miércoles, 16 de junio de 2021

¿Quo vadis, castellano ?

A pesar de lo que en lógica podamos pensar, la identidad no nos diferencia, ni nos singulariza, o nos hace especiales. Más bien todo lo contrario; nos unifica, nos iguala y nos convierte en partícipes de un colectivo. La etimología de la palabra identidad señala su origen en el término latino ídem, que significa lo mismo, siempre lo mismo. De manera que cuando alguien se pertrecha detrás de su sacrosanta identidad para diferenciarse de sus semejantes, divorciarse de su misma suerte con el fin de conseguir a partir de ese supuesto diferencial determinadas ventajas o preservación de privilegios, no sólo incurre en actitud irracional -a veces incluso violenta y en ocasiones insolidaria- sino que niega su misma esencia, esa alardeada particularidad que en su ostentación misma refleja el desmentido.

Los talibanes y usufructuarios de la identidad suelen argüir afinidades, características cromaticoepidérmicas similares, árboles genealógicamente puros, usos lingüísticos y culturales coincidentes en un territorio concreto para señalar como extranjeros, ajenos, inmigrantes, colonos, recién llegados y otros apelativos peyorativos, más o menos hirientes, más o menos paternalistas, a quienes no coinciden con el canon establecido por aquellos que presumiendo de su pureza genética y toponímica y en activa militancia nacional exigen de ellos el cumplimiento estricto de las costumbres, aprendizaje exhaustivo del idioma, renegación de su idioma de origen,  respeto y adoración a sus dioses,  apostasía de sus anteriores creencias, adhesión inquebrantable al folklore, soporte fanático a sus clubs deportivos, emoción sincera ante el himno y lágrimas patrióticas ante los colores ondeantes de la bandera en la que, según  parece, confluyen de modo mistérico todos y cada uno de los ingredientes que conforman la identidad.

Así es que, efectivamente, es posible que todos esas personas, profetas irredentos de la identidad,  se sientan idem en clausura y se vean únicamente a sí mismos como lo mismo, siempre lo mismo, gracias a las fronteras reales o imaginarias que circundan un territorio supuestamente propio, al que llegaron por azar del mismo modo y por el mismo lugar que llegamos todos al mundo, desprendidos de la placenta, entre llantos desgarrados de dolor olvidado al abandonar el único paraíso posible, el vientre cálido y silencioso de una madre.

Es decir, la identidad de quien siendo idem de mí cree que es diferente a mí surge y cobra sentido cuando, no contento con identificar mis cuatro extremidades, mi rostro humano, escuchar una voz y el latido de un corazón, utiliza las singularidades que cree oportunas y siente la necesidad de enfrentarlas a partir del momento en que todas esas características socioculturales, tan arbitrarias y dinámicas como una bandada de estorninos, llegan a  consagrarse final y fatalmente como el todo predominante en una gran sinécdoque, gracias a la cual algunos individuos, a pesar de resultar ser siempre los mismos, aquí y en Pernambuco,  se transforman en mis peores enemigos.

No es la exacerbación de la diferenciación cultural y costumbrista la única fuente de idems enclaustrados. La conciencia de ser “Patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales…” fue, es y será fuente eterna de enfrentamiento, guerra cruenta y dolor inmenso. De hecho, Marx afirmó, sin que hasta el momento nadie le haya rebatido, que el reconocimiento íntimo y colectivo de  un determinado estatus en la historia, en las relaciones laborales y económicas (esto es , en el mismo acontecer de la vida) y la identificación de quienes se oponen al bienestar humano porque se adueñan de los medios de producción, conduce a una determinada identidad gracias a la cual el individuo se identifica con idems , se agrupa  y lleva a cabo la lucha de clases, el motor de la historia. De manera que, de algún modo, la identidad o conciencia de clase produce más o menos los mismos resultados que la homogenización nacional, pero en virtud de otros elementos diferenciadores o claustrales, a saber, la explotación humana, el lugar que ocupamos en ella y la distribución de los recursos y de la riqueza.

En este caso, los poderosos han defendido siempre a ultranza sus privilegios y la posición preponderante a lo largo de la historia desplegando, por ejemplo, el paraguas de la nobleza, que les identificó- y todavía les identifica- como grupo de poder, en la cúspide de la pirámide social, a la que únicamente se podía acceder a través del nacimiento, la herencia o el mérito de guerra. De hecho, el poder siempre ha encontrado el modo de mostrar y blandir como una espada la identidad de quienes lo ostentan, y no sólo a través de la visibilización de la riqueza. Los usos y costumbres, las formas, las modas, el gusto por lo exclusivo, la afectación,  determinadas expresiones artísticas o culturales,  o incluso las extravagancias liberadas de cualquier prejuicio o norma fueron, son y serán banderas identitarias de clase tan efectivas como las nacionales, las cuales son  tejidas  en sus cochambres por miríadas de seres humanos que aspiran sin rubor a ser reconocidos por aquellos que les explotan, renegando, siempre que sea preciso, de su idem maldito.

