lunes, 30 de junio de 2014

El punto de no retorno



En tierra se le teme y se  respeta. Ingenieros, pilotos y controladores aéreos lo conocen bien. Un piloto novato, durante sus primeras 100 horas de vuelo, no puede conciliar el sueño pensando en él. Se trata, ni más ni menos, que del punto de no retorno, ese momento crítico en que la aeronave ha alcanzado tal velocidad para emprender el vuelo que no existe ya modo humano ni técnico de detenerla, de modo que el avión despega y se eleva en busca del cielo, o se queda en tierra dramática y catastróficamente esparciendo a su alrededor fuego y ruina,  su fracaso y los destinos de centenares de vidas. 

Yo le tengo un miedo pavoroso a volar. Si viajo junto a mi amor, le provoco tales moratones en las manos que la señal queda como un recuerdo durante semanas. Si viajo solo, no me queda más remedio que cerrar muy fuerte los ojos, apretar el hierro de los reposabrazos hasta casi fundirlos y esperar a escuchar la vocecita del comandante comunicando a la torre de control que todo ha ido bien. En cada vuelo, hay dos o tres personas que expresan su miedo más o menos igual que yo. El resto del pasaje simula confiar plenamente en la operación, pero yo creo que  en realidad, en su interior, albergan el mismo terror, porque si no, no se entiende el silencio expectante y sepulcral que ocupa el interior de la aeronave durante esos diez o quince minutos críticos, solamente roto por el llanto del bebé correspondiente, un grito que a mí, particularmente, muchas veces me suena como una nefasta premonición.

Sin embargo, visto de otro modo, ese silencio tenso de un inicio repleto de incertidumbres, contiene en realidad las expectativas de una vida, los sueños y también el dibujo del trayecto completo  perfectamente planificado por inteligencias ajenas. Porque antes de saber que el verdadero momento crítico de un vuelo era el despegue, yo, a lo que le temía de verdad era al aterrizaje. De alguna manera despegar es el equivalente a nacer y tomar tierra viene a ser como la muerte, el final del trayecto, la ineludible llegada al destino. Por eso, quizá, dicen los ingenieros -con esa suficiencia orgullosa y soberbia que les caracteriza- que al aterrizaje no hay que temerle. Dicen que el piloto lo único que tiene que hacer es encajar perfectamente el morro en la pista y dejarse llevar, provocar la pérdida  y aceptar serenamente la tierra, el final; precipitarse hacia el suelo desde el cielo  y discurrir definitivamente a través de la pista hasta que el motor se detenga y pisemos un nuevo territorio, lo desconocido, antes incluso de que nos dé tiempo a rememorar algún detalle de la singladura. 

El punto de no retorno no es un concepto exclusivamente aeronáutico. Creo, más bien, que los sabios ingenieros lo tomaron de la vida y después se hicieron con la propiedad del significado, siguiendo la costumbre a la que les obliga su profesión. De hecho, el punto de no retorno tiene mucho que ver con el ámbito laboral. Cuando después de años de dedicación en una empresa viene al amo y te dice que ha seguido atentamente tu trayectoria, que conoce perfectamente tus virtudes, tu dinamismo, creatividad, pasión y dedicación, de tal manera que ha pensado en ti para ser su director, su hombre de confianza para una nueva etapa, para afrontar los retos que nos traen los nuevos tiempos, y vas  y, con ese desparpajo que te caracteriza le dices que no, que gracias por los piropos, y por pensar en mi, pero creo que el puesto me queda grande y  que, además,  tal y como estoy, estoy bien, la mar de a gusto, entonces uno, aunque crea que ha actuado bien, en conciencia, que ha quedado como un hombre al que hay que admirar por rechazar honradamente una oportunidad por la que muchos matarían, lo que en realidad  ha  provocado es un punto de no retorno. Porque lo que antes eran un dechado de virtudes ahora, a partir del momento justo de la negativa, se va a convertir en un saco informe repleto de  los peores defectos que cualquier profesional pueda acopiar y, ya nunca, jamás, volverás a ser un buen colaborador digno de la confianza de tus amos.

