domingo, 28 de febrero de 2010

El árbol muerto


La última vez que me permití el gozoso placer de dar un largo paseo por el bosque virgen, sin encontrar rastro de vestigio civilizado, uno de los amigos que me acompañaban me aconsejaron visitar al psicólogo. No se lo reprocho. En la noche de esa misma jornada, cuando descansaba plácidamente entre mantas de franela bajo el techo rústico de la cabaña de madera, reflexionaba al respecto de una breve conversación que tuvo lugar durante un descanso en el camino, a la vera de una fuente natural que manaba helada agua pura. Mi amigo liaba un cigarrillo al estilo antiguo -con gran habilidad, por cierto- mientras yo ya había encendido el mío. Aquel lugar era perfecto para la primera parada: el aire fresco, el sol todavía por llegar al mediodía y el sonido del chorro del manantial cayendo sin demasiado ruido sobre la piedra hoyada, atenuado a veces por el canto de pájaros desconocidos, el zumbar de enormes y hermosos abejorros, o por la amenaza silenciosa del buitre que ya planeaba a la búsqueda de muerte. Allí estaba yo, sentado sobre un tronco caído, en la mañana tibia del verano de la sierra, fumando y mirando plácida y descuidadamente a mi alrededor. Un extenso y frondoso hayedo circundaba el llano por el que crecían a lo largo del sendero algunos arces y tilos. Fresnos y acebos habían crecido y se habían plantado allí, en mitad del campo, como si fuesen hombres quienes, desde el inicio de los tiempos, no se hubiesen atrevido a adentrarse en el bosque, un territorio quizás hechizado, ignoto y desconocido, en el que palpitan vigilantes viejas historias, extrañas criaturas acomodadas en la oscuridad dormida, propiciada por las ramas de las hayas gigantes y centenarias que nacen como brazos de grandes manos extendidas desde sus troncos gruesos, que se tocan las unas a las otras, formando un red tupida, una sombra fabulosa y perenne, una danza de despedida, o quizá , quien sabe, un inocente juego infantil. Durante aquellos minutos de verdadero placer para los sentidos, contemplaba divertido como entre los innumerables jinebros que teñían con sus bayas moradas el verdor amarillento de la pradera, se escabullía la liebre, quizá un tejón; incluso pude ver algún pinzón saltando una, dos y hasta tres veces hasta que rompió a volar apresurado por llevar al nido el gusano infeliz que había estado agujereando la tierra húmeda por la que serpenteaba, como una lombriz, el riachuelito de agua nacido a la vera de donde yo me había ubicado como espectador privilegiado de aquel espectáculo único.


Recostado en la cama, al abrigo del grito nocturno del cárabo, recordaba muy bien la luz matizada de aquellos instantes que todavía no llegaba a quemar el cielo; el aire oxigenado que respiraba entre fragancias desconocidas; los sonidos claros, nítidos, emitidos en la justa frecuencia con la que se consigue constatar la presencia de cada ser, de cada elemento del entorno sin violentar nada ni a nadie. Y recordaba también que, imbuida mi alma de vida y curiosidad por saberlo todo de aquel lugar, por recorrer cada uno de sus espacios, por conocer cada una de sus criaturas, intenté adivinar dónde se dirigía el pinzón con su presa, dónde le esperaban sus polluelos hambrientos, ávidos, con el pico abierto como una gran garganta feroz e insaciable. En el seguimiento del vuelo, un árbol gigantesco se cruzó en la trayectoria de mi observación. Pensé que había emergido desde la tierra, oscuro, imponente, como un dios negro, sin darme yo cuenta, expectante como me encontraba ante la sucesión del acontecer de la vida. Era un árbol gigante, colosal, era un árbol muerto. Estaba en pie, erguido, orgulloso, plantado en el centro de la campa, rodeado por sus congéneres vivos, alejado del camino. Sus ramas secas, oscuras, soportaban pacientes el roce de la vida, la impertinencia del entorno, quizá la burla, el desprecio o, peor, el olvido del bosque que siempre lo mantuvo apartado. “Míralo: es hermoso”, le dije a mi amigo, entretenido como estaba jugando con el agua sobre la piedra. “Sí, sí el vuelo del buitre es majestuoso. Ya te dije que esto te gustaría”, me contestó. “No, digo el haya muerta. Mírala. Durante siglos, en los tiempos en los que sus ramas rebosaban de hojas, ofreció sombra, acogió animales y caminantes, a pastores y aventureros. Bandidos, criminales de guerra, héroes, y amantes durmieron bajo sus ramas, se guarecieron de la tormenta y ahora, con la misma dignidad, cuando le ha llegado la hora de vivir su muerte, de exponerse desnuda ante el paroxismo de este fragor de vida, apunta con sus huesos sin carne, ya vacíos de músculo, con toda la fuerza de su voluntad, al cielo filisteo… Hasta que en la noche cerrada de una tormenta otoñal, del cielo surja un relámpago redentor que le acierte en su centro mortal. Entonces, tras la tempestad, el viento inclemente del norte desencajará las raíces de la tierra y el haya centenaria se derrumbará en un estrépito de madera que estalla, en una explosión de ramas quebradas, hasta que el pesado tronco se acomode por fin sobre la hierba para descansar sobre el mismo campo en donde creció, donde forjó su leyenda. Al cabo, orgulloso y satisfecho, el árbol muerto finiquitará su lucha. Y cuando eso ocurra, allí adentro, en lo más oscuro, en el interior del bosque, las hojas de otros árboles silbarán un réquiem y pregonaran su fin.”


