sábado, 26 de junio de 2010

Mañanitas de San Juan


La mañana de la víspera de San Juan suele ser soleada. Con ella se da por inaugurado oficiosamente el verano, que todavía no ha tomado conciencia de sus poderes porque el calor no agobia y el sol se recibe en la piel como bendición divina. En las mañanas, mañanitas de San Juan, la multitud prepara la celebración de la noche más corta del año. En el Mediterráneo esta jornada es especial. El aire se llena de luz, se espanta el silencio con pólvora, la noche huele a mar y, si el alcohol no ha hecho estragos, bajo la luna el amor gime sobre la carne. Desde hace ya algunos años no vivo la noche de San Juan lejos del mar. Llego a mi casita de la costa antes de mediodía, con tiempo suficiente para instalarme, ahuyentar la humedad estancada y airear a los fantasmas que aprovechan la ausencia del invierno y ocupan con su aliento frío la atmósfera abandonada del hogar. Después aprovisiono la bodega, lleno la despensa y le doy unos retoques al jardín, rebosante de hiedra exuberante, hortensias, pitas, geranios púrpuras, clavel rojo, genista, lavanda, aromático jazmín blanco y buganvillas radiantes que absorben todos los rayos del sol desde lo más alto del mástil del tronco en donde esparcen hacia el azul templado del cielo sus ramas repletas de flores. Me gustaría dejar que las plantas del jardín creciesen a su libre albedrío y no tener que cortarlas nunca; que se enredasen unas en otras, hasta no saber en qué lugar preciso han enraizado; que cobijasen otras especies ajenas, malas hierbas, dientes de león, ortiga, cardos, menta silvestre, citronela; que las semillas que transportan insectos, pájaros y el viento germinasen aquí y allá, entre el césped verde y el seto de ciprés en donde cada año, puntualmente, anida la misma pareja de mirlos que interpreta, con su grave y hermoso canto de flauta, la banda sonora de los primeros días de verano. Pocas veces he conseguido verles más de tres o cuatro segundo seguidos. No se dejan. En un momento u otro descubro el hueco del seto por donde se cuelan, que es donde han construido el nido en el que crían a su polluelo. El mirlo es uno de los pájaros más hermosos que vuela el cielo. Más que por el negro cerrado de sus plumas, su pico amarillo y el sonido de su canto, admiro al mirlo porque es solitario e independiente. Jamás se agrupa. El mirlo es como un gato alado. Por eso los romanos le bautizaron merula, que significa casi solo, y esa debe ser la razón principal de mi admiración hacia esta hermosa ave, que vive su existencia en estricta soledad, y que se aferra al territorio como las raíces de las plantas a la tierra, como mi discurrir a través de la eternidad, o mi estancia secular en la fosa en donde me pudro.

