabullante, en ocasiones escalofriantes; funcionan a la manera de pruebas de cargo con las que se demuestra el abismo de desigualdad entre las condiciones de vida de la mayoría de los europeos con relación a las de la minoría que les explotaba, quienes hacían de una legislación adhoc el instrumento letal con el que perpetuar lo que Charles Tilly llamó “Acaparamiento de oportunidades”, base de la llamada desigualdad categórica, vigente hasta hoy. (¿Dónde se forma hoy la elite de Occidente? ¿Tienen los jóvenes que no se forman en los centros de formación de la elite las mismas oportunidades? ¿Es cierto que un joven talentoso de clase obrera nacido en Ciutat Badia tiene las mismas oportunidades que el hijo de Patricia Botín?)

Nace, por tanto, en el siglo XVIII, una era en la que los nuevos poderosos han descubierto un nuevo modo de hacerse ricos, muy ricos, inmensamente ricos, gracias una economía basada en la oferta, y no en la demanda, gracias a un nuevo concepto del trabajo en el que ya no tienen cabida los gremios, o el trabajo doméstico, y en el que el agricultor , o malvive a expensas de la fluctuación de precios impuesta por un mercado que le arruina, o se desarraiga, y abandona sus tierras por la mísera ciudad, donde se le someterá a una nueva división del trabajo, que rompe para siempre el tiempo y dicta una nueva disciplina; donde el inicio y el fin de la jornada laboral en las grandes factorías marcarán el transcurso de cada día. Será el tiempo de la fábrica el que establezca, a partir del siglo XVIII, la cotidianidad de millones de hombres y mujeres desde entonces hasta nuestros días.

Los ilustrados lucharon por la desigualdad

Pero, llegados aquí, ¿Dónde radica, pues, la novedad en el planteamiento de Gonzalo Pontón? ¿Es que acaso este lector vehemente que ahora escribe no conocía la historia? Sí, la conocía. Sin embargo, ha sido víctima de visión parcelada, una patología que afecta a la mente, a las ideas, y no a los ojos, y que, mucho me temo, padecemos una inmensa mayoría, sin otro antídoto para su cura que el descubrimiento de un libro peligroso gracias al cual las piezas de la historia, observadas siempre en su estanqueidad, rompen sus perfiles de seguridad para encajar perfectamente unas con otras, ofreciéndonos así la compleja realidad al completo, sin escisiones ni puntos muertos.

Y es que pareciera que a la hora de echar la vista atrás para ver balancearse la cuna de nuestro presente, habitualmente observamos la realidad económica y social descuartizada del pensamiento y de la cultura. Por un lado vemos la revolución industrial con sus humos tóxicos, sus carbones, sus fábricas textiles, las chimeneas de sus vapores dibujando el perfil de ciudades sucias, insalubres, legiones de obreros sobreviviendo a la explotación, unos pocos privilegiados leyendo el periódico en el club, debatiendo en los salones, trasladándose de la mansión a la fábrica en su landó, y después a la Bolsa, y de allí al Parlamento, donde asistirán sentados en la  tribuna de honor, a la aprobación de la enésima ley que les hará todavía más ricos.

Y es que solemos percibir la política, con su influencia sobre las sociedades  y la economía, como entes independientes que generan por si mismos sus propios sujetos. Esa es la razón por cual mantenemos secesionada esta realidad histórica cruel a esa magnífica pléyade de pensadores que constituyó el siglo de las luces. Y aquí radica, en mi opinión, la gran novedad del libro de Gonzalo Pontón, a saber, la imputación sin paliativos a los ilustrados de gran parte de la responsabilidad de lo que acaeció en una de las etapas más negras de la historia moderna en cuanto a desigualdad social. Es decir, ni luces ni justicia. Todo lo contrario. El poder de la razón trabajando al servicio del gran capital en aras de la construcción de una civilización basada en la desigualdad social, en la explotación inmisericorde del hombre por el hombre.

