miércoles, 25 de noviembre de 2015

TomTom



Debajo de la tierra, en el subterráneo, en el lugar donde guardo mi coche, difícilmente se vislumbra el camino. Es como yacer en la tumba. Por eso la señal del satélite no acierta a identificar el objetivo.  Y es que allí abajo es inútil cuestionarse el destino, quizá porque uno se encuentra al mismo nivel donde reposan todos aquellos que cumplieron ya con el suyo. 

Si deseo saber a diario dónde quiero ir, debo remontar la rampa, alumbrar el morro a la calle y, tras ganar la horizontal,  aparcar a un lado para poder pulsar algunas palabras en el teclado del dispositivo. Una vez  nombrado el lugar, desde lo más alto del cielo, desde el rincón profundo y oscuro adonde  nunca nadie ha llegado, se produce la triangulación mágica y es  entonces cuando  la pequeña pantalla que cuelga del cristal me invita a iniciar el recorrido.

Una voz metálica y paciente me convoca a  seguir escrupulosamente sus indicaciones metro a metro. En algún momento desdeño sus consejos y tuerzo a derecha o izquierda haciendo caso omiso a su sugerencia. Sin embargo, sin perder el sosiego, esa voz  sabia procedente de las alturas que me habla como un sirviente, se adecua siempre a mi voluntad y en un instante se adapta a la nueva ubicación para ofrecerme un nuevo trayecto que cumpla con precisión la meta inicial por mí requerida. 

Aunque en realidad todo es una pamema, un juego estéril. Porque cada día, a la misma hora, llueva o hiele, luzca el sol o soplen las nubes, tanto el trayecto como la culminación de mi viaje siempre es el mismo. De hecho, podría prescindir perfectamente de sus palabras, de sus sugerencias precisas,  porque hace ya tanto que ando el mismo asfalto que a menudo, mientras conduzco, me entretengo en  contar las ramas perdidas de los árboles secos, erguidos todavía como estatuas del tiempo en los recodos de las encrucijadas.

Por eso, al poco de iniciado el viaje, anulo  la voz solícita  y aunque sé que desde allí arriba sigue cantando igual que un poeta  el paso siguiente, me reafirmo en mi sordera y me hago a la idea de que el oráculo de mi  camino ha enmudecido. 

Entonces circulo hacia el mismo final cierto de cada día con la ilusión de deambular por vías  desconocidas, porque no hay nadie que me diga que he equivocado el rumbo. Veo mi vehículo moverse en la pantalla y ese dibujo trazado con la simpleza del juguete de un niño me representa a mí  en movimiento, intentando decidir la dirección a tomar en el centro de una bifurcación de dilemas, colmada de oportunidades, mentiras y riesgos.

Soy yo solo en brazos de mí mismo rodando la ruta de siempre entre cuadrículas de calles urdidas, entre tramas de odiseas hiladas. Soy yo solo peregrinando a diario el color de las lineas de un itinerario tejido que dicta inefable a mi vuelta el subterráneo donde guardo mi coche, el destino que nos aguarda, el final de cada camino.

El cuadro es un paisaje del pintor David Hockney


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Zurullos electorales



Ese par de dos, al ver que se les ponen las cosas magras en el trabajo, deciden organizarse en partido político y presentar su candidatura a las elecciones generales. La decisión la toman después de saber que una de sus compañeras, ante la incertidumbre de su futuro laboral,  ha creado un partido de la nada gracias al cual, ella misma y sus camaradas, intentarán ganarse la confianza de parte del electorado para poder defender así sus intereses en el parlamento de la nación. 

Poco después de tomar la decisión la pareja asiste asombrada al hecho  de que cientos de ciudadanos y ciudadanas, pertenecientes a diferentes colectivos sociales y profesionales han pensado en hacer lo mismo para defender lo suyo. Media España parece convencida de que la mejor manera de solucionar sus problemas y defender sus intereses corporativos y personales es optar a un escaño en el parlamento español, de manera que tendrán que competir por su espacio y por sus escaños casi  con tantos partidos como personas hay, cada cual con su programa y con sus objetivos.