Y también al contrario. Cuando se abre una oportunidad de progresar en la empresa y uno cree que en justicia esa oportunidad le pertenece, y compite en buena lid con otras personas que creen igualmente merecer el puesto, pero por razones ajenas al proceso de selección, al concurso, a la competición, uno pierde, uno no se queda como estaba, porque aunque conserve su puesto de trabajo y las mismas responsabilidades o funciones y todo parezca seguir igual que antes de la competición, el hecho de perder  ha provocado, efectivamente, un punto de no retorno, un cambio profundo en las relaciones y en las percepciones imposible de detener o de neutralizar del que no sacaremos más que desprecios, órdenes y rebenques y, en el mejor de los casos, a lo sumo, cierta conmiseración paternal. 

La vida misma, nuestra existencia, el breve espacio de tiempo en el que se desenvuelve nuestra presencia en la tierra está jalonada de puntos de no retorno. De hecho, los provoca cada decisión que tomamos en la que se han dirimido dos disyuntivas, borrando, bloqueando  o eliminando para siempre un camino a favor de otro sin que lleguemos a saber nunca si aquello que en su momento despreciamos en pos de la posibilidad ganadora no hubiese sido mejor opción, o nos hubiese llevado a lugares que ahora son sumamente apetecibles pero a los que ya nunca llegaremos por mucho que nos haya ido razonablemente bien. Y es que el punto de no retorno no solamente nos habla de la renuncia, o de decisiones. El punto de no retorno nos habla también de nuestra completa e incurable inconformidad, de nuestra permanente insatisfacción que nos lleva a añorar algo que nunca sucedió pero que a menudo imaginamos como la hipótesis que nunca debimos obviar porque, tras ella, estamos seguros de que se hubiesen producido innumerables acontecimientos felices, una vida completa y realizada,  por mucho que nuestro presente sea el mejor que nunca hubiésemos llegado a imaginar.

El punto de no retorno es también colectivo; no solo nos atañe y nos condiciona como seres individuales. Hay grandes momentos de la Historia que así lo confirman, y no me refiero a coronaciones, edictos, asonadas o ni siquiera revoluciones. Hablo de  esos momentos anónimos, que ya nadie podrá documentar en el que el hombre ha dado pasos definitivos hacia una dirección determinada que han condicionado toda nuestra existencia de bestias sociales de pretenciosa y pretendida inteligencia.

Decía el glorioso narrador de “En busca del tiempo perdido” que “el pasado no sólo no es tan fugaz, sino que, además, permanece en su lugar” y que “estamos dispuestos a creer que las condiciones actuales de un estado de cosas son las únicas posibles”.  No creo que las palabras de Proust conduzcan al pesimismo. Sencillamente nos ayudan a asumir nuestro pasado, repleto de decisiones que en realidad son puntos de no retorno, de las que forzosamente debemos aprender porque, tal y como afirma nuevamente mi admirado narrador “a veces el futuro vive en nosotros sin que lo sepamos y nuestras palabras, que creen mentir, designan una realidad próxima”.

