domingo, 22 de abril de 2012

El mito y la furia (XV)






Y a pesar de escuchar al perro  sigo aquí, encerrado en mi refugio, sin atreverme a  abrir  la ventana para interesarme mínimamente por lo que ahora estará sucediendo en el interior  o en el exterior inmediato de ese par de  metros cuadrados tan próximos. Me doy cuenta de que por mucho que  me crea un héroe solitario que ha tomado una decisión valiente y arriesgada,  soy igual  que todos los que ahora duermen más allá de estas paredes, pusilánime, cobarde y  miope; un tipo como los demás, con miedo al dolor, que agacha la cabeza a la más mínima amenaza, como cuando yo tenía que pasar entre aquellos pobres desgraciados que se habrían venido al suelo con un ligero empujón. Solamente me hubiese bastado la voluntad y el coraje para hacerlo.
Ha ladrado largamente,  quizá  lastimeramente, aunque no parecían aullidos. Por eso me inquietaban, y por eso no me he atrevido a abrir de nuevo la ventana y ver lo que ocurría. Toda mi bravura puesta a prueba y en evidencia a causa de los lamentos de un perro tiñoso, con más futuro bajo las ruedas de un coche que sobre las costillas de un yonqui. Parecía  un reclamo, una llamada de atención, un  aviso, o quizá una despedida, un desahogo de dolor, o simplemente la última oración del día, la saeta quejumbrosa que canta el drama del  hombre que ya no puede, ni quiere ni piensa ni sueña y tampoco  recuerda que puede cantar.
Tonterías. No digo y  no pienso más que tonterías, lirismos, retórica; palabrería más o menos sensiblera para mostrar un perfil delicado, emotivo,  aunque no sé para qué, o a quién va dirigido, ni a quién pretendo engañar, a no ser  a mí mismo. De continuar así se me va ablandar el entendimiento,  y hasta las ideas, y no me conviene. Me conviene mantener   el corazón duro, prodigarme y profundizar en mi lado más oscuro y marginar progresivamente esta vocación orientada hacia la bondad en la que nos educan y  que tanto daño me ha hecho durante toda mi vida. Además, he dejado atrás cosas demasiado importantes y  malograría ese sacrificio si me dejase arrastrar por mi sentimentalismo innato. Por otra parte, si estoy en este punto del proceso ha sido gracias a un análisis exhaustivo de  la situación, a través de la cual he llegado a  unas conclusiones muy concretas a las que jamás hubiese accedido a base de églogas pastoriles.
¡Esta es  mi hora, ciudadanos, esta es  mi hora, la hora de Adán.! ¡El inicio de una nueva vida está en marcha, de una nueva existencia, el nacimiento  del hombre nuevo!.  Sin embargo, que nadie se lleve a engaño. Todas las ventajas que reportará el cambio serán exclusivamente objeto de mi disfrute particular, porque yo  he sido quien ha  vislumbrado la trampa y la salida a este laberinto en el que nos tienen danzando como chinches de carreras. Que nadie piense que voy a salvarle el culo; que nadie imagine ni por asomo que, gracias a mi lucha y  a mi audacia, voy a proporcionarle algo que nos pertenece por ley natural (la ley natural que cantan siempre desde sus púlpitos); todo está al alcance de cualquiera que quiera ver,   y que solo con  alargar el brazo puede tomar, si asume un  riesgo máximo, sacrificios y renuncia, la conciencia  del peligro de lo que uno se puede  dejar en el camino, incluida, si es necesario, la vida.
