viernes, 27 de diciembre de 2013

Cuento de nochevieja


Aquellos 12 muchachos eran extraordinariamente torpes. Botaban la pelota con la mano abierta. De hecho, en lugar de botarla o de controlarla, la  golpeaban como si se tratase de una manta llena de pulgas. Habían pasado toda su infancia entrenando casi a  diario y  batiéndose el cobre frente a decenas de equipos rivales en centenares de partidos pero, aun así, los chicos no sabían ni correr. Los pies planos les impedían saltar con soltura y cada vez que miraban al aro para realizar un lanzamiento, el encargado del polideportivo cerraba los ojos y  rogaba a Dios  para que el balón no tocase tablero, porque se podía producir un auténtico estropicio. Eran tan malos que, aquel año, el año bueno para cualquier joven deportista en el que se encuentran en la mejor de las condiciones para explotar al límite el cuerpo, nadie quería dirigirles. No encontraban a nadie que quisiese entrenarles; nadie estaba dispuesto a pasar por la vergüenza de arrastrarse por las pistas  con una cuadrilla de paquetes proverbiales a los que cualquier equipo de desarrapados les propinaba palizas por diferencias superiores a los 40 puntos.
Para ser sincero, en el club no se encontraba explicación al empeño casi cerril y obsesivo de los padres de aquella docena de deportistas atolondrados empeñados a lo largo de tantos años en mantener el equipo en competición. Eran muy disciplinados, no faltaban a un entrenamiento, se dejaban el sudor en la pista, pero tras las dos horas de esfuerzo, los muchachos no evolucionaban en fundamentos técnicos, defendían igual que el primer día, lanzaban la bola peor que al inicio de la sesión y su forma física no era significativamente mejor,  pues no habían aprendido a regular el esfuerzo. Por no saber, no sabían ni  respirar.
De entre todos lo del grupo, solamente dos eran vocacionales, los dos jugadores que se salvaban de la quema; dos adolescentes mínimamente capaces de  expresar en su evoluciones cierta pasión por lo que hacían. El  base titular y uno de los aleros eran  los únicos que  apuntaban maneras, cierta agilidad, atrevimiento y  estilo. Curiosamente, esos dos jugadores eran los que más problemas tenían para poder asistir a los entrenamientos porque sus progenitores hacían todo  lo posible por impedírselo. Sin embargo, para la mayor parte de los componentes del equipo, entrenar formaba parte de sus deberes semanales, es decir, era algo que tenía que hacer, quisiesen o no quisiesen. Para ellos, practicar deporte federado de competición en equipo era una prerrogativa paterna y estaban obligados a cumplirla. De algún modo, entrenar  tres veces por semana y jugar el preceptivo partido los domingos era  algo muy parecido a asistir a  clase de matemáticas. Mens sana in corpore sano. Tenían que ser hombres completos, física e intelectualmente. Hombres competitivos, forjados en los valores del esfuerzo y de la voluntad, moldeados a fuego lento  en el sacrificio, preparados  y acostumbrados para  la derrota  con el único y trascendente fin de  provocar en su madurez, precisamente, todo lo contrario: las ansias de victoria a toda  costa y la ausencia de compasión para con el contrincante. En definitiva,  el objetivo final de tanto despropósito deportivo, de tanta frustración propiciada, no era otro que hacer todo lo posible por  hacerles formar parte del reducido número de hombres que lideran  la dirección moral y económica del país.
De hecho,  aquel colectivo humano de padres e hijos conformaba en realidad  una estructura perfectamente organizada con fines muy  distintos a los deportivos. Pero de eso me di cuenta más tarde, meses después de que aceptase, finalmente, la petición de entrenarles sin más pago que el disfrute de vivir el reto de convertir aquella bandada de  pingüinos insulsos e inexpresivos  en jugadores de baloncesto.
La verdad es que todavía no comprendo cómo pude decir que sí. Les había visto jugar y entrenar y no había por donde cogerlos. Quizá fue  la afición, el empeño y la sinceridad con que el base y el alero mejor dispuestos se empleaban en cada encuentro. Me llegaba al corazón la expresión ofendida, humillada y de impotencia con que se dirigían a los vestuarios al finalizar el partido, como si entre los dos cargasen con la responsabilidad de sobrellevar  cada derrota humillante con  la rabia propia de cualquiera que albergase  un mínimo de amor propio, porque al finalizar cada encuentro, y a pesar de las palizas que padecían,  en el resto del equipo nunca, nadie, hubiese encontrado el menor gesto de vergüenza, tristeza o contrariedad; solamente apatía, indiferencia y una frialdad que -por qué no decirlo-incluso me  resultaba inquietante.
