jueves, 30 de septiembre de 2010

El juego de la ausencia


Me gusta poner un disco y de inmediato salir a hacer un recado, a comprar, por ejemplo, el pan para la cena. Es como si en mi ausencia, debida a una sencilla necesidad doméstica, algo esencial y único tuviese lugar en el espacio en el que habito, para lo cual fuese necesaria la soledad, el vacío del alma y del cuerpo entre las paredes en las que discurro mi existencia.

De manera que, mientras intercambio algunas bromas con el panadero, palpo la barra de cuarto, y huelo el recuerdo del calor sobre la masa de harina, en realidad lo que hago es disfrutar de la certidumbre del momento justo en el que están sonando en mi casa, sin mi presencia, sin nadie que los escuche, virtuosos violines agudos frente al sillón vacío ocupado solamente por el olvido, la memoria reciente del hambre, la huella de mis horas sentado y cierto sentido estúpido, raro o loco, de la libertad, del desorden o de la diversión, de un juego en el que ejerzo el papel de un dios extraño un tanto despistado y simple.

El corazón de un gran bosque, la profundidad abisal de los mares, el interior de la cueva más oscura, el centro ardiente del desierto son tan reales como el universo que los cobija, aunque no hayan conocido jamás el aliento de los hombres. Sin embargo disfruto como un chiquillo al saber, mientras doy la tanda en la panadería, que aunque "El Otoño" de Vivaldi está sonando en mi casa, en realidad no es así, porque nadie lo está escuchando. Pero al mismo tiempo sé -y esta es otra gracia del juego- que la música se está colando como agua en la tierra donde viven mis plantas; que se impregna en las cortinas, o resuena entre las páginas de un libro abierto que nadie lee, cuyas páginas por tanto, tampoco existen. Que las notas más agudas se quedan colgadas de los cuadros, y las más graves se depositan suaves, templadas, sobre el suelo, como una nube de humo blanco y espeso, como niebla cálida sobre el río. Y que, seguramente, en el momento más débil de un movimiento calmato, molto tranquillo, cuando la música no es más que un susurro casi inaudible, alguna nota inconsciente, con vocación aventurera, aprovechando el abandono de mi hogar, se deslizará por entre la rendija de alguna ventana mal cerrada y rodará hacia la calle y vivirá unos pocos segundos entre la indiferencia de los transeúntes.

De todos modos, lo mejor de jugar a las ausencias con la música es la vuelta a casa. Puede que al entrar el disco haya acabado. Entonces todo es silencio, un silencio platónico, ideal; el no ruido, el nacimiento de toda soledad, la avalancha de un peso sordo que resuena como la caída de una gran montaña, el golpe unánime de los océanos contra la tierra. De ahí que esta no sea la manera más óptima de finalizar el juego, porque la expectativa de la música se frustra con la estridencia del mutismo y entonces me parece que me adentro en el atrio de un mausoleo. Si este es el caso, me veo obligado a abrir todas las ventanas y dejar que el fragor de la calle se lleve el aire silente. Alguien dirá que queda el recuerdo de la música que sonó, pero no es así, porque la música carece de memoria. Por eso el mejor momento del juego llega cuando al entrar en casa puedo oír todavía a los instrumentos tocando sabios, armónicos, y a todo volumen. Es entonces cuando me parece ser un pequeño dios que detenta el poder de la resurrección, creador de sonoridades, artífice de cadencias, alfarero del ritmo, descubridor de polifonías, porque gracias a mi sola presencia, ese es el instante en el que "El Otoño” vuelve a la vida.

He intentado el mismo juego con la Historia, pero ocurre como con la música, que en ausencia humana no hay recuerdos, ni memoria. Sólo algo ligeramente similar: un minuto de nostalgia, cierta melancolía y algún llanto sentido que no bastan para resucitar un tiempo en el que ya no estaba y que jamás podré convertir en real porque esos son, todos, sentimientos ajenos y mucho me temo que poco sinceros.