Durante las semanas que llevo  vividas en este barrio, he podido probar, aún más si cabe, la tesis sobre la que trabajo desde hace meses. El examen a  mi propia trayectoria, la evocación de algunos de  mis recuerdos y  de mi pasado más próximo ya no dejaba, prácticamente, lugar para la duda. Pero por si  quedaba algún resquicio, este lugar supone para mis planes y para conciencia el último aldabonazo, la consolidación y su legitimidad. Vivir aquí es  tanto  como observar desde un lugar de privilegio los acontecimientos que se suceden en el interior de un laboratorio humano  autogestionado  que  funciona a la perfección,  cuyas criaturas hacen siempre lo que se espera que deban hacer, porque todos los procesos, los componentes y las circunstancias que las rodean se  han  diseñado y se han  planificado  milimétricamente en función de la experiencia que ofrece la Historia, prevista, escrita y dirigida para disfrute de unos pocos.
Aquí vivirán aproximadamente unas diez mil almas. El barrio se pone en marcha poco antes de las seis de la mañana. A quienes no tengan que madrugar tanto, el trajín de los ascensores, el gruñido de sus mecanismos y el ruido metálico de las puertas  les despierta y ocupa  los últimos minutos de sueño con el primer mensaje de resignación, un duermevela consciente que transcurre entre el anhelo del amanecer de un domingo y la realidad incuestionable de una nueva mañana laborable que se traduce- todavía al calor de la frazada-  en el enojo de dedicar  los primeros pensamientos del día a lo que ayer quedó pendiente en la empresa, a la cara que tendrá el encargado, al olor atávico del tufo  que impregna cada vagón de metro,  al  deber de tener que acudir de nuevo al lugar menos apetecible de todos los posibles lugares del mundo  en el que pasar las próximas ocho, diez, o doce horas. Y todo por la pasta. Querer tener a costa de no ser. Querer ser a costa de no tener. Esa es la vida en la  rueda de la rata; una vida de la que he escapado, la rueda que gira y gira, aun a sabiendas de que basta con dejar de caminar para que todo se detenga.
Porque yo sé cómo es  la cotidianidad para mis congéneres:  un tránsito continuado desde algo parecido a un sueño encerrado entre paredes prefabricadas conectado con  la plataforma del ascensor que les traslada,  siempre, a un estado inferior,  para derivarlos, a continuación, hacia las galerías subterráneas del Metro después de que hayan respirado, brevemente, durante unos poco metros, el aire todavía sin luz de la ciudad que despierta,  porque al salir del suburbano,  el sol, las nubes y el cielo se dejan ver para convencerles de que el día y la noche forman parte, aún,  de las convenciones físicas de sus  existencias sometidas gracias a la ilusión de una dignidad pregonada desde los altares, las sagradas escrituras y los bancos multinacionales de la moral, bajo la promesa del premio después del esfuerzo, (aquí, o en el más allá, dependiendo si se lo creyeron a pies juntillas o de si hubo en algún momento algún resquicio para la heterodoxia del descreimiento), del presente interesado consistente en una gama relumbrante de objetos y placeres televisivos que se ofrecen  apenas unos cuantos metros cúbicos de tierra  más arriba, en la superficie de la ciudad, donde se mostraran, en unos pocos minutos, luminosos, excelsos, tentadores, dentro de los escaparates, mientras decenas de convoyes continúan transitando bajo sus cimientos el transporte  de miles de estúpidos que siguen creyendo que su vida subterránea de topos con ojos les proporcionará la llave del acceso a todo lo que no ven  más que en  la jornada semanal de descanso, el momento en el que vacían el jornal calculado de sus bolsillos  para  poseer estudiadas imitaciones del lujo, del bienestar y de la recompensa, o en las tres semanas vacacionales, en las  que vivirán el espejismo que les transmigrará  durante unos días a una aproximación de utopía  pequeñoburguesa ubicada nuevamente en celdas  de hormigón abigarrado, esta vez carcomido por el salitre que emerge del pedazo manso de mar alquilado con derecho  a gamba a la plancha,  al vómito agrio provocado por la ingesta indiscriminada de tinto con gaseosa, cañas de cerveza,  y helados de tres sabores.

