lunes, 26 de septiembre de 2016

Mantra del engorro y la galbana



Convencer a alguien de lo obvio -ya no de mis ideas, sino de lo obvio- y mostrarles  a quienes no las  quieren ver, una serie de  obviedades gruesas, terribles, flagrantes y  ominosas,  a tamaño natural.  Eso me molesta, y me da pereza.

Levantarme del sofá después de una comida opípara y detener el proceso de karma hacia la  espiritualidad profunda que me proporciona el vino,  el café y el whisky. Eso me molesta, y me da pereza. 

Mondar una pera, y también un melocotón. Eso me molesta, y me da pereza. 

Sacar la mano del calor interior de  la frazada,  bajo la que he dormido plácidamente  durante toda la noche, para desconectar el zumbido del maldito despertador. Eso me molesta, y me da pereza.

Iniciar en el trabajo  tareas estúpidas, inútiles, que me van a ocupar días o semanas, porque el jefe cree que son útiles. Eso me molesta, y me da pereza. 

Cortarme las uñas de los pies. Eso me molesta, y me da pereza 

El malestar de un resfriado; ese estado de semienfermedad que no llega a liquidarme, que se queda en un intento, en profusión de mocos y  de lágrimas sin  llanto, en una falsa alarma de algo que no se materializa patológicamente , que  me  mantiene en pie, tosiendo, a media voz,  con la sintomatología  justa para fastidiar,  pero  de escaso peso probatorio  ante la petición  de una  baja médica. Eso me molesta, y me da pereza. 

Los telenoticias, desde la sintonía de inicio  hasta la despedida. Me molestan todos, y me dan pereza. 

Hacer la cama empezando siempre por el mismo lado, repitiendo los mismos gestos que ayer, y que anteayer, y que todas y cada una de las mañanas, porque  más que gestos automáticos, eficaces y certeros, en realidad son el vaticinio de una jornada laboral con muy pocos cambios respecto a la anterior, en la que conduciré por el mismo trayecto, veré las mismas caras, escribiré las mismas letras, atenderé las mismas llamadas y repetiré día tras día el mismo calendario que el año anterior. Eso me molesta, y me da pereza. 

Ver las caras de Mourinho y de Cristiano Ronaldo. Eso me molesta, y me da pereza.

Intentar escribir y saber  desde la primera frase que no va a salir nada. A lo sumo una líneas para este blog. Nada. Recuperar algo de lo que guardé, un buen paquete de hojas, y leerlas con pavor muchos meses después de  cometer la osadía de garabatearlas,  para constatar, una vez más, que mejor dejarlo, que nadie con los pies planos bailó en el Bolshoi; que nadie  sin  oído cantó sin delinquir; que  con los puños pequeños no se puede boxear, porque te noquean. Eso me molesta, y me da pereza. 

Preguntar  en  el inicio de los  primeros e-mails después de las vacaciones qué tal, cómo han ido las vacaciones, espero que bien. Eso me molesta, y me da pereza. 

Escuchar cada día, una docena de veces, por tierra, mar y aire,  el mantra  interesado de la hartura ciudadana con respecto a una posible tercera convocatoria electoral. Oír hasta la saciedad que si votamos  una tercera vez será un desastre para todos. Soportar el estribillo cansino y sospechoso  del engorro sufragista que  insiste en que  el pueblo no quiere, el pueblo no quiere, el pueblo no quiere votar porque resulta que son los políticos los que tienen que decidir, como si los políticos fuesen extraterrestres enviados a la tierra desde planetas donde se desarrollan inteligencias superiores. Eso me molesta, y me da pereza. 

Ir a votar una, dos, tres veces, las veces que hagan falta para que tengamos gobierno. Eso no me molesta, ni me da pereza.

Escoger a mis representantes, a las personas que pueden cambiar mi vida, para bien o para mal, cuantas veces sean necesarias. Eso no me molesta, ni me da pereza. 

Estudiar a fondo las propuestas de unos y  otros, más allá de apariciones televisivas, tertulias huecas y plumillas envenenadas, y valorar las trayectorias de las organizaciones y de las personas que  piden  mi confianza a través de mi voto. Eso no me molesta, ni me da pereza. 

Competir en las urnas con otros ciudadanos que piensan diferente a mí para que mis ideas y el modelo de sociedad que yo quiero prevalezcan sobre las suyas. Eso  no me molesta, ni me da pereza. 

Decidir en las urnas todo tipo de cuestiones que me afecten como ciudadano, las veces que hagan falta, cada día, cada semana, cada mes, cada año. Eso no me molesta, ni me da pereza. 

Insistir e insistir, recordar y recordar   que no nos tiene que  molestar, ni darnos pereza,  decidir colectivamente nuestro futuro  las veces que sean necesarias. No, eso no me molesta, ni me da pereza. 