Así es que, a pesar de la proliferación de candidatos, o precisamente a causa de ella, el tándem se dispone a diseñar y a ejecutar su particular campaña electoral; una campaña electoral de manual. Lo primero de todo es identificar al rival más directo. Después desprestigiarle. A continuación difundir el mensaje propio por tierra, mar y aire, utilizando todos los medios al alcance, pero sobre todo los medios de comunicación. Es imprescindible participar en debates televisados, convocar ruedas de prensa, acudir a entrevistas y organizar mítines masivos. Es necesaria también la  contratación de un spin doctor, para hundir en la basura al contrario, y sobre todo, mucha mala leche, mucha mala baba, la disposición clara y categórica  al enfrentamiento más enconado…

Dado que todos los partidos y todos los candidatos utilizan las mismas armas y la misma estrategia, el resultado es una batalla campal donde no se entiende nada y donde es imposible distinguir mensaje alguno, porque el sonido de las palabras se ahoga en el fragor desgañitado de los candidatos, empeñados en lanzarse toda clase de  improperios y reproches en forma de  sapos y culebras, más algún que otro ideograma oriental personificado. 

En un momento de la historia  el par de ellos  se detiene a observar dos carteles electorales pegados sobre una pared, cuyas efigies son, en los dos casos, sendos zurullos. Uno es imberbe y grita el lema  “Vota PSOE, por un país mejor”. El otro zurullo luce barba y gafas, y dice “Vota PP, por un mejor país”. Entonces, pensativo y con gesto de preocupación ante la visión de los dos carteles,  el subalterno del dúo le dice al superior “No sé jefe, algo me dice que la democracia de este país no es muy de fiar”. 

Esto que he descrito podría parecer real, pero no lo es. Es la descripción más o menos detallada de un libro que acabo de leer. Se lee en menos de una sentada, y se disfruta más si  durante la lectura nos acompañamos de esa música mágica que sonaba en las películas locas de cine mudo que la exclusiva TVE titulaba como “cine cómico”, con las que se hicieron célebres Charles Chaplin, Harold Lloyd, Buster Keaton,  Stan Laurel y Oliver Hardy; una banda sonora que conduce el ritmo de  todo tipo de trompazos, golpes, batacazos , bofetadas, caídas y resbalones de las que los protagonistas salen siempre indemnes, dispuestos a sufrir la próxima trompada. 

De algún modo, la lectura del libro me ha trasladado al pasado y me ha producido cierta nostalgia de mi infancia; pero sobre todo me ha hablado del presente y del futuro inminente, en concreto del próximo día 20 de diciembre. En este sentido me ha sorprendido comprobar cómo la historia más extravagante, ridícula y rocambolesca que se pueda pergeñar en base a todo proceso electoral se queda corta si la comparamos con la realidad.

Resulta curioso descubrir  cómo la celebérrima pareja chiflada que protagoniza la acción, y también los personajes con los que se relacionan, utilizan una tras otra todas las herramientas de que hoy día disponen los gabinetes de comunicación políticos. No sé si el autor habrá leído “Comunicación y poder” de Manuel Castells porque, al leer las vicisitudes del popular dúo, uno accede al compendio caricaturizado de todas y cada una de las estratagemas que los políticos y el poder que los sustenta utilizan para incidir en nuestras mentes y lograr así nuestro entusiasmo o nuestro miedo; nuestra confianza o nuestro rechazo, tal y como explica Castells en su obra. 

Mientras disfrutaba de las locuras de estos personajes ya eternos me he acordado también de “El breve reinado de Pipino IV”, una novela gamberra y a ratos esperpéntica, obra de John Steinbeck, en la que el Nobel americano satiriza sin contemplaciones las democracias occidentales planteando una suerte de situaciones cómicas y absurdas que, precisamente por ser  descabelladas, podrían perfectamente darse en la realidad. Todo se desata en esta novela  cuando los partidos políticos de la Asamblea Nacional francesa no llegan a un acuerdo para formar un gobierno estable, de manera que nos les queda más remedio que restaurar la monarquía en la figura del último  descendiente de Carlo Magno, que no es otro que Pipino Arnulfo Héristal, un burgués tímido, discreto, que no necessita trabajar para vivir cómodamente, cuya única afición es la astronomia. Pipino se niega a ser coronado, pero no le queda más remedio que aceptar el cargo, así es que  se las tiene que ver con una galeria de sujetos, a cual más estrafalario, que pueblan un paisaje político corrupto, cercano y familiar. 