Pero las convenciones pueden conmigo, de manera que cuando habito mi casa cerca del mar procuro mantener el césped bien peinadito, igual que el flequillo de un graduado de Yale, y como esta primavera el cielo ha sido generoso, la hierba se ha engreñado en una caótica melena verde que se mece serena al compás de la brisa. Así que para dar fin a todas las tareas domésticas que suponen abrir una casa de veraneo, y para evitar la crítica de las visitas hacia el estado del césped, finalmente me dispuse a cortarlo. Cuando el contraste entre la zona peinada y la que no había cortado me recordaba un bosque tupido que limitase con la campiña, detuve súbitamente la máquina porque, entre tallos altos, grama salvaje y hierbas de todo tipo, yacía el cuerpecito medio podrido, mordisqueado, sin plumas, esquelético, del polluelo de mirlo que con inconsciencia precoz habría intentado el primer vuelo sin calcular bien sus fuerzas escasas, sin tener en cuenta su torpe pericia, o sin haber recibido todavía la primer lección natural que alerta sobre el instinto depredador de los enemigos urbanos que acechan, voraces, descuidos, errores y temeridades. En ese momento me invadió el impulso de conectar de nuevo la cortadora y pasarla sobre el cadáver del pequeño mirlo muerto para que su cuerpecillo se mezclase con la hierba molida y pasase a formar parte de la materia orgánica que poco después lanzaría a los contenedores selectivos. Pero al escuchar el motor afilado de la máquina imaginé en segundos cómo sería el ruido de los huesecillos aún por hacer cuando se iniciase el rotar de las cuchillas que, sin piedad, triturarían al polluelo y no dejarían de él, ni siquiera, el recuerdo de su breve y único vuelo. De modo que desconecté el cortacésped, fui a buscar una escoba y con la ayuda de un recogedor enterré entre el montón de hierba cortada, dentro de una bolsa verde, sin honores, lágrimas, o ceremonias, lo que los gatos dejaron de la cría del mirlo. Lo último que vi del pequeño despojo fue su pico abierto y dos diminutos hoyitos, oscuros como una cueva, que hacía poco debieron contener dos ojillos curiosos, pequeños, igual que cabezas de alfileres. También vi el pico amarillo del mirlo padre entre las espesura del seto que, expectante, cobijado sobre el mismo lugar en donde eclosionó la vida difunta, contemplaba toda la escena sin otra posibilidad más que la del lamento inaudible de su canto hermoso en la noche del año en que arden hogueras, estalla la pólvora y languidece exhausto el amor.

Vuelvo mañana

La cabeza me duele tanto que parece que me vaya a estallar. El whisky de ayer era de lo peor, y lo pagué como si hubiese reposado durante décadas en las bodegas del más recóndito de los castillos escoceses. Esos son los únicos lugares en donde habitan los fantasmas, señorito, y no en su casita de la playa. Por lo demás, tengo tal resaca que no pienso invertir ni medio segundo en desmentir sus labores del hogar, ni en probar que la bodega y la despensa las pisa usted, exclusivamente, para vaciarlas. Tampoco tengo ganas de explayarme en criticar la pedantería que exhibe: se cree el señor que no nos damos cuenta de que consulta Wikipedia más que un aspirante a bachiller, con el fin de hacer ostentación de latinajos y etimologías que no vienen al caso.Y en cuanto a la vida y a la muerte, menos voy a decir. Parece que no sepa hablar de otra cosa. Al final le van a coger el número y van a ver que todo es pura impostura, y entonces, amigo, no le leerá ni un servidor. Con Dios.

C.
PD: Muy bueno lo de su afición ornitológica. Después de 200 años juntos, todavía es capaz de sorprenderme, señor.

sábado, 19 de junio de 2010

Las cerezas del Jerte


Estoy volviendo a las andadas. En lugar de dedicarme a lo mío, a mis nostalgias, a mis ausencias y a hacer más llevadera la penitencia con la que expío mi pecado, me da por pontificar sobre cualquier tema con posibilidades de controversia, y doy instrucciones, y regalo soluciones a diestro y siniestro sobre cómo salir de una vez por todas de esta trampa social en la que todo mortal cae, siglo tras siglo, en beneficio de un puñado de listos sin alma y sin escrúpulos.

Será por eso que esta última semana me he sentido apático. Tanta manifestación, tanto comentario revolucionario, tanta palabra escrita con pasión estéril, y todo porque la cosa económica ha ocupado los días enteros, con sus noches y sus soles. Porque una vez más me han timado, y tras el enojo y la rabia no queda más que una lacerante impotencia; un cansancio de tiempo pesado y denso que se acumula en décadas de sueños, contradicciones y derrotas. Además, las lluvias han echado a perder las cerezas del Jerte y ya nadie recuerda el momento mágico en que fueron hermosas flores blancas. Para rematar la semana, Saramago ha decidido morirse, por voluntad propia. Muy al contrario de lo que pueda parecer, no se lo ha llevado la muerte, porque la fuerza de la tierra dura y áspera que en él habitaba, le hace, para siempre, inmune a cualquier forma de final humano, carnal. Tierra en la tierra. Él es el que se ha muerto. Un hombre del pueblo, una voluntad incorruptible, un compromiso honesto, humilde, lúcido y brillante.