Podría haber sido de otro modo, pero la razón también contiene carga moral, y en este caso, ni los enciclopedistas, ni el comecuras de Voltaire, ni el sincerísimo Kant, ni el gran Montesquieu, ni el bueno de Rousseeau, ni muchos menos los economistas Adam Smith o David Ricardo quisieron orientar su talento y su influencia hacia la configuración de una sociedad justa. Atizaron el fuego de la indignación contra el antiguo régimen para exacerbar la ira de los humildes y después, ofrecer en bandeja de plata su fuerza de trabajo y su desprotección a la nueva clase dirigente, que una vez asaltado el poder, solamente tiene ya que ejecutar con mano de hierro sus planes de expansión industrial y hacerse inmensamente rica. Eso sí, con el idioma de la racionalidad, de la ciencia y de la cultura, que les cubrirá para la posteridad con patina de honorables señores, cultivados en el saber, profetas y adalides del progreso. 

Pero centrémonos en el título del libro, porque es significativo: “La lucha por la desigualdad”, donde el autor trastoca los dos significantes clásicos a través de los cuales entendemos que para obtener derechos, es decir, para poder llegar algún día a la justicia  social no hay más remedio que luchar por la igualdad. Lo contrario, lo que nos dice el título del libro, no se entiende si no es para marcar un nuevo significante, esto es, para decirnos que el triunfo de los poderosos a lo largo de la historia es el fruto del denuedo, de la voluntad decidida de algunos hombres, y no el resultado espontáneo al que aboca a las sociedades la naturaleza de la cosas, y cuyo significado se sintetiza en la letanía “siempre ha habido ricos y pobres, y siempre los habrá”

La desigualdad no es el calor en verano y el frío en invierno. La desigualdad social tampoco es un concepto; es la materialización social de los resultados conseguidos gracias a  la voluntad de una minoría activa empeñada en vivir mejor que la mayoría a costa de su trabajo, para lo cual requiere del poder político y del poder económico. En el caso que nos ocupa, habría que sumar la participación proactiva y decisiva del santoral laico que integran los ilustrados, pues no solo actuaron como portadores de una coartada intelectual, moral y  ética infalibles, sino que se expresaron públicamente en términos de desprecio absoluto hacia la clase subalterna y contra cualquier atisbo de crítica frente a la explotación y la desigualdad.

Los ilustrados contra Spinoza

En este sentido, es significativo como la obra del gran Baruch Spinoza, el primer filósofo materialista avant la lettre, fuese radicalmente silenciada durante el siglo XVIII por los ilustrados y poco menos que condenada al ostracismo. Y no es de extrañar. En su tratado político publicado póstumamente en 1677, escribió “la igualdad es el primer principio de una política legítima. La masa no es culpable de su ignorancia, sino que lo son quienes le ocultan la verdad.” En su “Etica”, Spinoza afirma que “ frente al poder, si se desea resistirlo, solo cabe oponer poder

Dice Gonzalo Pontón al respecto que  Spinoza proponía una visión enteramente nueva del mundo. No solo nadie superará el en el siglo XVIII las propuestas políticas, sociales y éticas de Spinoza, sino que una mayoría de ilustrados, encabezados por Voltaire o Kant, hará cuanto esté en su mano para impedir la difusión del pensamiento del filósofo de Amsterdam, que no convenía a sus proyectos […] Spinoza se convirtió así en el espíritu malévolo autor de una ridícula quimera.”

Pero entonces, ¿Qué proponían los ilustrados? ¿Cuál era su modelo social? Aduce Pontón que en realidad, el pensamiento filosófico y científico del XVIII no tuvo nada de original. Galileo, Bacon, Descartes, Kepler, Hyugens, Gassendi, Coulomb, Boyle, Bernouilli, Musschenbroek, Euler, Lagrange, Harvey, Galvani, Volta, Grocio… ya habían alcanzado los verdaderos hitos en el siglo XVII. Nadie en el Siglo de las Luces pudo superar a Newton o al mismo Spinoza.

El caso es que ya Theodor Adorno  afirmó  en 1947 que “La ilustración  había fracasado en lo que se había propuesto: liberar a los hombres del miedo y establecer su soberanía”. Sin embargo, quien parece que más escribió sobre la Ilustración fue Jonathan Israel, cuyo punto de vista sobre su carácter revolucionario y benéfico se ha convertido en hegemónico. Según Ponton, Israel establece una ilustración moderada y otra radical, aunque “ni uno solo de los pretendidos radicales estaba a favor de la democracia ni de la igualdad, sino todo lo contrario”, y ya no digamos los moderados.