Pero el libro que acabo de leer no solamente me recuerda a otros libros. También a una sèrie de televisión norteamericana. Se trata de House of Cards, protagonitzada por Kavin Spacey y Robin Wright, quienes interpretan un inquietante matrimonio cuya ambición para lograr el poder es equivalente a su amoralidad y falta de escrúpulos con los que tejen sus conspiraciones para hacerse con el ansiado sillón del  despacho oval.

Esta serie ofrece el punto de vista más duro sobre la política y sus efectos que yo haya podido ver o leer nunca. Es, quizás, la ficción que mejor ejemplifica alguno de los temas que Manuel Castells desarrolla en “Comunicación y poder” , y es también otra manera de explicar lo mismo que nos cuenta el entrañable Ibáñez en las “Elecciones” a las que presentan candidatura  Mortadelo y Filemón con su Partido Mortadelista Filemonero Español (PMFE). Visto lo visto, me gustaría poder votarles. Al menos saldríamos airosos de otro batacazo, de otra decepción, sin un solo arañazo y dispuestos a nuevas aventuras.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La felicidad de las piedras



“Me bastaría con dejarme llevar. Todo cuanto me ocurra por añadidura sería como la lluvia en un guijarro. Lo refresca y es algo que está muy bien. Otro día quemará porque le da el sol. Siempre me ha parecido que la felicidad era precisamente eso”
 
"La muerte feliz"
Albert Camus


Las olas apacibles de las playas del Mediterráneo bañan de brillo los guijarros que resisten a sus vaivenes. El agua les barniza y enlucen de viveza sus colores; algunas incluso  resplandecen; surgen de su superficie pulida  destellos engañosos que embaucan  a los niños porque al verlas relucir creen que se hallan ante  piedras preciosas, ágatas, gemas o esmeraldas. 

Ante tal ensueño, los adultos más crueles, aquellos que niegan a un niño el placer de la invención,  enseguida se apresuran a desalentarles, desvelándoles con extraordinaria propiedad intelectual  lo que los pequeños ya saben, que  un tesoro no es un tesoro si es  infinito y está al alcance de todos.

No hay año que no recoja de la orilla del mar unos cuantos guijarros. Me gustan los más lisos, no demasiado grandes, ovalados,  y ondulados, semejantes a monedas antiguas desgastadas por el tiempo, en las que ya no se distingue la efigie del César tirano, abandonadas con justicia a la erosión de las mareas. 

Al llegar a casa las dejo sobre la mesa. Para entonces ya se han secado. Han perdido la pátina húmeda del agua; se ha desvanecido el charol fraudulento al calor canicular del aire veraniego. Por eso, durante unos segundos suelo mirarlas con cierta decepción, porque no me resigno a creer que esas que están sobre la mesa  son las mismas piedras que yo recogí mientras mis pies se hundían en la arena y recibían el mismo frescor con que ellas se bañaban.

Pero pronto me repongo y asumo, sin más dramas, que  tengo unas cuantas piedras ovaladas, secas y sin lustre; unas cuantas piedras hermosas, lisas y suaves como un párpado durmiente; un puñado de piedras grises, blancas y negras que  colocaré sobre la estantería, una sobre otra, empezando por las más anchas, siguiendo con las más pequeñas,  superponiéndolas  hasta formar pequeñas torres de cantos en forma de pagoda. 

En ocasiones, cuando decido coger un libro o limpio con un trapo el polvo del estante, toco levemente, sin quererlo, mi torre construida con lascas de la playa, y  entonces, de repente, todo se derrumba. En ese momento, contemplando el hundimiento,  las piedras esparcidas me parecen la ruina del mundo y yo el último hombre de la Tierra.