Con este panorama no me faltaba más que una cosa, y esa cosa ha ocurrido: mi criado ha dado con la contraseña de acceso a esta bitácora. Últimamente me había percatado de que al disponerme a conectar la computadora se hacía el encontradizo y simulaba limpiar la mesa del escritorio con el plumero. Yo sospechaba que su presencia en esos momentos no se debía a una necesidad perentoria de limpieza doméstica, y mucho menos al celo profesional del criado más célebre y mejor pagado de la Historia de la literatura española. Pero como nos dirijimos la palabra lo justo -porque lo mejor que uno puede hacer con el servicio es ignorarlo- se corren riesgos que caban pagándose caros. Y así ha sido. Anoche, cuando comprobaba si había nuevos comentarios a mi última entrada escrita, me lo encontré sentado en mi sillón frente a la pantalla, y en lugar de levantarse rápido y pedir perdón, el impertinente me soltó "La red es libre, amigo". Ante mi asombro, el muy atrevido prosiguió diciéndome que había estado tras mis pasos por internet estos últimos días y "chico, no has cambiado, eres todo un embaucador profesional. O te aclaras primero, te tomas unos días de reflexión, y decides ya, de una vez por todas, quién quieres ser, o le dices a la gente que vives tu eternidad como un pachá, que gozas cada año de vacaciones en la costa, que te mueves con chófer, que en tus manos no hay más durezas que las del tiempo, que se te da un ardite el estado de tu abultada cuenta corriente, y que tu mayor preocupación es el pulgón que hinca el diente en los hermosos claveles rojos del jardín que riego yo cada día."

Y la cosa es que el muy cabrito tiene razón, porque me conoce mejor que yo a mí mismo. "¿Quién quieres ser?". ¡Maldito bastardo! ¡Cómo ha dado en el clavo!. Esa es la gran cuestión, la incógnita que tengo que resolver. Hay tiempo, el que necesite y más, pero debe ser cuanto antes porque se trata de mi amor propio; se trata de solucionar de una vez por todas el dilema y las contradicciones que me persiguen desde hace siglos. Por eso he decidido aprovechar su insolencia, su atrevimiento y su afán de protagonismo y darle vela en este entierro interminable. Como dicen los ejectuvos de pro, el secreto de una gestión triunfadora consiste en convertir las amenazas en oportunidades. Así es que, ya que mi criado conoce la llave de este espacio, le he pedido que, después de cada texto, escriba lo que le dé la gana, a ver si de esta manera consigo saber algo más de mí. A ver si me decido a ser flor de cerezo que se admira durante unas horas, o la cereza roja arruinada que cae y endulza una tierra muy parecida a la que da descanso y cobija al compañero y maestro José Saramago.

Vuelvo mañana.
!Vaya! ¡Qué generoso está el señor!.
Flores, cerezas y muertos: un poco cursi ¿no te parece, amigo?. Y ahora, después de haber hecho durante toda la semana la Revolución de boquilla, resulta que te declaras un burguesote de tomo y lomo. Confesando tu contradicción te crees que camuflas tus miedos y lavas tu conciencia, haciéndote pasar por un tipo sincero que se devana los sesos en busca de coherencia: un romántico pasado de moda que no sabe por dónde le da el aire. No vas a cambiar nunca, amigo.

C.

domingo, 13 de junio de 2010

De manifestación (y II)