El pensamiento social ilustrado

De hecho, los ilustrados franceses eran en su mayoría un grupo aristocratizante, conservador, reaccionario y en ocasiones oscurantista, pendientes de cargos y prebendas, como el ínclito Voltaire. “Consecuentemente, en la lucha por la desigualdad se batieron en las filas del ejército burgués, contra las clases populares.” De hecho, los célebres “philosophes” reclaman igualdad respecto a la nobleza, “aunque lucharán con uñas y dientes por la desigualdad de su clase frente al pueblo llano. Proclaman la igualdad natural , aunque no política o social, que creen quimérica y peligrosa

Al este de Francia, en Alemania,  Kant basa su derecho a la propiedad privada en la libertad de los propietarios porque “ estos son los únicos ciudadanos a tener en cuenta en una sociedad de bien constituida” Suya es la máxima de “discute cuanto quieras sobre lo que quieras, pero obedece”; un Kant que abominó de la constitución francesa de 1793, que niega la ciudadanía para todos los hombres y que vive temeroso de las masas porque amenazan la libertad del individuo.

Pontón dedica un capítulo para describir cómo enfocaban los ilustrados la educación. “A mediados del XVIII, unos 6000 años después de la invención de la escritura, más del 90% de la población mundial era analfabeta, según Carlo Cipolla”.  El célebre Nicolás de Condorcet aconsejó por aquel tiempo, iluminado de razón,  que “ la igualdad de mentes e instrucción es una quimera. Hemos de hallar el modo de convertir en útil esa desigualdad necesaria

Necker, ministro y banquero, defiende que “cuanto más se desesperan por los impuestos, más indispensable es que reciban una educación religiosa". Por su parte, Voltaire, el héroe de la modernidad, no se privó en proclamar que “la privación de la lectura y la escritura es uno de los medios más eficaces que existen para mantener al hombre del campo en su estado; desprovisto de conocimientos, no tendrán más remedio que continuar con el oficio de sus padres”. Y es que, según Pontón, “los hombres de la Ilustración estaban divididos: unos no querían que los pobres no aprendiesen nada; otros recomendaban que solo se les enseñara aquello que les fuera útil para hacer su trabajo y se mantuvieran en su sitio.” Rousseau, en su obra la nueva Eloísa, remata la faena, aconsejando sin rubor que “tenemos que contribuir en lo posible a devolver a los campesinos a su condición de paz, sin ayudarlos nunca a salir de ella.”

Eso sí, los padres de Charles Luis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, internaron a su brillantísimo hijo en la Academia Real de Juilly durante 10 años, en los que invirtieron la nada despreciable cantidad de 7200 livres. Acaparamiento de oportunidad. Desigualdad categórica.

Garantizar la propiedad del rico

¿Cómo separar este pensamiento de la acción política ? De ningún modo, porque aquél es la muleta sobre la que se sostiene esta. “¿Vamos a poner fin a esta revolución o vamos a iniciar otra? Habéis hecho iguales a todos a ojos de la ley; habéis instaurado la igualdad  civil y política. Un paso más sería un acto fatal e imperdonable. Un paso adelante por la vía de la igualdad significaría la destrucción de la propiedad privada”. Así habló el diputado jacobino Antoine Barnave a la Asamblea Nacional Francesa en 15 de Julio de 1791. Poco después, en 1795, la nueva Constitución de Agosto de 1795 elimina los derechos sociales recogidos en la anterior para “garantizar la propiedad del rico”, en boca del diputado Boisse d’Anglas que presentó el proyecto constitucional.  

Montesquieu, asiduo participante de tertulias refinadísimas en el salón de la marquesa de Lambert y  padre de la democracia y de la  separación de poderes ( avanzada por Spinoza en el siglo anterior), no se arredró a la hora de decir que “ el azúcar sería demasiado caro si  no  se hiciese trabajar la planta que lo produce por medio de esclavos.