jueves, 19 de junio de 2014

Tripular la tormenta perfecta


La Vanguardia es un periódico de lo más gracioso y divertido. Dicen por ahí que su estilo, de tan educado, elegante y conciliador,  lo convierte en aburrido. Algo así como si fuese un periódico suizo. Se equivocan. No aciertan a leerlo bien. La Vanguardia, como cualquier otro periódico impreso de hoy día, hay que leerlo  con  sentido del humor, descreimiento absoluto y distancia irónica. Porque imagino que todo el mundo tiene claro que cualquier información que aparece en las principales cabeceras nacionales es bendecida, propiciada o controlada  por La Caixa, el Banco de Santander, el BBVA o el grupo Planeta,  los cuatro grandes propietarios actuales de la información en España.
Cuando digo que son los dueños no es una fórmula retórica para dar a entender el poder de influencia que ostentan y ejercen. Cuando digo que son los dueños significa, literalmente, que son los amos, los titulares, los poseedores adquirientes y por tanto quienes dictan los contenidos y la línea editorial a seguir. Es decir, que incluso imaginando que nadie comprase un solo periódico clásico, saldrían todos y cada uno de los días de la semana a la calle, imponiendo certezas empanadas, una narración de los sucesos y de los acontecimientos interesada. Y como los medios impresos se realimentan y se relacionan incestuosamente con cadenas de radios y televisiones que forman parte del mismo conglomerado mediático de intereses, el resultado es una vida paralela, falsa, premeditada que en definitiva es la que cuenta a la hora de caminar a través de la Historia, la que impulsa y propicia la toma de decisiones.
Por eso, cuando cae en mis manos algún ejemplar, me preparo  a pasar un buen rato, a sonreír, o a veces a reír. Si tengo tiempo, me divierto jugando  a comparar la realidad que acontece a diario  con los cuentos chinos que imprimen en centenares de miles de ejemplares   La Vanguardia, El País, El Periódico, La Razón, el ABC  y el Mundo. A una media de 200.000 ejemplares diarios por cabecera, España se desayuna todos los días con más de un millón de periódicos que falsean la verdad, y que utilizan el presente como materia prima para manipular la opinión de las personas con fines espurios, particulares, que  habitualmente tienen que ver con el poder, las influencias, el dinero y las vanidades de  media docena de tipejos quienes, aun poseyendo lo que cualquiera de nosotros  no  podrá conseguir ni en 50 vidas,  son insaciables y quieren cada día más.
Los buenos amigos asiduos a este blog saben que los viernes me doy un premio y  tras la última jornada laboral de la semana, bebo como un plebeyo y como igual que un señor en un masía próxima a casa. A menudo hay que esperar turno, por lo que los clientes nos entretenemos echando un vistazo a los periódicos que el restaurante ofrece  sobre al mostrador. La pasada semana me decidí por  “Ara” (en castellano "Ahora"), un periódico catalán nacido hace cuatro años de clara tendencia independentista aparentemente de izquierdas. Hojeé y leí los titulares y algún artículo en diagonal. Después de maldecir una vez más porque no había acertado ni un solo número de  la combinación ganadora del gordo de La Primitiva, reparé en un faldón publicitario que recomendaba una película y me di cuenta que había pasado prácticamente todas y cada una de las páginas del diario sin ver apenas publicidad. Por eso me entretuve en contar los anuncios: una página entera, media página y un faldón  institucionales del Ayuntamiento de Barcelona; un cuarto de página que anunciaba una obra de teatro y otro faldón intentado convencer a los lectores de que se inscribiesen a Gol TV. Esa era toda la carga publicitaria en un diario que habitualmente imprime entre 50 y 60 páginas a todo color cada día.
Me pregunté cual era el secreto de la subsistencia de “Ara” porque, cada  amanecer saca a la calle cerca de 30.000 ejemplares.  Una de las causas podría ser la subvención de más de 500.000 euros que le ha otorgado  la Generalitat de Catalunya. Aunque  creo que con esa cantidad, por abultada y pública que sea,  no tienen ni para pagar al que hace los crucigramas.
Los dueños de “Ara” son la familia Rodés, magnates de la publicidad en España, propietarios de la agencia Havas (quienes querían hacerse con la gestión publicitaria de TV3 en beneficio del grupo Godó, dueño de 8TV, la competencia de TV3: el zorro en el corral)  y Artur Carulla, miembro de una de las diez familias más ricas de España y dueño a su vez de Agrolimen, el grupo empresarial que factura anualmente cerca de 2.000 millones de euros y que cuenta entre sus intereses con Gallina Blanca o  Pans & Company. Agrolimen  fue en su momento propietario de empresas tan heterogéneas como Dodot, Ausonia, Tampax o la compañía de bajo coste Clickair.  Los Carulla han sido investigados por Hacienda por un fraude millonario, pero el juez encargado de  instruir el caso, José Miguel Porras, ha archivado repetidamente la causa, a pesar de que la Agencia Tributaria  ha presentado  pruebas más que irrefutables del fraude. 
Que nadie me diga que no es para partirse de la risa. Un diario de izquierdas cuyos propietarios son los tipos más recalcitrantemente capitalistas, con una plantilla de más 7.000 empleados repartidos en más de 20 centros de producción y los dueños de la publicidad en España, pero que, curiosamente, para el diario de su propiedad son incapaces de insertar más que cuatro anuncios en la edición de un viernes, ni siquiera un "cueces o enriqueces".
De todos modos, a pesar de que “Ara” es un caso de lo más divertido, la Vanguardia se lleva la palma, el premio del jurado, de la crítica y del público. Es conocido y notorio que La Vanguardia , junto con ABC y La Razón, es uno de los diarios de tradición monárquica de España. No en vano, sus fundadores son los Condes de Godó, quienes de cara a la galería mantienen la apariencia de la propiedad, aunque la auténtica propietaria sea  La Caixa, que como todo el mundo sabe, empleó en su fundación a  la infame Infanta Cristina y mantiene cordiales  y estrechas relaciones con los Borbones.
Pues bien, La Vanguardia  fue uno de los diarios, junto con El Periódico de Catalunya (también propiedad de La Caixa), que caldearon el ambiente con titulares, opiniones y editoriales contrarias a su tradicional borbonismo,  equidistancia y conservadurismo, jaleando y animando  durante semanas y meses en sus páginas a  participar en  la masiva manifestación por la independencia que se celebró en Barcelona el 11 de septiembre de 2012. Tan independentista  fue este diario que  incluso editó un DVD documental para dar fe  del acontecimiento,  con una mítica portada en la que se veía un niño supuestamente catalán, porque era  rubio, rubio cual vikingo de valkiria, con una senyera en la mano. 