Llegué a la estación con tiempo, porque no sabía si los trabajadores de RENFE secundaban la huelga. Poco a poco el andén se fue llenando de todo tipo de gente: jubilados que iban al médico; jóvenes universitarios a examinarse; funcionarios huelguistas con sus pancartas y sus silbatos; una pareja gitana con un niño en brazos y un pínfano electrónico; obreros; ejecutivos trajeados; dos guardias de seguridad, corpulentos como armarios; parejas de novios, probablemente en paro.; una mujer vestida con chaleco y pantalones reflectantes que limpiaba el suelo armada de escoba y recogedor mientras llamaba la atención a los fumadores y a los viajeros que atravesaban las vías a saltos. Nadie reía. Me acordé del telefilme de Antonio Mercero “La Gioconda está triste”. Entonces irrumpió en el andén una pandilla de adolescentes envueltos en un halo insolente de gritos y música latosa. Se empujaban, se golpeaban, y se reían constantemente a carcajadas forzadas con el característico timbre opaco de la voz púber. Por su vestimenta y sus equipajes imaginé que irían a la playa, a disfrutar de una inesperada jornada festiva. Ninguno de ellos superaría los 15 años. Daba la sensación que se creían solos en el mundo. Todo lo que les rodeaba, sencillamente, no existía. Uno de ellos se sentó en el suelo, a la sombra de la pared de la cantina. Los demás le emularon. Inmediatamente, de la docena larga de chicos y chicas que formaba la cuadrilla, tres de ellos abrieron las mochilas y sacaron sendas barritas de hachís, encendedores, papel de fumar y cigarrillos rubios, y en menos de dos minutos encendían tres grandes porros del tamaño de las trompetas de Jericó. Cuando el andén empezaba a perfumarse llegó el tren y, todos, excepto los muchachos, subimos a él. Al ponernos en marcha miré por la ventanilla y los pude ver durante unos pocos segundos sentados a la sombra de la pared de la estación, y me parecieron ancianos precoces. Pensé que aquellos muchachos, en aquel preciso momento, dejaban allí la huella indeleble de su propio destino.

El vagón en el que viajé hasta el centro de Barcelona era una algarabía, una auténtica excursión escolapia, si no fuera porque la bulla la formaban hombres y mujeres ya creciditos: quien no hacía sonar el silbato hablaba a gritos, y quien no competía en ingenio con los compañeros por ver quién imprecaba más soezmente y con la voz más alta a ZP, Zapatero, Zapatitos, el de la ceja, el vendido, etc. Los que mejor lo pasaban eran un hombre y una mujer que tenían el privilegio de manejar un megáfono de última generación. Cada uno de ellos, en extremos opuestos del vagón, voceaba lemas filofutboleros y saludos norte sur, y de vez en cuando conectaban el juguetito sonoro en el modo sirena. Los viajeros ajenos a la reivindicación aguantaban estoicamente la fiesta. Incluso pude ver a tres señoras que seguían leyendo atentamente la novela que llevaban entre manos. Confieso que sentí envidia insana de los autores de los tres libros.

A los pocos minutos el tren se detuvo en otra estación. Se apearon algunas personas que dejaron sus asientos libres y subieron otras. Uno de los nuevos pasajeros se sentó a mi lado. Era un joven de raza negra, alto, delgado, con el pelo cortado al cero. Olía a gloria, a colonia de bebé y vestía impecablemente con la discreción humilde de quien compra la ropa en los mercadillos de saldo. Me llamó la atención su calzado, porque sin ser nuevos, su par de zapatos brillaban por encima de los de todos los pasajeros. El joven sudaba, parecía nervioso. Desde el momento en que se sentó, permaneció en su asiento con la espalda muy recta, mirando a todas partes, sin mover la cabeza, con los ojos más grandes y exaltados que pocas veces haya visto. Parecían querer pedir perdón por algo que no había hecho, sin saber, sin darse cuenta, de que en ese preciso momento, en aquel espacio del mundo, la oscuridad de su piel era poco menos que transparencia invisible. Instantes después el tren se internó en la red subterránea. Me quité las gafas de sol y al guardarlas en la cartera me percaté de que mi joven compañero africano sujetaba con extremo cuidado un portafolio de plástico que contenía un puñado de hojas dobladas por la mitad. Podía ver la primera, repleta de palabras impresas en un tamaño ilegible y sellada por tres veces con tres timbres diferentes. Entonces caí en la cuenta de que el nerviosismo que padecía aquel muchacho no lo provocaba la fiesta huelguista. Le miré fijamente y me pareció percibir que dentro de su memoria se sucedían incesantemente, como en un carrusel de imágenes sin fin, sensaciones y experiencias. La sed y el miedo de cada uno de los días del año de camino por el desierto mortal; el terror de una travesía a través del mar frió y oscuro; el olor del gasoil que le ahogaba los pulmones en el trayecto sobre las ballestas de un camión y, finalmente, la pregunta de un funcionario, escueta, aséptica, impersonal, sobre su nombre, edad, procedencia, estado civil, y empresa que le contrata. Si alguien del pasaje hubiese si quiera amagado con quitarle a aquel hombre los papeles que con tanto celo sujetaba, estoy seguro de que hubiese muerto en el intento.

