miércoles, 16 de diciembre de 2015

Desdén de la muerte



Es el sol al atardecer del invierno. Las convierte en oro. Cuando sopla el aire frío  tremolan,  pero yo sé que están muertas y que indefectiblemente  caerán. Es la ley. Se desprenderán, besarán la tierra y serán  aplastadas, revueltas entre el desperdicio ante la impasibilidad de mis congéneres. Y nadie se detendrá a pensar ni por un momento que  la sombra de su existencia alivió  el bochorno de otros tiempos, o que  el susurro de su canción  apaciguó ansiedades y zozobras.

Una mañana inminente el funcionario  recibirá la  enérgica  protesta de algún distinguido vecino y antes de que  el caso llegue a mayores expedirá, compulsará  y transmitirá la orden. Para entonces las ramas se  habrán desnudado y ya los árboles  no serán más que gavillas de sarmiento, vida erradicada o, en el mejor de los casos,  reiterada y redundante promesa pendiente. Mientras tanto, el barrendero se ha ganado el jornal y todos caminamos como si nada.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Homenaje a Carmen Laforet*



Fue justo el día de la vuelta al trabajo después de las  fiestas de navidad. Hacía un frío de mil demonios. Como de costumbre, lo primero que hice después de fichar fue entrar al bar a  tomar un café. Con el primer sorbo saqué del bolsillo el paquete de Ducados y me llevé uno a la boca. Cuando me disponía a encenderlo la camarera me advirtió que no podía. Había entrado en vigor la ley del tabaco y a partir de entonces estaba prohibido fumar en todo tipo de establecimientos públicos. De manera que apuré  la taza, salí a la calle y contemplé con placer, elevándose sobre el aire helado, el humo del primer cigarrilo del día que exhalaba emulsionado con el aliento blanco de mi cuerpo.  

Pero aquella mañana  hacía tanto frío que, en un arrebato incomprensible,  miré  fijamente  la brasa del Ducados a medio fumar  igual que si estuviese mirando a los ojos de mi peor  enemigo y, sin pensarlo dos veces, lo arrojé al suelo y lo aplasté bajo mi bota.  Desde aquel día no lo he vuelto a probar. Han pasado quince años y sin embargo todavía me sueño fumando.

Lo recuerdo muy bien. De hecho creo que lo recuerdo cada día. Seguramente, más que un recuerdo es una añoranza, la nostalgia del fumador, la morriña de observar con cada calada la viveza  encarnada del ascua en el extremo del cigarrillo; ver como con cada aspiración se consume el papel, crepita en un susurro el tabaco y finalmente el apoteosis, el humo surgiendo del interior brotando por entre los labios hacia el cielo, como si el cuerpo de uno fuese en realidad  un manantial de deseos blanquecinos y grises que se diluyen en el aire y se escapan inaprensibles  y quedan para siempre  disueltos en el mundo igual que los sueños que mecemos cada noche. 

¡Cuántas novelas no habré escrito por cada paquete de cigarrillos fumado! ¡Cuántos proyectos desbaratados igual que se dispersa el aliento humano  entre la niebla de un invierno! En ocasiones, dentro de cualquier tugurio, cuando el amanecer estaba ya próximo y no quedaban  botellas que servir ni canciones que escuchar, solo y sin besos, apoyado en la barra era capaz de dibujar mis personajes según el modo en como  yo exhalaba  el humo.

Después, de vuelta a casa, poco antes del alba,  con el cuerpo estragado por el alcohol y por el tabaco, caminaba parsimonioso sin levantar la cabeza y encendía uno tras otro deleitándome en mi soledad maldita mientras narraba mentalmente  la historia que nunca escribiría, porque sus sucesos y las criaturas que los vivían se  volatilizaban en remolinos de humo que no iban a parte alguna donde pudiese recuperarlos.  