Y todo, solamente, porque  albergo la certeza, igual  que la albergas  tú, de la existencia de  ocho millones de españoles  que  no quieren ver lo obvio -por muy grueso, flagrante, terrible y ominoso que sea- a los que votar  ni  les molesta  ni  les da pereza.

martes, 20 de septiembre de 2016

Una kefta con libertad



Yo los jueves no como paella. Los jueves  suelo comer una kefta en un pequeño patio interior.

Jaime, un sirio que
recaló en Catalunya después de navegar durante años por los siete mares, las prepara como nadie. 

Las cocina con carne de cordero adobada, sazonada en huevo, perejil, comino, cayena, cilantro, pimienta, pimentón y sal, y las sirve acompañadas con un poco de lechuga, tomate, pimiento y cebolla,  todo dentro de una pita rematada en su cumbre con una pizca de salsa de yogur. La riego con un par de cervezas bien frías.  Para chuparse los dedos. 

Jaime es tan generoso en las raciones que, debido al volumen de los ingredientes, a menudo la tortita se agujerea,  se derrama el contenido  sobre el  plato  y me veo obligado  a rematar  esa delicia árabe con un tenedor. 

Por eso los jueves es un día especial, porque además tengo el placer de participar de semejante manjar con un grupo de compañeros de trabajo con los que comparto desde hace más de veinte años mesa y mantel cada día de la semana. Buena comida, buena compañía, buena conversación los jueves a mediodía,  en la recta final de la semana, barruntándose  ya  el viernes mágico. 

El jueves pasado surgió el tema recurrente del fútbol y como quien lo protagonizaba era el FC Barcelona se hizo difícil no arrimarse a la política. Porque en estos  últimos años resulta complicado hablar de cualquier cosa en Barcelona sin encontrarnos con el ingrediente de la cosa independentista o nacional.

 Diana había estado en el Camp Nou viendo el partido  el día en el que la Asamblea Nacional de Cataluña, Omnium Cultural y la Plataforma Proselecciones Deportivas Catalanas  había repartido más de 30.000 esteladas  para protestar por la sanción de la UEFA debido a la exhibición  de banderas independentistas durante  la final de la Champions en Berlín.

La cuestión es que, al hilo de este hecho, Antonio y yo mismo opinamos que mezclar  política y deporte nunca había sido buena idea, y que el Barça no debería permitir ese tipo de manifestaciones porque la masa social del club es muy amplia y diversa, y no todo el mundo que va al estadio, ni siquiera todos los socios, tienen  por qué comulgar ni ser partícipes de determinadas posturas políticas.

Víctor -nada propenso a estar de acuerdo con nadie- opinaba igual que nosotros, aunque por poco tiempo.

Mª Carmen, de momento, no decía nada. Comía y nos miraba a todos, expectante. 

Y es que entonces, a raíz de una afirmación de Diana, se encendió el debate. Diana sostenía que no era una cuestión de política, sino de libertad individual de las personas, y que por  tanto el Club debía permitir que cualquier persona se exprese como mejor le parezca. Que ella  podría haber cogido una bandera,  pero no lo hizo, y que había respetar la libertad de quienes sí querían manifestar su protesta y su descontento de ese modo. 

Entre bocado de  kefta y  traguito de cerveza, a mí,  en ese momento, se me olvidó el fútbol, y hasta  la política, porque todo  mi interés se concentró en la expresión ‘libertad  individual de las personas’. 

Le pregunté a Diana si estaba segura de que las más de 30.000 personas que desplegaron una estelada en el Camp Nou lo hicieron libremente. Su respuesta fue un rotundo “por supuesto que sí, por supuesto que nadie ha obligado a nadie a  lucir su  estelada. “ 

Le dije a Diana que en realidad de lo que hablamos era de filosofía, de la manipulación de las masas, de aquello que ya había visto Ortega hace un siglo. Aseguré que, en realidad, la gran mayoría de las personas que enarbolaron la bandera con la estrella independentista no lo estaba haciendo libremente, sino fuertemente influida por una corriente de opinión manipulada desde determinados sectores del poder político con la ayuda de  determinados medios de comunicación. Que muchas de esas personas que participaron de esa propuesta, hace unos cuanto años, ni si quiera les hubiese parecido bien cualquier otra manifestación equivalente  en las formas y con el mismo trasfondo ideológico. 

Entonces Antonio intervino para apoyar mi tesis. Aseguró que la historia ha demostrado que  la gente es manipulable, y que el poder lo sabe. Yo apoyé su reflexión añadiendo que quienes  lo detentan,  aprovechan  la nula capacidad crítica y la poca inteligencia de que hacemos gala cuando dejamos de ser quienes somos para convertirnos en  masa,  gracias a determinadas técnicas que utilizan  con  intereses muy concretos. 

