viernes, 20 de enero de 2017

Prejuicios y orgullo



Soy un tipo con prejuicios, lo cual me impide disfrutar plenamente de lo bueno que nos ofrece la vida. No sé si este es el precio que hay pagar por mantener los principios, o sencillamente se trata de un más de mis rarezas o estupideces cuyo peso arrastro por la vida igual que una mala imitación desquiciada de Don Quijote, forzando más allá de lo razonable el espíritu crítico y mis ambiciones éticas. Don Quijote, Don Quijote, tal y como lo parió Cervantes, es la criatura más lúcida que conozco.

Yo no leo a Mario Vargas Llosa. Gocé con sus primeras  obras durante mi juventud . ‘Los jefes’, ‘La ciudad y los perros’, ‘Los Cachorros’ con  aquel inolvidable Pichulita Cuéllar, ‘La tía Julia y el escribidor’, ‘Conversaciones en la catedral’, ‘Pantaleón y las visitadoras’… y ya.  Porque  a la que se convirtió en una figura relevante  de las letras y con capacidad para influir  sobre la sociedad, Vargas Llosa abrazó y defendió abiertamente la causa de los poderosos, de aquellos pocos hombres y mujeres que, con el fin de conservar sus privilegios, dañan a las mayorías. Y así hasta hoy. No he vuelto a leer ni una sola de sus obras.

Algo parecido, pero en otro sentido, me ocurre con Jaime Gil de Biedma. Por lo que parece, y a la vista de lo que señala la crítica, es uno de los grandes poetas en español del siglo XX. Jaime Gil de Biedma confesó en sus diarios su afición a mantener relaciones sexuales con niños en Manila. ¿Cómo cribar este hecho de su obra poética, y por tanto lírica, con todo lo que eso conlleva? ¿Cómo puedo atenerme solamente a su creación literaria y olvidarme que, quizás, poco después de escribir los versos más bellos, mancillaba la inocencia y el cuerpo de un  pobre niño que se prostituía para dar de comer a su familia?. Hay  algo en Gil de Biedma que es mentira, y no es este lamentable  hecho del que, por cierto, nunca renegó. Por eso no puedo con él.

Camilo José Cela es otro ejemplo. 'La Colmena', gran novela. 'La Familia de Pascual Duarte', otra obra maestra (obviando sospechas de plagios). Sin embargo,  se me hace del todo imposible acercarme a sus libros, por su historia censora, por su carácter y talante filofascista; por esa impostura maleducada, caciquil y soberbia tan del gusto franquista que le confería cierta semejanza con los tiranuelos gallegos tan bien descritos por  Valle-Inclan. Esa ambición desmedida y descarada; la constante provocación hueca, de eterno enfant terrible consentido;   un estar pantagruélico en el mundo, flatulento y macho, vulgarote, terrorista del buen gusto y de las normas mínimas de la  buena educación.

Y algún escritor más hay así, en esa línea de mis prejuicios. Borges, por ejemplo, prosélito de dictadores latinoamericanos; filósofo metafísico  con piel de cuentista.

En cuanto a  la música, me ocurre algo parecido. En casa no se escucha a Eric Clapton. ¡Qué le vamos a  hacer!. El guitarrista de la mano lenta  se negó a participar en los años setenta de una iniciativa  roquera contra el racismo y contra los supremacista blancos. Clapton llegó a reivindicar públicamente una Gran Bretaña para blancos,  y jamás se retractó de  esas declaraciones. ¡Que te den, Eric.!

Tampoco escucho a Wagner porque me ocurre como a  Woody Allen, me entran ganas de invadir Polonia.

Y me sale sarpullido  cuando emiten por la radio a U2, con el hipócrita de Bono al frente. Ya hace algunos años que se ha revelado la falsedad de su  filantropía, una fachada tras la cual se esconden  su ambición y  grandes intereses de terceros. La huella ecológica  de Bono está calculada en 60 planetas. Es decir,  mientras lidera campañas medioambientales, Bono  necesita  sesenta  Tierras para conservar su nivel de vida. Otro dato más: su fundación ONE destina poco más del  1% a las causas que dice defender de los millones de dólares que recibe. ¿Qué  o quiénes hay detrás de este tipo? ¡Qué te den, Bono!