Vuelvo mañana

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Zapatitos para un ataque de gota


Poco después de que Pepita y yo nos casásemos, un buen amigo me trajo de Paris, recién salido del horno, “Rojo y Negro”, la novela del francés Henri Beyle, alias Stendhal. La leí en tres noches, mientras Pepita me reclamaba continuamente desde la cama. Siglo y medio después vuelvo a las andanzas de Julien Sorel en la corte parisina de la Francia de la Restauración. Julien Sorel -que con el paso del tiempo se ha convertido en el Pijoaparte decimonónico, en el padre literario de Manuel Reyes- es, para entendernos pronto y bien, un trepa plebeyo, un héroe novelesco que sacrifica sus sagrados principios liberales y todo lo que haya que sacrificar, en aras de su ascenso social. Y durante páginas y páginas, mal que bien, el héroe se va saliendo con la suya. Además de aprender las más sofisticadas estratagemas para ganarme un buen día un puesto ejecutivo en una multinacional (a una subsecretaría tampoco le haría ascos), le tengo que agradecer a la sabiduría literaria de Stendhal el haberme dado la oportunidad de entender con su obra algunas cuestiones rigurosamente contemporáneas que me tenían en un sinvivir. Porque el capítulo VII del libro II de la novela, titulado “Un ataque de gota”, es un oráculo que vaticina, con casi dos siglos de por medio, ambiciones, traiciones, e hipocresías que hoy nos afectan a todos. O quizá sea, sencillamente, como ocurre tantas y tantas veces que, a pesar de los años, todo sigue igual y nunca aprendemos nada.

La nobleza ha gozado durante siglos de las mejores viandas de la tierra, de los cielos y de los mares. Los aristócratas de la vieja Europa se han puesto hasta las trancas de comer las carnes más rojas, de chupar los mariscos más grandes y de beber los vinos más añejos. Por eso, cuando alcanzaban cierta edad, sufrían del mal de la gota, porque el ácido úrico se les rebelaba cristalizando en dolorosos trocitos de cerámica orgánica que se depositaban en cualquiera de los dedos pulgares de los pies y les mantenía quietecitos, durante semanas, aposentados en sus sillones, con un humor de perros. De ahí que los vasallos, servidores y nobles inferiores a su rango, se cuidasen muy mucho de contrariar al señor en esos días. Hoy la aristocracia la forman los directivos de los grandes bancos y 50 apellidos que mueven a golpe de teléfono ingentes cantidades de dinero de un lugar a otro del planeta, conscientes de que juegan con el futuro de centenares de millones de personas. Estos duques, marqueses, condes y vizcondes de nuevo cuño, se levantaron un buen día con un dolor terrible en el dedo gordo del pie a causa del atracón terrible de dinero que se habían dado durante unos cuantos años. Y para que se les calmase el dolor y volviesen a estar de humor, descolgaron el teléfono una vez más y mantuvieron una breve conversación con el gobernante de turno, confiando que gracias a su pusilanimidad y servilismo, el remedio sería inmediato y además rentable.

El señor de La Mole, para quien trabaja Sorel en París como secretario, sufre un episodio de gota en el capítulo de la novela al que me he referido. Con la intención de entretener sus días en cama, el Marqués de la Mole decide establecer conversación con él y, con el fin de que el trato pueda ser de igual a igual, sin que pierda por ello autoridad frente al lacayo, le propone a Sorel que, llegada la noche, antes de cenar, se cambie el sobrio traje negro de secretario por un noble traje azul, de modo que así tendrá la sensación de que habla con el hijo de un duque amigo suyo. Sorel, claro, no tiene más remedio que acceder, y pronto encuentra las ventajas del curioso juego. Es más, según relata Stendhal, “las atenciones del marqués le resultaban tan aduladoras al amor propio, que pronto, a pesar suyo, sintió una especie de cariño hacia aquel anciano amable “.

Más de 150 años y 30.000 millones de euros después, estos mismos hechos se han vuelto a producir, y no precisamente en casa de ningún noble, sino en el palacio en donde vive quien nos prometió gobernar para los más débiles. A nuestro Sorel nacional, encarnado en la figura de Zapatero, no sólo le han cambiado el flequillo, las cejas y el nudo de las corbatas. También le han cambiado el color del traje, y también le ha cogido cariño a esos tipos tan amables del otro lado del teléfono después de un par de charlas con ellos. Estoy por pensar que, incluso, ha renunciado a sus principios, ahora que se acerca su jubilación forzosa, para poder ubicarse con comodidad en algún consejo asesor de alguna gran multinacional, tal y como ya hiciera su correligionario Toni Blair.