La verdad es que no sé si en verdad fui capaz de decirle a mi amigo todo eso, así, sin más, como quien canta una canción aprendida, o recita un romance triste. En todo caso, sí que estoy seguro de que lo pensé, o de que lo pienso ahora que recuerdo. Sea como fuere, el caso es que después de esas supuestas palabras estuvimos en silencio observando durante algunos segundos el fabuloso árbol muerto. Creo que en ese breve instante de tiempo el agua dejó de manar. Yo, al menos, no la oía, hasta que mi amigo se levantó, se sacudió con las manos la culera del pantalón y me dijo. “ Con todo lo que hay que admirar, con lo que hay que ver por aquí, con la variedad natural que tenemos al rededor. Creo que necesitas un psicólogo”. Yo también me levanté. Bebimos un trago de agua fresca y miramos el azul del cielo. El buitre seguía trazando círculos en su espiral infalibe. Nos cogimos del hombro y fuimos a buscar al resto de la cuadrilla, que disfrutaba de lo lindo trepando por un fresno.

Vuelvo mañana

El cuadro se titula "Cuatro árboles". Es obra de Egon Shiele, pintor austriaco que nació en 1890 y murió en 1918

viernes, 19 de febrero de 2010

El inglés con mil palabras


Carezco de formación en idiomas. El paso del tiempo se ha cebado con mi otrora perfecto inglés, mi mejor francés y lo que es peor, con mi latín. Era capaz de leer de seguido, en versión original, a Cicerón, Ovidio y Virgilio. En las noches locas de ‘La partida del Trueno’, cuando Ventura, Pepe, Manolo, Ramón y yo salíamos a quemar Madrid, nos burlábamos de los petimetres y asombrábamos a bobitas como mi Pepita declinando, muy altisonantes, con carita de honorables burgueses, las más obscenas de las barbaridades, de manera que ellas casi llegaban a creer que les estábamos proponiendo matrimonio, cuando en realidad lo que hacíamos era sugerirles los más inconfesables y jugosos juegos en la lengua de Catulo. Con los años, incluso, he llegado a pensar que Pepita se enamoró de mí por un malentendido relacionado con el latín. “Mucho piano y poca declinación”, decía siempre Ventura cuando al final de la velada, en la madrugada canalla de Madrid, cada cual se recogía a su cubil. Los cuatro asentíamos muy serios a la máxima de nuestro camarada. Entonces, mientras intentábamos concentrar toda nuestra perjudicada atención en no posar los botines impolutos sobre los charcos sucios, repetíamos como un sonsonete y con media lengua raspada de Cariñena, “¡Sí señor. Mucho piano y poca declinación.!”. Y es que nuestro Ventura era un sabio.

