martes, 31 de agosto de 2010

La memoria del reloj de arena (Homenaje a Paul Lafargue)


He dejado atrás olas que no he pisado, tierra sin hollar, aire sin ver, noches en vela… y aunque nos empeñamos en afirmar que habrá un nuevo tiempo para la holganza, los sentidos y las promesas imposibles, sabemos con certeza que no habrá una segunda oportunidad para hacer realidad cualquier nimiedad a la que renunciamos. Así es que ahora toca sobrevivir horas ajenas que irán construyendo un maldito puñado de meses eternos en donde nos aguardan la obediencia y el deber, que iremos soportando pacientemente gracias al recuerdo de la cálida pereza, de la memoria del sabor de la sal y del tacto suave de una mano cómplice al atardecer rojo de las golondrinas.

Vuelvo mañana.

La ilustración es un grabado de Felix Vallotton, pintor y grabador suizo que nació en Laussana 1865 y murió en París en 1925. Se titula "La pereza". Lo he encontrado buscando imágenes para estas cuatro letras. Más de este estupendo artista en:

miércoles, 25 de agosto de 2010

Crisis con limón


He perdido la voz. Ya hace días, semanas tal vez, que me siento más vivo que muerto. Quizá sea por eso por lo que mis palabras me suenan mortales, fugaces, y las leo como si tuviesen una fecha de caducidad impresa en el justo momento de teclear el punto y final del texto. Si me apuro, lo que voy a decir, de la manera que lo voy a decir, deja de tener interés, incluso para mi, en el instante inmediatamente anterior a teclear delante de la barrita intermintente de la pantalla la primera letra que precederá a las dos o tres parrafadas que sea capaz de redactar sobre temas y asuntos que no le interesan a nadie, y mucho menos a mi. No sé si es que no me oigo, o no sé si es que se me ha olvidado escuchar, o no sé si ya no sé hablar. La cosa es que (¡Ah!.Esta es la prueba: después de "no sé si ya no sé hablar" estaba cantado que iba a escribir "la cosa es que": previsible, manido, sin recursos, mortal de necesidad), la cosa es que por muchas horas que ande detras de mis frases, al final me aburren. O bien el mundo se ha vuelto mudo o bien ha apredendido a disimular. Y lo hace tan bien, que soy incapaz de cazar nada que llevarme a este espacio (me niego a escribir 'blog'). Claro, todo podría ser que el mundo mortal me esté insinuando sutilmente, o me esté gritando descaradamente, cantándome a ritmo de ranchera, aquella sentencia bíblica de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio, "y para que aprendas a no andar enredando, ahora mismo te dejo sordomudo. Cuando te cures de humildad" (que qué será una cura de humildad: debería decirse "de vanidad"), "pues en ese momento se dispondrá a tu vera una buena cuadrilla de frikis, tres políticos sin escrúpulos, la universidad, una par de obras maestras para que las parafrasees y te luzcas, el mar en invierno, cuatro conflictos sociales y sobre todo y ante todo, una Dolores como Dios manda, con su carácter, su pedazo de cuerpo, sus circunstancias maritales y su última palabra dada antes de estampar el último portazo para que después descerrajes el disparo que te llevará directo a la fama".

Ayer me pellizqué con una silla plegable y me dolió. Anteayer me pillé el pulgar del pie derecho con la puerta del jardín y grité de dolor. Esta noche veraniega, dulce, tibia, eterna noche de agosto, decidí, a la misma hora que todas las noches, prepararme un gin-tonic. Cogí del frigórifico un limón -amarillo y aromático limón con forma de amargo limón- y al cortar una rodaja deslicé el dedo índice de la mano izquierda delante del cuchillo, y me corté. He sangrado profusamente, escandalosamente. He sentido escozor intenso. He tapado el tajo con un pedazo de papel de cocina y el rojo de la sangre se ha expandido por toda la superficie en una mancha húmeda que desmintió en un par de segundos la capacidad absorvente de la celulosa. Como he visto que aquel trozo de papel es un cauterizador inútil, he corrido al baño con el dedo en alto, gimiendo, a saltitos, igual que pájaro bobo. Una vez allí he rociado la herida con agua oxigenada, me he secado el dedo y lo he rodeado con una Tirita. He salido del baño, me he sentado en el porche y mientras miraba el extremo de mi índice, resoplaba como si solamente existiese ese dolor en el mundo: mi dolor. Sin embargo, al poco he pensado que había que ser valiente, y que por un gin-tonic bien valía la pena un poco de riesgo. Así es que he dado unos pasos hasta la cocina, he cortado con sumo cuidado, minusválidamente, una nueva rodaja de limón (la otra estaba ensangrentada, tirada en toda su circunferencia criminal sobre el mármol blanco), y la he dispuesto dentro del vaso de cristal ancho y alargado junto a dos hermosos y fríos hielos. He precipitado generosamente la ginebra, después la tónica, he revuelto sin agitar con el mismo cuchillo con el había cortado el limón. A continuación he lamido la punta del acero dentado con la lengua y he vuelto a mi sillón del porche, a contemplar la noche en la calle, las farolas de luz amarilla y la ausencia de luna en el cielo oscuro. Después del cuarto trago, cuando ya casi no se distingue el sabor dulzón de la ginebra y todo en el paladar es quinina efervescente, me he puesto a pensar en la silla plegable, en la puerta, en el pellizco, en el vértice afilado del cuchillo, en mi voz, y en mí. Y poco a poco, haciendo balance, he ido percibiendo cómo me invadía la sensación de volver a la vida.