Sin embargo, debo confesar que el principal  motivo por el que asumí el reto de dirigir al peor equipo de baloncesto de la historia  fue la vanidad, la confianza no bien ponderada  en mis habilidades, reafirmada, sobre todo,  debido a algunos éxitos anteriores que coseché  en otros clubs. Eso fue lo que en realidad  me  animó a dar el paso y a decir sí, no se preocupen, yo voy a hacer de sus vástagos unos guerreros, voy a transformar a esos pazguatos imberbes en todos unos hombres,  en un equipo campeón.
Recuerdo perfectamente la tarde de niebla  húmeda en que informé de  mi decisión a los diez padres. Me rodeaban en un semicírculo en el centro de la pista y me miraban atentos, igual que jueces ante un opositor. No hubo algarabías. Solamente uno de ellos, el más alto, el que ocupaba el centro de la medialuna, avanzó marcialmente tres pasos al frente, me tendió una mano muy poco trabajada, suave, extraordinariamente suave y  cálida,  y mientras me estrechaba firmemente la mía y el resto de los padres observaban impertérritos la escena, exhalando rítmicamente a través de los orificios nasales delgados chorros de vaho, me dijo: gracias, sinceramente, tendrás todo nuestro apoyo. Y a partir de aquel día me convertí en el hombre de la fe inquebrantable, en el santo Job de las pistas de la liga juvenil comarcal a costa de despilfarrar todo el prestigio acumulado de los últimos años. Durante esa semana, en el club todos me daban palmadas en la espalda. Otros me soslayaban y sonreían y yo y mi autoestima pretenciosa  nos empeñábamos en convencer  y pontificar  a propios y extraños de que los malos jugadores no existían; existen los malos entrenadores...
Ha pasado tanto tiempo desde esos días que los rostros de aquellos doce muchachos se habían perdido en mi memoria. Pero ayer me topé con uno de ellos y viéndole a él los vi a todos de nuevo, disciplinados, serios, casi  tristes, tristemente esforzados, tristemente apáticos, obedientes y  derrotados día a día, siguiendo escrupulosamente un plan trazado para su bien que permitía  la continuidad generacional de un modo de ser y estar sobre el mundo. Yo tomaba una cerveza sobre la barra del bar y hojeaba descuidadamente  el periódico del día anterior, haciendo  tiempo  mientras esperaba a unos amigos. Nos vimos y nos reconocimos  en un primer cruce de miradas inadvertidas, pero los dos evitamos mantenerlas, como negándonos a nosotros mismos el tiempo pasado  en que uno y otro cumplimos con una misión de reciprocidad inevitable. Yo disimulo muy mal y  me violenté un poco, pero en él no observé nada, ni un gesto, ni una leve mueca, ni un apresuramiento en los ademanes o una voluntad artificiosa por llevar los ojos fuera del alcance de los míos. A medida que se dirigía al punto de la barra en el que yo me encontraba  empecé a notar el efecto calórico de  las ondas invisibles que causa  esa extraña  energía  producida  ante los encuentros insospechados no deseados.  Mi ex pupilo se acercaba y los dos esperábamos el cruce inevitable. Tan inevitable como que al llegar a mí  nuestros hombros se rozarían. Ya casi estábamos a la par, prácticamente  uno al lado del otro, y entonces  reparé en que no iba solo. De su mano caminaba una niña, su hija, de unos siete años de edad, vestida impecable, peinada con dos coletas atadas con sendos lacitos de tela escocesa.  La banqueta en  que me sentaba se había desplazado un poco hacia el pasillo de modo que él se agachó levemente para ayudar a la niña a pasar y fue gracias a esa maniobra que se produjo el encuentro, el fortuito encuentro anunciado, el saludo insoslayable, el apretón de manos y los dos rostros frente a frente, observando el uno sobre el otro el paso del tiempo. Sonreí y él lo intentó, pero su cara no produjo más que un imperceptible destello de alegría, un sentimiento incierto y voluntarioso   que quería  expresar  amable y sencillamente nostalgia y que sin embargo no evocaba más que cierto rencor atenuado, un complejo resentimiento sin densidad, sin cuerpo,  perdido en el recuerdo y, ciertamente, nunca confesado.
Sin preguntárselo, me dijo de un modo inquietantemente mecánico  que era ingeniero, que viajaba constantemente, que los seis últimos meses había estado en México y que después de fiestas salía de viaje hacia  Canadá, donde se responsabilizaría de la construcción de una nueva planta de producción de la multinacional para la que trabajaba. Yo intenté decirle que ya no era entrenador de baloncesto y que ahora  era funcionario, pero no pude. La niña le tiraba de la manga y le acuciaba para salir del bar. Antes de que saliese, le puse la mano en el hombro y le pregunté con la mejor de mis sonrisas y del modo más sincero que pude ¿Eres feliz?. Entonces, él, por fin, sonrió, con la misma sonrisa boba  con la que excusaba todos y cada uno de los innumerables errores que cometía  en todos  los partidos de baloncesto que le dirigí. Después, sin volverse  ni por un momento hacia mí, salió del bar con su niña erguido  y seguro de sus pasos,  y ya no le volví a ver.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