La cosa es que la pérdida de mi capacidad para los idiomas me traes esos recuerdos porque, lejos de lamentarme, la verdad es que en estos momentos de mi tercera vida me congratulo de no saber de la lengua inglesa, por ejemplo, más que algunas construcciones fáciles, un vocabulario básico y poca cosa más. Digamos que hablo el famoso inglés con mil palabras. Del francés me olvido y del latín, ¡Ay el latín! ¡Qué tiempos, qué momentos! . Todo esto viene a cuento porque me sucede un fenómeno que no sé si alguien más lo experimenta. Habitualmente escucho música, en español y en inglés, y en el idioma que se tercie (en latín no). Me gustan todo tipo de músicas, grupos, cantantes, estilos y épocas y soy un poco obsesivo. Si un día me engancha una pieza de, vamos poner por caso, Mozart, durante semanas no hago otras cosa que escuchar música clásica (perdón: culta). Cuando me harto, cambio al jazz, al sonido meloso de un buen saxo, al agudo y potente de una trompeta o a la voz sensual de alguna cantante negra. Y así con todos los géneros y formatos. De hecho, si descubro algo especial en un grupo o un autor soy perfectamente capaz de escuchar sus discos una y otra vez durante varias semanas seguidas, consecutivas, sin que escuche otra música que no sea el disco en cuestión. De manera que mi torpeza con las lenguas extranjeras sumada a una manía como esta me permite interiorizar la música que escucho. Creo que lo que me ocurre lo explicó mucho mejor que yo, de una manera más efectiva y más breve, el celebrado autor de comics Chris Ware, quien afirmó “Envidio a mi hija, que todavía puede mirar una palabra sin leerla”. Sin haber leído ni una sola de las obras de este artista, en mi opinión su presencia en este mundo está más que justificada porque creo sinceramente que esta frase asombrosa contiene en su interior toda la reflexión que se haya podido hacer en miles de páginas sesudas al respecto del lenguaje, la literatura y el arte.

Así es que no miento si afirmo que esta es la cuarta semana que escucho cada día que me levanto el disco “Nothing Gold Can Stay”, obra de un grupo estadounidense llamado The Duke&The Kings. Su música me amansa, me excita, me deprime y a veces, con alguna de sus canciones, se apodera de mí una euforia que en su punto culminante me parece hasta peligrosa e insana. Por su puesto no entiendo ni jota de lo que canta el vocalista. Para ser más exactos, pesco alguna que otra frase o palabras sueltas que me sirven como pespunte para coser después mi propia versión del tema. Ni siquiera los títulos de las canciones influyen en mi deconstrucción y recomposición particular: El fondo de la guitarra acústica, que mece también la melodía ; una trompeta apenas audible que aparece de repente y da paso a la voz, y a los coros armónicos de voces en falsete, como susurros. El compás leve de las escobillas frotadas sobre la caja de la batería o, súbitamente, compases más rítmicos acompañados con acordes rockeros de una guitarra eléctrica sin más pretensión que la de de hacer sonar un poco de poesía, la lluvia de una mañana de verano, un reencuentro, la bajada a los infiernos, el canto a la amada; la felicidad, la pasión y la incertidumbre en los primeros momento del amor; la alegría desbordante por cualquier causa, por las cosas buenas de la existencia; la soledad y el dolor sin posibilidad de consuelo; la fugacidad de la vida; la fatalidad del destino, la tristeza ante la muerte… Todo eso es lo que me llevo cuando escucho ese disco sin entender un ápice lo que dicen las letras de sus hermosas canciones.

Hoy hablaban Michael Nyman y Adolfo Domínguez en la radio. El modisto -como le llaman- (qué poco respeto a la profesión) presentaba en la pasarela Cibeles su nueva colección, amenizada en directo con la música del compositor. A Nyman le pasa lo que a mí, que no sabe idiomas; solamente se expresa en su perfecto inglés. Aunque había traductor, para mi era inútil, porque sin entenderle sabía perfectamente lo que estaba diciendo. Me acordaba muy bien de cómo sonaba su piano. Después ha hablado Adolfo Domínguez y ha dicho que “para qué diablos se necesita la sentencia de un juez cuando un empresario quiere despedir a sus trabajadores”. Entonces no he entendido nada. Era como si el tipo hablase en latín, como si hubiese hecho también algún exceso con el Cariñena. Con todo, lo peor podría ser que alguien por ahí traduzca lo dicho por el modista como lo hacían mi Pepita y sus amigas, y acaben por confundir la pornografía con las ideas. Cuando el modisto ha continuado diciendo que lo que más valoraba en las personas era la humildad, he apagado la radio y me he puesto a escuchar ‘If you ever get famous’ de The Duke&The Kings

