martes, 20 de marzo de 2018

Ya me lo decían mis padres


Un buen día te encuentras  en casa, todos a la vez y sin avisar, a Platón, Aristóteles, Kant, Rousseau, Goethe, Weber, Nietzsche, P. Berger, Tocqueville, Bonhoeffer, Jung, Freud, Horkheimer,  Ortega y Gasset, Bergson, Hegel, Durkheim, Arendt  y un largo etcétera  que completaría una lista de invitados  formada por  los nombres más brillantes del pensamiento occidental. 

Quien les  abre la puerta es un  servidor, alguien apabullado por las contradicciones, acostumbrado a llevarle la contraria a todo el mundo y a perder a diario la poca credibilidad sembrada el día anterior, porque suelo practicar el desconcertante ejercicio de pensar ayer A, y hoy decir B.

Esto es lo que les  suele ocurrir a quienes, como yo, no saben pensar metódicamente. Miramos a nuestro  alrededor,  buscamos respuestas  que alumbren un atisbo de verdad al respecto de nuestra naturaleza, de la sociedad en la que vivimos,  y terminamos perdiéndonos en un laberinto de reflexiones inconsistentes, sin saber siquiera si nos hemos movido del punto de partida o nos encontramos ante una trampa sin salida.

Quizá ese sea uno de los motivos por los que casi siempre he leído ficción, porque en las novelas también hallo verdades  como puños y no es demasiado difícil identificarse con  modelos o prototipos humanos que  viven, trabajan, aman, luchan  y mueren igual que yo.

Por eso, aunque parezca paradójico, leer buena literatura me proporciona conocimiento,  placer estético  y al mismo tiempo inseguridad, porque el dios creador de esas  criaturas noveladas me lleva de un lado a otro de mis principios, no sé si buenos o malos, perjudiciales o beneficiosos para mí y para mis semejantes, pero en cualquier caso, mis principios; aquellos que adquirí sin darme cuenta  con el ejemplo de mis padres: honradez, bondad, generosidad, solidaridad, justicia, sinceridad  y esfuerzo.

Papá y mamá son dos personas de origen humilde,  la consecuencia personificada de determinadas circunstancias históricas marcadas por un régimen tiránico y despótico que impuso el miedo como principal herramienta de gobierno y de control político y social;  que sumió en la miseria y la explotación  a buena parte de la población durante décadas, desarraigándola de su  tierra natal. Sacar adelante una familia en esas condiciones y proporcionar  un futuro a unos hijos supone toda una heroicidad. Si además sus descendientes  se indignan antes las injusticias y educan en esos mismos valores a los suyos, el resultado de su paso por el mundo no es que resulte inmejorable, es que es  ejemplar.

Papá y mamá jamás leyeron a Aristóteles, a Kant o a Nietzsche. Es más, ni siquiera sabían de su existencia.  A lo sumo oirían alguna que otra vez sus nombres cuando mis hermanos y yo recitábamos de memoria, sin saber lo que decíamos, por ejemplo, los fundamentos de la "Crítica de la razón pura",  transcritos y descontextualizados  sin clemencia en el manual al uso del bachillerato que teníamos el deber de  vomitar el día del examen. De manera que para mí,  esos pensadores no eran más que nombres tortuosos, en el sentido literal de la palabra, y ahora sé que en ningún caso me podían enseñar más de lo que mis padres me enseñaron.

Papá murió hace tres años  y no hay día que no piense en lo injusto de su muerte, que no recuerde su presencia, su aspecto, su voz y su bonhomía. Mamá, afortunadamente, vive su vejez con buena salud. Disfruta viendo crecer a  sus nietos y de vez en cuando, en las reuniones familiares,  nos regala sonriente alguna nostalgia de su pueblo natal. Es en esas comidas o cenas  donde, en ocasiones -en contadas ocasiones-  sus hijos reconocemos  públicamente  su legado de valores,  su ejemplaridad. Entonces mamá nos mira y sin pronunciar una sola palabra nos pide con un gesto casi imperceptible que recordemos las decenas de veces que predijo que algún día diríamos lo que en ese momento de espontánea confesión familiar estamos reconociendo.

De manera que,  inconscientemente, a pesar de nuestra racanería para las revelaciones comprometedoras, mis hermanos y yo en realidad constatamos que  somos imitadores de una experiencia ejemplar  que nos ha permitido caminar por la vida intentando no hacer daño a nadie,  practicando el respeto a los demás, y procurando aportar con el trabajo y la honradez nuestro grano de arena a la sociedad. No es que nos hayamos ganado nuestro derecho a la beatificación, una calle con nuestro nombre, o a un busto esculpido y expuesto en la plaza del pueblo. Quien más y quien menos ha dejado de pagar las multas, ha  hecho trampas al mus  o ha robado un libro  en el Corte Inglés. Quiero decir que nuestra honestidad normal, exenta de inciensos y santidad, secularizada, practicada por hombres y mujeres corrientes, es la clave para que convivamos con cierta armonía en una sociedad democrática.