(…)

No solo es Gran Bretaña, no solo es Francia, es Europa

No deseo alargarme más. He tratado de ofrecer hasta aquí,  en síntesis, el carácter fiscalizador y, para mí, absolutamente revelador del libro de Gonzalo Pontón tan solo espigando algunos ejemplos relacionados con algunos de los nombres más conocidos de la Ilustración. Pero para quien desee obtener una panorámica completa de lo que acaeció durante este siglo en toda Europa aconsejo su lectura, pues es abrumadora la nómina de autores, políticos, comerciantes, gobernantes, intelectuales o artistas que de un modo u otro destinaron todo su empeño y dedicaron todo su talento en luchar por la desigualdad, conformando así los fundamentos de nuestra sociedad.

Cualquiera podría pensar que tampoco nos ha ido tan mal en Europa. Sin embargo, “la desigualdad ha formado parte integral del proyecto social del capitalismo desde sus inicios. Desde los albores de la industrialización hasta la primera guerra mundial no se produjo ninguna disminución estructural de la desigualdad. En realidad sólo ha disminuido cuando una fuerza irresistible se le ha opuesto” como es el caso del surgimiento del movimiento obrero, cristalizado en la Primera Internacional.

Después llegaron las dos guerras mundiales, y tras la segunda, como consecuencia de la movilización global para reconstruir el mundo, unida a la fortaleza del movimiento sindical  y la existencia del bloque comunista durante los años centrales de siglo XX, la desigualdad se redujo. Pero poco duró. Todo acabó en 1973 con la crisis del petróleo, que produjo una serie de grandes depresiones encadenadas hasta la gran recesión de 2007, provocada por la quiebra de Lehman Brothers que todavía sufrimos, acentuados sus efectos por la pandemia del COVID-19 y la guerra de Ucrania. La historia del mundo durante estos últimos cincuenta años se explica por los constantes terremotos económicos en los cuatro puntos cardinales y por el crecimiento paulatino de la desigualdad.

Tres siglos luchando por la desigualdad

Los niveles actuales de desigualdad son escandalosos. Asombra comprobar como, por ejemplo, el coeficiente Gini del Banco Mundial, que mide la desigualdad,  arroja el mismo baremo para Gran Bretaña ahora que en el siglo XVIII. Oxfam denunció en 2016 que la riqueza de 3.500 millones de personas había disminuido en un billón de dólares en solo seis años. Según Oxfam, en 2010, 388 personas acaparaban la misma riqueza que la mitad de la población mundial. Un año más tarde eran 177, dos años más tarde 159, pasados tres años 92, cuatro años más tarde 80 y en 2015 eran 62 las personas que tenían más riqueza que 3.500 millones de personas.

Hoy, igual que ayer, la inteligentsia sigue proponiendo el sistema actual de relaciones sociales y económicas como el único posible. Las espadas en la lucha por al desigualdad siguen en alto. Incluso los partidos de izquierda han renunciado proponer una alternativa rotunda y clara, una moción a la totalidad, y orientan todos sus esfuerzos a cuestiones de carácter moral que, a menudo, solo representan a una pequeña minoría. Dada esta actitud política aquiescente, para el común de los mortales parece probado el carácter consustancial de la desigualdad, algo así como el anticiclón de las Azores que se produce de manera natural.

Pero, tal y como afirma Gonzalo Pontón “La desigualdad no está en los genes, no es una fuerza telúrica irresistible ni una maldición de los dioses: es producto de decisiones políticas […] Este libro sobre la lucha que se llevó a cabo en el siglo XVIII por mantener y ampliar la desigualdad pretende poner al lector ante las decisiones políticas que se tomaron, ante sus consecuencias sociales y ante la engañosa retórica que la intelligentsia utilizó entonces para hacerlas buenas. 

Por eso “La lucha por la desigualdad” de Gonzalo Pontón  es un libro peligroso, porque cuestiona verdades sociales e intelectuales santificadas y nos obliga a ser valientes para atrevernos a mirar detrás de “las puertas que no abrimos.

lunes, 10 de octubre de 2022

Cacare (non) olet

 

 Junto a la terraza de la cafetería hay un jardín urbano con algunas mimosas y un par de almeces. Es muy agradable tomar aquí el primer café de la mañana mientras repaso la actualidad de la mañana o leo algunas páginas del libro de turno. Hace escasos minutos un trabajador de la brigada municipal ha arrancado la máquina y se ha dispuesto a rebajar el volumen del césped rompiendo el silencio con el estrépito del motor. He dejado de leer y he esperado paciente a que el jardinero finalizase la tarea.