Vuelvo mañana

viernes, 20 de agosto de 2010

Vota al camarada Reyes


No es nada fácil hablar de un héroe, entre otras cosas porque podría darse el caso de que al mismo héroe no le haga ni pizca de gracia. Los paisanos de Van Morrison, por poner un ejemplo, bautizaron una calle con su nombre y el mítico artista irlandés lo que puso es su potente voz de rythmn and blues en el cielo, y una amenaza de denuncia si el ayuntamiento de su pueblo natal no descolgaba de inmediato la placa de la pared, en donde se leyó durante unos pocos días ‘Van Morrison Street”. Si este gran músico conociese el idioma español y alguien le regalase “Últimas tardes con Teresa” , o “La oscura historia de la prima Montse” quiero imaginar que no se resistiría a la tentación de escribir una canción con la historia de Manuel Reyes. Nadie como Morrison para componer el cantar épico de Pijoaparte.

Yo no toco instrumento alguno, presumo de tener un carácter moderadamente soliviantado, que se atenúa los viernes, y jamás le he puesto la mano encima a una mujer. Ignoro si lo ha hecho Morrisson, pero si sé a ciencia cierta que Manuel Reyes abofeteó a una criada después de amarla apasionada y sabiamente junto al Mediterráneo creyendo que era una niña pija convergente avant la démocratie. Porque al amanecer, al descubrir el uniforme de chacha cuidadosamente plegado sobre la silla en la misma habitación en donde desplegó esa misma noche todas sus dotes amatorias, en donde dibujó los más sutiles movimientos, en el mismo espacio en el que regaló las caricias más reservadas dentro del catálogo de recursos del más virtuoso de los amantes de la Barcelona franquista, el héroe del Carmelo se sintió nuevamente derrotado en su guerra contra el propio fracaso de su vida .Y por eso, al ver que aquella bella muchacha a la que había elevado a los cielos no era más que una como él, se le apoderó la rabia. Intentó asumir durante breves instantes un nuevo embate del destino, pero fue en vano, porque al poco, como si en esa acción descargase toda la mierda de una historia jalonada de estafa, miseria y determinismo, Manuel Reyes zarandeaba a la joven Maruja, que al despertar atolondrada recibía del Pijoaparte tres bofetadas como tres soles igual que el que en ese momento emergía del mar desvelando con su luz la fantasía de una noche que fue esperanzadora mientras duró.

