martes, 25 de enero de 2022

La inyección "Djokovik"

 Novak Djokovik ahora es algo más que un tenista de élite, que un célebre, próspero y habilidoso deportista más o menos antipático. Djokovik ha devenido por méritos propios  en el epítome  nietzscheano del superhombre, en el ejemplo paradigmático y en la referencia para millones de personas que creen sincera y profundamente en el poder soberano e ineluctable del individuo por encima de cualquier consideración. Es decir, en términos castizos, Novak Djolovik es ahora el héroe don medalagana, don nomedalagana y austedqueleimporta, un tipo que jamás va a arredrarse frente a quienes intenten coartar su sacrosanta voluntad y que va hacer lo que sea necesario para salirse con la suya, por encima de las leyes, del bienestar y la seguridad de sus congéneres.

El suceso protagonizado en Australia, que ha ocupado espacios preminentes  en los medios de comunicación del mundo entero, contiene aspectos que trascienden el ámbito deportivo, sanitario e incluso jurídico. La actitud de don nomedalagana es propia y compartida por millones de personas a diario que ven representada esa forma de vivir en determinadas ideologías. Más allá de la irresponsabilidad, la presuntuosidad y  la idiotez  que exhiben quienes se niegan a vacunarse, más allá de quienes incluso niegan la pandemia de COVID 19, el tenista serbio  encarna el prototipo y la constatación de un determinado carácter moral cuyos valores econsejan a quienes militan en él la utilización adhoc del ciudadano objeto, de la comunidad objeto, de las leyes objeto.

Es decir, el ínclito ganador de no sé cuántos grand  slams es ahora modelo y patrón actitudinal global. Djokovik ha devenido en la  dosis de refuerzo, o mejor dicho, en una inyección estimulante  que robustece  los planteamientos vitales de quienes no dan nada y lo quieren todo, de quienes explotan a otros  y se enriquecen sorteando y  eludiendo  sus deberes para con la comunidad  en la que viven y de la que extraen sus pingües beneficios.

El deportista serbio es pauta de conducta para quienes acuden o apelan a la ley únicamente en el momento en que ven peligrar sus exclusivos intereses, desocupándose  y desentendiéndose mientras tanto de su compromiso social. Es arquetipo de todo el que,  ante las  dificultades, recurre  a sus compatriotas enarbolando, si es necesario, los símbolos  nacionales, para reclamar  solidaridad, aprecio y comprensión, mientras su  fortuna se reproduce en paraísos fiscales a salvo de obligaciones  para con las personas representadas por la misma bandera que ondea.

Es cierto que finalmente las leyes  soberanas de un estado democrático  se han impuesto a la fuerza  extraordinaria de la derecha del señor Djokovik, a su poder de convocatoria y a sus manipulaciones constantes. Sin embargo, de algún modo creo que Novak Djokovik  ha ganado el partido, porque tras el rastro de una aparente derrota podemos ver con claridad las huellas de una reivindicación irritada  con formas de futuro resarcimiento; esa  manera de estar en el mundo que grita en cada gesto, en cada paso, en cada palabra ¡Yo nunca pierdo!

Porque, efectivamente, Novak Djokóvik es un tipo talentoso, con una gran fuerza de voluntad, esforzado, concienzudo, en definitiva, un gran profesional. A buen seguro  su día a día estará presidido en buena medida por el sacrificio físico, por  la privación de  ciertos placeres que quienes no deben cuidar su forma física no padecen, o por la renuncia, en ocasiones, a la intimidad. Y es que el objetivo que se marca es extraordinariamente exigente. Todo lo cual, lejos de integrarlo en el haber  de la virtud, esta clase de tipos lo utiliza como argumento y arma que arrojan contra quienes, desde la responsabilidad que les otorga la comunidad, intentan legítimamente  establecer ciertos límites circunstanciales, que más tienen que ver con la seguridad, la libertad y la convivencia del colectivo que con su proyecto y sus ambiciones individuales, por muy cargadas que estén  de excelencia y pundonor.

De manera que des del momento en que la voluntad de un individuo pretende avasallar el derecho colectivo de sus congéneres, asistimos a la perversión del empeño de  la vocación y la abnegación, y pasamos a  presenciar en toda su magnitud el fenómeno de la transformación de la virtud en vileza.