Vuelvo mañana
La imagen es un autorretrato de Chris Ware

domingo, 14 de febrero de 2010

Sol de invierno


El lugar donde vivo es húmedo. Aquí el frío se mete hasta los huesos y no hay ropa que nos meta en calor. Sin embargo, muy de vez en cuando, la climatología nos regala un día seco y limpio, en el que el horizonte dibuja al detalle los contornos de la lejanía que casi siempre aparecen borrosos, como sometidos a un enfoque beodo tras una permanente borrachera colectiva. Es el caso de la mañana de hoy, en la que el sol brilla pleno y el cielo lo es por sí mismo, libre de la trampa de la bruma, y azulea el día en armonía con la luz clara de invierno que nos concede por fin el privilegio de sentir el frío cortante en el rostro, el escozor helado en la punta de la nariz y la lágrima tímida tiritando al borde del ojo, que mantenemos semiabierto porque no está acostumbrado a un sol de hielo azul como el del amanecer de hoy. Aun así, o precisamente por eso, da gusto pasear por la calle. De ahí que hoy el café en el bar haya sido breve. Me lo he tomado en el tiempo justo que he leído un nuevo capítulo de la infamia y la felonía que el poder, en sus muy diversas formas (y en las concretas del narcotráfico y del fascismo nacional e internacional) está cometiendo con el juez Garzón, con el apoyo de todo el grupo PRISA y de aquellos a los que el ínclito Felipe González llamó en los buenos tiempo la ‘Prensa Canallesca’. O sea, que todos los grandes medios de comunicación españoles y todos los opinadores de lo divino y de lo humano están encantados con que el héroe ibseniano de nuestro tiempo sea lapidado y vilipendiado con el argumento grotesco, inconsistente, e infantil de que quiere ser un juez estrella, de que quiere sobresalir entre los demás y de que lo único que persigue, en su afán por poner en la balanza ciega de la justicia a los grandes delincuentes contemporáneos, es fama y notoriedad. Y aunque cualquier persona con un bajo sentido común – ya no digo inteligencia- sabe que de lo que se trata es de desactivar de una vez y para siempre al que se ha convertido en el azote del ladrón, del tramposo y del criminal de altos vuelos, la verdad es que en España no nos hace falta argüir más que eso, pues como todos sabemos, la causa más que suficiente para poner al más pintado de rodillas sobre el cadalso es ser más guapo, ser más valiente, ser más trabajador, ser excelente, y siéndolo, poner en evidencia la mediocridad general, la cobardía colectiva y la corrupción del poder que como meada de perro se huele en dos de cada tres esquinas por las que caminamos.