Y es que ambas modalidades identitarias  -la de clase y la nacional- mantienen a lo largo de la historia una relación íntima, casi diría que simbiótica. Porque cuando el común, el pueblo llano, la servidumbre, el proletariado, la plebe, los vasallos, el ciudadano de a pie llega al límite de su paciencia, ya no puede más y consciente de la fuerza que le otorga el número, harto de servidumbre, injusticias, corrupción  y explotación decide organizarse para tomar lo que es suyo y acabar con los privilegios de quienes le oprimen, éstos, con tal de conservar las prerrogativas de su posición,  no dudan en ofrecer al sublevado el señuelo de un enemigo que pretende atentar contra  la bandera  por la que los abuelos, los abuelos de sus abuelos y así hasta el inicio de los tiempos, vertieron  la sangre sobre  la que se construyó su nación, la tierra de sus ancestros y de sus dioses,  el lugar singular de costumbres e idiomas propios que les identifica como idems y que  es necesario defender,  por encima de cualquier otra consideración, porque antes que  miserables vasallos o nobles señores somos patriotas. Y tanto da quién ara, riega y siega los campos; tanto da quién acumula los frutos, dicta los precios y cobra los impuestos, ya que lo realmente importante es acudir sin reservas a la convocatoria de la patria y sacudirnos de encima el sambenito de traidores. Siempre ha sido así.

De la identidad, de su ausencia, utilización política, virtudes cohesionadoras y perversidades  destructoras trata el nuevo libro de Lorenzo Silva que ha titulado “Castellano”, en el que, entre otras cosas, narra el levantamiento en armas  de trece  ciudades castellanas contra el emperador Carlos V en la segunda década del siglo XVI, y  que ha pasado a la Historia como la revuelta de los Comuneros, una de las primeras revoluciones europeas y  el primer intento de república federal  española. El trabajo no es una novela, y tampoco un ensayo. Dice su autor -madrileño de nacimiento- que ‘Castellano’ “es el relato de un viaje: de cómo, contra todo pronóstico, alguien que nunca tuvo noción de ser nada, en términos de adscripción colectiva, acaba sintiendo y sintiéndose algo […] Quizás se pueda llamar novela. O quizá no. Decídalo quien lo lea

Yo decido que, efectivamente, el último libro de Lorenzo Silva es un ensayo en toda regla, en el que, tal y como el género obliga, el autor ofrece una serie de reflexiones que nacen de su conciencia interior, de su particular visión de la vida y de la Historia,  ilustradas por uno de los acontecimientos históricos más tergiversados de la historia de España.

Las vicisitudes de los nobles, artesanos, comerciantes campesinos y clérigos,  de las principales ciudades que por entonces formaban los dominios del reino de Castilla entre 1520 y 1523, en abierta rebelión contra su rey (ni más ni menos que el emperador del sacro imperio romano germánico) le sirven a Silva para deliberar sobre su propia identidad y para compartir con el lector las conclusiones que extrae de un viaje que, en ocasiones, debido a su sinceridad, honestidad, y fuerza emocional, nos acerca a territorios que sobrepasan las fronteras del ensayo, a espacios más propios de la lírica o de la confesión autobiográfica.

Creo que esta es una de las grandes virtudes del libro, porque mientras se lee, algo así como un pulso sonoro y constante surge de lo profundo de cada párrafo ante un descubrimiento compartido de quien lee y quien escribe la proeza y derrota de los hombres comunes frente al poder omnímodo, en actitud decidida de tomar las riendas de sus destinos y deshacer los nudos que les mantienen atados.

Ese quo vadis ? que descabalga a Lorenzo Silva y al lector que con él se identifica no es otro que el reconocimiento de un sentimiento de identidad agazapada, o quizá inexistente hasta la fecha, y que se materializa en el momento en que pisa la tierra de sus mayores ante la visión de los paisajes y los escenarios de la Historia. En medio del páramo, de la llanura, frente a las plazas desiertas, o contemplando la piedra desgastada del  viejo pórtico gótico vuelve la vista atrás, a la búsqueda de las razones por las cuales Castilla sigue siendo considerada el origen de todos los males  que han azotado España, a pesar de que sus gentes, sus ciudades y sus pueblos  viven en una permanente decadencia desde hace más de cinco siglos, aplastados por el poder y desdeñados por las grandes decisiones políticas que han enriquecido precisamente a quienes se apresuran a alzar antes que nadie la mano victimaria de la queja y la afrenta.