Yo me hice a mí mismo. No le debo nada nadie. Yo soy mi dueño y solo rindo cuentas frente al espejo.  Mi causa es mi persona. A mí que me dejen en paz. Si ustedes estuvieran en mi lugar también harían lo mismo, y si no lo hacen es que son tontos perdidos. Espabila y deja de lloriquear que el mundo no es para los lloricas. Lo que yo me  gano no me lo quita nadie. Lo que gano es mío, y sólo mío.  Soy libre, ¿te enteras? ¡Soy libre!… 

Del mismo modo que un tenista  no pisa la cancha sin su bolsa de raquetas, los tipos inoculados con la dosis de refuerzo  ‘Novak Djokovik’ jamás salen de su casa sin su arsenal de  frases. Debemos protegernos colectivamente de ellos.  El mundo no será un buen lugar donde  desplegar nuestra  existencia si su talante y el modelo que representan se consolida.

jueves, 13 de enero de 2022

El triunfo de "Robespierre" decapitado


 En 1980, cuando Javier García Sánchez ( Barcelona, 1955) empezó a escribir “Robespierre”, yo  recién había cumplido 16 años. Entonces  mis ambiciones  irrenunciables consistían en jugar profesionalmente  al baloncesto, conseguir la encarnación en mi habitación  de la hermosa  Nadiuska (Alemania, 1953) y redactar una página -tan sólo una-  exactamente igual, a  “Continuidad de los parques” (1959).

En 2012 la editorial Galaxia Gutemberg, probablemente  gracias al empeño del editor Pere Sureda,   finalmente  publicó la novela de García Sánchez que yo acabo de leer, momento en el que permanezco ágrafo, ni recuerdo la constatación de mis escasas dotes para cualquier deporte  y  la pobre Roswischa Bertascha es noticia, porque envejece  sola y enferma  en un centro psiquiátrico madrileño.

Durante todo este tiempo que comprende las cuatro últimas décadas, he ido construyendo mi vida, de la que a la postre no tengo queja, pues parafraseando a uno de los sabios del presente siglo, he fundado una casa con la mujer a la que amo,  tengo oficio y, de vez en cuando -creo- resulto útil. Sin embargo, como un Sísifo de barrio, soporto a lomos el reconocimiento de mis carencias, la culpa de mi indolencia, la memoria de mis primeros deseos y la mala conciencia del cobarde, que se apoca, un día sí y otro también,  ante el desafío  provocador de la vocación.

Y es que el cerrar el post scriptum que contiene “Robespierre”, en el que el autor confiesa  que ha invertido los últimos 40 años de su vida compaginando la escritura de este monumento literario con la de otros veinticinco libros, me acomete  un estremecimiento de suprema admiración y al mismo tiempo de abatimiento; el éxtasis producto del placer que genera la sensación de haber accedido con mi esfuerzo lector a momentos estéticos, historiográficos y  literarios únicos, mezclado con el arrobamiento íntimo, particular,  fruto de la vergüenza por el tiempo perdido y la coartada de los temores, el manido  y tópico  pánico que nos resulta  tan útil para justificar la postergación de  la acción y el rechazo al desafío de la creación.

Sensación similar me asaltó con algunas otras obras, como  “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, “Verdes Valles, Colinas Rojas” de Ramiro Pinilla, la “Tetralogía de la ejemplaridad, de Javier Gomá”, “Guerra y paz” de Leon Tolstoi, “Los miserables” de Víctor Hugo, “Fortunata y Jacinta” de Benito Pérez Galdós o "Bomarzo", de Manuel Mujica Laínez. Al emprender  la lectura de sus primeras páginas y sentir con fuerza la potencia y la belleza de lo que encierran, el máximo deseo del lector es que el libro se extienda por siempre en el tiempo, hasta el infinito, de manera que, al llegar al indefectible  final , en el instante en que se cierra la última página, nos aborda sin remisión una sensación de vacío y desvalimiento, porque por mucho que podamos releer, y releer,  esas semanas de lectura virgen  vividas dentro de un universo cerrado ya nunca volverán; porque ningún otro libro puede substituirlo y ningún otro tiempo de lectura será igual. Por eso, al día siguiente, surge  la trágica pregunta sin respuesta ¿Y ahora, qué  leo?