A pesar de que el momento de placer se ha roto, mientras degusto el café observo tranquilo las evoluciones del funcionario y me encanto admirando la perfección de las líneas rectas que van separando longitudinalmente las zonas cortadas de las que quedan pendientes por cortar. Parece como si en lugar de cortar, en realidad el jardinero estuviese pintando a rodillo el parterre con otro tono de verde, más claro, más joven, sin madurar.

También espero impaciente a que el olor de la hierba segada impregne el aire con su aroma y me dispongo a evocar, en el centro de la ciudad, entre bloques de pisos y prisas mañaneras, aquellos veranos lejanos de mies y de trilla en el pueblo. Pero no. El aroma que emana de la hierba recién cortada no tiene nada que ver con el heno, ni siquiera con el césped.

A medida que el operario municipal va dando cuenta de toda la superficie ajardinada, surge con fuerza incontenible un fétido olor a excremento perruno, de manera que la atmósfera se llena de una hediondez espesa, insoportable, una tufarada que apesta a orina agria mezclada con deyección y hierba tierna. Es tal la cantidad de mierda defecada y de orina miccionada por los perros de la vecindad sobre el césped del jardín público, que cuando las cuchillas de la máquina lo cortan esparcen las excreciones y con ellas su pestilencia vomitiva. No lo soporto. Tengo que tomarme a traganudos el café, pago y me marcho.

Podría haber vomitado allí mismo, pero las personas, si podemos, utilizamos prioritariamente  los retretes para llevar a cabo una eventualidad fisiológicas tan sana y necesaria como es la evacuación o deposición diaria. Si lo hacemos en la calle, no hay quien nos salve de la multa y probablemente de algunas horas en el calabozo. A veces me he imaginado las calles de las ciudades salpicadas de hombres mujeres y niños agachados, cagando tranquilos, con plena naturalidad, y dejando en los jardines, junto a los troncos de los árboles, en medio de cualquier plaza, sus heces, su glauca orina caliente, o ambas sustancias a la vez. Sería algo tan inaudito y reprobable que ni quiera se nos pasa por cabeza concebirlo.

Sin embargo, la excreción de perros y gatos en la calle nos resulta algo perfectamente admisible. De hecho, se ha naturalizado y normalizado de tal modo que incluso se considera una obligación moral sacar el perro de casa para que el pobrecito se alivie y, por el contario, sería considerado  un delito de lesa humanidad no hacerlo. Y ya no hablo de limpiar y recoger a diario, un par de veces, la mierda del animal, por mucha bolsa de plástico que proteja a la mano de la suciedad de la boñiga tierna y caliente. O de cómo el dueño o dueña del perro observan cada día, con delectación curiosa, la flexión de las patas traseras de su mascota,  el levantamiento de la cola, la abertura del ojete oscuro e impaciente que proyecta incontenible hacia el suelo público un ufano y pestífero zurullo.

Algunos propietarios, ante el fastidio de agacharse y el asco que produce recoger la mierda de su perro, optan por los jardines públicos, pues allí queda el cuerpo del delito camuflado entre el hierba y la conciencia más limpia que el culo de su perro, ya que, dado que está prohibido pisar el césped – con excepción de los perros-  no habrá conciudadano que pise la bosta diaria del suyo.

Según la Red Española de Identificación de Animales de Compañía (REIAC)  casi diecinueve millones de familias tienen el placer diario de sacar a sus mascotas a la calle para que depositen en el suelo público, ante sus conciudadanos, su mierda. Por otro lado, la misma REIAC informa de que en España hay siete millones de perros censados. Actualmente ya hay más mascotas que niños en nuestras familias, pues según el Instituto Nacional de Estadística, en nuestro país viven seis millones y medio de niños menores de 14 años. Es decir, tenemos el doble de probabilidades de cruzarnos por la calle con una persona paseando a su perro que con otra paseando a su bebé dentro del carrito.