Por fin el tren llegó a nuestro destino. El vagón quedó semivacío. Una masa ingente discurría hacia las calles del centro de la ciudad a través de los vomitorios de acceso. Tambores, silbatos, sirenas y bocinas. Cantos y risas. Un carnaval combativo nutría minuto a minuto el grueso de la manifestación. Disfraces, grandes globos rojos, verdes y amarillos. Un gran zepelín decorado con el gigantesco rostro del actual presidente del gobierno. Decenas de pancartas impresas, algunas con lemas ingeniosos, otras con algunos más previsibles. Periodistas con el micrófono en mano, o la cámara al hombro. Fotógrafos a la caza del fotopress del año. Camisetas sindicales corporativas, griterío ensordecedor. Hacía mucho calor. Las calles se atiborraban de manifestantes y los bares hacían el agosto vendiendo cerveza a granel en vasos de plástico. Explosiones de petardos, tracas, aplausos y jaleo unánime entre el humo y el olor de la pólvora. Banderas republicanas, catalanas, negras, rojas, verdes, y algunas con los colores del arcoíris. Siglas sindicales. Después de 2 largas horas caminando al fin llego a la Plaça Sant Jaume. Un grupo anarquista canta “a las barricadas”. Alguien levanta el puño. Dos jóvenes funcionarias se abren paso a codazos entre la multitud persiguiendo a un joven bombero al grito de “¡qué bueno está, coño!. En la plaza no perece pasar nada, a excepción de la construcción de pequeñas torres humanas que jalea el personal cuando se culminan.

Salí como pude de allí. De camino a la estación, pocos metros antes de llegar, veo la sede de la Bolsa de Barcelona. Era la hora de la comida. Brókeres, accionistas, agentes y empleados se dirigen tranquilamente hacia los restaurantes del exclusivo Passeig de Gracia. Me interno de nuevo en el subterráneo de ferrocarril. Hace calor.

Subo de nuevo al tren. Media hora más tarde llego al punto de partida y veo que dos chicos y dos chicas de la docena larga de adolescentes que había visto hacía tres horas dormitan al sol sobre la misma pared, sin que parezca que nadie les haya dicho nada. Entro en el primer bar que encuentro, me tomo dos cervezas y me como un bocadillo de lomo.

Vuelvo mañana

miércoles, 9 de junio de 2010

De manifestación (I)


Probablemente, Forges con F y un servidor somos las dos personas más impopulares entre los trabajadores del sector público español. A casi ningún funcionario le hace ni pizca de gracia los chistes de covachuelistas perezosos, indolentes, vagos, insolidarios, maleducados, ineptos e ineficientes que dibuja el humorista madrileño, uno de los dibujantes más celebrados de los últimos 30 años. Los pocos funcionarios que se ríen de las historietas forgianas son precisamente los que no pegan un palo al agua, una estrecha minoría. Han influído más entre la opinión pública los chistes de Forges con F que cualquiera de las últimas campañas difamatorias en contra de los funcionarios puestas en marcha desde la administración del Estado (asombrosa paradoja) por los gobiernos de González, Aznar y Zapatero. Y es cosa bien extraña, porque el amigo Forges con F se ganó la vida gracias a los impuestos de los contribuyentes del Estado, durante 17 años, nada más y nada menos que en TVE, parte de los cuales los pasó como coordinador de estudio. Claro que si calculásemos el porcentaje en el PIF (Producto Interior Forgiano) que ha facturado Forges con F a costa de la imagen de los trabajadores y trabajadoras de la función pública, podríamos aventurar la cifra del 25% de su producción, lo cual, en relación a un PIF –como sabe cualquier economista- es una cantidad extremadamente importante. De ahí que Don Antonio Fraguas con F tirase constantemente de una veta temática tan productiva como la del, forgianamente llamado, funcionario profundo.