No sé si en los tiempos que corren Juan Marsé hubiese permitido que su criatura abofetease a una mujer. Él mismo explica que años después de “Últimas tardes con Teresa…” cuando se dispuso a escribir “Si te dicen que caí”, no pensó en ningún momento en la censura, y la escribió a tumba abierta. Seguramente hoy montaría la escena tal y como surgió, originalmente, y por supuesto, despreciando también las normas no escritas ni legisladas de la censura actual que dictan qué es y qué no es lo políticamente correcto; censura a la que se someten muchos autores, con el escamoteo consiguiente de realidades, y mucho más eficaz y castradora que el lapicero rojo de los años de la dictadura, porque es el autor quien se la impone a si mismo. De hecho, ahora mismo, yo me veo escribiendo estas líneas sin saber bien
por qué, casi justificando mi veneración por Manuel Reyes- ¡un abofeteador de chachas! Lo mismito que Glenn Ford con Rita Hayworth, pero en charnego- para lo cual he tenido que desperdiciar todo un párrafo parafraseando la maestría narradora de Marsé. Y es que estos tiempos, pesados tiempos, viscosos tiempos, más allá de toda frustración postmoderna (habría que sustantivar con un nuevo término la vuelta de tornillo del postmodernismo), he encontrado el líder social, el ejemplo a seguir, la luz, la utopía, el camino, praxis y tesis, al fin, unidas en un solo hombre, en el camarada Manuel Reyes, más conocido como el Pijoaparte. Y lo digo sin un ápice de ironía. Todo lo contrario: mis respetos para aquel que se vale del amor para salir de la miseria; para aquel a quien, gracias al amor profesado hacia una señorita de mierda, puede librarse por siempre de un destino que nadie merece, y que en ese proceso, en ese intento, se descubren, se develan, aparecen sin coartada posible y sin él saberlo –porque a Pijoaparte le importa un rábano, y eso es lo mejor- , actitudes morales de otra clase social que ponen a cuada cual en su lugar, con
independencia del domicilio geográfico, la lengua que se hable y lo amplia que sea la superficie en donde unos y otros vivan. El camarada Reyes es, para mí, el azote de una moral burguesa catalana que todavía campa a sus anchas, que nació con el auge económico de la industria textil y de la necesidad de provisiones de los contendientes de la Primera Guerra Mundial; que se hizo fuerte con el franquismo y que al rebufo de la democracia supo embadurnarse y perfumarse con los afeites necesarios para camuflar el olor a muerto, a traición y a dinero sucio. De esa manera siguieron siendo señores respetables, cimentadores de la sociedad, la savia económica de la sociedad, y pasaron como liberals de tota la vida, RH comprobado, cuatro apellidos, misa dominical, ‘Els Segadors’, unas cuantas flores cada 11 de setembre y el balcón bien pertrechado para cuando toque manifestación masiva a la que, por supuesto, no asisten, por aquello de no significarse.

Manuel Reyes es el líder literario, la criatura de referencia, que pone todo ese entramado moral y político (sí, político, por qué no decirlo) patas arriba, porque está tejido de hilo borde, un género falso como el sentimiento nacional que hoy muchos enarbolan, más falso que el alma de judas. Pero Pijoaparte pierde, y al perder triunfa, porque su triunfo es moral, porque es derrotado por amor, sólo por amor, como los héroes clásicos, los que nunca mueren, a los que un día vemos en el metro, otro en un bar, otro en la fábrica, en la cola del paro, en la discoteca de moda, descreídos de todo, aparentemente seguros de sí mismos, ejemplares únicos, supervivientes natos, pícaros, conocedores del terreno que pisan, conscientes de sus encantos, lobos solitarios dentro de un hábitat expropiado, dejado de la mano de dios, que se asocian y buscan (siempre buscan) poder traspasar la barrera social impuesta por el origen. Hoy hay Reyes por doquier, pero no quieren ser líderes de nadie, igual que el primero. Es más, les molestaría, como a Van Morrison, la alabanza y la demanda de catecismo, entre otras cosas, porque bastante tienen con resolver sus propios problemas. Los Reyes de la actualidad, igual que el de Marsé, son perdedores natos, seductores de niñas bien que humedecen sus sueños con golfos de apuesta virilidad, y mártires de su propia existencia cuando menos se lo esperen.

En las próximas elecciones, en el colegio electoral en donde yo suelo votar, cuando se inicie el recuento y alguno de los vocales dé con mi sobre y saque de él la papeleta, se oirá leer al vocal de la mesa: "¡Camarada Manuel Reyes!". Entonces, durante unos instantes, todo serán interrogantes, risas y chanzas, hasta que el interventor más listo de la mesa diga: "¡Aquest és nul , eh!" y mi papeleta con el nombre de Pijoaparte pase a engrosar el montoncito de votos que no sirven para nada.

Vuelvo mañana
Esta entrada está dedicada a Ramon Eastriver, del Far de Maians. Con cariño. Él sabe por qué

