lunes, 26 de septiembre de 2022

La duda del soldado

 


Casi llegando a la sexta década muchas de las certezas con las que he ido manejándome a lo largo de mi vida se derriten bajo el sofoco del cambio climático, se rompen como cristal a causa del trueno, se cuartean igual que el lecho de una laguna seca para convertirse en polvo.

Alguien dijo que si nos quedásemos quietecitos en nuestras habitaciones no tendríamos problemas. Otros lumbreras de la historia también se empeñaron -algunos todavía se empeñan- en convencernos de que lo mejor que podemos hacer para ser felices es permanecer en la ignorancia. Dedíquese usted a buscar su sustento y el resto del día, diviértase si puede, húndase en el sofá, ejercite su musculatura, cuide de sus uñas y deje que los días pasen con sus verdades a cuestas, camufladas, hasta llegado el final. ¡Ah, cuánta felicidad!

Cierto es que no resulta agradable descubrir por uno mismo, por ejemplo, que es hijo adoptivo, que la orientación sexual de nuestro ídolo no es la nuestra, que, efectivamente,  la tierra es esférica o que de ser cierto el Génesis, la humanidad entera sería fruto de un incesto. ¡Qué necesidad tenemos de pasar un mal rato, con lo cómodos y confortables que vivimos arrebujados bajo nuestras costumbres, tan cuidadosamente lavadas y planchadas con el mimo de nuestras certidumbres!

Cuando surge una brizna de sospecha entre nuestras convicciones solemos desdeñarla, y al mismo tiempo, inconsciente e inmediatamente, se activan los mecanismos con que nos defendemos de los ataques al yo que tanto tiempo nos ha costado construir. Cuando ese insignificante recelo crece, amenazando seriamente con romper el cerco de nuestra indefectibilidad, entonces nos ubicamos ante la tesitura de tomar decisiones. Podemos reorientar nuestros puntos de vista, el modo de mirar el mundo, de reinterpretar del pasado y en consecuencia imaginar con nuevos ojos el futuro, o bien, permanecer quietos, a la defensiva, sin mover un ápice nuestra posición, engrasando las armas del nuestro arsenal pertrechado de autoafirmaciones irreductibles.

En este sentido, la información que hemos recibido durante nuestra educación juega su papel. La mayor parte de nuestras certezas se construyen con hormigón armado y acero forjado, tanto en el colegio, el instituto o  la universidad.  A ellas se suman otro tipo de influencias externas, ajenas a la academia, que actúan a modo de murallas infranqueables. La forja de este sumatorio produce como resultado la coraza ideológica con la que defendemos con más o menos vehemencia, con más o menos proactividad, un determinado modelo del mundo, descrito en la mayoría de los casos a prueba de toda duda. Porque llegado el día en que nos ponemos a pensar por nuestra cuenta, no sólo lo hacemos contra alguien, sino que además nos convertimos en militantes que defienden el producto de sus reflexiones fraguadas en la calle y en la escuela.

Militante es quien milita. La palabra militar es polisémica. En su acepción verbal indica la acción de participar, concurrir y apoyar una causa, una idea o un proyecto. También es la acción de participar, ser parte y someterse a la disciplina de un partido político. En su acepción sustantiva, es aquella persona que hace la guerra o que profesa milicia. El origen etimológico es latino (militaris) y ubica rotundamente al término en lo perteneciente al soldado o a la guerra. Y es que,  efectivamente, cuando militamos en una idea, concebida y asentada a lo largo de la vida, la defendemos igual que soldados, en el más puro sentido castrense, y no sólo la defendemos numantinamente, sino que, convencidos como estamos de nuestra verdad, atacamos sin clemencia a quienes nos la discute.

De manera que sí, literalmente somos soldados atrincherados dispuestos al combate dialéctico contra cualquiera que pretende asediar la alcazaba, no solo de nuestros propios dogmas, más o menos individuales o sectarios, sino contra la más mínima sospecha que se cierne sobre todo ese puñado de creencias, mores y lugares comunes que compartimos masiva y secularmente  en el conjunto de la sociedad.

En el primer caso, ante el argumento disputante y la presión de la duda,  solemos responder con vehemencia y visceralidad,  blandiendo corajudos confirmaciones irreductibles y disparando a discreción eficaces sesgos de refutación. Y así podemos aguantar hasta el día de nuestra muerte, expirando el último suspiro satisfechos y orgullosos de nuestra inquebrantable fidelidad. Porque, como decía Wittgenstein, “cuando realmente se enfrentan dos principios irreconciliables entre sí, entonces cada hombre declara al otro estúpido y hereje

Sin embargo, cuando el sitio amenaza los cimientos comunales, cuando algo o alguien traspasa en algún punto las líneas maestras que configuran nuestra identidad o  nuestra idiosincrasia, cuando alguien osa traspasar con una andanada de vacilaciones la frontera tras la cual habita todo aquello que millones de personas compartimos, entonces nos batimos en tropel frente a la heterodoxia, nos emulsionamos con la masa y nos transformamos en una sustancia inquisitorial con el fin de  neutralizar a quien acomete tamaña insensatez.

Llegados a este extremo se puede dar el caso de que, en la soledad de nuestros pensamientos, mientras intentamos regurgitar la herejía, surge entre tanto desatino un instante misterioso e insólito a través del cual, esplendorosa de luz y henchida de razón, vemos en el mismo sacrilegio una gran verdad. A priori, cuando esto sucede, la nueva certeza nos resulta molesta porque tan tranquilos que estábamos en nuestra habitación, arrebujados entre nuestras convicciones, quién quiere ahora recular, o avanzar, y sobre todo, quién quiere reconocer que estuvo equivocado o que le engañaron durante tanto tiempo.

Si no somos capaces de superar inmediatamente esa primera fase de fastidio perezoso, entonces estamos vencidos, porque muy probablemente nos derrumbaremos, nuestro yo caerá en la abulia, renunciaremos a razonar, caeremos en patéticas actitudes relativistas y sucumbiremos al cinismo. Por el contrario, si finalmente acogemos la novedad colmada de razón podremos convivir con una nueva verdad hermosa, rotunda  y, satisfechos de nuestro coraje, ganaremos la oportunidad de resituar nuestro horizonte y  modificar la dirección de nuestros pasos en el camino.

Eso es lo que me ha ocurrido. El cómo, el dónde y con qué motivo será la materia de próximas palabras.

2 comentarios:

Belén dijo...

Me puede la curiosidad. Asi que espero pacientemente tu próxima entrada. Lo de caer en el cinismo me trae "a mal traer" (se dice así? ) pero seguro que me va pasando, aunque sea poco a poco -creo-¿la proximidad de los 60, dices?
Un abrazo

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Bueno, probablemente más de tres y de cuatro pensarán al leer la proóxima entrada que tampoco es para tanto, pero a mí me explota la cabeza...

Y sí, cuando compruebas que algo en lo que creías no es como tu pensabas que era, o caes en un cinismo descreído y estéril o te enfrentas al desmenetido con fanatismo de secta.

Un abrazo, Belen
¡Salud!