Tengo un amigo que a Zapatero le llama Zapatitos. Me hizo mucha gracia el apelativo porque revela de un modo simple y rotundamente explícito el carácter de la acción de gobierno del presidente español durante estos últimos meses de crisis, y su pusilanimidad frente al ataque y al chantaje de los grandes capitalistas que, como todo el mundo sabe, han puesto el peso del sacrificio en las espaldas de los trabajadores después de haberse inflado a dinero y de haber esquilmado las arcas públicas -que son nuestros ahorros colectivos- para añadir así un plus a su indecente cuenta de resultados. A estos tipos, que tienen nombre y apellidos, les ha entrado un ataque de gota, se han puesto insoportables, y han llamado a Zapatitos para calmar sus humores y poder reírse un rato viendo cómo su secretario, todo vestidito de azul, desmonta el estado del bienestar y cercena, uno a uno, derechos conquistados con mucho esfuerzo por el sacrificio y la lucha de hombres y mujeres alentados por sus abuelos ideológicos. Sin embargo él, tan coherente y justo con sus decisiones, ha reflexionado en silencio consigo mismo y después de llegar a la conclusión soreliana de “la desigualdad del duelo entre el poder y una idea”, ha decidido, como su predecesor Julien, que “no tiene importancia. Tendré que acabar haciendo otras muchas injusticias si quiero llegar arriba, e incluso saber taparlas con hermosas palabras sentimentales”.

Vuelvo mañana
Este blog se cierra durante la jornada de huelga general del 29-S

viernes, 17 de septiembre de 2010

Desde el más profundo de los respetos


(Llueve con tanta fuerza que la calle se ha convertido en un torrente sin control que todo lo arrastra a su paso. Relampaguea y truena. Estoy agazapado tras el cristal lloroso viviendo la tormenta)

"Ante todo, res pe to". Eso es lo que han declarado Zapatero y los demás presidentes de la Unión Europea con respecto a la regañina que la comisaria Reding le ha endosado a Sarkozy. Con todo el respeto del mundo, y gracias a la educación en latín que se me ha dado, me permito dirigirme a sus ilustrísimas, presidentes de los países de la Unión Europea, y rogarles muy encarecidamente que se vayan sin más dilación y con urgencia a la mierda; que les follen, que les jodan, que den gracias de que sus santas madres no hayan cerrado las piernas en el momento de parirles, y que me las den también a mí, porque si no fuese porque soy un firme defensor de la presunción de inocencia, a estas alturas ya les habría llamado hijos de la grandísima puta. Cabrones lo son un rato, un poco menos que bellacos, atropellaplatos, pendejos, mamones, zorrones, putos fachas de mierda, chupapollas, lameculos, cagaos, chulos de playa, cabezahuecas del kkk con aires de ilustrados, más cobardes que las ratas, más falsos que el alma de judas, interesados, mentirosos, hipócritas, racistas, clasistas, homófobos, xenófobos. No os salvais ninguno. Todos, con todo el respeto del que soy capaz de expresar, deberíais vivir en pocilgas, en el más oscuro y hondo rincón de las cloacas, y de vez en cuando, cuando nosotros, los ciudadanos del mundo, lo decidiésemos, os sacaríamos a pasear por las calles de la vieja Europa y así oleríamos el hedor nauseabundo que dejáis a vuestro paso a traidores, a nazis, a fascistas, a indolentes, y pusilánimes.

Para vuestro jefe, Sarkozy, unos de los más grandes hijos de puta que campea en el mundo, tengo el encargo de ofrecerle los respetos y afectuosos saludos de parte de unos cuantos gitanos, con la más respetuosa de las intenciones, faltaría más:

Mal fin tenga tu cuerpo y permita Dios que te veas en las manos del verdugo. Que te arrastres como las culebras, que te mueras de hambre, y que los perros te coman. Que malos cuervos te saquen los ojos y repartan la bola entre buitres hambrientos. Mal dolor te den, que acabe con la muerte del grillo, con los cuernos retorcidos. Que te pudra una sarna perruna. Que la Bruni te ponga los cuernos. O mejor, que mis ojitos te vean colgado de la horca y que sea yo el que te tire de los pies, y que los diablos te lleven en cuerpo y alma al infierno. Ojalá te cicatrice el ojo del culo. Que te enrabe un sifilítico y asín te se caiga la picha a trozos. Que todo lo que robes te lo gastes en medicinas. Asín te mueras tu, y tu papa, y la puta que te atrapa. Asín cagues sandías enteras con el rabo y todo. Me cao en tu estampa, me cago en tu sangre, y me cago en tus muertos pisaos. Me jiño en la puta vieja que te cagó y en tu descendencia. Pleitos tengas y mal càncer te entre.

Presidente Sarkozy, maldita sea tu estampa.