Con Lluis Llach he llegado a mi Ítaca, la Ítaca del empacho, del empalagamiento y el desconcierto. Este cantautor de la voz cóncava, antiguo trovador de la libertad, amigo de los humildes y portavoz  de las injusticias, no solo descansa apaciblemente sus estreses en The Rino Resort -un complejo turístico de lujo ubicado en Senegal, participado accionarialmente por el humilde Sandro Rosell y frecuentado por las estrellas del F.C. Barcelona- sino que además se sienta en el parlamento catalán en su escaño compartiendo bancada junto a diputados y diputadas cuyo partido patriótico ha estado robando  a los catalanes durante los últimos 25 años. Yo asistí al memorable concierto de Llach en el Camp Nou del 6 de Julio de 1985, y compré y escuché, hasta que se malogró de tanto ponerla,  la doble cassette editada por Ariola . ¡Cuánto ha llovido, querido Lluis!

¡Ah! Mis prejuicios. La razón de los tontos, como decía Voltaire, más difíciles de desintegrar que un átomo, tal y como escribió Einstein. Quizá se trate de  una simple y vulgar cuestión de orgullo; una pose que me reafirma ante los demás;  una postura adolescente, infantiloide, con la que me cierro los ojos para no aceptar la realidad de la vida,  la madurez de otros, que no dudan en traicionar sus principios porque siempre tienen otros a su alcance y una buena coartada con la que justificarse. Sí, debe ser eso, la razón de los tontos.

Sin embargo, yo no me enorgullezco de mis prejuicios, porque lo paso mal, porque me obligan a ver lo que todo el mundo debería ver pero se obstina en obviar, con el consecuente efecto de mi marginación o de mi silencio.

En este mismo espacio he escrito algunas líneas elogiosas sobre el talento de Messi, o de Guardiola. A pesar de todo, de un tiempo a esta parte, me ha crecido  una idea en las tripas –seguramente un prejuicio-  que prevalece sobre todo lo bueno que se pueda decir de estos dos personajes y de sus compañeros.

Llegado el minuto 17 y 14 segundos ( ni uno más, ni uno menos), puntualmente, buena parte de los espectadores que disfrutan en el Camp Nou  de  Messi, Mascherano, Piqué, Neymar y todos los demás, vocean IN – INDEPEN- INDEPENDENCIÁ, así durante unos cuantos segundos, por varias razones. La principal, la que les ha llevado a defender esa  postura legítima a gritos en un campo de fútbol, es que España les roba. Sin embargo, quienes de verdad  les roba, objetivamente, son las personas que forman ese equipo de evasores fiscales, virtuosos del balón, a los que jalean, por los que se levantan haciendo la ola; a los que glorifican y alaban alzando y flexionando los brazos como musulmanes en la hora de la oración; de los que hablan con sus amigos y compañeros más que de sus propios hijos.

Y qué decir de Josep Guardiola, el gran valor social, el ejemplo para todos los catalanes, el prescriptor amante del trabajo que jamás ha madrugado en su vida, pero que nos anima a todos los catalanes a levantarnos pronto y trabajar duro. Pep, el inolvidable Pep, fue  captado por Josep Oliu, el gran capo del Banc de Sabadell, el puto amo de las ruinosas y al mismo tiempo fecundas  cláusulas suelo, para dulcificar una imagen sucia, para convencernos de la fiabilidad de una entidad que, también, roba a los catalanes.

Sí. Prejuicios. Orgullo. Un buen día, no hace mucho, leyendo la prensa, supe que la familia Carceller, propietaria del imperio DAMM  y  una de las grandes marcas patrocinadoras del Barça, había reconocido  ante el juez la evasión de 100 millones de euros en impuestos. Aquel día, muy furioso, escribí un tweet  furibundo en el que les decía a los señores y señoras propietarias de DAMM que si ellos no pagaban impuestos, yo no bebía su cerveza, a pesar de que Estrella Dorada y Voll Damm son las dos cervezas que más me gustan. Incluso abrí el hashtagh #DAMMnosRoba.  Prejuicios. Orgullo.

Fui capaz de sostener mi coherencia y mi boicot particular durante poco menos de una semana, justo el tiempo en el que terminé el pack de 6 cervezas CruzCampo, comprado con ufana dignidad de princesa ofendida, el mismo día que leí la noticia.

En mi descargo tengo que decir que no fue mi culpa. Todo fue culpa del viernes,  de una de esas tardes otoñales de viernes,  tentadoras y pecaminosas.  Al salir del trabajo ya lo había planificado. Llegaría a casa, me aposentaría en el sillón, leería el libro que tenía en danza, escucharía un buen disco y bebería  una cerveza, bien fría, en mi copa especial de cerveza  doble de malta.