Eso es precisamente lo que experimenté al concluir la lectura de “Robespierre”, la impresión dramática y distópica de que se había producido la gran hecatombe de la era de las letras y de que  nunca más podría apreciar una experiencia estética, de ningún tipo, porque había llegado a  una especie de éxtasis aniquilador que imposibilitaba la existencia de  ningún otro momento lector.

No voy a reseñar  ni a recensionar  este libro extraordinario. En su momento, la crítica a través de los medios de comunicación ya lo hizo, por cierto, con benevolencia. Sin embargo,  creo honestamente  que a la luz de las que he leído, los críticos no percibieron en su totalidad el alcance de la empresa creadora de Javier García Sánchez y el resultado final de su epopeya. Y es que “Robespierre” no sólo es una novela histórica que reivindica a las claras el papel moral y político  que desempeñaron  sus dos protagonistas, el Incorruptible Maximilien  y su compañero de bancada Antoine Saint-Just, ambos, personalidades claves en la Historia de Europa y de  todo Occidente.

“Robespierre” no sólo  es una obra que nos habla de la traición, de esos tipos deleznables, oportunistas y arribistas que pergeñan en la oscuridad el guion de los acontecimientos sin atender a más prerrogativa que su exclusivo beneficio, siempre a costa de miles de vidas y de bienes ajenos, a la sazón, autores y responsables del Terror, terroristas avant la lettre que acabaron sus días, muchos de ellos,  dormitando una próspera y plácida vejez ,  cobijada a la sombra del emperador Bonaparte  o de la monarquía finalmente restaurada.

Tampoco es, únicamente, el lugar donde acceder a información historiográfica muy poco conocida, o  una de las mejores aproximaciones a la historia de la Revolución Francesa, gracias a la cual, por ejemplo,  podemos asistir vívidamente, con plena intensidad, a las sesiones parlamentarias de las jornadas infaustas del  9 y 10 de Termidor del año 1794.

En mi opinión, “Robespierre” es, sobre todo,  un libro que nos habla de cómo el talento, la conciencia y el compromiso de unos pocos hombres es capaz de cambiar para siempre el devenir de la humanidad. “Robespierre” es, ante todo, la consignación  de  un drama,  la desdicha que consiste en no poder alcanzar el objetivo tras el esfuerzo; la imposibilidad de contemplar el resultado de nuestro sacrificio; el coraje que nos roe por dentro ante la derrota sufrida  frente a la mediocridad; la desolación y al abatimiento ante el final de una vida íntegra dedicada a la virtud mientras asistes  en tus últimos instantes a  la victoria de la infamia y vislumbras impotente  un futuro oscuro en el que ya nada puedes hacer.

Por eso, de algún modo, este libro además de todo lo dicho,  es una metáfora de la literatura, o mejor dicho, un símbolo metaliterario que redime a sus dos protagonistas en la carne del autor. Javier García Sánchez asume el contrato firmado con su vida, es decir, asume con todas sus consecuencias la vocación artística que reclama para sí miles de  horas en soledad, momentos de flaqueza,  dificultades que conducen a la rendición superadas y derrocadas gracias a la voluntad, al talento,  la perseverancia y una extraña y misteriosa cualidad todavía sin sustantivar, congénita, que habita en el interior de los artistas de verdad.

García Sánchez acepta el desafío de la Historia y de la literatura  admitiendo la posibilidad fehaciente  de la derrota. De ahí que su libro no sólo sea el pago preceptivo y necesario de  una deuda moral, política e histórica con  Maximilien Robespierre y Antoine Sant-Just, sino que además es el triunfo y el premio al compromiso, el laurel que corona casi cuarenta años de trabajo compaginados con toda una obra formada por casi 30 libros. Es decir, una empresa y un empeño sólo apto para titanes, para escritores especialmente dotados que profesen  fidelidad incondicional a los requerimientos del alma. El autor, pues,  consigue su objetivo, y al contemplar satisfecho el resultado de su trabajo comparte la gloria con El Incorruptible y con Antoine Saint-Just,  liberándolos así de su derrota.

Y es que Javier García Sánchez es un ejemplo a seguir y, posiblemente, un referente más al que traicionaré, como tantas y tantas otras veces. Y cuando eso suceda, intentaré escabullirme nuevamente  de mi conciencia  evocando  la mirada felina de Nadiuska, aquellos años de sueños vírgenes en los que creí  besar su cuerpo  en la oscuridad de mi habitación. Mientras tanto, alguien, en algún lugar, continuará escribiendo en soledad.