¡Compasión!


Ando flojo de inspiración. Con esta confesión no  justifico otros textos pretendidamente inspirados. El poco valor que pueda albergar  alguno de ellos  es  intrascendente  porque siempre me queda la sensación de que los motivos o las ideas que los concibieron no se plasmaron finalmente en las palabras, frases o párrafos que yo había llegado a imaginar, y las llevo siempre a cuestas. De manera que escribir se convierte en una carga de materia prima  biodegradable que con el paso del tiempo  se me va  pudriendo  sobre los hombros.
Cuando uno no sabe qué decir,  o no encuentra el modo de decir lo poco que tiene que decir,  lo más socorrido es auto inmolarse públicamente para generar corrientes de simpatía  lastimera. Y así, a través de  la estrategia de la invocación a la  compasión ajena, uno cumple doblemente con el objetivo de todo escritor frustrado: llenar de negro la hoja en blanco y procurarse el afecto de los suyos. Y que nadie me hable de Picasso, a quien se le atribuye una de las más célebres falsedades de la historia del arte: “que la inspiración me pille trabajando”. ¡Ja!.  A fuerza de repetirla, la ocurrencia malagueña se ha convertido en lugar común, de manera que a mí -que sufro silenciosa y discretamente de hemorroides debido a las horas que permanezco sentado, esforzándome a diario por dar digna salida a mi necesidad creativa-  a mí que no me cuenten cuentos.
Porque hablemos claro: Yo, en estos momentos, me encuentro ante una especie de disfunción gramatical, temática y estilística.  La realidad que me fabrican otros me produce tal asco que me niego a decir una sola palabra más. La realidad que me rodea, la cotidiana, la que está construida con las pequeñas cosa de cada día, la veo  teñida de  celofán gris, tamizada con  ese tono cerúleo  con que se veían en España las primeras televisiones en blanco y negro a las que se les pegaba en la pantalla  papel transparente de tres colores. La imagen es plana y enfermiza,  hepática, y quizá sea así porque está  salpicada de esa otra existencia, lacerante y vergonzosa  que nos cuentan los medios de persuasión. Ni siquiera el alumbrado navideño es capaz de descorrer el velo con que veo la ciudad, un filtro pretendidamente anodino y resignado, camuflado de normalidad,  frente  al que palpita, sin embargo, una atmósfera extraña que amenaza de nuevo con cubrirlo todo de gris.
Finalmente me quedan los libros. Pero no dispongo  del coraje, de la valentía y del oficio como para escribir ni media línea sobre los temas  tan interesantes, tan reveladores y sugerentes que he leído, por ejemplo,  en “El acuario de Facebook” del colectivo Ippolita, en  “El silencio de los animales” de John Gray, en “Qué es la propiedad” de Joseph J. Proudhom,  en “El malogrado” de Thomas Bernahrd”, en las “Clases de literatura” de Julio Cortázar, en “El reinado de Pipino el Breve” de John Steinbeck o en “Pecados originales” de Rafael Chirbes.  Me esperan Sebald, y Curzio  Malaparte, y más adelante Iñaki Uriarte. ¡Cuántas ganas tengo de leer los diarios de Iñaki Uriarte!
Hoy, en estos momentos de apatía creativa, recuerdo  mi vehemencia apasionada en alguna clase de literatura del lejano COU. Uno de los objetivos  de mi ira fue Juan Ramón Jiménez, a quien el profesor -un poeta recientemente  fallecido que le cantaba a  las piedras. - practicaba rendida admiración (Ahora reparo en que  se empiezan a morir  mis profesores).
Como todo el mundo sabe, Juan Ramón Jiménez se instaló en su torre de marfil y de allí no salía más que a dar conferencias o presentar libros. No quería saber nada de la vida más allá de la poesía. Toda su obra fue  una nube  intelectual elevada muy por encima  de los malos olores de la  existencia. Por entonces yo había descubierto la rebeldía, la justicia social, el comunismo, a los libertarios, los movimientos sociales, las revoluciones, los mártires de la sociedad,  y no podía entender que en un contexto histórico convulso, en un país necesitado del compromiso de los artistas,  la inteligencia y el talento de hombres como Juan Ramón Jiménez se desperdiciasen hablando de la blandura algodonosa de un borriquillo. Debe ser la edad, pero en estos tiempos empiezo a entender un poco a Don Juan Ramón. Al fin y al cabo, los libros, que es el lugar donde yo me refugio de mí mismo, de mi torpeza, y de todo lo que me rodea, no dejan de ser mi torre de marfil fortificada con el talento ajeno contra cualquier tipo de acoso o invasión.
Tengo una carpeta llena de placentas. Cada día la abro al azar y extraigo una. Leo su contenido, anoto en lápiz alguna corrección sobre alguna frase  y  pasadas y unas horas la dejo  abierta sobre el escritorio, hasta el día siguiente, o hasta que ya no hay más hojas, porque en su momento la historia y sus criaturas  se quedaron así, a la espera de un futuro. Entonces cierro la carpeta y me cito y me juramento para la semana siguiente, extraigo otra placenta, y vuelta a empezar. ¡Por favor, algo de compasión!