Algunas de esas familias con mascota han dejado en las residencias geriátricas a sus ancianos porque, desgraciadamente,  no se pueden ocupar de ellos y son otros lo que limpian sus deposiciones por un sueldo de vergüenza. Algunas de estas familias, debido a las obligaciones  laborales,  no tienen más remedio de dejar a sus pequeños al cuidado de guarderías, y son otros lo que se ocupan de sus pañales. Es decir, tenemos al perro en casa, al abuelo en la residencia y al hijo en la guardería. En los países desarrollados, este es el mundo que nos hemos dado. Somos espectadores satisfechos ante la deposición perruna, pero contratamos a otro para que limpie a nuestros viejos y a nuestros bebés

No sé si somos conscientes pero, a la luz de estos datos, siete millones de perros defecan y orinan a diario en nuestras calles, al menos una vez al día. Repito. Siete millones de perros cagan y mean en nuestras calles los 365 días del año, al menos una vez,  dejando toneladas de excrementos en las papeleras, en los jardines, o directamente en el suelo, porque son muchos, todavía, los que no las recogen. Los animales domésticos son, desde diciembre del año pasado, sujetos de derecho. Lo dicta la ley 17/2021 del Código Civil publicada el 16 de diciembre del pasado año, la cual establece que son seres sintientes, y que hay que protegerlos y cuidarlos.

Dice ahora el Código Civil al respecto, en el párrafo II de los prolegómenos de esta ley que “la relación de la persona y el animal (sea este de compañía, doméstico, silvestre o salvaje) ha de ser modulada por la cualidad de ser dotado de sensibilidad, de modo que los derechos y facultades sobre los animales han de ser ejercitados atendiendo al bienestar y la protección del animal, evitando el maltrato, el abandono y la provocación de una muerte cruel o innecesaria.”

Para celebrar la aprobación de la ley, algunos de los legisladores que participaron en su redacción probablemente reservarían mesa en Zalacaín, o quizás en algún otro lugar más moderno, y se empujarían sendos chuletones, eso sí, con mucha sensibilidad. Después, al llegar a casa, se aliviaron en el cuarto de baño, como cabe imaginar, tras engullir tan suculenta pitanza y, dormida la siesta preceptiva, saldrían a pasear con su perro para que cagase y mease a gusto en cualquier calle, en cualquier esquina, en cualquier plaza o en cualquier jardín,  todo con suma sensibilidad.

martes, 4 de octubre de 2022

Noche serrana

 


Esta entrada contiene trazas de alcohol, sexo, droga, orina y violencia (esto último según y cómo se mire). Avisados quedan.

Aquella noche de agosto, por enésima vez, llegué el último. No sería la última, a pesar de que la norma era “quien llega el último duerme en el suelo”; una norma, por otro lado, del todo arbitraria, dictada por mis santos hermanos y auspiciada por un calvinismo recalcitrante. Y eso que eran los gloriosos ochenta, un tiempo ya lejano en el que crecimos con el eco de aquellas inspiradoras y míticas palabras del profesor Enrique Tierno Galván (Don), que relegan a aficionadilla del populismo a Isabel Díaz Ayuso. “¡Al loro, y el que no esté colocado, que se coloque!” espetó desde el balcón Enrique (Don)

Dado que Tierno Galván no gobernaba en mi pueblo, nuestra discrecional ley doméstica para vagos y maleantes censados en la familia era de estricto cumplimiento, al menos en lo que respecta a mí. Es más, su carácter disuasorio era muy efectivo porque en su breve articulado integraba una segunda disposición, si cabe más cruel, que establecía la pena máxima, a saber: si la hora de llegada sobrepasaba un minuto o más de las tres de la madrugada, al infractor se le negaba la llave junto a la gatera y, por supuesto, la entrada en la casa. Era una de esas viejas llaves dentadas de hierro entubado negro, imposible de copiar. De manera que, quien violentase esa fatídica hora, o bien debería dormir a la intemperie serrana, o bien debía espabilar en la búsqueda de un pajar, un establo, o la hospitalidad de una casa amiga que se apiadase de un adolescente díscolo y disoluto, probablemente algo achispado.