jueves, 12 de agosto de 2010

Mar de fondo


El Mediterráneo es un mar viejo, un anciano venerable que guarda sus batallas en el fondo y que sólo se las cuenta a quien de verdad quiere escucharlas. Todavía queda algún rincón en el que se puede estar sentado frente a frente contra el horizonte, sobre las rocas de algún acantilado, en algún saliente recóndito, sintiendo el azote de la brisa en la cara, contemplando el vuelo inquietante de la gaviota que tutela nuestro paso por la vida. En esos momentos uno puede escoger puntos infinitos hacia dónde mirar y asombrarse de la cantidad de azules diferentes que pueden nacer de la luz; uno puede jugar a guiar con la mirada, como si estuviese equipada con un inusitado poder telequinésico, el velero que navega justo sobre la línea del horizonte, y atraerlo hacia nosotros para que no desaparezca y evitar así que se precipite en la fabuloso ocaso de la nada que se esconde tras el final. Y si el velero nos obedece y viene, asustarnos por el poder que acabamos de descubrir. Pero si finalmente el barco desaparece tras el horizonte, lamentaremos su pérdida y podremos imaginar el asombro, el miedo, o quién sabe si la paz de la tripulación al experimentar el momento justo de la caída, la audición del ruido ensordecedor pocas millas antes de llegar al borde de la gran catarata marina que precipita con furia inusitada todas las aguas oceánicas hacia el abismo de lo desconocido, desde donde, que se sepa, nadie ha vuelto.

Uno puede ser más modesto, cerrar los ojos, dejar que el aire humedezca la piel y acompañar con la mente el ritmo cadencioso de la música con el que las olas chocan contra la roca, allá abajo, y hacia dentro. Así, permaneciendo en un estado de quietud, dejándonos llevar, podremos sentir bajo nuestros pies los golpes secos que van y vienen con la precisión de un diapasón, resonando bajo nuestros pies con un eco acuoso, cóncavo: el martilleo preciso, constante y paciente excavando la roca para la creación secular de oscuras oquedades, lecho de sirenas promiscuas o refugios de contrabandistas pero, sobre todo, cuevas del tiempo, porque en esos ignotos escondrijos marinos, esculpidos por la fuerza del agua en su ir y venir eterno, reposan las horas y los minutos que hemos perdido para siempre en nuestro afán por hacer deprisa lo que requiere un océano de espacios, de momentos, de y mil y un instantes detenidos para pensar y nuevamente de vuelta hacia la pared colosal, así hasta que el eco contenido, apenas percibido entre el estruendo, indique que otro pedacito de roca ha caído al mar arrastrada por la espuma de la ola que volverá con fuerzas renovadas apenas recupere unos metros para tomar impulso.

Por eso, al abrir los ojos fijo la mirada a lo largo del acantilado, y entonces me maravilla la belleza de la vejez mediterránea expresada en el cobre verdoso de las aristas nobles, ya poco afiladas, que siglos atrás dieron buena cuenta de naves tripuladas por marinos imprudentes, hombres con el destino escrito en la frente, nieblas fatales, guerras sanguinarias, galernas cómplices. Antaño, cuchillos como escarpias de mortal puñalada, el arma propiciatoria de los suicidas por amor, de cuyas almas la ola se ayuda para horadar el arrecife que será, con paciencia de dioses, el cobijo del tiempo.

Pero si de verdad queremos conocer al viejo mar, es indispensable estar allí de noche, lejos de cualquier luz artificial. Porque entonces se produce una inversión fabulosa, extraña, casi fantástica, y las leyes de la física pierden todo vigor, carecen de autoridad, y la arbitrariedad de las palabras que nombran día a las horas con el sol y noche a las horas con la luna, sin que nadie les haya dicho nunca que así deben hacerlo, se desmorona igual que si fuese el fundamento astronómico divino de un dogma de fe. Y es que en la noche el cielo es el reflejo negro del mar y las estrellas, en realidad, son el recuerdo de los destellos de la luz del sol en el agua. De ahí que cuando hay luna llena, se pueda afirmar, sin ningún temor a la herejía, que amanece en toda la Tierra y, durante esos instantes, si pudiésemos asomarnos a las cuevas antiguas en donde habita el tiempo, veríamos las almas de los condenados por amor explicándose y mostrando sin pudor los tormentos y las cicatrices de la pasión .