Y de mí ¿Qué voy yo a decir? Pues otro tanto. Que es conocidísimo mi artículo “Vuelva usted mañana”; un artículo que ha viajado por el tiempo, ha sido citado por todos, mal leído por casi nadie, peor explicado por los opinadores de profesión y pocas veces contextualizado en sus justos términos. Podemos entrar en él, aunque bien pensado, para qué perder el tiempo en exégesis inútiles. Lo mejor es leerlo.
Pero antes sí que me gustaría dejar claro, por no cargar toda la responsabilidad en el celebérrimo Forges con F (es un fan de este adjetivo), que yo también trabajé de funcionario. Mis primeros sueldos los gané en la Inspección de Voluntarios Realistas, una de las instituciones más retrógradas y reaccionarias del siglo XIX que era, nada más y nada menos, que un cuerpo paramilitar protegido por Fernando VII, rey a quien juraban fidelidad, y uno de los héroes en los que sueña con emular doña Esperanza Aguirre. En relación a esta parte de mi biografía, puedo alegar en mi descargo que estaba solo en Madrid, que no tenía nadie a quien acudir y que quería emanciparme a toda costa de mi padre adúltero (de casta me viene). Pero no protestaré ni diré ni mú si alguien alega que había mil ocupaciones más con los que ganarme el pan antes que ponerme a trabajar de escribiente para quienes combatí toda mi vida. O sea que los dos, Forges con F y un servidor, tenemos en común que hemos sido funcionarios, que nos hemos ganado la vida a su costa por partida doble, y que, además, junto a los asesores de comunicación de todos los gobiernos democráticos, en complicidad con los mass media que operan en España, hemos construido tal imagen de los profesionales de lo público, que ni trabajando gratis 12 horas, cada sábado y cada domingo durante todo un año, conseguirán cambiar la percepción de ventajistas, vagos, ineficaces y privilegiados que de ellos tiene la sociedad sobre bomberos, médicos, cirujanos, enfermeros, policías, maestros, profesores, militares, guardiaciviles, jueces, investigadores, abogados, forenses, periodistas, técnicos, ingenieros, fiscales, guardabosques, bedeles, puericultores, arquitectos, enterradores, administrativos y gestores...

Todo esto lo digo porque ayer fui a la manifestación de Barcelona con la que los trabajadores públicos ponían colofón a una jornada de huelga convocada a raíz del robo del 5% de su sueldo mensual, con el fin de reducir el déficit que se ha generado en toda la Unión Europea, amparado todo por un decreto ley que se pasa por el forro el convenio colectivo. (Los convenios colectivos son acuerdos negociados por dos partes colegiadas que tienen rango de ley. ¿Por qué tenemos democracia y parlamento?. Con alguien que decrete leyes, un rey, por ejemplo, o un tirano como dios manda, de los que tienen un par, habría más que suficiente). Ese déficit estratosférico que arrastran los Estados es consecuencia del préstamo (¿?) valorado en casi 200 billones de pesetas, con B de Borges, que éstos hicieron a la banca hace unos meses para salvarlos de la quiebra, después de haber obtenido los beneficios más grandes de la historia del capitalismo, y con los cuales han vuelto a especular contra las deudas públicas poniendo a temblar al Euro y a todas las economías que operan bajo su sombra.