Ya solo quedaba dormir y despertar tarde en el mediodía siguiente para buscar nuevamente la fuerza y la inspiración en otro paquete de cigarrillos que contenía  en su exhalación calcinada  otros propósitos, otros bocetos, el plan nunca ejecutado de una creación  propia con vocación de asombrar al mundo.

Y así transcurrían los días, en pos de valor, a la búsqueda del coraje que un día me permitiese acometer la tarea para la cual yo había nacido. Yo no huía de mi destino. Yo buscaba el origen del viento que me orientase para seguir mi rumbo. Hasta que aquella mañana fría de enero, en la terraza inhóspita del bar, murieron mis sueños en humo, porque al poco tiempo no me quedó más remedio que constatar mi cobardía liberada ya de venenos y hábitos.

*Me lo pedía el cuerpo. No he tenido más remedio que escribir este texto después de leer "Carmen Laforet, una mujer en fuga" de Ana Caballé e Israel Rolón, una biografía de la autora que escribió "Nada" .

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Poética política del desengaño



Una de  las  grandes  tragedias que se pueden llegar a  vivir durante nuestra existencia  es querer a quien no te quiere. Para sobrellevarla  hay varias opciones. La primera consistiría en  descubrir y recopilar  todos y cada uno de los defectos de la persona amada y repetirlos una y otra vez, interiormente, como una letanía,  a todas horas,  hasta convertirlos en la categoría que la defina, en la imagen predominante de un ser deleznable con el que es mejor mantener siempre una prudente distancia de seguridad. De ese modo se puede llegar a  transformar el primer y primario sentimiento de dolor  ante el rechazo del otro   en un repudio visceral hacia aquel  por quien suspirábamos nuestra miseria, aniquilando así la más mínima probabilidad de retorno al desengaño. 

Otro buen antídoto para curarnos de humillaciones, desprecios y degradaciones del ego infringidos por quien daríamos la vida se basa en la fórmula clásica de la evasión  hacia otras tierras, en la búsqueda de otros tactos, en la caricia a otras pieles, o lisa y llanamente en la voluntad de  hacer de nuestra vida nuestra santa promiscuidad, sin más afectos que los que proporciona el placer, sin más promesa que la constatación de una noche, sin más amor que el que alberga un adiós en una despedida cordial.

Esta opción, sin embargo, produce  efectos secundarios porque la acumulación de cadáveres en  la inercia de nuestra fuga puede  transformarnos en aquel de quien huimos. Porque una mañana, tras la última cópula, mientras nos miramos al espejo despreocupados, podemos llegar a  descubrir con horror  frente a nosotros la misma imagen de aquel a quien amábamos y que no nos quería. 

Llorar es otra alternativa. Llorar, sin más. Llorar en soledad. Llorar y derramar en el llanto la rabia del ultraje, la incomprensión de nuestro destino, el parangón odioso de la felicidad de los otros, el enigma de nuestro fracaso y la verificación de la dicha ajena. Llorar la indiferencia con que el otro ignora y vive despreocupado ante el sonido de nuestro llanto que quizá se prolongue durante años, hasta que su voz y su imagen se despeñen  en el fondo rocoso de los abismos de la memoria. 

La elección es difícil. Entre otras cosas porque no somos nosotros quienes seleccionamos  el mejor modo de salir adelante cuando  quien queremos nos relega al rincón de la basura. En estos casos la razón suele escurrir el bulto y el dictamen sobre cómo resolver la cuestión, la solución y el alivio a tanto dolor  reside básicamente en el ventrículo  más expugnable del corazón. 

Sin embargo hay quienes se obcecan y tiran de estrategia creyendo que  lo que les sucede se traduce en una mera  cuestión de inteligencia. En este caso, lo más habitual es traicionarse a uno mismo  intentando cambiar de aspecto, de opiniones,  de aficiones, de gustos y hasta de barrio. Quienes optan por este  incierto y tortuoso camino llegan a la conclusión de que  el motivo por el cual ese alguien no les tiene en  estima  no es otro que una serie de carencias genéticas que influyen directamente en su carácter y que han dado lugar al cúmulo de virtudes que atesora pero que no son del gusto del sujeto objeto de su deseo. En esa lógica, si alguien es un Dr. Jekill, debe convertirse por siempre en Mr. Hide; si alguien es Julio Iglesias, deberá transformarse en Iggy Pop; si alguien juega como Messi, celebrará los goles a lo Ronaldo. Y así.