Vuelvo mañana

miércoles, 4 de agosto de 2010

Campanadas a medianoche


En mi tercera infancia, cuando el tiempo del verano era eterno sin yo saberlo, me invadía una inexplicable e intensa sensación de miedo inconsolable si el repicar de la primera campanada de la medianoche me sorprendía despierto en la cama. Entonces una espesa congoja se apoderaba de mí y me zafaba con la manta de franela hasta el cuello. Al sonar la tercera y la cuarta campanada el terror aumentaba, el corazón latía frenético y yo apretaba fuerte la manta con las manos protegiéndome de un posible ataque. Pero las campanas seguían tocando, una tras otra, quedas, espaciadas, y a mí me parecía que esa era la señal emitida desde los avernos para que la maldad, en sus múltiples formas, se apoderase de la noche del pueblo, y después de danzar bajo la penumbra exigua de las luces que alumbraban inútilmente las esquinas de sus calles, se colase por entre las gateras, las grietas de las paredes y las aberturas de las ventanas mal ajustadas como olores de cementerio, igual que viento helado, o un humo inteligente de poderosa conciencia que, una vez en el interior de las casas, se transfiguraría en formas demoníacas, seres horrendos, en pequeños espíritus maléficos contra los que era inútil alegar infancia, pureza, ausencia de pecado, cruces, ajos, ensalmos, balas de plata, oraciones y exorcismos. Allí estaba yo sin más protección que la de mi manta y las manos con las que me tapaba los oídos en un intento vano de dejar de oír la medianoche que imponía la torre del campanario, como si la sordera inducida actuase a modo de contraseña de sangre escrita con rabo de toro sobre la puerta, y las tribus de súcubos inclementes, poco dados al diálogo y al perdón, pasasen de largo y decidiesen dejarme vivo una noche más. Sentía pánico a un mordisco en el cuello, a que un bicho endemoniado surgiese de debajo de la cama, se deslizase como serpiente cornuda por los barrotes de hierro; a escuchar el sonido escamoso de su cuerpo trepando y yo bajo la manta, paralizado, sin saber qué hacer, sin gritar, ni pedir auxilio, en una insufrible e interminable espera; quieto, latente, en silencio, padeciendo una horrorosa expectación ante la proximidad segura del olor de un aliento corrupto sobre mi cara; del silbido blasfemo que produce la saliva relamida entre dos colmillos afilados; del inminente descubrimiento fatal de la naturaleza viscosa de la bestia que al disponerse a ejecutar la misión que dicta su naturaleza dejaría caer sobre mis ojos cerrados la baba caliente, gástrica, de un ansia insaciable. Eso me daba miedo, mucho miedo, pero lo que realmente me espantaba era que tras el mordisco, el dolor, y la sangre fluyendo desde mis venas hacia el estómago bilioso del trasguero, me convirtiese yo en una suerte de gomia, de tarasca alada que pasease su dantesca desnudez esquelética por las noches del pueblo absorbiendo la vida a sus aldeanos y -lo que era peor- de mi propia familia, justo cuando el badajo de la campana del reloj golpease la primera de las campanadas de la medianoche.

De manera que los minutos inmediatamente posteriores a las doce dadas la tensión era máxima. Abría los ojos, aguzaba el oído como un cárabo en el páramo y mantenía la manta muy ceñida al cuello, con las dos manos, con toda la fuerza de que era capaz. Cualquier ruido que se oyese en la casa, por pequeño que fuese, obligaba a trabajar al límite todos mis sentidos. Hasta que el reloj tocaba la solitaria y lacónica campanada de la una, que concluía y cerraba el periodo de acecho, amenaza y pavor. Entonces, todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se relajaban, sacaba los brazos por fuera de la zafada, respiraba profundamente dos o tres veces y, antes de que se oyese el primer cuarto, ya estaba durmiendo. Una noche más, me había librado del tormento, del tortuoso viaje eterno del que solamente se vuelve en las noches de verano, convertido en sanguinario papón, esbirro de Satán. Al despertar, el nuevo día casi siempre era luminoso, limpio, salpicado por alguna nube despistada. Tomaba en la cocina un gran tazón de leche recién ordeñada, con la que mojaba pedazos de pan de la hogaza del día anterior. Casi sin oír el “¡Andai con cuidado!” de mi abuela, salía escopeteado a la calle, todavía con el borde de los labios blanco y, mientras resolvía brevemente la disyuntiva de ir a las eras a por tábanos o a cazar ranas, una duda mucho más importante me asaltaba y me inquietaba durante unos instantes: ¿Quién habrá sido la víctima esta noche pasada? No me daba tiempo a encontrar la respuesta porque en segundos llegaba algún amigo con su bicicleta. Yo cogía la mía y subíamos la cuesta de la Iglesia en dirección al pilón en donde abrevaba el ganado. Mi amigo se había adelantado un poco y aupándose sobre el sillín y girando la cabeza me decía a gritos que conocía un nido de aguilucho. Yo hacía como que le escuchaba, asintiendo, pero en realidad miraba disimuladamente hacia la torre y, entre resoplidos y pedaladas, me juraba a mi mismo que esa noche, antes de las once, ya estaría durmiendo.

Vuelvo mañana