Decía que anduve por el centro de Barcelona junto a más 80.000 funcionarios, es decir trabajadores y trabajadoras cuya misión es hacer que el país funcione. Este colectivo, por gozar de derechos que todo trabajador debería tener, es envidiado, incomprendido e injustamente criticado. Ha sido y es continuamente maltratado por la opinión pública que parece no querer escuchar cuando se dice, bien alto y bien claro, que una gran cantidad de estos trabajadores es mileurista y que en muchos casos ha perdido en 10 años el 40% de poder adquisitivo, mientras para la gran mayoría, durante estos últimos tiempos, todo ha sido Jauja y se ataban los perros con longanizas.

A la manifestación llegué, vi y sentí, pero esto prefiero explicarlo en una próxima entrada. Ahora, de momento, me conformaría con ver un chiste de Forges con F en el que el humorista hiciese gala de su celebérrimo y mordaz ingenio para ilustrar el atraco despótico -en contra de la ley- al que han sido sometidos más de 1 millón y medio de familias. Yo ya he entonado el mea culpa.

Vuelvo mañana

domingo, 6 de junio de 2010

Súplica


El dolor de amor rasga las entretelas que cubren la carne viva del corazón en el momento de recibir las palabras más temidas que jamás se dijeron pero que siempre revolotearon con alas negras de cuervos agoreros de carroña fácil sencilla porque no hay más que esperar el momento adecuado en el que todo se viene abajo en un torrente lagrimoso y el vértigo temido de precipitarlo todo hacia las piedras del abismo donde rompe el agua con tal estruendo que es el único ruido que se oye cuando cesa el oscuro graznido del córvido antes de que las uñas se cierren con el puño y abra místicos rencores sobre la mano sabia amante de caricias expertas hipnóticas manos de faquir propiciatorias del gemido sobrehumano súbito borbotón impetuoso contorsión exasperante placer insospechado y el retorno a la calma en ausencia del aire solicitado que reclama el pecho excitado más allá de los límites de la vida mientras se balbucean sonidos supervivientes susurros de amor siempre tu yo el fin del mundo jamás contigo juntos mía tuyo eternamente pero ni puntos puedo escribir con el alma secuestrada porque las palabras solícitas acuden solidarias invocadas en falso hacia un exorcismo inútil en lugar del sacrificio de un gato un jilguero un perro una criatura de crimen fácil y conciencia barata y beber hasta embriagarme de sangre doméstica como vampiro de pacotilla que perdió el coraje o quién sabe si la conciencia de clase lanzarme a la calle blandiendo ostentoso el arma del delito mientras cae la sangre desde la boca encarnada de asesino sin circo manchando de culpas cárdenas las ropas que visto y la tierra que piso sin honor de penitente hasta que algún valiente insensato se ocupe de mi y acabe para siempre con el dolor que me perfora el hueso escarba en la carne muerde en el nervio y desgarra las entrañas y sigo vivo por mi esencia inmortal por eso suplico ahora que se me conceda de nuevo la vida para morir sin pena aliviado del peso que soporto y así yacer en paz con la muerte amiga en el universo del olvido.


Vuelvo mañana.
El cuadro es de Edvard Munch y se titula “Amor y dolor”, también conocido como “El Vampiro”.

miércoles, 2 de junio de 2010

Magister potestas (Para Manu, maestro vocacional)


¡Acertó, y qué!”. Esta es la escueta frase, escrita en perfecta caligrafía, al pie del examen de matemáticas que cumplimentó el niño un día antes. Los signos de admiración estaban incluidos en la comunicación, con los puntos bien marcados. La prueba consistió en responder a 5 problemas de cálculo básico, o sea, divisiones, multiplicaciones, sumas y restas. Las cuatro primeras operaciones que el maestro había propuesto a sus alumnos no suponían una excesiva complejidad. Cualquiera de sus 15 pupilos de cuarto curso de enseñanza primaria podía resolverlas si ponían un poco de su parte, si se concentraban mínimamente y si habían seguido las clases con cierta atención y relativo interés. Eran operaciones del tipo esto por esto igual a aquello; tanto dividido por tanto da aquello otro y un montón de donettes, menos otro montoncito de donettes cuántos donettes nos quedan en la mochila.