Esta maniobra a veces da resultado pero suele derivarse en frágil  fantasía que a la postre produce secuelas incurables, de manera que el  gigantesco esfuerzo psíquico  que supone impostar  día tras día la propia piel  frente al ser  amado puede que no genere otra cosa más que dolor del alma y depresión múltiple; el menoscabo de uno mismo y el quebranto de la identidad. Si eso sucede, refúgiate en el infierno porque es el único lugar donde podrás mirarte en un espejo y después seguir con tu vida como si nada hubiese pasado. 

Uno de los ámbitos de la vida donde se dirimen este tipo de sentimientos de una manera más explícita es la política, quizás porque la ejercemos personas que hemos sido amadas  y menospreciadas al menos una vez en la vida. Al fin y al cabo la  política es enamoramiento y seducción, la política es flirteo y magnetismo; entusiasmo, esperanza y confianza; ira, miedo, y rechazo. También necesidad y deseo, expectativa y desengaño. Por eso quienes la ejercen, o las organizaciones que integran a quienes la ejercen, están sometidas igual que una pareja de amantes a las leyes irracionales del corazón; a  la lógica de la sinrazón.

La mayor tragedia que puede sufrir  un partido político consiste en  que aquellos a quienes dice defender no solo no le voten sino que voten al otro, al partido que, visto desde su perspectiva, les va a maltratar. No hay mayor drama afectivo en la política, porque revela  que las virtudes, las palabras,  y el color con el que pintamos el futuro  ya no solamente  resulta indiferente al colectivo de  personas a las que te diriges, sino que además recibes el tiro de gracia cuando el abrazo de sus votos ciñe la cintura del enemigo. 

Por todo ello me produce una compasión fraternal ver el puño en alto de los integrantes de la CUP, su disposición y su arrojo, las apasionadas proclamas revolucionarias, la denuncia valiente,  la honestidad y la coherencia del discurso, la invitación perseverante  al idilio, a la mano tendida, al abrazo afectuoso con las clases trabajadoras de Cataluña para fundar con ellas y para ellas la nueva república de la justicia social donde los oprimidos tendrán por fin su momento protagonista en la historia.

Y siento simpatía y conmiseración hacia ellos porque aquellos  que no les quieren -los trabajadores de Cataluña, los desarrapados, los humildes, los precarios, los que no tienen voz- regalan su corazón a otro  que se acerca a ellos solamente cuando hay elecciones; regalan su futuro y su cuerpo a quien les desprecia, nadie sabe por qué misteriosas razones: Porque les gusta más,  porque es más guapo, porque viste mejor, porque su voz es más melódica, porque tiene aspecto de persona decente; quizá porque viene de otros lugares, del lugar donde dejaron sus casas, su familia, su tierra, su cuna, la cuna de sus padres y de sus hermanos.

Aun así, los hombres y mujeres de la CUP siguen con el puño en alto, bien apretado,  perseverando, insistiendo  y   reclamando el voto y el afecto  a quienes  no les quieren, a quienes dicen defender, a quienes  fueron desarraigados, despreciados, desdeñados, vilipendiados, explotados por  tipos que se expresan engolados y altivos con  la misma lengua  y que se arropan con la misma bandera  que  los cupaires  hablan y  enarbolan; por tipos que  cantan el mismo himno nacional, mano alzada, cara al sol, con el pulgar escondido en la palma de la mano, sin que sus compatriotas revolucionarios respondan a ese canto -ya para siempre capitalizado por los poderosos- con la fuerza  del himno internacional de la clase obrera.