Sin embargo, inmediatamente me repongo y en un instante me dejo llevar por  la expectativa feliz de invertir unos minutos de mi tiempo en levantar otra torre mínima, sirviéndome exactamente de las mismas piezas que  segundos antes no eran más que escombro y vestigio. Una torre única, diferente a la anterior, erigida con guijarros sin destellos, suaves como la página de un libro; frágil como el tiempo en libertad que de tanto en tanto- según me dicen- me he ganado, durante el que me permito el lujo de admirar unas cuantas piedras de felicidad.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Plenilunio


Todo el mundo sabe que Saturno es un planeta mormón, el único cuya potencia orbital es capaz de mantener satisfechas a sesenta y dos lunas.

Sesenta y dos lunas. Se dice pronto. Si la Tierra tuviese sesenta y dos lunas no dispondría de días suficientes para desearlas. Tendría que dormir y soñar a pleno sol, o ingeniármelas tras la persiana cerrada para vencer en soledad mis pesadillas. 

Si cada noche pudiese contemplar sesenta y dos lunas saldría a la calle a observar mis sesenta y dos sombras, dispuestas alrededor de mis pies como los minutos en la circunferencia de un reloj. Tendría tiempo para regalar; tiempo de sobras; exactamente el equivalente a dos minutos por cada hora de vida, como una propina existencial en forma de dos siluetas alargadas, enlazadas y proyectadas hacia el destino.

Me produce escalofríos  imaginar sesenta y dos plenilunios simultáneos en la noche de difuntos. La tierra invadida de norte a sur por las almas sucias, licántropos voraces,  criaturas sin conciencia, enamorados irredentos,  engendros, espectros, trasgos y fantasmas. Monstruos de la noche al acecho, husmeando las huellas de mis sombras. 

Sesenta y dos lunas unánimes, exultantes, claras y  refulgentes sobre el fuego de una hoguera de San Juan, mientras los  cuerpos desnudos de los amantes se gimen al oído en la tibieza del espejo titilante de un mar de luces, y  los hombres de la tierra danzan y beben en la noche, sin conciencia de la vida, porque saben -aunque jamás lo reconocerán- que solamente disponen de ese instante de soberanía a lo largo de su existencia hipotecada. 

Ese mar esclavo, gobernado por tanta luna, bramaría constantemente cientos de mareas obsesivas que depositarían sobre la orilla gavillas de algas muertas, multitud de botellas sin mensaje, el plástico de todo un siglo, o quizá astillas de la quilla mohosa en la que navegaron navíos embarrancados contra los arrecifes  de Ítaca. 

Sería de tal belleza  la visión de sesenta y dos lunas orbitándonos  que no podríamos hacer más que observarlas, sin más, sin plusvalías, compromisos ni obligaciones; libres de  las zarandajas que nos impiden mirar al cielo por lo menos una vez al día, aunque sea para saber cómo es la nube que nos llueve, cómo es el color del calor que nos abrasa. 

Y es que nadie podría dejar de contemplar a diario el espectáculo hipnótico de sesenta y dos lunas concurrentes, llenas, crecientes o menguantes; un fabuloso juego de formas celestes iluminadas por el mismo sol que produciría en las noches claras un sugestivo juego de sombras y eclipses interpuestos; la silueta recortada de cada luna sobre su adyacente; el pasatiempo en las noches nubladas durante los otoños y los inviernos del planeta consistente en averiguar qué luna es la que falta, qué luna ha sido engullida por la oscuridad de una nube antes de que la rotación de la tierra las extravíe en los orientes o en los occidentes según el punto de vista de cada horizonte. 

O no. Quizá nada de eso sucedería. Quizá nuestra atención seguiría sonámbula ante la fuerza magnética de multitud de pantallas; en guardia preventiva ante adversarios constatados o enemigos imaginados; dormida en el descanso forzoso previo al índice productivo de la jornada siguiente mientras, allá fuera, el universo se divierte libre de toda preocupación en los brazos del destino.