El día del examen el maestro repartió una hoja a cada estudiante en la que se indicaba una por una las cuentas a realizar. Antes de dar por iniciada la prueba, repasó en voz alta cada una de las preguntas y les dijo a los discípulos que ante cualquier duda le podían preguntar, y que a partir de ahora requería absoluto silencio en el aula. Una niña levantó la mano y dijo que no entendía la última pregunta. Un niño dijo que era tonta. Otra niña defendió a su amiga, y otro niño más, que se sentaba al fondo, rompió a reír y a decir que eran novias. Así que en un instante la clase se convirtió en un gallinero. El maestro respiró hondo y dejó que el chillerío se atenuase solo, hasta que por fin se diluyó y de nuevo reinó el silencio. Entonces el maestro, con voz clara, leyó detenidamente la décima pregunta, que decía así: “En un videoclub hay 25 videojuegos diferentes que cuestan 10 euros cada uno. Un sábado por la tarde llega un niño con su padre y compra 5 videojuegos. ¿Cuántos dinero necesitaríamos tener para comprar nosotros todos los videojuegos que quedan en el videoclub?”. La niña que defendió a la que preguntó le dijo al niño que si era tan listo, a ver si era capaz de hacerlo. El niño le sacó la lengua y la llamó cuatroojos y otro dijo, gritando como un Simpson, que su papá no compraba videojuegos porque los pirateaba de Internet, y de nuevo el grupo al completo se puso a reír y a chillar como una pequeña masa humana posesa en la que todos sus miembros parecían gozar de aquellos momentos de frenesí acústico, de exasperante griterío agudo, como monstruitos invencibles de eterna niñez dentro de un viejo castillo escolar. El maestro esperó de nuevo a que el rebaño volviese sólo al redil, y cuando se hubo instalado de nuevo la paz en el aula, dio las pertinentes explicaciones sobre el problema de los videojuegos, y les dijo que de todas las preguntas esa era la más difícil, así que lo mejor era que la dejasen para el final. Dicho lo cual, los 15 se afanaron en resolver uno a uno los 5 problemas de matemáticas. Al finalizar el tiempo estipulado, fueron entregando las hojas y volvieron cada cual a su asiento. El maestro les ordenó que abriesen el libro de lenguaje y que resolviesen durante el tiempo que quedaba de clase las cuatro sopas de letras de la página 22. Mientras tanto, revisó los ejercicios y le llamó la atención el de un niño en particular, porque de las cinco preguntas del examen dos las había dejado sin contestar; la tercera y la cuarta operación no sólo no daban el resultado correcto, sino que podía afirmar, sin riesgo a la equivocación, que quien contestaba no conocía en absoluto la mecánica de la multiplicación por dos cifras, y mucho menos la de la división con más de un divisor. Sin embargo, asombrosamente, el niño había planteado y resuelto a la perfección el problema de los videojuegos. El maestro levantó la cabeza, miró hacia donde se sentaba el niño y comprobó que el examen de la niña que se sentaba a su lado era perfecto. De modo que instantes antes de que sonase el timbre pidió al alumno que se acercase a su mesa. Le dijo que no podía seguir así, que tenía que atender en clase y hacer los deberes y, sobre todo, no copiar. Y casi con la última palabra en la boca se apresuró a escribir una nota con bolígrafo rojo en la parte superior de la prueba dirigida a sus padres dando cuenta de lo sucedido y solicitando una entrevista en el colegio. Se la dio al niño y le pidió que se la devolviese al día siguiente, convenientemente firmada por ellos. Esta misma tarde, antes de recoger los bártulos, el maestro ha leído desolado, triste e impotente, la respuesta de papá y mamá convenientemente firmada. Después ha hecho trizas el examen, ha lanzado los trozos a la papelera y ha cerrado la puerta de clase con un fuerte golpe.

Vuelvo mañana
El cuadro es Franz von Stuck