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Brevísima historia económica de la democracia española


Tal y como se puede apreciar en el resumen adjunto -que sintetiza muy ilustrativamente un estudio recién publicado, realizado por  una célebre y afamada consultora- se podría decir que desde  los años 70 hasta nuestros días,  la evolución del poder adquisitivo patrio  refleja cierto carácter circular, una tendencia que, de seguir así, acabará con nosotros mismos. Y es  que, llegado el caso, gracias al efecto pescadilla, en muy poco tiempo estaremos mordiendo nuestra propia cola.  Hay quien ante las perspectivas que se vislumbran a corto plazo, y siguiendo las enseñanzas de las más prestigiosas escuelas de negocios, pretende convertir esta  amenaza en una oportunidad y  ya se ha puesto a  practicar, pues desde bien jovencito soñó con ejecutar tan ansiada pirueta: como es lógico, la pérdida de peso puede suponer una  interesante  ventaja  para este tipo tan peculiar de hombre  innovador, inasequible  al desaliento.
Pero entremos  en harina. Así, sociológicamente, y  en términos hostelero-gastronómicos, se puede explicar perfectamente el  transcurso de  nuestra reciente historia económica.
Dónde cenan los españoles un sábado cualquiera.
 Evolución 1970-2013

1970.-Cena en casa

1978.-El bar del barrio: bocata de  tortilla

1981.-Hamburguesa en el primer BK o McD abierto en  la ciudad

1988.-Pizzería

1990.-Restaurante Chino

1997.-Restaurant a la carta, cocina de mercado

2002.-Marisquerías, arrocerías, braserías, mesones

2003.-Restaurant minimalista estrellado

2006.-Wok (Chino, por supuesto)

2009.-Kebab

2011.-Frankfurt Paco (regentado por chinos)

2013.-Cena en casa.  