La portada de La Vanguardia del día después, del día  12 de septiembre de 2012 titulaba a toda página: “Catalunya dice basta”. Meses antes, coincidiendo con el fervor independentista de los Condes de Godó,  un miembro de la familia real era interrogado en un juzgado por primera vez en la historia y al mismo tiempo  estallaba la escandalosa estafa de las preferentes de La Caixa.  Es decir, se había desatado una tormenta perfecta que había que tripular; o como dice un buen amigo mío, muscha tela pa un traje.

Pero llega un momento en que  la tempestad amaina y una vez que  todo se recoloca  en su lugar, José Antich, inopinado publicista  del soberanismo catalán,  es destituido como director de este periódico por indicaciones de Su Majestad.

Una prueba fehaciente de que , por fin, ya todo está atadito y bien atadito, de que poco a poco todo vuelve a la normalidad, es la portada de hoy jueves dia 19 de junio de 2014. El titular de La Vanguardia dice: "De rey a rey". En la fotografía que ilustra la gloriosa coronación se ve a Juan Carlos y a Felipe dándose una especie de besito gnomo pero sin llegar a tocarse las narices: no ha pasado ni año y medio desde aquel histórico 11 de septiembre de 2012 en el que Catalunya decía ¡basta! . ¿Es o no es divertido leer la prensa en España?

viernes, 13 de junio de 2014

El día de la bestia




Tengo un diente de leche que me baila. Es el canino premolar superior izquierdo. Es uno de esos dientes  aparentemente maduros que no se caen y  se  empeñan en permanecer  en su lugar, como si no supiesen que su tiempo ya ha pasado, sin importarles un bledo que lo único que hacen es  obstaculizar  el paso del siguiente, cuya función es verdadera,  depredadora  y rasgadora, que le faculta y le habilita para  triturar  todo tipo de carnes y pescados, turrones y  pan duro. 