miércoles, 11 de abril de 2012

El mito y la furia (XIV)


El yonqui se ha refugiado en el cajero automático de siempre y, como cada noche, ha dejado entrar con él al perro. Se sienta sobre el suelo. Ni siquiera se ha molestado en buscar un cartón para dormir con la ilusión de sentir bajo sus huesos algo parecido al recuerdo de un colchón que le separe de la tierra. Abre los brazos como el Cristo de Corcovado y de inmediato el perro acude y se acurruca sobre su vientre y recibe el abrazo del hombre que agradecido besa la coronilla peluda infestada de parásitos. La sensación placentera del calor animal, la necesidad de una dosis, de algo de comida o quizá también el miedo a las horas que han de venir le provocan ligeras convulsiones que empiezan en la piernas, se contagian a las manos, y en unos segundos todo la piltrafa humana es un temblor, de la cabeza a los pies, y tal parece que perro y amo -si es que fue algún día dueño de algo- se hayan fundido en un estremecimiento final hasta transformarse en un única criatura fantástica surgida de una nueva mitología escrita para ocultar o mostrar la verdad, un Centauro de los cajeros automáticos, el Hipogrifo de los suburbios, o la Esfinge de la miseria y del despojo.

Ahora distingo una sonrisa azulada. Más bien es una mueca de agradecimiento hacia el chucho. Veo la escena como envuelta en celofán, desde esta ventana, porque los pequeños ojos legañosos del tusejo reflejan tiritones la luz fría de la pantalla, y una fluorescencia irreal procedente del neón corporativo se cuela entre los huecos de la sonrisa desdentada que ha dejado la heroína. Quizá no le sonría al animal; le dedicará la sonrisa a la máquina, a modo de saludo educado, las buenas noches en nueve idiomas, con banderitas de colores. Además, conviene estar a bien con ella: a diario expende el dinero que ahora mismo agarraría como se agarra un puñado de arena para correr ante el camello y chutarse de nuevo.

O sea, que se ríe del chiste que él mismo ha fabricado, de la ironía de la que es protagonista; o de mí, y de mis elucubraciones, ya que de la misma manera que yo le veo, él me ve. Es una risa desdeñosa, que me acusa de su desgracia, de la dirección que ha tomado su destino, y que tal vez me señale acusadora, por no bajar, y plantarme ante la puerta, dejarme olisquear por su compañero y preguntar y decir cuánto necesitas para dormir sin calambres esta noche.

Me convenzo de que es así, de que efectivamente me ha visto, y me da tanta vergüenza que me apresuro a cerrar la ventana y a bajar la persiana, bruscamente, en un estrépito urgente de alarma aérea, como si me hubiese sorprendido una hipotética vecina de enfrente fisgando con unos prismáticos el momento íntimo de su desnudez nocturna.


Sentado, miro la luz de la bombilla, y el portalámparas negro, y los dos cables que se pierden en el techo a través del pequeño agujero oscuro. Al calor de la bombilla sobrevuela una polilla. Miro el espacio rectangular esclarecido en la pared y vuelvo a oír, como todos los días, el berrido del ciervo que perece a los dientes de los tres lebreles. Enciendo otro pitillo. Desde que era un crío y observaba a mi padre fumar, siempre he pensado que fumar es el telón entre dos actos. Fumar es ponerle fin a las cosas y empezar otras nuevas, o viejas, repetidas, pero empezarlas, y terminarlas, nuevamente, en un círculo de humo ritual, de gestos y costumbres reiteradas. Fumar es como un punto y seguido, y también, según y cómo, un punto y coma.

Desde que dejé a Maruja y me vine aquí fumo compulsivamente y me salto a la torera toda regla de puntuación, que es otra manera de andar por la vida, sin terminar nada, o empezándolo todo, o no hacer nada que uno ya hubiese hecho con anterioridad. Es otra manera de darle vueltas a las cosas; enlazar todo lo que a uno le pase por delante, sin pausas o entreactos. Encender un pitillo con la brasa de la última calada del anterior; ver el presente con el destello del último recuerdo, y también alumbrar nuevos caminos, y dejarlos a la mitad, abandonarlos por otros, retomarlos, encender la colilla caliente, cambiar de marca, ofrecer, tomar y pedir, pero dejarlo, jamás, porque cómo finalizar algo sin un cigarrillo, cómo dar paso a una nueva fase, cómo si no iba yo a recordar ahora mismo, en el momento en que lanzo como chorro de gas exterminador el humo hacia la puta polilla incansable, que hace más de 30 años, para poder llegar a la estación donde tomaba el tren hacia el colegio, por no tropezarme con la cuadrilla de yonquis que se apostaban en un extremo del paso subterráneo, daba un rodeo de dos manzanas.