Pero no nos equivoquemos, el autor embrida bien la montura y sujeta cualquier indicio de patrioterismo, veleidad nacionalista o exacerbación identitaria filocastellana. Porque “vive el castellano exonerado de la pesadez y la prosopopeya del homenaje a los emblemas y los figurones patrios: se puede ser castellano sin necesidad de proclamarlo con aire solemne ni de ponerse en pie con la mano en el pecho cuando suena un himno[…]. Para quienes no gustamos del ceremonial preceptivo, es una bendición.”

Una bendición, sí, en momentos como los que estamos viviendo, en los que, quien más y quien menos,  ha caminado raudo al bazar chino de la esquina y se ha hecho con la bandera que colgará en el balcón en apoyo a causas ajenas, en vergonzante ostentación de una identidad mal digerida, producto de intereses espurios que muy oportuna y eficazmente nos vende el marqueting político. 

Hay que haber sido mucho para acertar a seguir siendo, cuando prácticamente no se es ya nada”, escribe Silva con respecto al castellano. A mi parecer, es ese el momento de la aquiescencia con el origen en forma de adhesión íntima, tranquila, un homenaje sosegado y sincero a la memoria de nuestros antepasados que padecieron y también  disfrutaron de sus existencia como criaturas pertenecientes a un paisaje y unos espacios que ahora son historia y piedra.

Lo demás, igual que la lucha de Los Comuneros de Castilla,  a veces heroica, tan dolorosa y perversa como cualquier otra guerra, no es más que la permanente y tozuda lucha de clases que construye la Historia de la humanidad a costa de nuestras identidades, a saber, la llamada de la tierra y nuestras ambiciones.

Hay que leer "Castellano". Creo que, probablemente, es uno de los mejores libros del año. 

jueves, 3 de junio de 2021

Deconstrucción trans(itiva)

Escribió hace unos días una conocida política en Twitter que “ yo soy mujer, no por mis genitales; lo soy porque pienso y me comporto como mujer”. Como dijo el torero, empecemos por el principio. "Yo soy" es la expresión de voluntad de ser, donde mujer se añade no con funciones de  objeto directo, sino de atributo del ser, ya que el verbo ser, como hombres y mujeres sabemos, es copulativo.

Diferente sería la cosa, aunque no divergente,  si mujer pasase a ocupar el lugar del sujeto, con lo cual el ser pasaría a funcionar como el atributo de mujer, pero nunca, jamás, como objeto directo, pues ya sabemos que a pesar de lo que acontezca por delante o por detrás de este verbo, siempre, toda la vida  fue, es y será copulativo, y en consecuencia exige un predicativo preceptivo que complete el sentido.

De manera que, ubicados en este jardín gramatical morfológico y sintáctico,  si organizamos  de ese modo el inicio del tweet tendríamos la frase  Mujer soy yo” , con lo cual estaríamos ante algo más que  un enunciado; más bien frente a una afirmación, una declaración de intenciones en toda regla, tres palabras ante las que no cabe la menor duda y por las que quien las escribe   luchará con denuedo. Es más, podríamos incluso intuir cierto tono de exclusividad, como si quien así se expresa ambicionase  convertirse en el paradigma de mujer, molde o modelo que es necesario seguir para así ser considerada.

Pero la frase empieza como empieza: "Yo soy mujer". De haber leído la ilustre representante  del pueblo valenciano a Fernando Pessoa, probablemente habría reflexionado un poco al respecto. Dice el melancólico portugués en el “Libro del desasosiego” que quien  desee expresar sus sentimientos  tiene que transformar a veces los verbos transitivos en intransitivos".  Arguye Pessoa que “ si quiero decir que existo diré  'Soy'. Si quiero decir que existo como alma separada, diré 'Soy yo'. Pero si quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y forma, que ejerce ante sí misma la función divina de crearse ¿cómo he de emplear el verbo Ser sino convirtiéndolo en transitivo? Y entonces, triunfalmente, antigramaticalmente supremo diré  'Me soy'. […] ¿No es esto preferible a no decir nada en cuarenta frases?

Este regalo no lo esperaba  ni el  movimiento LGTBI ni algunos  políticos o partidos  de la izquierda indefinida que, a falta de una propuesta clara y rotunda de modelo de sociedad que suponga una alternativa al neoliberalismo y en ausencia de ambición política para llevarla a cabo, se dedican a elucubrar, apoyar, y bailar el agua a organizaciones que promueven reivindicaciones peregrinas propias de minorías aburridas  que, en sus deseos microminoritarios, desean cambiar e imponer al conjunto de la sociedad una serie de disparates representados de modo ejemplar por el tweet que tenemos entre manos y que, sin más dilación, continuamos deconstruyendo.