Todo esto que explico lo he experimentado,  y  lo vivo, pero no lo sabía. Mi mamá y mi papá también lo vivieron, aunque también lo desconocían, por razones diferentes a las mías, porque a pesar de que el ejemplo de quienes gobernaban era el no-ejemplo, la corrupción,  el miedo y la opresión, ellos hallaron el modo de criar a sus vástagos en unos valores que nada tenían que ver con lo que la tiranía proponía. La razón probable  es que mis abuelos también lo vivieron, aunque tampoco lo sabían.

Es decir,  una amplia red  de influencia se extiende en mi estirpe  que ha provocado, generación tras generación, la imitación de la experiencia ejemplar  y  la emulación espontánea vital de unas costumbres morales practicadas por individuos con los que comparto mis genes,  cuya consecuencia final  es la  armonía social, siempre y cuando otras muchas redes  similares confluyan, se crucen y se multipliquen a lo largo del tiempo en espacios geográficos concretos. 

Yo  ahora lo sé  porque resultó ser  Javier Gomá Lanzón quien invitó a mi casa a esa recua excelsa de sabios. Lo conocí por azar después de traicionar por enésima vez  la ejemplaridad de papá y mamá.

Una mañana de sábado robé en la cafetería el suplemento cultural de La Vanguardia y allí estaba: Javier Gomá Lanzón, autor de “Tetralogía de la ejemplaridad”. Tardé solamente  tres días en obtener los cuatro volúmenes y casi dos meses en leer con mucho esfuerzo “Imitación y experiencia”, “Aquiles en el gineceo”, Ejemplaridad pública” y “Necesario pero imposible”, publicados en edición de bolsillo por la editorial Taurus. 

No voy a cometer la insensatez de redactar una recensión de la obra. Ni siquiera una aproximación, y mucho menos una reseña crítica. Me tiemblan las piernas solo de pensarlo. Cualquiera puede entender que abrir la puerta un buen día y ver con pasmo como entran en tu casa, uno tras otro, los grandes filósofos de la historia occidental, provoca  vértigos y  sudor al constatar en un instante fatal que no tienes nada en la despensa con qué agasajarles, que no hay hielo en el congelador y que la bodega de la esquina ya está cerrada. 

Pero para eso está Gomá, que entra el último  tranquila y sosegadamente, cerrando la puerta con delicadeza,  para obtener de ellos  todo lo que sea de provecho sin que se ofendan, aunque en ocasiones se enfrente a sus ideas sin demasiadas contemplaciones.

Porque Javier Gomá construye su teoría de la ejemplaridad sobre la base  de una pléyade de filósofos que elaboraron su pensamiento desde la Grecia  arcaica hasta nuestros tiempos, analizando, criticando y extrayendo de todos ellos  aquello que le resulta útil para construir  un sistema inédito de pensamiento que ofrezca a la humanidad una posibilidad rigurosa de convivencia. Su crítica fundamental se dirige hacia  el egotismo adolescente romántico y postmoderno; es inflexible con las ansias desmedidas  por resultar diferentes, que convierte en copias exactas a quienes dedican sus esfuerzos por intentarlo. Reivindica la aceptación de nuestra mortalidad y la finitud de todo lo que existe; no desprecia la vulgaridad y propone transformarla con el ejemplo; cree en una individualidad consorciada,  corresponsable con una colectividad secularizada; anima a la participación social  del individuo; cifra la esperanza en el legado de la experiencia  de cada cual  y se lamenta de la inexistencia de un más allá, necesario pero imposible; propone al héroe Aquiles como metáfora de la transformación desde una adolescencia estética hacia la madurez ética,  y al profeta resucitado Jesús de Galilea como modelo de ejemplaridad perfecta. Insiste una y otra vez  en la propuesta de una doble especialización con la que llegar a ser realmente individuales: casa y trabajo, corazón y oficio.Y sobre todo y ante todo, proclama a los cuatro vientos, sin complejos, la estructura ejemplar del ser: todos somos ejemplos de algo y para alguien. 

Si intentase leer este largo párrafo a papá y a mamá probablemente me escucharían pacientes por no hacerme un feo, aunque no entendiesen nada. Sin embargo, estoy seguro de que ellos saben sobre todo esto bastante más de lo que pueda llegar a leer, porque lo han practicado durante toda su vida. Por mi parte, solamente lo intento, y espero que cuando muera, gracias al ejemplo de mi experiencia y de mi paso por el mundo, alguien llegue a ser una buena persona y un buen ciudadano, y de ese modo yo pueda merecer una modesta  y esperanzadora  mortalidad.