En este punto, el debate empezó a  subir de tono. Víctor dejó su posición a nuestro lado y a mostrar su  desacuerdo con Antonio y conmigo. A Diana no le sentó demasiado bien el comentario de Antonio y manifestó  que lejos de lo que él pensaba la gente no es tonta, y que no hacía falta llevar el tema a la filosofía porque la cuestión es  bien sencilla, tan sencilla  como respetar o no respetar  la libertad de expresión de las personas. 

Víctor entonces tomó la palabra y afirmó, riéndose, que sin ser independentista él hubiese cogido una estelada solamente por joder  a la UEFA. Ahí fue donde Antonio dio un  respingo en el asiento, propinó uno de sus ya célebres  golpes en la mesa y encarándose con Víctor le reprochó que si hubiese actuado así hubiese formado parte de una manifestación política  detrás de la cual se reivindicaba, sobre todo, la independencia de Catalunya -algo con lo que  Víctor no estaba de acuerdo- y que, por tanto,  hubiese actuado de modo poco inteligente, porque hubiese dejado de ser él para formar parte de  la masa y de una idea con la que no comulgaba. 

Mª Carmen le pidió a Antonio que no gritase, y que por favor, no se enfadase, que no era para tanto y que mejor era para todos hablar del partido. Diana volvió a tomar la palabra y nos hizo observar que le parecía bien que todo el mundo hiciese lo que le diese la gana y que le estábamos dando demasiadas vueltas a algo que estaba muy claro.  Yo no le hice caso y seguí dándole vueltas al tema. Le propuse viajar en el tiempo y visualizar a la masa ingente de berlineses enarbolando banderas nazis al paso de su Führer: todos ellos salieron a la calle ejerciendo su libertad individual. 

Por supuesto, Diana me reprochó el ejemplo, lo tachó de demagógico y afirmó que era un caso diferente. “Claro que es diferente, Diana- le dije- pero menos de lo que  crees, porque de lo que hablamos es de que el  ejercicio individual de la libertad  no tiene nada que ver con la manifestación masiva de seres humanos, quienes finalmente dejan de serlo para transformarse en la causa por la que se manifiestan;  porque muchas de las personas que participan de este tipo de acciones lo hacen sin la más mínima reflexión, sin una conciencia de  convencimiento propio, movidos sencillamente por la simpatía hacia el congénere, y en muchos casos movilizados por una coacción subyacente, colectiva,  invisible, fruto de las relaciones, las  coyunturas y de las técnicas de manipulación masivas.” 

En este instante de la conversación yo  ya había terminado le kefta y saboreaba la segunda cerveza, que todavía conservaba el frío.  Víctor volvió a intervenir y expuso que, según mi punto de vista, todo aquel que saliese de manifestación era una persona manipulada.  “Por  supuesto que sí”, le respondí. “Tú, y yo, y todos los que estamos aquí somos manipulados cada día, desde que nos levantamos. La cuestión  es ser consciente de ese hecho para poder permitir la manipulación solamente cuando, de un modo muy claro, confluyan los intereses de quienes están detrás de ella con los tuyos propios  individuales, y  sin conculcar los derechos de la mayoría…” 

Y así discurría nuestra hora de la comida en el restaurante de nuestro querido Jaime. Que si libertad para arriba, que si libertad para abajo. Cuando nos sirvieron el café  la cosa ya se había sosegado. Entonces Mª Carmen nos hizo ver a Antonio y a mí que al argumentar cualquier  tema en el que había desacuerdo, él y yo nos transformamos, nos ponemos demasiado vehementes, gesticulamos y levantamos demasiado la voz,  y  da la sensación de que tratamos  a los demás como a tontos por no pensar igual que nosotros. “Es la pasión que se desborda, como mi kefta, querida MªCarmen”, le respondí, y todos nos pusimos a reír.

Los cinco  nos queremos mucho.  Como Víctor es el más cariñoso, sufragó la primera ronda de cervezas. Cuando esperábamos en la barra nuestro turno para pagar, vimos a  Pedrerol en la televisión. “¡Jaime, cóbranos rápido, que  este tío es un merengue  manipulador y  no hay quien le aguante!”, gritó alguien. Y salimos por piernas después de compartir  otra divertida comida entre  buenos compañeros, un jueves, en el patio del amigo Jaime.


miércoles, 14 de septiembre de 2016

La bandera de mi patria



De un tiempo a esta parte lo que más me gusta del verano son sus últimos días. Una vez liquidadas las  vacaciones y asumida  como  dócil  vasallo la  imposición  laboral, me aferro a las primeras lluvias y al primer descenso de las temperaturas  para sentir  una reconfortante  sensación de limpieza mental o espiritual, una  impresión de ligereza  o  de futilidad corporal  que cuestiona la materialidad  del sobrepeso adquirido a base de una rigurosa dieta estival, basada principalmente en el gintonic con pepino, el rioja cosechero y la cerveza bien fría. 