(Ya ha escampado. Parece que el agua vuelve a su cauce. El cristal ha quedado marcado con las huellas secas del discurrir loco de la lluvia. Sin embargo, dentro de mí sigue la tormenta)

Vuelvo mañana
Si no han cerrado este blog

martes, 14 de septiembre de 2010

Tarzán y Dios


Pocos meses después de mi nacimiento, José Mª Blanco y Crespo, Canónigo titular de Cádiz, igualmente desconocido como José MªBlanco White, se exiliaba definitivamente a Inglaterra, hacía apostasía del catolicismo y abrazaba la Iglesia anglicana, confesión que finalmente terminó por abandonar. Para quien no le conozca debo decir, en honor a la verdad, que yo me llevé la fama y Blanco White cardó la lana. Su obra, por muchos esfuerzos por rescatarla que en su día hiciese Juan Goytisolo, todavía sigue escamoteada, amagada, enterrada en décadas de olvido ignominioso en pleno siglo XXI, y contiene las líneas más desgarradoras y verdaderas que un español haya podido escribir en relación a su patria, a su alma, a su espíritu, al momento histórico, político social que vivió y que le llevó primero al compromiso valiente con la verdad que expresaba, después al amargo exilio y, ya muerto, al olvido perpetuo de su obra y de su pensamiento . Ni siquiera sé si permanece en catálogo lo único que se ha publicado de él en los últimos 40 años: "Obra Inglesa de Blanco White", una selección crítica a cargo del mismo Juan Goytisolo en la editorial Seix Barral editada tres veces, en 1972, 1974 y 1982. Para quien dé con este libro y pueda leerlo, verá que mis articulitos, tan populares, seguidos, celebrados y mejor pagados, se quedan en voz de falsete al lado de la potencia reveladora, de la sinceridad biliar y de la impotencia atormentada con la que este coetáneo mío se expresó en uno de los momentos claves de nuestra historia moderna.

Esta última semana me he acordado cada día de él. Me he acordado de José Mª Blanco White cuando he leído y he visto, allá por donde he mirado, al ya celebérrimo pastor de Florida berreando su filia por el divino fuego destructor y a los seguidores más elementales del islamismo fundamental berreando a su vez, más fuerte si cabe, gritos fanáticos –igual de fanáticos- de muerte al cristiano. Y me he ido a buscar alguna de las recetas y reflexiones del escritor sevillano contra el fanatismo religioso . “El dogma de un juez infalible es la fuente auténtica del fanatismo y quien quiera que crea de verdad en él es necesaria y conscientemente un perseguidor. Los hombres organizados en una corporación como profesionales de la ortodoxia, resistirán y castigaran por todos los medios cualquier tentativa de disolver el principio vital de su unión. Y como todo otro organismo político, una Iglesia ortodoxa advertirá fácilmente que nada aglutina mejor a las agrupaciones humanas que su oposición a las demás. De ahí el hecho de que la condena de los demás es el alma verdadera de la ortodoxia.” Esto se escribió a principios del siglo XIX, y desde entonces no hemos aprendido nada. De hecho, si Blanco White lo escribió fue, primero porque sufrió en sus propias carnes y en las de su familia, los efectos del fundamentalismo; porque vió a mucha gente sufrir por la misma razón, en aras de unas creencias que él debía de defender y, seguramente también, porque era consciente de que hasta entonces, desde los albores de la civilización, tampoco habían aprendido gran cosa.

Yo recuerdo tardes de sábado invernales, en la infancia de mi tercera vida, al calor de la estufa catalítica de butano, comiendo pan con chocolate y viendo pasmado películas televisadas en las que se desarrollan historias de tiempos lejanos; en las que podía ver civilizaciones ignotas, perdidas en el tiempo, donde se producían escenas protagonizadas por miles de personas que en una especie de catarsis colectiva aclamaban, fanáticas, a su dios, representado en una gran estatua de cartón piedra bajo la cual se solía sacrificar a una joven dama, a un niño o al extranjero de turno, para deleite y admiración de todos los ciudadanos allí presentes, que alcanzaban el paroxismo y casi al éxtasis una vez consumado el sacrificio. A veces llegaba Tarzán a tiempo -el héroe blanco -y les aguaba la fiesta a los nativos, levantaba al brujo en volandas y lo lanzaba altar abajo. Yo, en mis cortas luces de niño impresionable, pensaba que eso que veía era cosa del pasado, muy pasado, de una época cuando el hombre todavía no sabía cosas que en nuestra contemporaneidad ya sabíamos y que, por tanto, nunca, nunca, volveríamos a ser así, como los salvajes fanáticos a los que ahuyentaba Tarzán. Y además pensaba - ¡qué de cosas extrañas se le pueden ocurrir a un niño!- que si el avión en el que viajaba Tarzán se estrelló en la selva cuando apenas era un bebé, no estaría bautizado, y que por tanto no era probable que conociese a Dios ni su idea. ¿Creía Tarzan en Dios? Es una pregunta que todavía me hago.