Creo sinceramente que vale la pena saborear -aunque sea en la memoria- el riquísimo y nostálgico bocadillo de tortilla con platito de aceitunas aliñadas que nos comíamos en el bar del barrio. Es aconsejable hacerlo  mientras vemos por televisión divertidísimos  talent shows culinarios, en los que simpáticos profesionales de los fogones nos deleitan en la distancia con asombrosas creaciones, al tiempo que nosotros sorbemos  escandalosamente  una insípida sopa de sobre, porque es lo que hay.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Beautiful vision



Le oí decir un día a Rodrigo Rato que le gustaba pasar su tiempo libre escuchando Rhythym & Blues y que su disco favorito era  “A Night in San Francisco”, de Van Morrison, un doble LP grabado en  directo en el  Masonic  Auditorium de la  ciudad norteamericana  en el año 1993. Según contaba, él estuvo allí,  y según afirmaba con cierta nostalgia, ese era  uno de los mejores recuerdos de su vida.
20 años después, Van Morrison ha vuelto  al mismo lugar para ofrecer un nuevo concierto. Seguro que Don Rodrigo no ha faltado. Era un fin de semana de lo más tentador: vuelo transoceánico en business class, buena música, cenita, sauna, polvete ( o cilicio), y el lunes al despacho, de vuelta a sus crímenes habituales.
Hay que ser comprensivos. Rodrigo necesitaba ese viaje. Dos semanas  antes había comparecido ante  la comisión de investigación  del parlament català para dirimir las posibles responsabilidades derivadas de la actuación  de la gestión de las entidades financieras y la posible vulneración de los derechos a los consumidores –que así se llama la comisión (véase la trasposición de la palabra ‘pueblo’ por el término ‘consumidores’. Como todo el mundo sabe, solamente es prescriptivo y obligatorio utilizar ‘pueblo’ al hablar sobre temas relacionados con el derecho a decidir, el sentir patriótico y todo lo relacionado a  la cuestión nacional. Mientras no sea así, la palabra ‘pueblo’ ni  tocarla).
Rato vivió su comparecencia más o menos con cierta holgura, y por momentos con cierto sosiego. ¿Quién iba a molestar  al todopoderoso Rato? Una preguntita por aquí, alguna insinuación cortés por allá, y poca cosa más. Hasta que  David Fernández, diputado de la Candidatura de Unidad Popular (CUP), sentado al fondo de la sala, hizo uso de la palabra y sandalia en mano, imitando al periodista iraquí Muntadar-al Zaidi,  le llamó gángster, le recordó los millones de personas que padecen las consecuencias de sus actividades mafiosas y, finalmente,  le citó para un futuro próximo en el infierno.
El infierno es un lugar poco conocido. No digo poco visitado. Nadie, excepto Rambo, ha vuelto de allí para contarlo. El divino Dante nos dio  una idea general, a mi parecer, demasiado idealizada. No creo que el infierno de Dante haya sido  homologado o compulsado por la Santa Sede, por muy dantesco que éste sea. En cualquier caso, tomando como modelo la Divina Comedia,  David Fernández se vería con Rodrigo Rato en  el cuarto círculo infernal correspondiente a la avaricia, y también en  el octavo y en el noveno, que corresponden al fraude y a la traición, respectivamente.
Probablemente también se verían en el segundo, que es donde residen  los lujuriosos, porque a Rato se le nota de lejos cierto aire de perverso toca tetas, toca culos y toca todo. He pensado también que el banquero -católico apostólico romano convicto, diputado por AP, ministro del PP y jefazo del FMI- habría de recalar también en el séptimo círculo infernal, el de los violentos, porque  su trayectoria humana en la tierra ha generado  más dolor que los puños, las navajas, los fusiles o las bombas. De modo que  cuando Rodrigo Rato cruce el umbral de las tinieblas y pase por debajo del letrero que dice  “abandona la esperanza si entras aquí”, no le quedará mucho tiempo libre  para escuchar a Van Morrison.
David Fernández  le acompañará a petición propia. Estoy seguro de que esa iniciativa se debe al complejo de pecador que arrastran los ateos, quienes se saben merecedores del infierno por negar la existencia de Dios. O quizá no. Es posible que la razón de tan generosa invitación se deba a la audacia estratégica del líder asambleario, quien habría  planificado  concienzudamente  el mayor castigo que se le pueda infligir a Rato, a saber:  disponer eternamente ante él  su mismo  rostro de  vulgar e iletrado charnego independentista, pringao, rojo, con una sandalia en la mano espetándole a la cara “¡gángster!”, sin que el banquero pueda  hacer otra cosa que escucharle con cara de pasmado y sin posibilidad alguna de  ordenar posteriormente un accidente discreto.