No recuerdo que a ninguno de mis hermanos se le aplicase nunca la pena máxima. Incluso recuerdo que en alguna ocasión, en la que debido a la falta de fondos me veía en la triste obligación de quedarme en casa, me aseguraba de que aquella aparatosa llave estuviese bien colocada junto al orificio oscuro del portillo reservado a la gata para que ambos pudiesen entrar sin problemas. Sin embargo, la noche de autos fui víctima de la más imperdonable de las insolidaridades; víctima de una conspiración fraguada desde el momento en que, vestido con mis mejores galas, después de cenar, salí ufano a ver qué se cocía en las tabernas, a la reserche del amor, perfumado con la esperanza de la consumación de mi debut, de la incorporación definitiva al disfrute de los goces supremos.

Como era de esperar, no coroné. Me encontré con algunos amigos de la cuadrilla y todo fue trago y cigarro, una partida al mus y algo de música, Tequila, Miguel Ríos, AC&DC, Radio Futura o Ramoncín, El rey del pollo frito,  que por entonces se hallaba en lo más alto de las listas de éxito con “litros de alcohol corren por mis venas, mujer…”  Así se disipó una noche más en mi todavía corta, pero intensa trayectoria nocturna, con el bolsillo vacío, la lengua estragada por el tabaco negro y el Ponche Caballero y esa sensación de taciturna melancolía que golpea la boca del alma tras experimentar el vacío de otra prometedora velada de agosto. Si algo saqué de aquellas noches fue la certeza empírica de que el alma habita en el estómago.

Cerré el bar, literalmente, y cada mochuelo a su olivo. Según bajaba la carretera resonaban cuatro campanadas en la torre de la iglesia. Me abroché hasta el cuello mi rutilante cazadora blanca  Bee Gees. A esa hora ya calaba sobre los tejados el rocío helado del norte. Al llegar a casa efectué como un autómata la rutina mil veces repetida de agacharme, introducir la mano por la gatera y ¡Oh, sorpresa! La llave no aparecía. Tras palpar insistentemente a tientas sólo hallé media cuartilla de papel con la siguiente lacónica inscripción. “Hoy no duermes aquí. Buenas noches”

Pensé que era una broma de mis hermanos. Reconocería su letra incluso estando ciego.  Así que busqué dos o tres piedrecitas y las lancé contra las ventanas de sus habitaciones. Ni caso. Cuando ya había asumido que, efectivamente, las amenazas legislativas domésticas se iban a ejecutar, se hizo la luz en la gatera. Las chinitas sobre los cristales habían surtido el efecto deseado y en un instante  mi hermana o mi hermano abrirían la puerta y yo podría acostarme, en la colchoneta del suelo, sí,  pero a cubierto. De repente  la luz se apagó pero nadie abrió. Golpeé leve e insistentemente mientras repetía en susurros ¡Anda,  ábreme, que hace frío! ¡Abre, tío, y déjate de hostias, que ya está bien! Al otro lado había alguien, seguro. No sabía si se trataba de alguno de mis hermanos, mi padre, o mi madre, pero tras la puerta alguien oía mi súplica y ese alguien, impertérrito, aquella noche de agosto serrano decidió dejar mis huesos a disposición del relente.

El cielo raso era un espectáculo. Podría haber tocado con la mano la Vía Láctea. Era como si cada una de las constelaciones universales formasen parte de la Tierra; como si aquel preciso instante, en aquel lugar concreto del planeta se concentrasen todas las galaxias.  Lo recuerdo porque, tras el momento inicial de incredulidad,  irritación y decepción, alcé la mirada en ese gesto inconsciente con el que solicitamos de las más altas estancias  una explicación a tanto infortunio y al mismo tiempo renegamos de la puta mala suerte que nos ha caído en gracia.

Prendí el penúltimo cigarrillo y mientras exhalaba el humo hacia Orión, pensaba a toda prisa, agitado y rabioso, en mis opciones. A esas horas no podía solicitar asilo en casa de algún amigo. Tampoco me atrevía a invadir propiedad ajena, un cobertizo, un granero, una cuadra, o el portal oscuro y húmedo de alguna casa abandonada. La única opción posible consistía en  acurrucarme bajo el quicio de la casa de mi tía, justo frente a la nuestra,  y esperar allí un par de horas hasta que se levantase para ir a ordeñar. Allí, sentado sobre la piedra helada, abrigaba la esperanza del cobijo.