Unos días después de mi último y glorioso episodio toxicómano ocasionado por el dolor inaguantable de una muela, visité  nuevamente al dentista para que pudiese intervenir la zona afectada. Estos tipos, en cuanto ven una boca abierta no  pueden estarse quietos. La odontóloga que me tocó en suerte se puso a comprobar el estado de todas las demás piezas  a base de  golpecitos propinados con un instrumento de metal  parecido a una escarpia. Desde entonces, puedo mover ligeramente con la lengua mi último diente   lactante. A veces, al comer, si el diente cae a peso sobre algún huesecillo, siento un ligero dolor, y  cada día que pasa desde los nefastos golpecitos,  noto que su fijación a la encía  es más débil y precaria. Tendré que hallar valor donde no lo  hay y  dar paso, de una vez por todas, al diente que por derecho propio debe ejercer sus funciones.

Como decía, días antes de la visita al dentista, una muela casi me lleva a la locura, de modo que  por ver si se calmaba el dolor  y me ayudaba a conciliar el sueño, tomé un  primer  Nolotil a las 23 horas. A las 5 horas de la madrugada seguía despierto. Había tomado cuatro pastillas  más y,  simultáneamente, había estado reduciendo sobre la encía que me hacía rabiar  el alcohol de media docena de  chupitos de orujo casero, pero ni por esas. La sexta pastilla la tragué poco antes del amanecer. Volví a la cama. Entonces, mientras saboreaba la esencias etílicas del último sorbo de orujo, súbitamente todo mi cuerpo pareció desprenderse de la piel y una sensación etérea, placentera,  como de genuina y auténtica paz uterina  envolvió todo mi conciencia y me sentí levitar sobre las sábanas hasta quedar por completo acostado, postrado en un estado de suma, indolora  y feliz relajación.

Me desperté sin dolor, lúcido, y con hambre. De modo que desayuné tranquilamente, leí el periódico y me fui al dentista. Le expliqué el intenso dolor que había sufrido la noche anterior y mientras me examinaba empecé a sudar y a marearme y manifestar arcadas vacías que prometían la inminencia de un vómito. Creo que balbucí algo inconexo. Recuerdo que  la cabeza se me descolgaba del cuello y que hacía esfuerzos titánicos por mantener los ojos abiertos, pero era imposible:  me iba, me iba, me iba. La dentista gritaba algo a la enfermera, ésta salió corriendo mientras la otra me abofeteaba una y otra vez  con el envés y  el revés de sus manos huesudas, y me gritaba en un inconfundible acento uruguayo, “¡volvé, volvé, no jodás, volvé, volvé, que me jodés viva!”. Finalmente me dieron a oler algo fuerte, amoníaco, o algo parecido, y volví.  Había empapado la camisa de sudor helado y según me decía la dentista, mi cara tenía el mismísimo color de la cera. Llamaron  a una ambulancia que poco después me trasladaría al ambulatorio, donde me recetaron unas pastillas y me aconsejaron sobre la posología  y  la prudencia de su uso razonable. 

Años antes ya me había ocurrido algo parecido, pero en muy diferentes circunstancias. Nos reunimos un grupo de amigos en una casita linda, en la localidad valenciana de Museros. Cocinamos y nos endilgamos una buena paella a la leña, tomamos café y licor,  arreglamos un poco el país, y cuando se fundió la tarde entre arreboles rasgados, nos metimos en casa, frente al fuego de la chimenea, a fumar, y a beber, sin prisas, sin ninguna prisa. Aquella noche nació y murió el "Colectivo Museros", de cuyos miembros en estado de gracia surgiría el primer esbozo de la película “El día de la bestia”. Nos juramentamos para que la idea no saliese de allí porque íbamos a poner todo nuestro empeño en producirla y rodarla. Creo, incluso, que alguien escribió en un papel algo parecido a un acta fundacional, donde todos los presentes en aquel aquelarre creativo comprometíamos el honor con nuestras firmas temblonas y blandas y, sobre todo, jurábamos no difundir el argumento. 