Pero pasa el tiempo y, efectivamente, uno asume que despues de miles de años sobre la tierra, no hemos aprendido nada, y que lo que un día parecía ficción, lejana ficción histórica, no sólo no lo es sino que además es absolutamente vigente. Si le damos un vistazo al estado del catolicismo en España nos encontraremos, sobre todo, con los neocatecumenales de Kiko Argüello, próximos a las cortes de las dos familias reales españolas, la Borbón y la Aznar-Botella. También contamos con el Opus Dei, del que sobra dar explicaciones al respecto de su posicionamiento en todos los estamentos sociales y de poder. Si miramos hacia el centro del imperio, según una encuesta de la cadena ABC realizada en 2004, el 61% de los norteamericanos cree a pies juntillas el relato bíblico del Génesis, el 60% en el Diluvio Universal y el 64% que Moisés separó las aguas del Mar Rojo. Según una encuesta realizada por la organización Harris, siete de cada diez estadounidenses creen que los milagros son una posibilidad realista. El 71% de los estadounidenses pide más influencia religiosa en la vida y en su gobierno. El 67% piensa que su nación es cristiana, un tercio pide que se tenga en cuenta a la Biblia para hacer leyes y el 69% afirma que los liberales (demócratas) han ido demasiado lejos al intentar mantener la religión fuera de las escuelas. Estas cifras escalofriantes proceden de la encuesta Pew y todas, incluida esta última, las he copiado del libro “El pensamiento secuestrado”, de Susan George, un libro, creo, imprescindible. No conozco datos al respecto de las creencias en los países del Islam, pero la realidad no debe estar lejos de la americana. Este es el panorama, sin películas, sin figurantes, sin cartón piedra y sin Tarzán. De modo que es previsible que el Pastor de Florida no sea más que una de tantas expresiones fanáticas occidentales que nos quedan todavía por ver.

Por eso he visitado de nuevo las páginas de Blanco White, para que me ilumine. El heterodoxo español más olvidado decía a principios del siglo XIX, que “el mayor paso que la sociedad debe dar ahora es […] aprender a actuar de acuerdo con el principio de que todo, en el hombre y sus preocupaciones, es progresivo y nada puede ser encerrado para siempre en las mismas formas, a menos que destruyamos en seguida la vida que lleva dentro”. Leámoslo tres veces seguidas, despacio. Respiremos, pensemos, integrémoslo en nuestro organismo y ,a continuación, pongámonos en la piel de un hombre que vivió y narró en los primeros días de la invasión francesa lo que a continuación se puede leer:

“[…]Los vecinos, al oir las relaciones de lo ocurrido en Madrid y la noticia de la insurrección de las principales villas de su propia provincia, se congregaron un día bajo la casa del alcalde, esgrimiendo cuantas armas habían hallado a su alcance, como hoces, picos, y otros aperos de labranza. Muy felizmente para el buen magistrado, los insurgentes no abrigaban queja contra él y, al acercarse a la rústica muchedumbre, salió confiadamente a su encuentro. Tras obtener, no sin grandes esfuerzos, el derecho a hacerse oir, el alcalde quiso informarse de sus deseos y propósitos. La respuesta me parece sin precedentes en la historia de los motines: ‘Lo que queremos, señor, es matar a alguien’, dijo el portavoz de los insurrectos. ‘en Trujillo han matado a varios, en Badajoz a uno o dos más, en Mérida a otro, y no podemos ser menos que nuestros vecinos: queremos matar a un traidor[…]

Vuelvo mañana

martes, 7 de septiembre de 2010

Quo vadis formica


Somos bastante hipócritas con las hormigas porque, aunque todos admiramos su capacidad para el trabajo, el respeto escrupuloso que profesan a las jerarquías, el modo tan eficiente de comunicarse, de organizarse, y la sorprendente eficacia para encontrar oportunidades en los rincones más insospechados, la verdad es que, cuando vemos una larga hilera negra que se dedica afanosamente a sus quehaceres no dudamos en poner sobre ella nuestras pezuñas, o en descargar sin piedad nuestro arsenal químico de destrucción masiva, aun a sabiendas de todas y cada de sus virtudes.