El affaire parlamentario Fernández-Rato me ha provocado unas cuantas reflexiones sobre la naturaleza  infernal. Yo, como la Santa Sede, no acabo de creer mucho en la imaginación de Dante Alighieri.  Es un lugar demasiado ordenado, demasiado compartimentado, un tanto racional como para provocar sufrimiento  eterno equiparable y en consonancia con los delitos cometidos. Un sufrimiento eterno de verdad, sin paliativos,  es el que padecen Sísifo y Prometeo. Desde que fueron condenados en el origen de los tiempos hasta el  día de hoy uno sigue soportando los picotazos del  águila voraz en las entrañas  y el otro continúa  arrastrando la gran bola de piedra montaña arriba, y vuelta a empezar. Pero esos castigos ya están inventados, y además son exclusivos de héroes, no aptos para villanos.
Yo busco un infierno para un canalla, para un mafioso, a la medida de un hombre que ha provocado miseria y pobreza, a sabiendas, con la única finalidad de enriquecerse a si mismo y a unos pocos. Para lo cual no será necesario forzar demasiado la inventiva. De hecho tan solo es necesario observar el proceso biológico que se desencadena cuando morimos y salpimentarlo con una pizca  de espiritualidad.
Cuando el muerto  es bueno, una buena persona -una persona corriente, de las  que no contabiliza el IVA en complicidad con el  fontanero, y poca cosa más- es bien sabido que el alma abandona el cuerpo y vuela, vuela y vuela, en pos de la luz eterna, en pos de los suyos, para residir entre ellos eternamente en paz y harmonía. Pero si el deceso es el de un malo, el de un banquero, el de alguien parecido a Don Rodrigo, las compuertas  corporales por donde se libera el alma del difunto se bloquean instantáneamente y ésta vive en toda su proximidad la podredumbre progresiva del cuerpo.
Quiero decir que cuando Rodrigo Rato muera (por ponerlo de ejemplo) presenciará en toda su plenitud la descomposición lenta, húmeda y viscosa de su propio cadáver, desde  dentro, desde las  mismas  entrañas que  jamás se encogieron al observar las consecuencias de sus actos en vida.
Rato, o su alma, experimentaran al inicio del castigo un silencio sordo, expectante, un tanto mullido, producto de la falta de oxígeno y de riego sanguíneo  que en poco  tiempo va a propiciar un murmullo inquietante; el rumor de la flora intestinal que crece y crece sin parar. Entonces, millones de clostridias y coliformes invadirán todos y cada uno de los órganos, la piel se hinchará a consecuencia  de los gases, el páncreas se disolverá y todo el cuerpo, otrora aristocrático y rampante, será un recipiente de metano y sulfuro que teñirá todos los fluidos  de un color verdoso y azulado. La lengua con que mintió  se descolgará, los pulmones se evacuarán a través de las fosas nasales, y un hedor insoportable a huevo podrido se propalará  a través del cadáver mientras su alma consciente, despierta, prisionera durante todo este proceso, no encontrará lugar por donde escapar. A los pocos días entrarán en juego los insectos, que darán buena cuenta de todo tejido sólido. Cientos de gusanos, atraídos por el banquete, serpentearán de aquí para allá buscando alimento. En unas semanas, las uñas y el pelo se desprenderán y  ya solamente quedará la ropa cubriendo los huesos, que permanecerán bajo la tierra cientos de años, cobijando el alma prisionera que permanecerá encerrada en el mismo sarcófago, más allá del tiempo, recordando a perpetuidad los días de gloria, las consecuencias de su pecado  y la larga noche de la putrefacción mientras  suena cadenciosa, una y otra vez,  sin interrupción, la voz rotunda de Van Morrison cantando  "Beautiful visión".
Beautiful vision
Stay with me all of the time
Beautiful vision
Stay ever on my mind with your beautiful...

Mystical rapture
I am in ecstasy
Beautiful vision
Dont ever separate me from your beautiful...

In the darkest night
You are shining bright
You are my guiding light
You show me wrong from right

Beautiful vision
Stay ever on my mind
Beautiful vision
Stay with me all of the time with your beautiful vision

In the darkest night
I said you are shining bright
You are my guiding light
Show me wrong from right

Beautiful vision
Stay with me all of the time
Beautiful vision
Stay ever on my mind with your beautiful vision
I can make it
I can make it
With your beautiful vision

Van Morrison