De hallarse  ese documento se comprobaría su redacción loca e hilarante, producto de los efectos estupefacientes de una docena y media de cigarrillos de marihuana elaborados con dos papeles, de rigurosa crianza mediterránea. Lo gracioso del asunto es que un año y medio después, efectivamente, Alex de la Iglesia estrenaba “El día de la bestia”.

Disuelto el "Colectivo Museros" el mismo día de su fundación y desperdigados todos sus miembros por el mundo, se me antoja  inútil  la tarea de averiguar quién se fue del pico y a qué  precio, y si el traidor o traidora consiguió a través de tamaña infamia labrarse una carrera en la industria cinematográfica española. 

Antes incluso de que ni siquiera Alex de la Iglesia supiese que se iba a dedicar al cine, un buen día de mediados de los 80, en el servicio militar yo insistía y se reían de mi. Se reían mucho, con ese tipo de carcajada nasal que se descuelga de la boca igual que un hilo de baba. Y no comprendía a qué venía tanta risa cuando lo estaba pasando tan mal. Me faltaba un brazo. Veía mi brazo derecho, y el izquierdo, pero en realidad el derecho no estaba. Me lo palpaba, apretaba el bíceps, el antebrazo, la muñeca; me pellizcaba en la piel y, a pesar de que visualmente estaba claro que había brazo, mi inteligencia, mi conciencia y el resto de mis sentidos  constataban una y otra vez lo contrario, que mi brazo izquierdo había desaparecido. Así estuve un buen rato, incluso en formación de retreta. Los compañeros próximos a mí hacían lo posible por mantenerme quieto. Cuando rompimos filas yo seguía con el convencimiento neurasténico de la desaparición  de mi brazo derecho, hasta que pudieron convencerme de que me acostase. El sueño y la noche hicieron el resto para que a la mañana siguiente recuperase sin problemas  la lucidez y la marcialidad castrense.

Esta especie de lindezas  autobiográficas no autoautorizadas  vienen a cuento de mi salud dental. De hecho no son más que una cortina de humo con la que camuflar la auténtica y aterradora verdad, la inexcusable e inminente  extracción  de mi último diente de lactante, el último vestigio de mi infancia, de aquel tiempo azul, inconsciente y feliz en el que un misterioso roedor  se encargaba de aliviar nuestra pena ante una nueva pérdida mediante el pago al portador de una triste moneda de a duro.

Reconozco que la evocación  de alucinaciones o de momentos de felicidad provocada por el consumo de drogas es una manera un tanto ingenua, y seguramente  inútil, de evadirme del futuro inmediato, de la realidad  de una extracción a corazón abierto que indefectiblemente  habrá de llegar. En eso debe consistir la madurez, en la aceptación inapelable  del relevo, del cambio, aunque sea a costa de dolor,  liberados de todo chantaje, con los pies bien asentados sobre el polvo del camino. Porque hay momentos en la vida en el que uno ya no está para cuentos. Uno ha crecido, se ha hecho mayor, conoce de lo que es capaz, se sabe libre y soberano y entonces, cuando esto es así,  de lo que tiene ganas es de morder, bien fuerte, de hincarle el diente al destino, sin intermediarios, sin nada ni nadie que obstaculice el trayecto  hacia un futuro en el que una nueva generación  de hombres libres habitará la tierra.