Cómo no recordar ahora, viendo el humo saliendo de mi nariz, transformándose en niebla y deslizándose sobre la mesa, que cuando andaba apurado de tiempo no me quedaba más remedio que acopiar valor y pasar por entre el pasillo humano que formaban, igual que un primate segundón, con la cabeza gacha, a punto de mearme en los pantalones, bajo las miradas burlonas, chulescas, algunas ya descreídas y medio muertas, mientras soslayaba mi disimulo para ver cómo se inyectaban la heroína a la luz del día, en pleno centro de la ciudad; cómo se sujetaban, solidarios, unos a otros, las gomas en los antebrazos, y cómo, cuando el bolsillo estaba vacío, algunos pocos, los más débiles -los que todavía no se habían atrevido a probar la efectividad del miedo que todos le tenemos a la punta de una navaja en el cuello- vomitaban torrentes intestinales sobre la acera igual que hidrantes de las calles del Bronx.

Aquella, sin embargo, no era una película, ni ahora es una evocación desenfocada; era, ni más ni menos que mi realidad cotidiana, exactamente igual que la que acabo de contemplar hace unos minutos desde mi ventana, tres décadas después, en una barriada del rutilante estado del bienestar. Dudo mucho que alguno de aquellos tipos siga hoy vivo. A medida que yo crecía, cada cierto tiempo se sabía de la muerte de alguno, a causa del SIDA, de un ajuste de cuentas, de sobredosis, de una hepatitis mal curada, de una paliza en la cárcel. La mayoría no creció en un hogar desestructurado, ni era hijo de padres divorciados, sino más bien todo lo contrario: vástagos de clase obrera, educados en los valores del trabajo y del esfuerzo, del respeto a sus mayores dentro de una familia clásica, fundada bajo el altar, la mirada y la bendición de un cura. Ese fue el premio que recibieron sus progenitores, el premio al desarraigo, a jornadas laborales interminables, al pluriempleo: un puñado de sueños estafados, un corralito de porvenires que les envejeció prematuramente y se los llevó a la tumba y les impidió conocer a los nietos que nunca nacieron. (La procreación, la familia, el trabajo, el salario, la honradez, carne de su carne, obligación de toda mujer y todo hombre decentes.)

La polilla se ha posado un momento sobre el cenicero. No sé qué buscará una polilla en el borde de un cenicero. Está ahí, quieta, como hipnotizada. No aletea. Es una polilla extraña. Si hay luz, las polillas jamás dejan de volar. Vuelan en círculos alrededor de la fuente lumínica y se golpean una y otra vez contra ella, hasta morir. La luz artificial las confunde. Ellas creen que es la luna.

Ésta es diferente. Ha escogido ese lugar para acabar sus días, y ejercer así su voluntad inquebrantable. Le doy la última calada al cigarrillo y antes de aplastar la colilla se me ocurre acercarle la tacha. Las alas se han desintegrado instantáneamente. No huele a nada especial y tampoco se ha producido sonido alguno. Ha quedado poco más de un centímetro lineal de materia orgánica, que descansa sobre media docena de patitas inertes dispuestas en hilera en cuyo extremo se intuyen dos antenas. Dirijo el humo sobre lo que fue y el cadáver del insecto amputado cae suave sobre la ceniza y se mezcla con las otras colillas de mis anteriores puntos y aparte, o puntos y coma, o escritura dodecafónica, en el interior de lo que bien podría ser una fosa común de los recuerdos y del futuro, de mis reflexiones, de mis planes, de lo que debo y no debo hacer, porque con un cigarrillo puedo encender otro, con el pasado enciendo el futuro para que se convierta en humo. "Y entonces, Adan, de qué te va a servir."

Oigo ladrar.