El libro: ‘El quadern gris’, de Josep Pla, colaborador y espía de Franco. El disco: ‘Teaser and the firecat’, de Cat Stevens, converso musulmán que apoyó la fatwa contra el escritor Salman Rushdie. La cerveza: una buena y cremosa Voll Damm, por supuesto, no hay otra igual. Y yo en mi sillón, acompañado de mis prejuicios  y de mi orgullo ante la perspectiva de un largo y prometedor fin de semana,  con partido del Barça incluido.  

lunes, 9 de enero de 2017

Ramiro Pinilla, la llama oculta (y 4)


Viene de aquí

Otro vasco heterodoxo, Iñaki Uriarte, explicaba en sus diarios publicados por la editorial Pepitas de Calabaza, que una tarde apacible, mientras leía en su sillón, levantó los ojos  y se topó de repente con las estanterías de su biblioteca repletas de libros. Uriarte cuenta que, súbitamente, sintió un vértigo extraño cuando, al pasear la mirada por los miles de volúmenes que allí reposaban, reparó en que no recordaba prácticamente nada de lo que contenían, a pesar de que los había leído con atención a lo largo de toda su vida.

Los nombres propios de criaturas y de los espacios que habitaron, lo que dijeron, lo que les sucedió; las reflexiones de hombres y mujeres sabios, su visión particular del mundo y de la vida… todo perdido, en los confines inextricables de la mente, en los pozos del olvido, a pesar  de la atención con que los leyó, a pesar del placer con que, página a página, frase a frase, los descubrió en días y noches  de lectura apasionada.
Hace ya más de dos meses que he releído “Verdes valles, colinas rojas” y hace ya casi dos meses que decidí escribir mis impresiones sobre esta gran epopeya literaria porque, un buen día, al recordar a Ramiro Pinilla con unos amigos con los que comparto mi devoción por este autor, me di cuenta de que  había olvidado algo tan importante como el nombre de la playa donde surgió la humanidad.

Ni si quiera era capaz de recordar qué fue de Roque Altube después de sus vivencias en el frente vasco durante la Guerra Civil, o el desenlace del triángulo Asier-Don Manuel- Mercedes; o el final de Moisés y mi antipatía hacia él… No recordaba más que el trazo borroso de algunas líneas argumentales, la silueta difusa de los cuerpos primitivos alrededor del fuego de  Sugarkea; la maldad proverbial de Ella; Camilo y su estirpe bastarda, y hasta alguno de los episodios alrededor del conflicto sobre la propiedad del gran catafalco de la venta de San Baskardo.

Entonces, a medida que he ido escribiendo para no olvidar, he constatado también que, tal y como decía Pinilla, uno descubre al escribir que sabe cosas que no sabía que sabía. Y yo he descubierto, por ejemplo, que nuestra ínfima capacidad de recuerdo en relación a lecturas lejanas y no tan lejanas  nos obliga a desentrañar a través de la imaginación aquello que intuimos entre brumas.

He constatado con mi experiencia lectora  que cuando el tiempo cubre con la amnesia personajes, sucesos y desenlaces, recurrimos a nuestro poder de evocación para rescatarlos del olvido. Entonces se produce algo mágico, nuevamente inexplicable -como casi todo en literatura- y creamos a partir de esa evocación una relectura sin mirada, sin ojos; una relectura que se produce en el lugar donde habitan nuestros recuerdos; una lectura, en definitiva, creativa y reveladora.

Así, de algún modo, espontáneamente  cerramos el círculo, porque  imitamos el proceso creativo de muchos escritores que acuden a sus vivencias pasadas, desenfocando la realidad objetiva de sus experiencias personales para obtener el material poético del que surgirán sus creaciones, mitad ficción mitad realidad vivida.

Y es que, dos meses después de asistir al cementerio junto a   Don Manuel y Anaconda para depositar un ramillete de geranios rojos sobre la tumba de Mercedes, muchos de los episodios  que viví emocionado dentro del universo Pinilla se me aparecen igual que una silueta entre la bruma matinal de Arrigunaga y, sin embargo, preservo con gran viveza, como si yo estuviese viviendo entre las letras que los narran, algunos otros que quedaron grabados en mi memoria después, incluso, de la primera lectura de “Verdes valles, colinas rojas”.

Uno de ellos me lo reservo, porque tengo la intención de releerlo las veces que sean necesarias hasta ver si consigo exprimir todo su significado, toda su carga alegórica, toda su fuerza humorística e histórica; hasta ver si soy capaz de descubrir, escribiendo, cosas que no sabía que sabía.