Hacía tanto frío que no se oían ni los grillos.  Solo resonaba desde lo alto de la torre el ronquido macho de la lechuza vertiendo su celo hacia las sombras de los viejos sillares.  Me deslumbró la luz de algún coche, probablemente alguna urgencia, la llamada  nefasta que requiere emprender un camino de incierto destino, o quizás, sencillamente,  el punto y final a una noche de juerga. 

Una sombra se aproximaba lenta y vacilante, intermitente entre los claroscuros tenues de la carretera mal iluminada. No sabía si aquel tipo, un espectro entre las sombras,  podría verme. El paso titubeante le llevaba a un lado y otro de la carretera. Se detuvo a unos pocos metros de mí. Abrió las piernas, se desabrochó el pantalón y orinó, profusa y sonoramente. De la orina emanaba un vaho que ascendía vaporoso hacia la luz escasa de la bujía. Después, satisfecho, encendió con ciertas dificultades un cigarro y pasó de largo, carretera abajo, aparentemente sin advertir mi presencia.

El frío redoblaba. A medida que pasaban los minutos era más difícil mantener el poco calor que me había procurado el ponche unas horas antes. Me hubiese gustado aprovechar la circunstancia y transformarla en una oportunidad de recargado lirismo romántico, pero la temperatura no era, lo que se dice, inspiradora. Por ejemplo, me hubiese gustado ver circundado en la oscuridad de la gatera el fulgor rasgado de unos ojos felinos, vigilantes y expectantes ante mi misteriosa e insospechada presencia. O imaginar que la pequeña oquedad circular en realidad era una puerta hacia otra dimensión, un espacio desconocido en el que no existen las leyes,  los deseos se convierten en realidad, nunca se pierde al mus y uno duerme satisfecho entre perfumadas frazadas de pura lana virgen tras una inolvidable noche de amor.

Y el cielo, rasgado en toda su diagonal por la belleza del rastro blanquecino que deja en el universo nuestra propia galaxia, una miríada de brillos estelares que nacen y agonizan a millones de años luz, demasiado lejos de los hombres. Me hubiese gustado disfrutar de la sensación vertiginosa que produce asumir la conciencia de la pequeñez, la insignificancia universal de las cuitas de un joven ser humano que, expulsado una noche de agosto a los rigores de  la escarcha, pretende convertir tamaña desdicha en la definitiva batalla entre los héroes inmortales y los dioses eternos del Olimpo. Todo eso me hubiese gustado, pero sólo tenía cuerpo y voluntad para pensar en encender el último cigarrillo y procurarme con el humo  algo de calor interior hasta que, puntuales, las campanas dieron las seis, la puerta se abrió y mi tía, sorprendida, me preguntó ¡Pero hijo mío! ¿Qué haces aquí? ¡Anda, pasa!

Dormí sin conocimiento hasta mediodía. Pero si en algún momento vislumbré alguna esperanza para el final de mis infortunios, estaba bien equivocado. Los poderes ejecutivo y judicial de mi familia no conocían el concepto de atenuante, ni mucho menos la gracia de la compasión, porque cuando creí que ya solo tendría que soportar las risitas sardónicas de mis hermanos y el semblante inquisitorial de mis padres, tuve que someter mi dignidad a la humillación de explicar mis desventuras a mis primos, que acababan de llegar de la capital y que, por supuesto se quedaban a comer.  Mis primos, esos seres estelares, cum laude, ejemplo preclaro de la humanidad, adictos a la ley y al orden, de futuro muy prometedor.

Llegados a este punto, prefiero no seguir con la historia. Solo añadiré que aquel día, por vez primera, fumé en presencia de mis padres. Que después de comer, a la hora del café,  frente a la mirada severa de mis progenitores y el pasmo de la concurrencia,  agarré la botella y me empujé un par de copas de Fundador; que prometí, ante el estupor de toda la parentela, que nunca más asistiría a misa; que ya por la tarde, al subir a las tabernas, todo el pueblo conocía mi procelosa hazaña nocturna y que desde entonces,  subvertidas las leyes y derribado el statu quo, cayó el régimen, y ya nunca más he dormido al raso, al menos en cumplimiento de pena o penitencia, amén.