 Quizá es que  los trabajadores y trabajadoras de Cataluña, (el objeto del deseo de la CUP)  prefieren que les engañen con la lengua que se habla  en el mismo país del que vinieron  a que les susurren al oído palabras de amor  en  otro idioma; el mismo que hablaba su patrón, el mismo con el que consiguieron marginarles para que se sintiesen  extranjeros en el andamio y en la fábrica  donde  se dejaron el pellejo; en la ciudad donde vivieron; en el colegio donde sus hijos estudiaron. ¿Quién quiere  ser extranjero dos veces en la misma tierra? 

Aunque es posible que todo sea mucho más sencillo y debamos  asumir que  el amor (y la política)  son así, y no haya nada que hacer; solamente dejar pasar la vida hasta que,  llegado el  día, cuando menos  lo esperemos, aparezca aquel  con el que sintamos la necesidad recíproca de compartir  el resto de nuestros días.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

TomTom



Debajo de la tierra, en el subterráneo, en el lugar donde guardo mi coche, difícilmente se vislumbra el camino. Es como yacer en la tumba. Por eso la señal del satélite no acierta a identificar el objetivo.  Y es que allí abajo es inútil cuestionarse el destino, quizá porque uno se encuentra al mismo nivel donde reposan todos aquellos que cumplieron ya con el suyo. 

Si deseo saber a diario dónde quiero ir, debo remontar la rampa, alumbrar el morro a la calle y, tras ganar la horizontal,  aparcar a un lado para poder pulsar algunas palabras en el teclado del dispositivo. Una vez  nombrado el lugar, desde lo más alto del cielo, desde el rincón profundo y oscuro adonde  nunca nadie ha llegado, se produce la triangulación mágica y es  entonces cuando  la pequeña pantalla que cuelga del cristal me invita a iniciar el recorrido.

Una voz metálica y paciente me convoca a  seguir escrupulosamente sus indicaciones metro a metro. En algún momento desdeño sus consejos y tuerzo a derecha o izquierda haciendo caso omiso a su sugerencia. Sin embargo, sin perder el sosiego, esa voz  sabia procedente de las alturas que me habla como un sirviente, se adecua siempre a mi voluntad y en un instante se adapta a la nueva ubicación para ofrecerme un nuevo trayecto que cumpla con precisión la meta inicial por mí requerida. 

Aunque en realidad todo es una pamema, un juego estéril. Porque cada día, a la misma hora, llueva o hiele, luzca el sol o soplen las nubes, tanto el trayecto como la culminación de mi viaje siempre es el mismo. De hecho, podría prescindir perfectamente de sus palabras, de sus sugerencias precisas,  porque hace ya tanto que ando el mismo asfalto que a menudo, mientras conduzco, me entretengo en  contar las ramas perdidas de los árboles secos, erguidos todavía como estatuas del tiempo en los recodos de las encrucijadas.

Por eso, al poco de iniciado el viaje, anulo  la voz solícita  y aunque sé que desde allí arriba sigue cantando igual que un poeta  el paso siguiente, me reafirmo en mi sordera y me hago a la idea de que el oráculo de mi  camino ha enmudecido. 

Entonces circulo hacia el mismo final cierto de cada día con la ilusión de deambular por vías  desconocidas, porque no hay nadie que me diga que he equivocado el rumbo. Veo mi vehículo moverse en la pantalla y ese dibujo trazado con la simpleza del juguete de un niño me representa a mí  en movimiento, intentando decidir la dirección a tomar en el centro de una bifurcación de dilemas, colmada de oportunidades, mentiras y riesgos.

Soy yo solo en brazos de mí mismo rodando la ruta de siempre entre cuadrículas de calles urdidas, entre tramas de odiseas hiladas. Soy yo solo peregrinando a diario el color de las lineas de un itinerario tejido que dicta inefable a mi vuelta el subterráneo donde guardo mi coche, el destino que nos aguarda, el final de cada camino.

El cuadro es un paisaje del pintor David Hockney