Entre el placer y el dolor hay siempre un delgado límite. A las dos horas de pasear mi íntima y vana solidaridad para con el Doctor Stockmann de nuestro siglo, entre el brillo claro y helado de la mañana de hoy, al final he decidido meterme en casa porque ha habido un momento en que tenía la sensación de que mi boca empezaba a esbozar la mueca irónica con la que perece el congelado; una sonrisa inclinada, tétrica, negra, de despedida del mundo inquietantemente amable. Al llegar he puesto a calentar un poco de agua para hacer té y mientras esperaba a que hirviese me he quedado mirando fijamente la puerta del frigorífico, decorada a lo largo de mi tercera vida con personajes, imágenes, recuerdos, pasiones, héroes y algunos objetos intrascendentes como lo es la misma existencia: mariposas de colores chillones, molinos holandeses, un colibrí, un escudo de Praga, una matrushka rusa, la rosa de los vientos, una chapa con el dibujo Don Qujiote y Sancho Panza, un pez inverosímil, un gigantesco escarabajo, una tarjeta del pub barcelonés 'Les gens que j’aime', en donde una enorme pitonisa, entunicada con vivos colores, lee las cartas por un gin tonic. La mano de Chillida, la izquierda: la derecha se la ató a la espalda cuando empezaba a crear porque creía que aquello no podía ser tan fácil. Boris Karlof interpretado por Frankenstein (sí, he escrito Boris Karlof interpretado por Frankestein). Una caricatura de Julio Cortázar fumando, dibujada por Loredano, al lado del gran Ramiro Pinilla, tocado por la sempiterna boina, y por la gracia de las musas. (A los dos les sobrevuela una libélula y un colibrí). Las gárgolas de Notre Dame, El peine del viento, la Liebre de Durero, una autorretrato de Toulouse Lautrec pintando sobre un banquete, de espaldas. El escudo de Amsterdam. King Kong batiéndose bravo contra la incipiente U.S. Air Force. “Te nos has revelado y qué solos estamos”: las primeras palabras en lengua vasca, las primeras del romanticismo universal. El Endurance y Ernest Shackleton. El colosal y magnífico Moisés de Miguel Ángel, más vivo que su propio creador. 'A la orilla del mar', de Romaine Brooks, que me mira fijamente cada día, contra el viento, bajo la capa de la que surge, misteriosa, una mano afilada. 'Luz que agoniza' con Charles Boyer, Joseph Cotten e Ingrid Bergman. Villa Gordiani, en Roma. El perrito y el gramófono de 'La voz de su amo'. La torre Eiffel. El rostro sereno, sabio, abierto, limpio, siempre hermoso, de Walt Whitman. Alpargatas 'La Mariposa'. Flan 'Chino Mandarín'. La tarjeta del restaurante donde mejor hacen las alcachofas a la brasa. La referencia de un libro que jamás he comprado. Dos marquitas rojas con manchas negras. La imagen de un espectro descendiendo (o subiendo) por la escalera de una mansión: hace años escribí que era Georgi vagando por Maipú 994. El teléfono del Círculo de Lectores. El teléfono de la “deixalleria muncipal, del fontanero y del electricista de guardia. Un sobre de azúcar de los que dan en los bares. Un casa con un pájaro de cuco. Un calendario de 2008, un osito de peluche y una regadera metálica decorada con un sol sonriente. Y ya no cabe nada más. Seguramente, dentro de poco, este paisaje cambiará, porque el frigorífico está hecho unos zorros. Por el ruido que hace la puerta al abrirse da la sensación de que la sujetasen las bisagras oxidadas de un castillo rumano. Pero da igual, cuando se instale la nueva, a los pocos días, la puerta se llenará nuevamente de caras, personajes, frases, recuerdos y objetos. En realidad, ahora que lo pienso, mi nevera es como el sol de invierno, luminosa por fuera y fría por dentro. En la próxima, el primer rostro recortado que coloque será el del Juez Baltasar Garzón. Tengo que acordarme de comprar un buen imán.


Vuelvo mañana

domingo, 7 de febrero de 2010

Kafka en la cama


He despertado boca arriba, sobre el colchón mullido, bajo el calorcito de la funda nórdica, y he visto que ya mis pies eran dos y que mis manos reposaban cruzadas nuevamente sobre el vientre, emulando la postura en la que los maestros marmolistas esculpían los sepulcros de los reyes que reinaron por la gracia de Dios. Me he despertado aliviado en mi postura de siempre, pues así es como me quedo dormido y así es como vuelvo a la vida, y no como vivía en la pesadilla que he estado soñando durante toda la noche; un sueño tan real como el parte meteorológico que lo ha destruido cuando la radio se ha puesto a vocear su sonsonete de lata a las seis y media de esta mañana; mañana, por cierto, lluviosa, mañana invernal. Soñé, esta noche soñé, bendita ilusión, que era Gregorio Samsa. De hecho, ahora mismo estoy hablando dentro de la cama, bajo las plumas del edredón blanco, alumbrado únicamente por el leve resplandor de la farola de la calle que todavía luce, que se cuela entre los agujeritos de la persiana mal cerrada, y por la luz verde intermitente que marca impenitente el paso del tiempo en el reloj despertador. Cuento esto en un estado mental entre duermevela y estupor, terror y desconfianza, un vulgar despertar europeo, norteamericano, occidental, como tantos otros que se deben estar produciendo en este preciso momento.