jueves, 5 de junio de 2014

Las balas de la conciencia


Vivo encima de 'La Caixa', literalmente. Duermo, amo, como, leo, sueño, escribo, limpio y defeco sobre 'La Caixa' a diario. Algunos días se me ocurre que si abriese un butrón en cualquier parte de mi casa, podría hacerme con un  buen botín. Calculo que entre el grosor de mi suelo, la bovedilla y el techo de la sucursal, lo que me separa de la caja fuerte de  ‘La Caixa’  vienen a ser unos treinta o cuarenta  centímetros de espacio vacío, no más. Después del golpe, citaría en secreto al director y con su ayuda, a cambio de un porcentaje razonable, colocaría el dinero en un paraíso fiscal.
Mi sucursal de 'La Caixa' está muy bien dotada. Tiene a disposición de sus clientes cuatro cajeros automáticos distribuidos a lo largo de los bajos de la fachada del edificio que compartimos. Junto a los cajeros hay siempre grandes fotografías impresas en vinilo pegadas a las cristaleras en las que se pueden ver  jóvenes, viejos y niños de raza blanca reclamando nuestro dinero con su sonrisa saludable y su optimismo inalterable. A veces me da la sensación de  que esos  modelos son más familiares y próximos a mí que mis propios vecinos de escalera, mucho más feos, gordos y  achacosos, con los que difícilmente intercambio los  buenos días.
Ahora que llega el buen tiempo, el mecanismo de los cajeros automáticos necesita mantener una temperatura estable  porque, si no, podrían producirse averías y seguramente -digo yo- podría incluso llegar a arder el dinero. Por eso cuentan con un sistema de refrigeración que les mantiene frescos las 24 horas. Ese atemperamento  no es inocuo. Durante el día, el fragor de la calle camufla el ruido de la ventilación y prácticamente no se percibe, pero llegada la noche, el animal que descansa del trajín financiero, el monstruo ahíto de intereses, comisiones, preferentes y rentabilidades  respira profundamente su digestión. Es, de hecho, un monstruo rumiante, provisto de cuatro estómagos  con los que  urde y transforma en la nocturnidad estival la presencia humana del día  en forma de puntos porcentuales y expectativas de futuro. Por eso necesita respirar, llenar sus células de oxígeno y también evacuar los gases producidos en el proceso salivar,  regurgitante, absorbente y  reticular que se lleva a cabo  en el interior de su compleja fisiología gastrointestinal.
Todo esto lo sé porque soy testigo directo y lo padezco a diario. Hasta ayer mismo he estado sufriendo en silencio mi insomnio todas y cada una de las noches, calladamente, pacientemente,  con absoluto y venerable respeto  a causa de la respiración constante, monótona,  y machacona de los cuatro cajeros automáticos. No es un ruido en absoluto escandaloso. Es un rumor pertinaz que actúa como un fluido gaseoso, casi transparente, que flota en el ambiente a media altura impregnando la atmósfera con su fetidez sutil y discreta y que termina por humedecer los olores y los aromas de toda la estancia con su tufo. Así es el runrún de los cajeros de 'La Caixa', una cadencia parsimoniosa cuyo ronquido mecánico se filtra entre los tabiques de mi casa hasta apoderarse de ella como si fuera un zumbido canceroso. Y así no hay quien pegue ojo, un día, y otro día y otro día, con la expectativa cotidiana de que mañana será igual al anterior.
De nada han servido protestas intempestivas, instancias compulsadas y amenazas de demandas . El descanso y la buena digestión del monstruo es una cuestión de Estado y nada ni nadie puede poner en riesgo su salud, de manera que no me ha quedado otra opción que pensar en una solución radical.