Si aplicásemos al inicio de la frase  el regalo filosófico de Pessoa, el resto ya no tendría sentido. La negación causal referida a los genitales, que debería pasar a encabezar una antología de la extravagancia, quedaría incluida en la reciente adquirida  transitividad del verbo copulativo gracias a la propuesta de Pessoa. A partir de aquí, después del punto y coma -detalle que se agradece en un canal tan poco sensible con la corrección gramatical como  twitter- la conocidísima política levantina dedica el resto de sus palabras a dar fe de su condición biológica genérica a través de la negación de su vagina, clítoris, labios superiores e -inferiores, y se me apuran, útero, trompas de Falopio, ovarios y periodo menstrual.  Y es que -¡Atención!- en opinión de la autora de esta obra clásica del pensamiento político,  lo que de verdad importa a la hora de construir  la identidad genérica propia  es pensar y comportarse de una determinada manera, a la sazón, como una mujer.

Pensar y comportarse. Casi nada. Los dos verbos que definen nuestro paso diario por la vida, a menudo divorciados, porque una cosa es pensar lo que uno debería hacer y otra cosa es hacerlo. Pensar y comportarse forman parte ineludible del ser. Alguien es quien es por sus acciones y sus pensamientos. Sin embargo, tanto granos de arena en las playas de este mundo como pensamientos hay, y por cada acción de cada hombre en la Tierra  un estrella en el firmamento.

Hace muchos, muchos años, cuando cumplía mis deberes con la patria, lo primero que nos decían al entrar en el cuartel es que  teníamos que comportarnos como hombres. Allí, mariconadas las justas, decían. Fumar, beber alcohol, proferir  tacos, ver fútbol, ir a los toros, escupir, limpieza la imprescindible o  jamás llorar eran algunos de las virtudes que un hombre que se vistiese por los pies debía de cultivar. En la vida civil, durante el tiempo que practiqué deporte,  el entrenador nos imprecaba con el apelativo de nenazas si no mostrábamos suficiente arrojo en el entrenamiento o en los partidos. “¡Luchad por ese rebote como hombres!” nos gritaba desde el banquillo.

Alguna de mis amigas se educaron en colegios de monjas. Allí les enseñaron a comportarse como mujeres de Dios en Cristo, sumisas al marido, elegantes y recatadas en el vestir, discretas, habilidosas en la cocina. Otras, aunque no se hayan educado en colegios de monjas, están convencidas de que una mujer, mujer de verdad,  es alguien muy parecida a Isabel Preysler;  tienen que depilarse cada semana como si de un deber moral se tratase y destinar a cuidar su aspecto lo que no se gasta en comida. Muchas, miles, millones, se cubren el pelo con un pañuelo para pensar y comportarse como mujeres, tal y como les dictan los sacerdotes y los hombres en decenas de países musulmanes.

Todas estas mujeres, que piensan y se comportan como tales, educarán a sus hijas del mismo modo, pero algunas, afortunadamente, se rebelarán contra esas directrices y  pensando y comportándose también como mujeres decidirán soberanamente qué ropa vestir, cuándo, cómo y con quién follar, dónde y cómo divertirse, a qué profesión dedicarse, cómo caminar, mover los brazos, peinarse, despeinarse, reír, llorar… pensando y comportándose siempre como mujeres, porque no pueden pensar y comportarse de otro modo, porque son mujeres.

Así es que, tras desgranar palabra a palabra la frase  y profundizar en  los secretos de su estructura, siendo benévolos, podríamos decir que la diputada valenciana no supo expresarse. Al menos eso es lo que deseo creer. Porque si bien es cierto que las personas que se encuentran prisioneras de un cuerpo que no se corresponde con su identidad de género necesitan de la ciencia, de la sanidad pública y de la administración del Estado para solucionar clínica y burocráticamente su problema y vivir así en coherencia con ella, otra cosa bien distinta es arropar con la representatividad política el torrente de imaginación biológica derrochada que se ha colado con pasmosa frivolidad en la agenda de las reivindicaciones de la posmodernidad líquida.

El concepto trans es en sí mismo un imposible y en mi opinión una ofensa; un término escarlata que marca socialmente a quien ha tenido la desgracia de nacer en un cuerpo que no se corresponde con su identidad. Porque somos hombres  y somos  mujeres con absoluta independencia del tipo de actividad sexual que practiquemos. A lo sumo, trans podría  definir ese estadio transitorio,  provisional, clínico,  en el que la persona se somete a tratamiento hormonal o a cirugía para llegar a ser quien es y conseguir así su propia inherencia.

Y es que no existe el género trans;  en mi opinión, cuanto antes dejemos de utilizarlo,  mejor para todos. Es por eso que, dado el interés  que muestran nuestros políticos de la izquierda indefinida por la vida sexual de las personas o por la identidad de género, les  aconsejo humildemente  que al pronunciarse, acudan a Fernando Pessoa y tengan presente, esta su invitación: “Obedezca a la gramática quien no sabe pensar lo que siente. Sírvase de ella quien sabe mandar en sus expresiones.”