Este verano ha sido, con respecto a mi humana fobia y desdeñoso desprecio hacia la vida de las hormigas, mi verano San Pablo, mi verano Quo Vadis. He sido testigo de uno de los momentos únicos en la historia del estudio de estos insectos. Lo siento mucho por la ínclita nacional geográfica y por la división de ciencias de la naturaleza de la bebecé, pero será esta humilde bitácora la que dentro de unas líneas va a desvelar, en rigurosa primicia mundial, la estrecha relación que viven las hormigas con la literatura desde que el ser humano descubrió el placer de leer a la sombra de un algarrobo, recostado sobre la hierba, sin más preocupación que la de espantar las moscas, esquivar el sol y no atragantarse con el hielo que enfría el ron añejo.

El caso es que una tarde del mes de agosto leía con admiración y tristeza, placer y congoja, una de las muchas discusiones que mantienen en la amargura perpetua al matrimonio que protagoniza "Tendidos en la oscuridad", la primera novela de William Styron. A veces, entre párrafo y párrafo, me veía obligado a detener la lectura porque alguna hormiga ya crecidita se encariñaba con uno de los dos pulgares de mis pies y clavaba las pinzas de sus mandíbulas en la piel, de manera que tenía que dejar el vaso sobre el césped y casi sin apartar la vista del libro me veía obligado a dirigir descuidadamente mi mano hacia el dedo atacado. Entonces, sin preocuparme ni un poquito por el aspecto de la futura víctima, la aplastaba de un manotazo o la espachurraba aplástándola con el índice. Finalmente, elaboraba desganadamente una bolilla con su cuerpecillo, lanzaba el cadáver como quien tira una colilla, bebía un traguito de ron y retomaba la tormentosa historia de la familia Loftis.

Así era yo con los formícidos, como cualquier humano, hasta que un buen día, durante mi semana Styron, dejó de sonar la música con la que acompañaba la lectura y me levanté un momento a cambiar el CD. Al hacerlo, dejé el libro abierto sobre la hierba y cuando de nuevo volví a él vi que sobre las páginas en la que Mr. Milton observa cómo su hija Peyton se deshace de la ropa y queda ante él desnuda -hermosa y provocativamante desnuda- cruzaba de una página a otra, en diagonal, perfectamente ordenadas, en una fila trazada tan recta y rigurosa como la moral que destruye a los Loftis, decenas de gruesas hormigas negras. Los bichos entraban ordenadamente por el extremo inferior izquierdo de la página par y dejaban el libro por el vértice superior derecho de la página impar, que era la puerta de salida hacia la hierba del jardín. Mi primera intención fue la de coger el libro y sacudirlo enérgicamente para que las hormigas cayesen. También pensé en deshacerme de ellas barriéndolas con el revés de la mano, o soplar con todas mis fuerzas y provocar sobre la escena por la que desfilaban un autèntico huracán. Pero no hice nada de las tres cosas. Me quedé allí, junto a la novela, a la sombra del algarrobo, bebiendo plácidamente ron cubano, escuchando el gorjeo de las golodrinas del atardecer y compartiendo una par de hermosas páginas de buena literatura con las primeras hormigas lectoras de la Historia.

No se lo quería explicar a nadie. Le verdad es que mi intención era mantener en secreto el suceso que acabo de relatar, si no fuese por lo que aconteció horas más tarde: Cenaba bajo el porche y al terminar le daba vueltas con la boca a un palillo y también al destino final de las hormigas. Hacia dónde irían cuando dejaban de caminar sobre el libro y se internaban en los subterráneos del jardín. Me imaginaba que entraban en el hormiguero y que letra a letra construían de nuevo toda la escena que creó Styron, y que en unos días llegaría el otoño, con lluvias, y el invierno con los fríos, y el hormiguero se destruiría, con sus hormigas dentro, con la desnudez de Peyton y el soslayo incestuoso de Mr. Loftis. Y cuando mis elucubraciones llegaban ya al paroxismo -casi al ridículo- la vecina de al lado le gritaba a su marido que estaba harta y que no le aguantaba más y que o espabilas o aquí te vas a quedar, tú con tus manías. Me levanté y volví a mi novela, justo por la misma página en donde caminaron mis hormigas, y no paré de leer hasta el final. Esa noche, cálida madrugada del mes agosto, me acosté triste.

Vuelvo mañana