Ayer por la  tarde pasé por  la farmacia más próxima y  compré una cajita con dos tapones de goma para colocármelos en los oídos. No lo puedo negar: el posible efecto del remedio por el que había optado me mantuvo expectante, casi diría que impaciente,  y por eso me fui a dormir antes que cualquier otro día. Me desvestí aprisa y abrí la cajita con cierta ilusión, como si fuese un regalo. Son como dos pequeñas balas  9 milímetros de color anaranjado, y tienen propiedades fosforescentes, para poder dar con ellos más fácilmente en el caso de que durante la noche se desprendan del interior de la oreja y se extravíen entre las arrugas de las sábanas . Al cogerlos pensé que están diseñados con mucho tino porque se fabrican con un material gomoso que  se deforma a voluntad, como un pequeño pedazo de plastilina. Cuando se encajan en el orificio del oído se expanden como si fuesen un cono espumoso,  de modo que así   bloquean casi  estancamente  el paso de cualquier sonido que se produzca. Me los coloqué, apagué la luz y a dormir.
¡Milagrosos! ¡Resultaban milagrosos!. ¡No oía absolutamente nada.! Por fin iba a poder dormir plácidamente después de semanas de insomnio; por fin podría olvidarme de la obsesión casi patológica que empezaba a producirme cierta percepción malsana de la realidad.  Pasaban los minutos y solamente escuchaba mi respiración, el aire entrando a través de la garganta, de los bronquios, hinchando los pulmones y el vientre, exhalado por el mismo trayecto en dirección inversa; un proceso mecánico y espontáneo por el que yo no hacía el menor esfuerzo, sincronizado con los latidos intensos y acompasados del corazón retumbando dentro de mí como tambores aporreados por mazas.
Era yo por dentro. Estaba asistiendo inopinadamente al espectáculo de mi organismo vivo en pleno funcionamiento. Un carraspeo se convertía en una convulsión, un bostezo en un huracán y el acto de tragar saliva me inquietaba especialmente  porque se amplificaban dentro de mí -como en una caja de resonancia- los matices sonoros más perturbadores que podríamos atribuir a repulsivos seres inexistentes. Sin embargo, tras los primeros  sobresaltos, poco a poco fui acostumbrándome a respirar en compañía de mí mismo,  identificando y aceptando todas y cada una de las acciones fisiológicas de mi organismo con su correspondiente gama sonora. Y cuando ya había conseguido más o menos tener bajo control  la sorpresa de tan extraño descubrimiento , el cerebro -para el que no hay descanso- empezó a mostrarse celoso, o cuando menos, parecía reclamar su parte de  protagonismo en el acontecimiento porque simultáneamente había filtrado muy oportunamente una idea que poco a poco fue tomando peso y que, definitivamente, ponía en riesgo el sueño reparador, tan prometedor hacía apenas unos minutos.
Y es que estaba secuestrado. Acabé por creer que los dos tapones en realidad actuaban como balas que amenazaban a mi conciencia, que me apuntaban directamente hacia lo más recóndito, hacia el lugar profundo, más allá de los ecos orgánicos, donde se elabora nuestros pensamientos oscuros, los deseos inconfesables, las ideas que albergamos en secreto y que nunca expresamos por temor a ser considerados unos monstruos. Estaba secuestrado porque los dos inofensivos tapones se habían transformado en dos balas que habían bloqueado toda escapatoria y me mantenían dentro del zulo que formaba mi propia materia, mi propio cuerpo, y ahí no hay escapatoria posible.
No sabía qué hacer. Mantenía cerrados los ojos para ver si caía dormido y se diluía la pesadumbre del encierro, la amenaza persistente de mis remordimientos. Intentaba también redirigir mis pensamientos, filtrarlos o empujarlos hacia afuera.  Creo que de ese modo conseguí -o en ese momento creí conseguir- una victoria parcial, porque percibí a lo lejos, una leve reverberación mecánica, la reminiscencia vaga de la respiración de mis cuatro cajeros automáticos que continuaban oxigenando, absorbiendo y exhalando los gases de  su digestión plácidamente, sin ningún tipo de desazón o desasosiego, con plena y sosegada asunción de su función en la vida, y entonces sentí una profunda nostalgia de la noche anterior, y de la anterior, y de todas las otras noches que acompañaron mi insomnio libre de toda culpa.
Me despertó la música de la  radio  a la hora que habitualmente se conecta automáticamente. Me incorporé y en los primeros gestos de desperece vi asomar entre las arrugas de las sábanas los dos tapones anaranjados, fosforescentes. Los cogí y los coloqué cuidadosamente dentro de su cajita.