El otro episodio al que me refiero, en mi opinión, es central en la obra, porque la traspasa casi de principio a fin como una lanza neolítica. Se trata de la llegada a Getxo del rebaño de llamas procedentes de Perú, propiedad de Saturnino Altube; la invasión del rebaño en el caserío Onaidía; su inmediata  aniquilación auspiciada por Camilo Bascardo a manos de las gentes del pueblo; la superviviencia y huida de la llama dominante con la ayuda del entonces jovencísimo Don Manuel y, finalmente, el posterior apareamiento con un burro autóctono que dará a luz a Cristóbal, primer miembro de  una nueva especie híbrida, libre, oculta para siempre en los montes vascos gracias a los Barkardo de Sugarkea.

Humanos y animales unidos en una lucha por la libertad que solamente puede resultar verosímil y efectiva en un ecosistema literario biodiverso como es “Verdes valles, colinas rojas”. 

Creo sinceramente que esta prodigiosa invención contiene toda la esencia de la novela, todo el cargamento metafórico, simbólico y alegórico. Al mismo tiempo, contiene a su creador, Ramiro Pinilla,  nostálgico  imposible de una autenticidad primigenia, soñador de la emancipación humana, víctima desde su más tierna infancia de caducos esencialismos nacionales, cuando jugaba en las playas de Getxo y sus compañeros le hacían ver que él no era de allí, que no era como ellos.

Quizá por eso, tal y como el mismo Pinilla reveló al periodista Enric González, uno de los temas fundamentales de la novela era la defensa de la infancia, encarnada en la figura de Don Manuel “Don Manuel es el nivel más sublime del tema de la defensa de la infancia. Espero escribir algún día sobre el tema de la infancia”, afirmó el escritor en la entrevista publicada por Jot Down.

Manuel, el niño que al crecer se hizo maestro, es quien establece un vínculo  directo con la llama superviviente, quien le ayudará a huir, quien preservará su vida a pesar de las presiones diarias del poderoso Efrén. “Las llamas nos hablaron de libertad (¿ o Libertad con mayúscula?)  y Efrén embistió demencialmente contra ellas porque, ya por entonces, nos consideraba bienes propios y nos negaba todo despertar”, le dice el mismo Don Manuel a su eterno interlocutor Asier.*

Las llamas de "Verdes valles, colinas rojas" son seres salvajemente puros,  y al mismo tiempo se hibridan obviando escrúpulos de impureza; seres indomables, que defienden su libertad con la muerte. Una libertad sin vínculos nacionales, ni siquiera territoriales. Una libertad genuina, legítima por antonomasia. La libertad natural que proporciona el simple y  trascendente hecho de venir al mundo, poblarlo y habitarlo.

Pero para mí, además, la última llama de “Verdes valles, colinas rojas” es la silueta que distingo y distinguiré en un futuro, entre la niebla de la memoria, cuando intente recordar esta obra maestra. Porque la última llama me orienta y me regala sus huellas y su rastro para poder hallar -o a veces tan solo intuir- los caminos narrativos que nacen aquí y allá de la imaginación portentosa del más grande de los escritores vascos de los últimos cien años (sin permiso de Baroja o de Unamuno).

Y, sobre todo,  la última llama es también Ramiro Pinilla,  que permaneció oculta durante años por voluntad propia para preservar su posición ética ante la vida, su rincón de honestidad  frente el oficio de escribir, su fuerza moral frente a la esclavitud económica del negocio editorial y su coraje frente a los abanderados de la patria, talibanes de la raza.

Por eso, gracias a esa maravillosa ambigüedad que  las palabras nos regalan, me gusta decir y creer que Ramiro Pinilla es la llama oculta que ilumina, más allá de la niebla,  la cima de cualquier monte donde arda libremente el fuego  imperecedero de la poesía y de la utopía.


 *(Para saber más sobre las llamas de Saturnino Altube, hay que leer el artículo de Santiago Pérez Isasi, de la Universidade de Lisboa, titulado“Verdes valles, colinas rojas y la identidad vasca plural”, publicado en el libro recopilatorio a cargo de Mercedes Acillona, en la editorial de la Universidad de Deusto, titulado "Ramiro Pinilla: el mundo entero se llama Arrigunaga"Este libro se hace imprescindible para cualquiera que quiera acercarse con pasión y curiosidad lectora a toda la obra de Pinilla)