Mi sueño ha sido horrible. He sufrido todas y cada una de las escenas que describe el narrador de ‘La Metamorfosis’. Mamá desesperada porque la primera mañana, la mañana de autos, yo perdía el tren; el apoderado amenazando con despedirme; Papá buscando soluciones a la situación, sobre todo a la situación; mi hermana con la comida. Y así hasta que un día aparecí “seco y plano”, y mis patitas dejaron de moverse. Yo, como estaba muerto, ya no oía lo que se decía, pero seguramente, tal y como se cuenta en el relato, Greta, la asistenta, les aseguraría a mis familiares: “no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de esa cosa de al lado. Ya está todo arreglado”. Parece ser, según han escrito prolijamente los que entienden, que este relato, este sueño que yo he tenido esta misma noche, es una alegoría que se relaciona con la existencia del hombre europeo del siglo XX. Más allá de una de las interpretaciones del relato que afirma que Kafka –bonito apellido: sonoro, musical, breve, contundente- describió en él la soledad y la incomprensión que sufría por parte de los suyos; Kafka, decía (qué bien suena. ¡Kafka!) elaboró durante toda su vida una obra que trasciende su problemática familiar y personal y desvela la situación del hombre occidental y de todas la sociedad del pasado siglo. Está por saber si los entendidos prorrogan hasta nuestros días, y aplican al otro lado de nuestras privilegiadas fronteras, la diégesis social de una de las metáforas literarias más efectivas y sorprendentes desde los tiempos de los clásicos griegos. Lo digo porque hace casi un mes, por proponer un ejemplo, leía en el periódico que, cuando la selección nacional de fútbol de Togo viajaba hacia el estadio en donde debía enfrentarse a la de Ghana en un partido de la Copa de África, el autobús en el que viajaban sus jugadores fue asaltado y tiroteado. 3 jugadores quedaron tendidos, muertos, sobre la polvareda del camino. Los dirigentes de la selección de Togo, por supuesto, decidieron retirar a su equipo de la competición, aunque ésta siguió su curso con la celebración gloriosa de un minuto de silencio antes de iniciar los partidos posteriores al trágico hecho. Al finalizar el campeonato, la Federación Africana de Fútbol decidió sancionar a la selección de Togo con la prohibición de competir en cualquier torneo de selecciones africanas durante dos años por la falta -horrenda falta, imperdonable falta- de no presentarse a los partidos que tenía comprometidos y por abandonar la Copa de África.

Centenares de africanos, procedentes de todos los países del continente, llevan un año vagando por el desierto y por las inmediaciones de la frontera argelina sin más recursos que lo puesto. Muchos mueren a diario buscando la llave que abra la puerta que les muestre al mundo y que les despierte del sueño en el que viven. Aquí, entre plumas que engordan edredones, pocas veces nos preguntamos cómo es el transcurso en la vida de estas personas. Quiero decir que nos es absolutamente ajena su realidad: nacer a una pesadilla, alumbrar a la luz de la miseria y del olvido; preguntarse al poco de tenerse en pie por qué cada día de sus vidas es así y no de otra manera; porqué ocurre allí, el lugar donde han venido al mundo, y no en otro sitio; qué diablos hay al otro lado de la valla a lo que no me permiten acceder; cómo han conseguido lo que tienen los que viven al otro lado de la valla; nuestro padre nos ha olvidado… Cualquier africano que lea a Kafka se sentirá más identificado de lo que nunca pudiese sentirse cualquiera de nosotros, por mucho que sangremos agua y remolacha y lamentemos la huera existencia, o sintamos la nausea sartriana. La angustia vital, la desorientación del hombre europeo. ¡Ja!. Carcajada sonora en medio de la mañana lluviosa, una mañana igualita en la que despertó el pobre Gregorio. Creo que voy a apagar la radio y me voy a dormir. Quiero soñar de nuevo que soy Gregorio Samsa. Necesito un poco de evasión. Buenas noches.

Vuelvo mañana