Es como acostarte en la medianoche canicular  y ser sorprendido  pocas horas después, en el silencio  tentativo de los sueños, por un soplo de aire fresco que contra todo pronóstico se mantiene constante hasta aniquilar por completo  el bochorno, y que nos obliga a acurrucarnos  bajo  la  sábana olvidada  en un gesto de placer  y de alivio. 

Si en la noche siguiente se produce el mismo fenómeno, yo me siento como el pecador absuelto que regresa  de las llamas del infierno,  como el esclavo liberado del sudor gratuito y, entonces, camino por la vida durante  varios días redimido de la calima, liviano,  mirando despreocupado  el cielo, luciendo una media sonrisa  estúpida  que se enfrenta sin pudor  a la objetiva iniquidad circundante. 

No sé si algo tendrá que ver con todas estas impresiones -tan mías y particulares -con otro tipo de bochorno que me ahoga y me deja tirado sobre al suelo en busca de un poco de frescor. Se trata de la  ya pesada, insoportable y asfixiante humedad tropical que provoca el llamado desafío independentista catalán y que se impregna pegajosa sobre la  piel como ese sudor invisible que no fluye, fruto de la poca higiene y de la climatología canicular,  que hiede insoportablemente  a pedo de mofeta. 

Una de las pocas  virtudes que se le pueden otorgar al franquismo es que nos curó durante unas décadas  del sentimiento patrio. Fuimos tan extraordinariamente tontos, dóciles y al mismo tiempo -y sin saberlo -hábiles, que  tras la muerte de Franco conservamos la bandera  y el himno que representa y recuerda a diario  la ignominia  de  los 40 años de tiranía  fascista. Quizá esa fue una de las causas  por las cuales la  gran mayoría de españoles no hemos desarrollado  el sentimiento patriótico y  nacional y no experimentamos más que repulsa, asco o indiferencia ante la presencia de los  símbolos que nos dejaron en herencia el dictador y sus herederos. Si además, como yo, uno es hijo de emigrantes, la inmunidad  contra las emociones  irracionales y perversas  hacia  todo lo que contagie los síntomas de la conciencia de identidad nacional está asegurada. 

Se podría decir que hemos caminado  durante unos cuantos años  de modo parecido a como yo camino ahora  en estos  últimos días de este verano, etéreos, ingrávidos, casi levitando sobre la tierra que pisamos sin dejar más huella  que  la que nos dirige a los recuerdos de nuestra infancia, nuestra única y verdadera patria. 

Pero eso se acabó porque, años después, cuando todo parecía indicar que los vientos alisios de  la experiencia democrática   nos proporcionarían  un estado de microclima benigno,   resulta que el sofoco del bochorno patriotero y pegajoso  se ha apoderado nuevamente de nuestros días. 

Anticiclones y borrascas   han dejado paso  a una depresión profunda de carácter marcadamente fascistoide  que se forma de la evaporación de las ideas y de los valores,  cuyo producto es una pertinaz sequía intelectual,  el miasma político o el bochorno ético y moral, pruebas irrefutables de que ya padecemos las consecuencias de un cambio climático que parece irreversible.

De ahí que, por momentos, el agobio  debido a  la falta de un poco de aire fresco se hace insufrible. Y lo peor es que a la vista de las  isobaras de la realidad, no se  prevén cambios del tiempo a medio plazo. Nos encontramos, casi  sin darnos cuenta, en una zona de clima extremo, en la misma  latitud en la que se ubican otros países lejanos a los que siempre hemos mirado con desdén.  Porque  solamente hay dos opciones, o el Monzón catastrófico  o la  sequía inmisericorde;  o ser español o ser catalán. Mejor dicho, o ser nacionalcatólico español, o ser nacionalcatólico catalán.

Nadie  propone otras disyuntivas un poco más templadas, algo más acordes con nuestra situación con respecto al Ecuador,  como por ejemplo, o eres honrado o  eres corrupto; o eres justo o eres inmoral; o estás con lo que explotan o estás con los explotados; o la riqueza para unos pocos, o la riqueza distribuida entre todos… 

Y mira, yo ya no puedo más. Por eso me quedo con ese airecito tan rico que esta mañana me ha despertado después de la tormenta  y que ha provocado que mi amor se arropase con la bandera de mi patria  y que envuelta en ella se abrazase a mi espalda  buscando  el calor de mi cuerpo.